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¿En qué momento un acto individual de suicidio se transforma en un rito social y adquiere significado histórico y religioso? Además, ¿cuándo es inapropiado llamar terrorista suicida al asesino que se mata a sí mismo y a otros? Dicho de otra forma: ¿hasta qué punto una serie aleatoria de asesinatos dejan de ser homicidios criminales empujados por la voracidad, la venganza o la rivalidad entre bandas y se convierte en una convicción basada en la fe o en la política? ¿Hay alguna diferencia sustancial entre alguien que mata para morir y alguien que muere para matar?

Entre los politólogos hay una tendencia a clasificar el suicidio―asesinato junto con otras formas convencionales de terror que, en mi opinión, reducen el análisis a su valor estratégico o pragmático. Esta puede ser una reacción razonable a las embarazosas “autopsias psíquicas” que realizan los psicólogos militares, en particular después del atentado suicidio-asesinato de septiembre de 2001 en Nueva York, en su intento de diagnosticar y estigmatizar a los terroristas. Durante mucho tiempo el discurso israelita del asesinato suicida ha ido también alternando entre la interpretación teológica y la psicopatológica.

Una detallada patografía de los palestinos que se inmolan en lugares públicos, los describe, generalmente, como individuos perturbados o bien solitarios, que son sometidos a una intensa propaganda islamista y caen víctimas de la promesa de la vida eterna plena de gratificación sexual. Naturalmente, estigmatizando al terrorista suicida como alguien radicalmente diferente de sus víctimas en cuanto a facultades mentales y emocionales, se deslegitimiza tanto la dimensión política como la moral de la motivación personal y la lógica política o ideológica que pretendidamente sostienen sus acciones.

El análisis de los actos suicidas electivos o grupales de amantes y de miembros de un grupo está presente en el pensamiento psicoanalítico desde hace mucho tiempo. A pesar de que hay una diferencia entre los vínculos de los amantes que conspiran morir juntos y el asesinato de personas por medio del auto sacrificio, podemos postular la existencia de un nivel fantasmático inconsciente que vincula al terrorista suicida con sus víctimas y testigos. La sombra emocional de esta forma de violencia es, por tanto, más oscura y más compleja que los actos convencionales de violencia social.

En términos de la significación psico-política, la acción del terrorista suicida puede ser entendida como una forma de venganza y desagravio socialmente aceptada.

La venganza está íntimamente ligada a la fantasía de morir juntos. Herman Melville (1851) nos brinda en Moby Dick un resumen maravilloso del reivindicativo Capitán Ahab, cuya insaciable pasión por la venganza sin sentido no le permitía detener la total destrucción de sí mismo y de su tripulación.

La literatura psicoanalítica tiende a reducir la venganza a un fenómeno del mundo interno del individuo, como un acting out de agresión envidiosa o de narcisismo megalomaníaco. Sin embargo, la venganza no tiene como propósito solo la evacuación de las partes malas del self. A veces revela un deseo de reclamar y apropiarse de los elementos psíquicos que el grupo o el individuo siente que le han sido despojados. Christopher Bollas (1987) ha descrito la introyección extractiva como un proceso mental por el cual el niño trata de recuperar las partes perdidas de su vida psíquica que pasivamente ha concedido a sus padres.

Algo parecido puede estar operando en la subcultura del auto sacrificio. Los actos retaliativos y vengativos, aunque autodestructivos, pueden estar relacionados con un profundo deseo de ser actor de acciones reparatorias.

La idea de que la venganza no puede ser suficientemente explicada basándose solo en la agresión individual ya había sido discutida en vida de Freud por el teórico en jurisprudencia, el vienés Hans Kelsen, quien participó en varias ocasiones en los “Mittwoch Geselschfat”[2]. Kelsen (1943) entendía la venganza como un acto social que forma parte del legado de la humanidad y, por tanto, es moldeada culturalmente, no como la manifestación de un instinto individual. Según Kelsen, los individuos vengativos comparten algunas de las creencias animistas de sus antecesores y viven en un mundo prehistórico en el cual naturaleza y sociedad están indiferenciadas. Ejerciendo venganza, se actúa en nombre de la comunidad.

La mayoría de la gente tiende a confundir morir con muerte. Todos tenemos temores a morir porque está asociado al desamparo y a la desintegración, aunque no sabemos nada de la muerte. De hecho, se podría argumentar que nuestro temor a morir es profundamente inconsciente puesto que todos hemos vivido necesidades insatisfechas o dolores psíquicos insoportables. Freud argumentaba que la pulsión de muerte se libera en gran parte hacia el exterior, dirigiéndola contra los objetos. Pero también el miedo al paso del tiempo puede ser el resultado de los ataques del yo al propio self.

