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Introducción

La locura del racionalismo es un concepto que se consolida en la idea de la marginación de la emoción, los sentimientos, el instinto y la pasión, cuyo auge viene marcado por una serie de circunstancias históricas y antropológicas. La conducta y la historia del ser humano presentan elementos esenciales comunes y atemporales, y si efectuamos un recorrido desde la prehistoria a la actualidad, observaremos la presencia de constantes que se reiteran. Los ciclos no hacen más que evidenciar algo intrínseco en nuestra naturaleza que tiene que ver con nuestra tendencia al extremismo. Hemos buscado incesantemente el equilibrio y muchos filósofos de distintas épocas, sobre todo los clásicos, se han referido a ese equilibrio que nos conviene, tanto a nivel individual como colectivo; pero siempre cobijamos una fuerza que nos arrastra hacia el extremo. Quizás es esa misma pasión, esa misma parte salvaje que nos mueve por dentro, lo que nos asemeja a los otros seres vivos y nos aferra a la vida. Esa faceta natural que odiamos porque nos domina (maneja nuestra voluntad) nos dificulta la adecuación a nuestro rasgo social, también intrínseco. Necesitamos de otros seres humanos a nivel emocional y práctico, y este hecho da origen a clanes, tribus, pueblos y ciudades, meras muestras de nuestra necesidad de vivir en colectividad.

Parece que estamos compuestos de contrariedades y combates internos, y en ello podría radicar nuestra tendencia al extremo. El conflicto recurrente entre el deseo individual y las necesidades colectivas explica el origen de la moral, la ética y el remordimiento, armas que nosotros mismos entregamos a la razón y la consciencia para dotarlas de recursos contra el poderoso deseo individual. Su función es encontrar una solución de compromiso entre los deseos individuales y las necesidades grupales y colectivas, de modo que puedan convivir en armonía. El peso que provoca la angustia del remordimiento, los sentimientos que despierta la ética en beneficio de nuestras necesidades colectivas (desarrollando nuestra empatía) y la conducta adecuada que rige la moral son armas de creación humana para librar y compensar esta batalla interior. Muchos han hablado y reflexionado sobre este punto, como por ejemplo Freud en El Malestar en la Cultura (1930), donde aborda las consecuencias del conflicto causado por la represión de nuestros instintos y deseos más profundos al asumir esas normas; es decir, la enfermedad del “alma” a escala individual y colectiva. Somos seres instintivos y pasionales reprimidos por el bienestar social, lo cual desemboca en un malestar en la cultura y en nuestra sociedad. Sin embargo, dejamos sin respuesta las preguntas: ¿Cómo solucionamos esta dicotomía? ¿Cómo podemos satisfacer ambas partes? Las actitudes individuales condicionan a la sociedad de la misma manera que el entorno modifica a los individuos en un constante feedback.

Freud consideraba que la civilización está basada en la represión permanente de los instintos humanos y que este proceso es inevitable y también irreversible. El sacrificio de la “libido” sirve así a la cultura. Analiza la sociedad partiendo siempre del desarrollo interno del individuo, no solo a nivel cognitivo, sino también y sobre todo a nivel emocional. Las instancias freudianas del “Yo”, “Superyó” y “Ello” hacen referencia a estas contradicciones internas de los individuos. El “Yo” aparece como un factor de ligazón y gestión de los procesos psíquicos y tiene una función adaptativa, se encuentra en una relación de dependencia, tanto respecto a las reivindicaciones del “Ello” (instintos) como a los imperativos del “Superyó” (interiorización de las normas) y a las exigencias de la realidad. Utiliza los conceptos opuestos de principio de placer (actividad psíquica que tiene por finalidad evitar el displacer y procurar el placer) y principio de realidad para explicar el funcionamiento mental del individuo dentro de la sociedad: dado que el displacer va ligado al aumento de la excitación y el placer a su disminución, el principio de placer constituye, así, un principio económico para el individuo, modificado constantemente por el principio de realidad que es un principio regulador, ya que la búsqueda de la satisfacción no se efectúa por los caminos más cortos, sino mediante rodeos, y su resultado viene determinado por las condiciones impuestas por el mundo exterior.

También Herbert Marcuse es consciente de este hecho problemático cuando plantea la cuestión de si es irreconciliable el conflicto entre el principio de placer y el principio de realidad freudianos, hasta el punto de necesitar la transformación represiva de la estructura instintiva del hombre. Las fuerzas destructivas de Eros provienen del hecho que el individuo aspira a una satisfacción que la cultura, la sociedad, no puede permitir. Después de esta frustración, el principio de realidad condiciona el principio de placer. Sometida al principio de realidad, la humanidad desarrolla la función de la razón: aprende a probar la realidad, a distinguir entre lo que es bueno y lo que es malo, lo que es verdadero de lo que es falso, lo que es útil de lo que es negativo. El hombre llega a ser un sujeto consciente de sí mismo pensante, pero atado a una racionalidad que le es impuesta desde fuera. Solo la fantasía sigue atada al principio de placer. El principio de realidad se materializa en un sistema de instituciones y el individuo, que crece dentro de este sistema, interioriza y aprende el principio de realidad (la ley, el orden, las normas). Pero esta racionalidad que conduce a una intensificación del progreso, parece estar atada a una mayor falta de libertad. Cuando todos los éxitos materiales e intelectuales de la humanidad, derivados del pensamiento moderno y de la revolución industrial y científica, parecieron permitir crear un mundo verdaderamente libre persistieron, e incluso se incrementaron, las guerras, grietas por donde reaparecen los peores instintos que no han podido ser sometidos por la represión.

Pues bien, el hecho de que la historia sea cíclica nos remite, como ya he mencionado en la idea inicial, a nuestra propia naturaleza. Si consideramos el arte como una expresión de todos estos aspectos encontrados, los podemos ver reflejados en varios momentos, como por ejemplo, y utilizando el arte como guía en general y la escultura en particular, el cambio entre la Grecia Clásica y la Helenística. Si escogemos dos grandes emblemas de cada época se esclarecerá toda duda ante el entendimiento de tales diferencias que nos ayudan a ejemplificar la tesis inicial: El Doríforo de Policleto de la Grecia Clásica nos muestra una línea sinuosa, equilibrada, en reposo, nos transmite paz y tranquilidad, mientras que el Laocoonte Helenístico nos sumerge en una lucha entre vida y muerte, donde los protagonistas son el movimiento y la expresión. emocional de los sentimientos:

Ambas tendencias se siguen una de la otra, y eso sucede porque cuando una se encuentra en el poder, predominando en la mentalidad y la cotidianidad de toda la población, nos abrimos a ella y la exprimimos al máximo, hasta que nos cansamos de esa reiteración; y es entonces cuando lo opuesto nos empieza a atraer, ya que lo nuevo siempre seduce. Lo mismo ocurre en la transición del mundo clásico al medieval, entre el Renacimiento y el Barroco o entre la Ilustración y el Romanticismo, momentos en los que encontramos el origen y nacimiento de lo que podríamos llamar la locura del racionalismo que, junto con su crítica y contrario, ejemplifican la inestabilidad y las contradicciones internas que nos conforman.

