La despedida y la ansiedad de muerte
Los pacientes mayores de sesenta y cinco años generalmente consultan a sus médicos de familia por “las cosas de la vejez”: artrosis, dificultades para dormir, la vista, cansancio, ―“las piernas no me llevan, doctor”, decía una paciente al llegar al grupo―, por dolores en general. En ocasiones se quejan de tristeza, soledad, depresión, y les hablan también de angustia, nervios, de sentimientos de enfado y de recibir incomprensión por parte de los más cercanos.
En la consulta con sus médicos aparecen sentimientos relacionados con la pérdida de sus maridos o esposas ―muchos de ellos son viudos y viudas―, o con la pérdida de un familiar más joven, incluso de un hijo; en otros casos son cuidadores de sus parejas enfermas y dependientes en los últimos años de vida. En nuestro proyecto asistencial[2], son los médicos quienes realizan la derivación a la psicóloga del centro, que es quien valorará la idoneidad para la participación del paciente en un grupo de psicoterapia (Lleonart, 2014; Lleonart, Mateu, 2016).
El trabajo terapéutico, desde una perspectiva psicoanalítica, pone énfasis en la importancia que tiene la elaboración de los finales y de las despedidas. En la vejez este trabajo es especialmente complicado: las experiencias de pérdida son abundantes y el duelo por el futuro y la ansiedad de muerte están presentes en cada una de las sesiones.
El final del grupo está presente ya desde el primer momento, forma parte del setting. La fecha de terminación formará parte del trabajo de la vejez. La lectura de la obra de Freud Análisis terminable e interminable (1937) y la muerte del propio Dr. Pere Folch[3] durante esta experiencia nos condujo a pensar, todavía más, en el final de cada grupo y en cómo los pacientes “se despiden”, en cómo cada paciente y el grupo en su totalidad se manifiesta frente a este final anunciado: “ya lo sabíamos que se terminaba, pero pensábamos que se podría seguir”. Los pensamientos alrededor del final son comunes y también personales, integrándose en el pensamiento grupal: “pensaba que seguiríamos”, “pensaba que podríamos tener otro grupo”, “si lo pedimos quizás nos ofrezcan otro grupo” ―dicen los participantes ante la proximidad del final―.
Irse del grupo será un tema presente en la experiencia: ¿Cómo irse? ¿Cómo se van? ¿Cómo se acaba el grupo? ¿Cómo lo acaba cada uno? ¿Son despedidas ya anunciadas desde el inicio, advertencias? Algunas veces serán despedidas inesperadas que “caerán” encima del grupo y que resultarán algo difíciles de elaborar.
En uno de los grupos, a partir de la sesión veintinueve (de treinta y nueve sesiones en total) hubo algunas bajas que no habían sido anunciadas previamente. Una paciente decía: “me voy para cuidar de mis nietos que tienen vacaciones, mi hija me necesita”; otra se despedía: “no vendré más, es que pensaba que en el mes de junio no había sesiones”; y otra: “me voy de crucero, ya no volveré”. Y así como “gota a gota” hasta llegar a la última sesión.
En otro grupo, un paciente decía al inicio: “yo acabaré el grupo pase lo que pase, he venido a aprender cómo llevar un grupo”. Decía que había coordinado grupos y se presentaba al resto como experto. No faltó a ninguna sesión hasta la treinta y uno cuando, sin previo aviso, dejó de venir. Nos encontramos una carta de despedida en la que se mostraba agradecido al grupo, pero se despedía antes del final, sin esperar la verdadera “despedida grupal” y sin explicitar una razón. Este hecho sorprendió a todo el grupo, también a la terapeuta y a la observadora, pero el grupo prefirió no hablar mucho de ello, quizás queriendo mostrar que su marcha no le había afectado demasiado. La rivalidad con la terapeuta había sido evidente durante toda la psicoterapia y el grupo se había mostrado en más de una ocasión incómodo con las alusiones que hacía el paciente en cada sesión respecto a sus capacidades y a su experiencia con grupos. La agresividad y rivalidad que este paciente mostraba se “resolvieron” con su marcha y el grupo pareció sentirse aliviado: no tuvieron que preparar la fiesta de despedida que él insistía que debería hacerse. En ningún momento el grupo mostró su malestar de manera explícita, más bien lo excusaron manifestando: “tendrá trabajo o algo que hacer” (era una persona de 75 años, jubilada desde hacía años aunque él insistía que tenía mucha actividad profesional). El grupo se sintió aliviado con su marcha, como se hizo evidente con la falta de críticas o quejas al respecto, más bien tendieron a excusarlo: “no, no, no pasa nada, no nos afecta, es que entendemos que habrá tenido trabajo”. Más adelante el grupo pudo pensar acerca de la relación con él, y de cómo su marcha fue vivida con cierto alivio: “no sabíamos cómo despedirnos, nos preocupaba lo que nos podía pedir”, algo que no se podía explicitar estando él presente.