El pensamiento kleiniano ha enfatizado que la destructividad hacia los objetos no es solo una deflexión de la auto destructividad hacia el mundo externo, como lo describía Freud, sino que es también, desde el inicio, el deseo de anihilar dirigido tanto contra el self que percibe como hacia el objeto percibido, difícilmente diferenciados uno del otro.

Hay también un vínculo íntimo entre la pulsión de muerte y la envidia. Si la pulsión de muerte es una reacción a la perturbación producida por nuestras necesidades, el objeto es percibido tanto como el creador de la necesidad y el único capaz de aliviarla.

Por tanto, el objeto necesitado es tanto odiado como envidiado. El sufrimiento que debe ser evitado por la anihilacion de sí mismo o del objeto es aquel causado por la conciencia de la existencia del objeto. La anihilación es tanto la expresión de la pulsión de muerte en la envidia como una defensa contra la experiencia de la envidia, anihilando el objeto envidiado y el self que desea el objeto.

Una vez que el suicidio-matanza se transforma en un código cultural produce un clima de juicio final protegido, una mezcla de miedos persecutorios, desprecio y envidia hacia al objeto de amor y, al mismo tiempo, una intensa añoranza por una existencia libre de tensiones, en el nirvana. El comportamiento de auto sacrificio y de terrorismo suicida, cuando es usado en un contexto de conflictos étnicos o políticos, es capaz de poner en marcha modelos arcaicos de identificación. El estado de la mente compartido entre perpetradores y víctimas de estos actos pueden ser designados como un estado de “de morir juntos”. Igual de universal es la añoranza por la intimidad pervertida con el otro omnipotente. Es la promesa de unirse con un objeto, una experiencia que está profundamente marcada en nuestra psique desde nuestra infancia.

Por último, quiero plantear si la interacción inconsciente entre el terrorista suicida y sus víctimas nos puede decir algo sobre el tipo de conflicto y regresión que las dos partes sufren.

Esta intuición puede quedar ilustrada, en parte, por un material clínico correspondiente a un análisis de 10 años de duración. La Srta. A era una paciente altamente inteligente pero muy perturbada. Fue maltratada por su madre durante su infancia. La madre fue una superviviente del holocausto que, poco tiempo después de su nacimiento, ya era apodada “pequeña Hitler”. Cuando la Srta. A, en su treintena, inició el tratamiento, era adicta al dolor. Betty Joseph podría describir su manera de vivir como una adicción a la cuasi muerte. Nunca intentó matarse, pero se trataba a sí misma de manera salvaje y sin piedad. Lo entendía como su manera de triunfar sobre sus necesidades de dependencia y sobre su madre moribunda en los campos de concentración, experiencia que, evidentemente, la dejó propensa a crisis psicóticas y a los ataques hacia su hija. Un sueño recurrente de su temprana infancia ilustra el mundo interno objetal de Srta. A. En este sueño ella come con una cuchara, del cráneo de su madre, trozos del cerebro enfermo. El cerebro parecía un puré de patatas.

Para mí, el desafío en la contratransferencia fue trabajar las identificaciones proyectivas masivas y acting outs. La Srta. A era una de esas pacientes que actuaba su psicopatología y sus terribles deseos haciendo sentir al analista que no solo debía acostumbrarse a estar en vilo, al borde de su silla, en sesiones tormentosas, sino que también él era la única persona en la habitación interesada en su cambio, progreso y desarrollo. A diferencia del masoquista habitual, esta paciente se había replegado en su mundo secreto de violencia en la cual una parte de su self se volvía contra la otra parte. El drama interno puede ser descrito como un interminable secuestro en el cual el secuestrador está amenazando de hacer detonar al self ante cualquier intento de salvar las partes sanas de su personalidad.

Pero existía un lugar donde mi paciente podía disfrutar plenamente sus fantasías cercanas a la muerte: cuando tomaba autobuses repletos de gente, preferiblemente la misma línea de autobuses que los terroristas suicidas habían elegido durante los ataques en Tel-Aviv. Viajaba en esos autobuses con la esperanza de que podría ser la próxima víctima. Para esta paciente significaba tanto la añoranza por el reconocimiento de la comunidad por su prolongado sufrimiento, como la esperanza privada y secreta de renacimiento y liberación. Decía: “si me destrozan en uno de estos autobuses, habrá muchos testigos de mi muerte, que ocurrió hace mucho”.