Lo más característico de la Ilustración fue la fe en el poder de la razón. Newton abrió las puertas a un nuevo mundo con su teoría de gravitación universal en el que la revelación de las leyes del Universo empezó a crear una especie de sentimiento de omnipotencia antropológica. Los intelectuales de la época (dirigidos por la filosofía de Locke) no creían en nada más que en el poder de la razón y la experiencia. El súper-hombre de Nietzsche dejó de ser una utopía para convertirse en un objetivo, se creía en una mejora artificial del ser humano a través de la modificación de su naturaleza (relación con la posterior Eugenesia).[1] El problema es que se olvidó la educación emocional para potenciar la racional, obviando que dejar de lado los aspectos emocionales supone pasar de puntillas por nuestra existencia, supone no tener capacidad para apasionarnos por lo que hacemos, supone aparcar la sensibilidad y la poesía; en definitiva, un empobrecimiento en la forma de enfocar y vivir nuestras experiencias, pero la contención de nuestras pulsiones (aspectos instintivos) parece inevitable para poder acceder a ciertos niveles de simbolización y de cultura.

La Revolución Francesa, consecuencia de la situación política y social del Siglo de las Luces, y la filosofía de Rousseau, abrieron una brecha que provocó el nacimiento del Romanticismo, fruto de un cambio de mentalidad colectiva en la que la reivindicación de los derechos humanos otorgó igual importancia a la emoción y al sentimiento que a la razón; y que nos adentraron en un nuevo mundo con la democracia y la cultura como protagonistas.

Actualmente me atrevería a decir que este periodo forma parte de un ciclo histórico más que está finalizando para volver, de nuevo, al pasado, donde nos arrastra siempre inevitablemente nuestra naturaleza. Quizás estamos condenados a la contradicción, como si nuestras necesidades individuales rugieran con más fuerza que las colectivas y por ello la dicotomía entre principio de placer y principio de realidad nunca pudiera resolverse. A pesar de que nuevos cambios le esperaban a la sociedad post-ilustrada, sus huellas, imposibles de erradicar por su sólido impacto, estarían presentes de manera muy influyente en las futuras civilizaciones. Una adrenalina existencial se apoderó de la mentalidad colectiva y eso tuvo, también, sus malas consecuencias, las cuales los románticos harán objeto de su crítica y punto de partida de sus reivindicaciones.

En el Romanticismo hay un factor constante que es la fe en la trascendencia de la individualidad. Tener sensibilidad personal y poder experimentar, que se relaciona con las nociones de autenticidad, sinceridad y experiencia vital. Los románticos veían que las apariencias superficiales escondían profundidades impenetrables de misterio inexplicable. Transformaron la doctrina cristiana de victoria espiritual en la derrota física, un culto al fracaso, un culto, no solo al héroe derrotado, sino también al genio no realizado, al poeta que muere joven e ignorado, a la obra de arte incompleta y a la pasión no consumada. Esta esencia romántica choca con la idea contemporánea de que el fracaso es un requisito indispensable para el éxito. Es cuando surgió la consciencia del “Yo”, proveniente de la Revolución Francesa y de la Ilustración. Este contexto histórico y todos sus catastróficos acontecimientos ayudaron a crear un punto de vista dramático y pesimista, apelando a los sentimientos que son representados en el arte como fenómenos naturales, como metáfora de las emociones humanas:

Caspar David Friedrich: «El caminante sobre el mar de nubes» (S.XIX)

Frankenstein y El extraño caso del doctor Jekyll y Mr Hyde son dos novelas que ponen en relieve todos estos conceptos y que, a pesar de pertenecer a distintas épocas y por tanto a distintos contextos y circunstancias sociales, realizan una misma crítica a través de la ficción. Una crítica que recoge los conceptos más arraigados en la sociedad humana de los últimos tiempos y hace hincapié en sus consecuencias, aspectos que a priori solo representaban cosas buenas, innovación y progreso en todos los ámbitos. Es una crítica a la locura del racionalismo, a como se embriagó de éxito y poder el ser humano con esa adrenalina existencial que acabó por hacernos enloquecer de racionalismo. Y es que los acontecimientos surgidos en la Ilustración y los que le siguieron parecían llevarnos al individuo y a la sociedad perfecta, pero el cómo adaptamos esos nuevos cambios a la realidad no es tan maravilloso como su idealización. De modo recurrente surge el conflicto humano entre lo emocional y lo racional, entre lo pulsional y el principio de realidad.

Frankenstein o el moderno Prometeo

Esta obra romántica, escrita por Mary W. Shelley y publicada en 1818, nos abre las puertas hacia la exploración de temas como la moral científica, la creación y la destrucción de la vida. Se trata de un moderno Prometeo que, cegado por la soberbia y la convicción de su omnipotencia, arrebata el fuego sagrado de la vida a la divinidad, con consecuencias que albergan fatales desenlaces.