Otros pacientes al inicio del grupo manifiestan: “yo, si me comprometo, me comprometo de verdad, si digo que vengo, vengo”. Hay pacientes que nunca han faltado a una sesión y que se muestran orgullosos de ello, que dicen sentirse muy comprometidos con el grupo; otros faltan algún día; otros faltan a algunas sesiones y dicen que les cuesta venir, dicen que no pueden llegar, o que el grupo les asusta; unos vienen intermitentemente, como si repitieran un inicio y un despedirse continuo; otros, después de venir siempre dejan de asistir a las dos últimas sesiones de manera totalmente inesperada, sin previo aviso y sin despedirse.
Estas situaciones nos hicieron pensar en revisar las sesiones que “se acercan al final”, en palabras de una de las pacientes: “aquí estamos todos juntos a punto de irnos, es nuestra última etapa, unos más que otros, claro”, refiriéndose a los más jóvenes del grupo. La edad de los miembros de este grupo está comprendida entre los sesenta y cinco y los noventa y tres años.
¿Cómo se acercan al final? ¿Cómo piensan en él? ¿Cómo lo enfrentan? Y… ¿cómo intentan escaparse de éste? Todas éstas son vicisitudes a las que el grupo se enfrenta. Hay pacientes que no se despiden, o despedidas inesperadas, pérdidas en el camino, abandonos antes del final.
Una paciente, que decía que vendría siempre, antes de las vacaciones de Navidad se despide, dejando al grupo perplejo ante este abandono: “entendí que el grupo se acababa en diciembre”. ¿Hubiera podido hacer algo el grupo al respecto? Después de esta marcha, a los tres meses del inicio y cuando aún faltaban casi treinta sesiones, el grupo quedó con una sensación de responsabilidad acerca de este abandono. Se preguntaba: “¿somos suficientemente atractivos o interesantes?”. Pregunta que abre una de las cuestiones de la vejez: sentirse interesante para el otro (para los hijos, los nietos…).
Las sorpresas en relación a no poder acabar y a tener que hacer frente a despedidas inesperadas, se darán hasta el final del grupo. Hay sesiones finales que terminan con una fiesta, a veces negando una realidad que se aproxima y que es demasiado sobrecogedora para los pacientes de esta edad, y también para los terapeutas.
“Hemos pensado en hacerles hoy un regalo, para que nos recuerden con cariño como las recordaremos nosotros”, nos decían los pacientes de un grupo en la última sesión. El regalo ―muchas veces hecho por ellos mismos― para que les recordáramos con cariño, ¿expresa quizás el temor de no ser recordados con cariño? ¿es tal y como querrían ser recordados por los suyos, con cariño? ¿quizás están enfadados por este final anunciado? ¿molestos con la terapeuta que no les prometía otro grupo y les insistía en que el grupo se acababa? También es un regalo de agradecimiento, el regalo que ellos sienten que pueden recibir, como el grupo que pueden llevarse consigo: “hemos sido un buen grupo”.
Otros, en las últimas sesiones decían: “el final será apoteósico, ¡ya verá, ya!”, y se organizan entre ellos para hacer una sesión de despedida, también agradecidos por todo lo que han pasado juntos y organizándose para seguir juntos: “ahora nos conocemos y nos podemos seguir encontrando una vez cada quince días o cada semana”, proponían. “Hagamos un regalo el día que se acabe el grupo, ya que nos dicen que no podemos seguir…”. Se acaba el grupo con un sentimiento de que se lo quitan.