Argumentaré que, más allá de la transmisión transgeneracional de la violencia social masiva que caracteriza este caso, los neuróticos corrientes también son propensos a identificarse con el agresor evacuando su rabia en el vacío, que los libera de su propia agresión. La fantasía de “morir juntos” de alguien que actúa su agresión en nuestro nombre y elige vivir más allá del principio del placer, puede infligir un enorme daño y sufrimiento a sociedades enteras. En contraposición al terrorismo corriente, el terrorismo suicida transforma la sociedad en una compañera adictiva a la cuasi muerte. La dinámica de grupo descrita por Fornari (1975) se complica por una intensificación masiva de la culpa de las víctimas, que a su vez pueden llevar a cabo actos brutales de retaliación. Fornari argumenta que la guerra es más bien una locura de amor que la expresión de odio. En vez de reconocer la experiencia de pérdida y destrucción del objeto amor del grupo y aceptar los sentimientos de culpa, el vengador culpa al enemigo de ser el iniciador de la guerra. La derrota del enemigo es la última prueba de su culpa. Su anihilacion se justifica como el castigo por sus crímenes.

Pienso que es imposible dar cuenta de los actos de autodestrucción sin considerar la cultura de internet. No es fácil compartir el pensamiento que el fenómeno actual de auto sacrificio y martirio es solo la expresión de una pretendida implicación religiosa. En realidad, constituye una forma de resistencia al dolor de la subjetividad, más que un grito de liberación política. Un estudio psicosocial interdisciplinario no puede dejar de lado la compleja interacción entre la psique humana y la tecnología. Después de todo es la tecnología que mantiene el self digital en un estado de entumecimiento emocional, despertándolo ocasionalmente para consumir agresión social o sexual, como la decapitación de las víctimas de ISIS. En la actualidad, la juventud está manipulada a creer que las redes sociales promueven autoafirmación. Sin embargo, el lenguaje críptico que es lanzado irreflexivamente a un espacio desconectado de la cultura juvenil actual, hace muy poco para facilitar autoafirmación y autoconocimiento. Tal como Cristopher Bollas subrayó en su ponencia en el congreso de la IPA (Boston, 2015), “poco del self es revelado, poco del otro se compromete”. Las más horrendas visualizaciones de la sexualidad y de la agresión son tan solo espectáculos. Más que la violencia social ―incluyendo el terrorismo suicida, encubierto como choque de civilizaciones― valdría la pena investigar la hipótesis acerca de si es la tecnología más que la teología la que induce y determina su potencial fascinante. Esto no la hace menos peligrosa.

Leemos en la Biblia como Sansón gritaba: “¡Dejadme morir con los filisteos!”, mientras se arrodillaba con todo su poder y la casa se derrumbaba sobre los jefes y toda la gente que había (Jueces, 16). En la actualidad, el terrorismo suicida está muy lejos de la romántica escena bíblica. No puede ser tratado como psicopatología individual ni tampoco debe ser demonizado como la encarnación de la devoción religiosa islámica.

Representados ante millones de personas, los violentos espectáculos del siglo XXI requieren una reflexión interdisciplinaria. Se trata de una inminente catástrofe psicosocial, que no solo amenaza a sus víctimas directas, sino también a sus muchos espectadores, que pueden no estar alerta del hecho de que mientras miran seguros por sus pantallas, han sido empujados por el espectáculo un poco más lejos de más allá del principio de placer.

Estamos acostumbrados a hablar de la crisis, a ser testigos de las atrocidades de la II Guerra Mundial y de los límites del consiguiente trauma para nuestras capacidades de representación. Me pregunto ahora, que celebramos la ilusión de la habilidad del self de estar en todas partes, si la época actual puede que sea recordada como la época en la que había demasiados testigos ante las injusticias políticas y sociales.

 

Referencias bibliográficas

Bollas, C. (1987), The Shadow of the Object: Psychoanalysis of the Unthought Known, New York, Columbia University Press, pp. 158.

Fornari, F. (1975), The Psychoanalysis off War, Bloomington, Indiana, University Press.

Hitchens, C. (2001), “Why the suicide killers chose September 11”, The Guardian, 2001.

Kelsen, H. (1943), Society and Nature: A Sociological Inquiry, University of Chicago Press.

Melville, H. (1851), Moby Dick, or, The Whale, Harmondsworth, Penguin Books, 1986.

Palabras clave: autosacrificio, terrorismo, venganza, Freud, Kelsen.

 

Eran J. Rolnik
Psiquiatra, historiador y psicoanalista didacta de la Sociedad Psicoanalítica de Israel.
Profesor de la Universidad de Tel-Aviv y del Instituto Max Eitington de Psicoanálisis, Jerusalén.


[1] Traducido del original en inglés por Eileen Wieland, psicoanalista SEP-IPA.

[2] La Asociación Psicoanalítica Vienesa fue informalmente conocida en sus inicios como la Sociedad psicológica de los miércoles (Psychologische Mittwoch Gesellschaft). Los encuentros se iniciaron en 1902, en Berggasse 19, en el apartamento de Sigmund Freud en Viena (Nota de edición).