Mary W. Shelley estaba informada sobre las nuevas investigaciones científicas de Luigi Galvanni y Erasmus Darwin que trataban sobre el poder de la electricidad para revivir cuerpos inertes. En aquel entonces la electricidad empezaba a estudiarse y abría muchas posibilidades a la imaginación y al misterio. Una de las referencias de Shelley fue Andrew Crosse, un científico cuyos experimentos ella vivió muy de cerca e inspiraron al personaje de Viktor Frankenstein, obsesionado por descifrar y desvelar los secretos ocultos, subyacentes al mundo y al hombre. Empeñado en ese afán, consigue romper con las barreras de la vida y la muerte y dar vida, mediante la electricidad, a un monstruoso cuerpo, compuesto por distintas partes de cadáveres diseccionados. Frankenstein está siendo irresponsable al no tener en cuenta los futuros sufrimientos que ésta criatura tendrá que soportar como consecuencia de la profunda sumisión al egoísmo de su ambicioso anhelo. La superficialidad patológica a la que nos precipitan los sentidos le empujan a huir de su propia criatura, abandonándola al maltrato de la humanidad y despertando en ella deseos (muy humanos por otra parte) de odio y venganza que se muestra incapaz de controlar. Eso supone la condena y la reducción de Viktor Frankenstein a un alma atormentada y perseguida por el fantasma de sus errores, personificados en esa desgraciada criatura. A lo largo de la novela, ambos personajes, claramente encasillados en protagonista y antagonista, se van aproximando a una misma línea comparativa, desprendiéndose de etiquetas inicialmente otorgadas. La concepción del bien y el mal del lector se va oscureciendo hasta convertirse en confusión. Ninguno de los dos es bueno o malo, blanco o negro, sino que se trata de dos desventurados seres humanos cuyas pasiones provocan sucesivas tragedias que acaban por arrastrar a ambos a la amargura y finalmente a la destrucción.

Frankenstein es una metáfora de la perversión que se puede generar en el desarrollo de la ciencia. Así, la osadía y la ausencia de respeto frente a la poderosa naturaleza podrían considerarse como símbolo del naciente imperio capitalista que no respeta los derechos humanos. De hecho, todos los sucesos dramáticos que tiene que sufrir el protagonista no son más que un castigo por el uso irresponsable de la ciencia y de la tecnología, por liberar a su criatura en un mundo en el que la diferencia se paga con violencia, fruto de nuestro incesante miedo a lo desconocido. Le da la vida para luego dejarle morir, siendo un niño que se encuentra de golpe en el mundo con un puñado de emociones y sensaciones que tiene que aprender a reconocer y distinguir.

Shelley nos centrifuga a través de una explosión de sentimientos, desordenando las piezas del puzle de la moral que precisan volver a ser encajadas. Nos bombardea sin tregua con emociones para que seamos capaces de sentir antes de razonar, apelando a nuestra humanidad para sacar lo mejor de nosotros mismos, creando juicios propios, dinamitando las pautas pre-establecidas. El resultado de este efecto es que la contradicción que nos causan los sentimientos opuestos que nos provocan protagonista y antagonista nos conduce a la reflexión y, a través de la autocrítica, nos permite un mayor conocimiento a nivel individual y colectivo de la sociedad. La empatía con el “monstruo” nos permite posicionarnos a su favor, pero durante el relato, el odio sustituye a la pena tras las abominaciones que comete (no hay nada que apague el fuego del odio ni colme su sed de venganza). Los protagonistas se mueven constantemente entre la ambigüedad y la ambivalencia que precisamente es lo que nos caracteriza, lo que constituye nuestra naturaleza. Los dos muestran aspectos crueles, egoístas y apáticos, a la par que momentos de empatía, comprensión, compasión, humanidad y arrepentimiento. Eso evidencia que no existen el bien y el mal más allá de nuestras necesidades sociales de convivencia. Se produce un quiasmo entre los protagonistas (maldad-virtud, virtud-maldad) que disipa la línea entre bien y mal, que nos equipara a todos en el mismo punto de mira, que nos desancla de la rigidez del dogmatismo. La historia de Frankenstein nos hace replantearnos la hipocresía social y hallar el núcleo de nuestro conflicto, causado por la autocensura. Y la mejor manera de combatirlo es adquirir la capacidad de conocer nuestras emociones para poder dominarlas mediante el pensamiento.

Somos animales sociales, necesitamos de la compañía de otros semejantes y a la vez el grupo nos hace ser más inteligentes, más capaces, menos vulnerables y nos permite dominar el mundo, un fin que siempre hemos perseguido, que ha nacido de la intolerancia a nuestra potencia limitada. Esta pasión y ambición desenfrenadas por querer conocer y dominar el mundo externo nos hace menos aptos para la introspección y el autoconocimiento. Tanto es así, que nuestro mundo interno nos angustia y es esta misma angustia la que nos impulsa a encerrarlo bajo llave y a negar su existencia. Nuestra naturaleza es esencialmente ambigua y contradictoria y nos condiciona a movernos entre extremos. El artista romántico es consciente de ello, por eso encuentra en la naturaleza una metáfora de nuestra esencia, un paralelismo entre nuestro comportamiento y el suyo, y un escenario que nos empuja hacia nuestro interior como un espejo, un método de introspección y autoconocimiento.

Así pues, el pensamiento moderno idealiza el imperio de la razón, subyugando o negando la realidad emocional que se esconde en nuestro interior. Vemos esa dicotomía en la obra tardía de Francisco Goya, sumergido en las contradicciones subyacentes a esa dualidad que en la carencia de su equilibrio lleva a la locura: “el sueño de la razón produce monstruos”, así como al delirio racional:

El sueño de la razón produce monstruos/Corral de locos

El equilibrio, siempre inestable, entre razón y emoción, y entre sujeto individual y grupo social, es la llave que abre las puertas hacia la felicidad en todos los ámbitos. Vemos, por ejemplo, la dicotomía entre comunismo y capitalismo. Ambos modelos fallan, porque en los extremos siempre nos hundimos por su propio peso en la balanza. El comunismo reprime el individualismo y obvia que todos necesitamos sentirnos especiales y que se tengan en cuenta nuestros deseos y sueños. Por el contrario, el capitalismo da alas a ese individualismo y es aquí donde reside su carácter tentativo e irresistible, pero también nos hace olvidar que sí importan los medios para llegar a un fin. Se han creado necesidades ficticias (el “brillo” de Kracauer) y el satisfacerlas no nos llena, nos deja vacíos y confusos. La riqueza material seduce a nuestras pasiones, pero nos priva de un aprendizaje muy importante que es el de la gestión de la inteligencia emocional. La vida es dolorosamente maravillosa, hay que abrazar al dolor, aprender de él, crecer con él, entender el sufrimiento como parte de la vida, puesto que está arraigado en todos y cada uno de los seres vivos. La vida es así, como el fuego, cambiante, turbulenta, bella, imprevisible, inofensiva o arrolladora, de rosa de fuego a enjambre de espinas. Este aprendizaje nos cuesta esfuerzos y sufrimientos que todos tenemos el deseo inconsciente de evitar, pero que, sin embargo, ni es posible ni nos beneficia. La intolerancia a la frustración por parte del protagonista de la novela, negando la muerte y no aceptando las limitaciones, no hace más que poner de relieve uno de los conflictos emocionales más primitivos del hombre.

Frankenstein no se da cuenta de su triunfo: su creación es un ser inteligente, habla, tiene emociones, más fuerza y mucha más resistencia que cualquier otro ser humano; pero su aterradora figura enmascara el resultado de su creación científica como un gran logro. El problema es que no está exento de sentimientos tales como la rabia o el odio: “los distintos accidentes de la vida no son tan mudables como los sentimientos de la naturaleza humana” (Shelley, 1981: p.70), pero tampoco de la culpa y el remordimiento, un hecho que nos lleva a reflexionar sobre su origen: ¿es esencial, natural, una característica o un producto de la sociedad humana? ¿Cómo puede ser si no ha sido corrompido por la moral? ¿Su código moral es innato, o reside en su cerebro, herencia de su antiguo dueño?[2] Él único personaje que no resulta preso del sentimiento de horror que causa su apariencia es ciego, discapacidad que a su vez le permite descubrir qué hay más allá de dañados tejidos que lloran sangriento rocío.

Frankenstein no es capaz de soportar y asumir la multitud de sentimientos que se agolpan en su espíritu, porque le acontece tanto en tan poco que no tiene tiempo de digerirlo y salir victorioso de ello: “Nada hay tan doloroso para el espíritu humano, tras la excitación que provoca la rápida sucesión de los acontecimientos, como esa calma mortal de apatía y certidumbre que la sigue, y priva al alma de toda esperanza y temor” (Shelley, 1981: p.108).

La criatura acaba creyendo que es un monstruo porque también es capaz de percibir la belleza y su contrario; y, al igual que todos, desea lo bello. Por eso se repudia a sí mismo, por eso lo repudian los demás, por ello habla de conformismo cuando suplica una compañera a su imagen y semejanza, porque asume que es imposible que alguien bello pueda quererle: hipocresía social. Shelley se asegura de que esa obsesión por reprimir el dolor aflore frecuentemente en su novela para descartar la posibilidad de que su crítica pase desapercibida para el lector.

El extraño caso del Doctor Jekyll y Mr. Hyde

El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde (1886), escrito por R.L. Stevenson, trata sobre un abogado, Gabriel John Utterson, que investiga la extraña relación entre su viejo amigo, el Dr. Henry Jekyll, y el misántropo Edward Hyde.

Muchos han llegado a la conclusión que Stevenson se anticipa dos décadas a Freud relatando, mediante la ciencia ficción, un trastorno disociativo de identidad. Pero no se trata de un caso puntual de un enfermo mental, sino un trastorno social e intrínseco entre nuestra dualidad interior entre el bien y el mal: “Todo es dos. Siempre somos dos, pero uno es clandestino; la gente tiene miedo a su otro” (Sampedro, 2014: p.173). Nuestro error está en disociar y marcar esa dualidad cuando no existe en esencia, estamos compuestos de características convenientes o inconvenientes para el colectivo que catalogamos de buenas o malas y hay que aceptar ambas partes, porque intentar separarlas es lo que nos crea ese trastorno. Es la paradoja eterna de nuestras necesidades individuales enfrentadas a las colectivas, integrarlas es nuestro mayor reto, nuestro anhelo más profundo, a la vez que un trabajo mental difícil y doloroso. Sin embargo, la disociación es una defensa necesaria, no siempre negativa, cuando contactar con sentimientos opuestos y ambivalentes resulta intolerable y puede generar una ansiedad catastrófica. El problema aparece cuando esta disociación se hace perdurable e impide la contención y elaboración del sentimiento rechazable.

Esta novela se ha convertido en una pieza fundamental y muy centrada en el conflicto interior del ser humano entre el bien y el mal, pero también ha sido considerada como una de las mejores descripciones del período victoriano por su perforante descripción de la dicotomía fundamental del siglo XIX: respetabilidad externa y lujuria interna (hipocresía). La brutalidad con la que se reprime al individuo en esa sociedad favorece la perversión y, en consecuencia, nos encontramos con el individuo y la sociedad más sádicos de la historia. Los placeres que Hyde obtiene en sus incursiones emanan de su naturaleza “mala” que resulta aborrecible para la moral religiosa victoriana. Todo el mundo siente repugnancia al ver a Hyde porque encarna todo aquello que la sociedad de la época repudia (emoción, pasión, sentimiento, impulso, deseo) y a lo que llaman mal debido al carácter egoísta que el hombre lleva consigo de manera intrínseca y natural. Inspira repugnancia, también, porque el hombre siente miedo de esa parte de su naturaleza y tiende a apartarla, dificultando su integración. Hyde es más joven y de estatura más baja porque simboliza una parte humana no desarrollada a causa de la represión y disociación; deforme, involucionada, dominada por el absoluto descontrol, sin remordimientos, ni moral, ni consciencia; es fuego, es pulsión de vida y muerte, es movimiento, es fluir, es inconstancia, es natural, es animal.

Para describir a Hyde se usa el término juggernaut, que significa fuerza irrefrenable y despiadada que en su avance aplasta o destruye todo lo que se interponga en su camino. Eso es para la sociedad el instinto: el mal. No se le considera un ser humano porque el ser humano debe ser solo razón, cordura, moral e intelecto. Ese abandono, ese maltrato, es lo que acaba favoreciendo su destrucción. Jekyll es un personaje obsesionado con la ciencia y su reputación ante la sociedad pero, como cualquiera, es incapaz de ignorar su parte pasional e instintiva. Esta incapacidad le conduce a la enfermedad y posteriormente a la locura. Le causa placer desinhibirse y entregarse a Hyde, pero cuando siente que pierde el control sobre su razón, siente temor, le matan los remordimientos y decide emprender de nuevo el encarcelamiento de ese caballo desbocado. Esta lucha constante en su interior, esa dualidad tan marcada que no es capaz de elaborar e integrar, lo conduce a la locura. Los cambios súbitos y radicales derivados de tal disociación son considerados como síntomas de locura. Sin embargo, lo que es una locura es pretender negar esa parte pulsional que forma parte de la vida y de la naturaleza. Por otro lado, la razón es aquello que nos hace capaces de transformar la reaalidad según nuestras necesidades, es nuestra arma más poderosa frente a nuestras carencias físicas; con palabras del propio Nietzsche: “el animal todavía no afirmado”, “un ser carencial, desde el punto de vista orgánico, por eso mismo abierto al mundo, incapaz por naturaleza de vivir en un ambiente fragmentario concreto. El hombre ha sido dejado a sí mismo y ha de sacar de sí mismo las posibilidades” (Gehlen, 1987: p.40).

“Quiero que sepas que en estos momentos estoy en un lugar extraño hundido en una pesadumbre que ni la imaginación más descabellada podría concebir” (Stevenson, 1978:p.87). Jekyll se encuentra, efectivamente, en un lugar extraño, en un lugar en el que no había estado nunca; está adentrándose en su yo emocional, allí donde la represión le pesa. Se alude, a menudo, a la locura, al desequilibrio y a la enfermedad mental, pero refiriéndose siempre a todo lo que se aparta de las normas y de la normalidad. El autor es crítico respecto a estos aspectos y hace reflexionar al lector sobre lo que es la verdadera locura: lo que niega nuestra propia naturaleza.

Jekyll juega a ser Dios mediante la ciencia, usándola para crear, cambiar y transformar las cosas a su antojo, pero no se da cuenta que no tiene este poder. Es así como, intentando acabar con Hyde (su mismo nombre ya nos habla de esa represión, hyde significa, en inglés, escondido), se da cuenta que el precio a pagar es la muerte. Sus conocimientos científicos no hacen más que evidenciar esa lucha interna y su empeño en renunciar a esa dualidad constituye su principal error; pretende alcanzar la perfección a través de la razón, pero esta perfección es inalcanzable porque el hombre es perfectamente imperfecto: “era una maldición de la humanidad que esas dos ramas opuestas estuvieran unidas así para siempre en las entrañas agonizantes de la conciencia” (Stevenson, 1978: p.101). Si Jekyll no hubiera reprimido esta parte “hubiera surgido un ángel y no un demonio” (R.L. Stevenson, 1978). La ciencia, que únicamente muestra o revela lo que es, lo que existe, hace surgir a Hyde, que es la expresión de esta represión enfermiza, y abre las puertas de esa prisión que libera a Jekyll de su máscara. Se horroriza ante Hyde porque es un monstruo creado por él y la sociedad, y solo la disociación le permite tener la consciencia tranquila y ausente de remordimientos.

Ese mecanismo ya es mencionado por Bruno Bettelheim en Psicoanálisis de los Cuentos de Hadas (1994). En estos cuentos populares, el niño, o la niña, focaliza sus sentimientos positivos hacia uno de los personajes (normalmente la madre muerta e idealizada) y sus pensamientos negativos hacia la madrastra malvada. De esta manera no se siente culpable por odiar, en ocasiones, a su madre: “Lejos de ser un mecanismo usado solo en los cuentos, esta disociación de una persona en dos, para conservar una imagen positiva de ella, es una solución que muchos niños aplican a una relación demasiado difícil de manejar o comprender” (Bettelheim, 1994: p.84).

Las imágenes sensuales nos remiten a la sexualidad ligada a lo reprimido en nuestro inconsciente para evitar la turbación de nuestra consciencia moral, como bien nos explica Freud en su teoría psicoanalítica. Por otra parte, Lacan introduce la metáfora del “espejo” (dentro del marco psicoanalítico de la época), símbolo de la introspección y el auto-reconocimiento. El espejo es el reflejo de uno mismo contenido por la imagen incluida de la madre tras el niño, el inicio de un camino hacia el autoconocimiento. Jekyll no tiene espejo, se hace con uno a partir de esas transformaciones porque es ahora y no antes cuando empieza ese reconocimiento: “contemplé por primera vez la imagen de Edward Hyde” (Stevenson, 1978: p.104). O como él afirma, “el lado malo de mi naturaleza”. Él es el único que no siente repugnancia al verlo, sino alegría, porque es él mismo, una parte de él. Se reconoce y al hacerlo se libera, ya que lo asume. Es un reflejo más fiel y directo de su espíritu porque no hay engaños ni represiones en esa imagen, mientras que el Jekyll que rechaza y niega a Hyde sí es imperfecto, puesto que está escindido, viviendo a medias. A Jekyll le cuesta, no obstante, ver esa imagen de Hyde en su espejo porque a veces duele aceptar ciertos aspectos de uno mismo; supone un camino de esfuerzo, frustración y dolor para llegar a la paz y a la aceptación: “los dolores de la disgregación” (Stevenson, 1978: p.106).

Cuando el ser humano duerme, la autoridad y el control de la moral quedan dormidos, el sueño libera al inconsciente, donde reside todo lo que la conciencia censura. Eso explica el miedo a dormir de Jekyll y las apariciones de Hyde por la mañana, que van ganando terreno y hacen que el equilibrio entre las dos partes se descompense, a la vez que aumenta su temor a ser absorbido por Hyde, el cual va creciendo, se va desarrollando y su salud mejora porque es más joven, más libre, más natural y más sano. Finalmente llega a la conclusión que debe unirse a uno u otro, ya que se da cuenta que no puede vivir con esta disociación que lo está volviendo loco, pero no puede renunciar a ninguno de los dos, puesto que ambos forman parte de su personalidad. En realidad ya el plantearse esta elección constituye un error (el mismo error que lo hizo enfermar y que lo acabará matando) que debería enmendar optando por la convivencia de ambos: “Pero es que me había despojado voluntariamente de todos los instintos que proporcionan un equilibrio y gracias a los cuales aun el peor de nosotros puede avanzar con cierto grado de seguridad entre las tentaciones” (Stevenson, 1978:p.115).

Hyde siente tal gozo en esta liberación que los remordimientos se diluyen en su terreno, mientras el gozo crece sin cesar, lo contrario que en Jekyll. Hyde alberga temor y odio; odio contra Jekyll, odio contra el mundo, contra esa sociedad que tanto le ha reprimido, juzgado, encarcelado y maltratado: “odiaba esa necesidad, odiaba el desanimo en que Jekyll estaba sumido y se sentía ofendido por el disgusto con que éste le miraba” (R.L. Stevenson, 1978). A Jekyll le horroriza por encima de todo convertirse en Hyde, pero también debería aterrorizarle haberse convertido en Jekyll. Este odio mutuo entre ambas partes los divide aún más, el crecimiento de la fuerza de esa dualidad es constante, acentuando la enfermedad de Jekyll (Hyde es su energía vital). Lo que hace efectiva a la poción que transforma a Jekyll en Hyde es una impureza. Efectivamente, es impuro y antinatural fomentar esa disociación individual, es lo que hace la sociedad victoriana, hacer del puritanismo un elogio y un ejemplo a seguir, impregnado de dogmas antinaturales y enfermizos.

Represión y desubjetivación en las eras moderna y posmoderna

Hemos visto, mediante la ficción de estas dos novelas del siglo XIX que constituyen grandes obras de la literatura, las huellas de nuestras características más esenciales (a nivel individual y colectivo) y nuestra interacción con nosotros mismos y el mundo, nuestras tendencias y nuestras reiteradas actitudes acerca de lo que nos concierne. Estos libros suponen una gran alegoría de tendencias sociales en conflicto en la era moderna. Los Románticos fueron los primeros en reivindicar la subjetividad y el mundo de las emociones en contraposición al imperio de la razón y la creencia de la modernidad en el “nuevo Dios-Ciencia”.

Ya en la Alemania del siglo XIX, muchos intelectuales se ocuparon del conflicto entre la subjetividad individual y el naciente grupo social asociado con el desarrollo del capitalismo. Entre ellos se encontraban, Nietzsche, Kracauer y Simmel (enfoque neokantiano).

Simmel muestra su preocupación en la interacción individuo-sociedad de finales del siglo XIX. Los ideales de la Revolución Francesa se expanden por toda Europa y tienen que ver con los derechos individuales de las personas en un marco donde se ve claramente la evolución del teocentrismo al antropocentrismo. Paralelamente se produce un crecimiento de las ciudades. Simmel nos habla de cómo el hombre urbano empieza a configurar una personalidad moderna, influida por los cambios culturales y científicos y en la que se expresa el conflicto entre el mundo interno del individuo y la nueva sociedad. Según Simmel, en el hombre urbano del siglo XIX hay un predominio de la inteligencia racional sobre las profundidades emocionales de la personalidad. Dicho intelecto está estrechamente atado a la economía monetaria y las relaciones humanas  se equiparan a los números. A diferencia de lo que ocurría en el mundo rural, en el mundo urbano predomina el anonimato del individuo, los intereses de cada parte adquieren un carácter casi despiadado. La mente moderna se vuelve cada vez más calculadora, se subordinan los valores cualitativos a los cuantitativos. Estos rasgos favorecen la exclusión de los factores emocionales.

Este nuevo marco social urbano resulta antitético y entra en conflicto con los valores románticos que apelan a la subjetividad individual y a las emociones. Nietzsche, uno de los máximos defensores del individualismo, cuestiona la metrópolis, afirmando que la vida solo tiene valor en la existencia no programada y absolutamente subjetiva. Piensa que el individuo se ha de comprometer con su propio destino, con la inocencia trágica del devenir, que no admite explicación racional. Siempre habla del niño como ejemplo a seguir porque juega, crea, no se apoya en ningún fundamento previo, construye, destruye y tiene un comportamiento genuino. Este razonamiento es un elogio a la imaginación y a la creatividad que se contrapone al condicionamiento social de la vida urbana a la que alude Simmel. Para Nietzsche, la sociedad frena los instintos y pasiones que se encuentran en el individuo de manera intrínseca y son las que conforman la vida, y negarlas es negar la vida. Sin embargo, la estructura de la forma de vida metropolitana, aunque produjo un distanciamiento en las relaciones interpersonales, también promovió, por otro lado, un grado muy alto de subjetividad en los ciudadanos. A esta actitud del hombre urbano se la llama actitud blasée y su esencia radica en la insensibilidad frente a la diferencia de las cosas que se le presentan a la persona bajo un tono gris e indiferenciado.  La vida urbana transforma la lucha con la naturaleza por la supervivencia en una lucha entre seres humanos por la ganancia. La especialización promueve la diferenciación, el refinamiento y el enriquecimiento de las necesidades de las personas, conformando la transición a la individualización de los rasgos psíquicos y mentales individuales.

Lo expuesto anteriormente entra en contradicción dialéctica con el hecho de que en la metrópolis se dificulta la capacidad de ir más allá de la cotidianidad y los empleados no son conscientes de su situación individual (alienación). Kracauer, reflexiona sobre las condiciones públicas en las que viven los empleados en la Alemania de los siglos XIX y XX, y habla de un salto dialéctico de la calidad a la cantidad debido a la racionalización que llevó a desarrollar un trabajo mucho más mecánico gracias a la distracción, al “brillo”.

El economista y sociólogo alemán Emil Lederer (S.XIX- S.XX) afirmaba que los empleados compartían el destino del proletariado, la esclavitud moderna (en las oficinas). Los empleados forman un ejército industrial que sólo puede desaparecer junto con el sistema que lo ha formado.

Así pues, vemos un patrón de conflicto dialéctico entre subjetividad y objetividad que se repite a lo largo de nuestra historia y que ha ido evolucionando hasta la contemporaneidad. Un patrón que revela nuestra esencia y que forja de manera cíclica nuestra historia, relacionado con la dicotomía profundamente arraigada en nuestro ser. Se trata de la dicotomía entre principio de placer y principio de realidad descrita en la obra de Freud y reinterpretada por muchos otros intelectuales. Según Freud, a pesar de estar en la base de las relaciones humanas, los individuos no nos doblegamos a la represión. Él es partidario de apostar por un uso más racional de los procesos psíquicos individuales como base de un equilibrio que mantenga lejos los extremos, tanto reprimidos como inhibidos que, como hemos visto en las dos novelas analizadas, actúan como desencadenantes de situaciones límite. La elaboración de este conflicto es lo que nos puede conducir a encontrar un equilibrio entre pulsión y adaptación a la realidad, entre sujeto y civilización. El orden social es algo histórico, por ello las exigencias del sistema dominante cambian según el tiempo, la sociedad y la época. Freud se asemeja a Hobbes al contemplar la naturaleza del ser humano y está convencido de que los cambios sociales tampoco acabarán con la agresividad y las desigualdades. Quizás, la brecha abierta a través de la cual podemos encontrar un equilibrio sea la educación emocional, que nos permita dominar nuestros instintos y diferenciar entre una represión saludable, en beneficio de la convivencia, y una represión dictatorial que nos haga enfermar y nos anule como sujetos.

Por otro lado, pensadores que introducen el marxismo en el marco psicoanalítico enfatizan la lucha entre naturaleza y sociedad. Focalizan la resolución en un incremento de la justicia en el orden social, sin abandonar la confianza en una futura armonía entre los deseos individuales y los colectivos; y sin abandonar la convicción que la represión es un elemento de un tipo de sociedad determinada, no de toda civilización, siendo posible, al final, la resolución de esta dicotomía. Éstos son los psicoanalistas Wilheim Reich y Erich Fromm.

Reich focalizaba la mirada en las pasadas sociedades matriarcales que confirman la posibilidad de una convivencia entre la sexualidad y el placer con la cultura. Ve en ese pasado la vía de escape al problema de la represión contemporánea y como medio para ese fin, una revolución que nos lleve a la abolición de la familia autoritaria y consecutivamente a la liberación de la represión sexual y de la explotación económica. Está convencido de que la moral capitalista está en contra de la sexualidad y que en un futuro se desencadenará una revolución moral que luchará contra ello y que devolverá el statu quo natural al que pertenecemos. Por otro lado, se opone a la interpretación freudiana por lo que respecta a la pulsión de muerte, ya que, según él, son las condiciones sociales las que fomentan los impulsos destructivos a través de la familia.

Fromm considera que el marco social es la culminación del desarrollo de las capacidades del hombre que le permiten una participación más amplia o activa con la naturaleza. Marca una distinción entre principios matriarcales (vínculos de sangre, amor, etc.) y patriarcales (razón o ley), argumentando que éstos últimos aparecen a posteriori como evidencia del desarrollo de las capacidades humanas. Lo que reivindica Fromm es que el causante del malestar de la cultura occidental es el sistema capitalista que tiene su origen en la sociedad industrial.

Marcuse apoya la dicotomía freudiana entre principio de placer y principio de realidad, pero rechaza su carácter histórico, que defienden tanto Freud como Reich o Fromm, porque cree en la certeza de su carácter esencial y por tanto ve como erróneo el desviar la solución del conflicto en la transformación de las relaciones humanas o de las sociedades. Marcuse se aproxima a Freud y a Marx en la convicción que el dominio del hombre por el hombre ha existido siempre, manifestada en distintas formas, y está convencido que la agresividad desatada no es más que el resultado de las organizaciones sociales y que, en consecuencia, una sociedad liberadora de Eros sería la clave para reducir a cenizas la pulsión de muerte.

Reich, Fromm y Marcuse, desde una posición más optimista, mantenían el concepto rousseauniano del buen salvaje, víctima de la corrupción social que no hace más que encadenarnos a un orden social cruel e inhumano. El punto de partida para alcanzar este objetivo es propagar la educación emocional, mediante la cual, incluso a largo plazo, se debilitaría la necesidad social de la represión. Sin embargo, actualmente nos encontramos con la paradoja de que habiendo alcanzado un punto extremo del contrato social del hombre culto, quizás estemos en una de las sociedades más represivas de la historia. La globalización de los conflictos de las relaciones socioeconómicas conforma una red entretejida de instituciones y personas que tiende al efecto dominó, por eso resulta tan difícil aniquilar la carcoma que corroe algunas de las partes del sistema. A la par, nos encontramos con un individuo seducido por la sociedad del mal llamado “bienestar” y mejor denominado “consumismo” que inhibe nuestra capacidad de cambio hasta la inacción.

En la sociedad postmoderna actual, el problema es mucho más complejo, puesto que el dominio ya no está sustentado por el patriarcado o matriarcado, como en anteriores civilizaciones. Hoy en día son personas e instituciones “anónimas” quienes ejercen su poder de dominación, escudados en su superior posición social frente al individuo, fomentando la despersonalización y disfrazando perversamente de racionalidad el dominio agresivo e interesado de los individuos, fomentando la alienación de la consciencia individual acerca de quién les oprime. El miedo o el sentimiento de culpa obstaculizan la capacidad de rebelión. Esta visión se acerca mucho a la crítica de Hannah Arendt sobre la situación actual europea, en la que afirma que Europa se está convirtiendo en un sistema de esclavitud voluntaria, tal como cita Enzensberger en El gentil monstruo de Bruselas: “La presión de un cambio vislumbrable de todas las formas de gobierno, las cuales se van convirtiendo en burocracias, es decir, en la dominación no de leyes ni de personas sino de anónimas oficinas u ordenadores, cuya supremacía absolutamente despersonalizada puede suponer, para la libertad y aquél mínimo de civilidad sin el cual no cabe imaginarse la vida comunitaria, una amenaza mayor que la arbitrariedad más indignante de las tiranías del pasado” (Enzensberger, 2014: p.93).

Existe, entonces, una represión en la sociedad contemporánea heredada de los inicios de la sociedad industrial pero ¿qué es exactamente eso que se reprime y por qué? Según Freud lo que se reprime  son las pulsiones sexuales y, sobre todo, las pulsiones de muerte y destrucción. Ambas entran en conflicto con el principio de realidad y con la pulsión de autoconservación. El miedo y la represión subsiguiente a aquél, así como el sentimiento de culpa, nos protegen de la ansiedad traumática que nos invadiría ante la liberación pulsional absoluta y están al servicio del mantenimiento del grupo social y de la civilización. No obstante, el psicoanálisis contemporáneo introduce nuevas pulsiones que mueven al ser humano, como por ejemplo la solidaridad. Las pulsiones sexuales y agresivas no son los únicos instintos primarios que nos mueven a actuar de una forma u otra, sino que existen otro tipo de pulsiones ligadas a connotaciones positivas que revelan lo mejor de nuestra naturaleza esencial, más allá de la sexualidad y la agresividad.

También resulta evidente que el miedo y la culpa son manipulados por el sistema dominante para reprimir y atar a los individuos al orden social establecido y que no supongan una amenaza para él. Así pues, el sistema dominante conoce y se aprovecha del funcionamiento de la psique para su propio beneficio, manipulando a los individuos para mantenerlos como “buenos ciudadanos”.

La promesa del estado de bienestar que se inició tras la segunda guerra mundial y se mantuvo durante la guerra fría en occidente, se ha ido desmoronando tras la caída de la URSS, propiciando el resurgir de un neocapitalismo salvaje y desenfrenado que nos conduce a la tiranía de los mercados y a una sociedad compuesta por individuos hipnotizados por necesidades ficticias, creadas para avivar, sin cesar, las llamas que mantienen vivo y en marcha este nuevo sistema. Individuos manipulados a través de los medios, alejados interesadamente de cualquier antídoto contra el fanatismo y de los caminos que conducen a la formación de juicios propios, mediante la reflexión y el pensamiento. Este nuevo sistema dominante utiliza técnicas y estrategias psicológicas perversas donde el miedo juega un papel muy importante: “si intentáis destruirme, os destruyo, aunque la humanidad entera perezca en el intento” (Tizón, 2015: p.36). El pensamiento, en el ejercicio de la democracia, supone un arma muy peligrosa contra el sistema, ya que fomenta la rebelión contra éste. La conciencia de la pérdida de nuestros derechos y de la calidad de nuestras democracias debería acabar fomentando nuestra capacidad para combatir la alienación y así cambiar al individuo y a la sociedad contemporánea.

El desprestigio interesado de modelos alternativos al sistema neocapitalista y también, en buena parte, de las ideas psicoanalíticas en la sociedad contemporánea es profundamente significativo y un síntoma de la locura del mal llamado “racionalismo”, al servicio de subyugar la subjetividad. Hemos perdido la capacidad de esfuerzo y de lucha, lo queremos todo cómodo e inmediato. Nos preocupamos demasiado de lo material, olvidando que lo realmente enriquecedor son valores como el amor, la solidaridad, la sabiduría, el conocimiento, la tolerancia al dolor, el aprendizaje y, en definitiva, de que la vida  puede ser intensa y dolorosamente maravillosa. La sociedad de consumo es un señuelo que nos distrae de lo que es realmente esencial y nuestra vida transcurre rápido, de manera superficial, sin cuidar los aspectos de nuestra psique que pueden ayudarnos a gozar más de nuestras experiencias y a tolerar mejor nuestros duelos. Nuestro mundo emocional ha sido aparcado. El racionalismo, el empirismo reduccionista y otras formas de materialismo, han contribuido a desprestigiar todo lo que no es cuantificable. Además, la ruptura epistemológica que ha supuesto el uso generalizado de las nuevas tecnologías ha generado cambios importantes en la manera de comunicarnos y, por tanto, de relacionarnos, con algunas consecuencias negativas como un empobrecimiento de las relaciones interpersonales y de la conciencia subjetiva de sí mismo de los individuos. El sistema dominante utiliza cada vez más técnicas, muchas veces respaldadas por la ciencia (psicología social, técnicas de márqueting, publicidad, etc.) cuyo clarísimo objetivo es “la regresión y la unidimensionalización del pensamiento” (Tizón, 2015:p.46), el llamado pensamiento único.

La utilización perversa del poder para “desubjetivar” a las personas e impedirles pensar integrando razonamiento y emoción sigue vigente en la crisis que estamos viviendo actualmente, jugando un nuevo papel en la utilización del miedo. Se manipula el miedo a perder lo poco que tenemos para que no se hable alto y claro sobre la crisis, sus causas y sus causantes, o los que la mantienen y se aprovechan de ella. Incluso los políticos “aplican hambre y miseria informativa” con la mítica frase de “no queda otro remedio”. Se están callando verdades, escondiendo información y jugando sucio para “evitar males mayores” al servicio de la corrupción, porque el miedo está enraizado en nuestras mentes y en nuestra sociedad: “Porque, si no lo hacemos nosotros, los mercados se ensañarán con nuestro país”. ¿Por qué motivo ese miedo es mayor al de una revolución llevada a cabo por ciudadanos pobres, indignados y devastados? No obstante, a pesar de estar inmersos en una situación muy conflictiva, debemos confiar en la capacidad de la humanidad para seguir queriendo, para seguir siendo solidarios y luchadores, además de racionales.

Referencias bibliográficas

Bettelheim, B. (1976), Psicoanálisis de los Cuentos de Hadas, trad. de Silvia Furió, Barcelona, Crítica, 1994.

Enzensberger, H.M. (2011), El gentil monstruo de Bruselas, trad. de Richard Gross, Barcelona, Anagrama, 2014.

Freud, S. (1930), El malestar en la cultura, trad. de Luis López Ballesteros, Barcelona, Alianza, 2006.

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Gehlen, A. (1940), El hombre. Su naturaleza y su lugar en el mundo, trad. de C. Vevia, 2ª edición, Salamanca, Sígueme, 1987.

Kracauer, S. (1930), Los empleados, Barcelona, Gedisa, 2008.

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Marcuse, H. (1964), El hombre unidimensional, trad. de Antonio Elorza, Barcelona, Ariel, 1981.

Marx, K. (1867), El capital, Buenos Aires, Siglo veintiuno, 1977.

Nietzsche, F. (1886), Mas allá del bien y del mal, trad. de Andrés Sánchez Pascual, 1ª edición, Madrid, Alianza, 1972.

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Shelley, M. (1818), Frankenstein o el moderno Prometeo, Trad. de Francisco Torres Oliver, Madrid, Alianza, 1981.

Simmel, G. (1903), La metrópolis y la vida mental. Revista Discusión, núm. 2, Barcelona, Barral, 1997.

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Tizón, J.L. (2015), Psicopatología del poder, Barcelona, Herder.

Resumen

La locura del racionalismo es un concepto que se asocia a como el hombre ha ido marginando durante siglos su parte emocional e instintiva mediante la represión, la “desubjetivación” y el elogio a la razón. Esta realidad es una consecuencia de un seguido de hechos aleatorios históricos y antropológicos que tienen que ver con la revolución científica, tecnológica e industrial, pero también es fruto de una estrategia psicológica perversa e intencionada por parte del sistema dominante. Paralelamente a este contexto y en aparente contradicción nacen los ideales de la Revolución Francesa que se oponen completamente a esa subyugación y a ese abandono, haciendo un elogio de la emoción y la dimensión subjetiva del individuo. Los intelectuales románticos lucharán contra la locura del racionalismo y la unidimensionalización del pensamiento, entre ellos Shelley y Stevenson.

Palabras clave: locura racionalista, romanticismo, Frankenstein, Jekyll y Mr. Hyde, individualismo, subjetividad, Shelley, Stevenson.

Anna Camón Gaya

Graduada en humanidades.

Máster en gestión cultural.

Estudios en filosofía.

anna.camon@hotmail.es


[1] La Eugenesia surgió a finales del siglo XIX con el darwinismo social, es una filosofía social que pretende, mediante la ciencia, la manipulación genética para crear seres humanos perfectos. Obviamente fue un movimiento que desató numerosos debates éticos.

[2] El horror que siente Frankenstein ante su criatura es tal que cae enfermo, enfermedad que representa la pérdida de la razón y la falta de empatía.