Durante las sesiones finales los participantes insisten en preguntar a la terapeuta si habrá otra posibilidad de continuar, éste u otro grupo. Pero la realidad se impone: el final ya estaba anunciado desde el primer día. Algunos se muestran contentos y felices: “haremos otro grupo”, “nos seguiremos encontrando en el bar que hay delante”. Es decir, no es un final, se niega la realidad “escrita e impuesta”. El final estaba previsto, “pero nosotros seguiremos el grupo”, ¿de forma maníaca? Aunque podemos pensar que éste es también un buen final, con esta continuidad que desean y organizan: la posibilidad y el deseo de hacer otro grupo, distinto, organizado por ellos mismos, y así aumentar su sociabilización.
Uno de los objetivos que nos planteamos en este tipo de grupos, además del trabajo de duelo por las pérdidas sufridas, las ansiedades y defensas que se despiertan con éstas, es la posibilidad de que las personas mayores puedan abrirse a otros grupos, crear el interés y mostrar la necesidad de la existencia del otro, abrir y ampliar su vida relacional: la posibilidad de socializarse en contra de la soledad y el aislamiento que a menudo están presentes en la vejez. Es por ello que si se consigue crear otro grupo y organizarse, y lograr que perdure en cada uno de ellos la experiencia vivida, pensamos que podemos darnos por satisfechos (Lleonart y Mateu, 2013).
La posibilidad de mantener el contacto, el reconocimiento del otro, abrirse a nuevas relaciones y a la organización que despliegan ―comprar un regalo o buscar un lugar o una actividad para reencontrarse― lo valoramos muy positivamente. “Ahora cuando voy por la calle me encuentro a X y nos saludamos, nos sonreímos, ahora ya la conozco”, nos dicen los pacientes, muchos de ellos vecinos del mismo barrio. Reconocen la relación en el barrio, igual que en el grupo han podido construir un espacio donde se reconocen.
Las distintas formas de terminar el grupo en estos pacientes mayores de sesenta y cinco años nos ha hecho pensar en la ansiedad de muerte, tan presente en muchas de las sesiones. La muerte es vivida de manera muy cercana en la mayoría de los casos, a veces de manera “punzante”. Una paciente nos decía: “la muerte me pica a la puerta”; es la muerte que “pica”, la evidencia de que uno no puede escaparse de ella, de este final. Cada partida “antes de hora” es representada en el grupo, y se representa también como se imagina, poder vencer a la muerte: “antes de que se me lleve, me iré yo, para que no me encuentre” ―decía riendo un paciente con dificultades para andar, mostrando sus ganas de correr―. Pero ¿es ésta la única manera de marchar del grupo, furtivamente y sin aviso, robando también al grupo, a los que se quedan, sin avisar? ¿expresa la pretensión de escapar de la muerte?
Una paciente en un grupo nos contaba que estaba muy preocupada porque estaba pendiente de una operación de corazón: “tengo miedo a la operación, a lo que me pueda pasar… me podría quedar en el quirófano” (morirse); enseguida otra paciente del grupo decía: “¡Uy qué va! No te preocupes, el otro día ―dirigiéndose al resto― la vi correr para coger el autobús, y pensé que no podría cogerlo, que no llegaría… Y mirad ―el grupo la escuchaba atentamente―, corría tan deprisa que se subió al autobús. ¡Qué marcha llevaba! ¡Cómo corría!”. Pudimos entender como la paciente hablaba de correr ¿para coger el autobús? ¿o escapando de la muerte que ella sentía tan presente y cercana por la inminencia de la operación? Frente a la ansiedad de muerte manifestada por esta paciente ante la operación, el grupo, representado por la persona que cuenta que la vio correr para coger el autobús, parecía decir que si podían correr la muerte no les cogería. La ansiedad era evidente y el grupo prefería correr y escapar.
Es esta una hipótesis de trabajo, los que se van antes de que el grupo acabe, lo hacen casi sin avisar, representando el final pero sin vivir el final, huyendo: nos vamos nosotros, no nos morimos, no es el grupo que se acaba (muere), somos nosotros quienes nos marchamos.
Los pacientes que participan en estos grupos, están muy acostumbrados a despedirse, a las pérdidas, (Lleonart y Mateu, 2013) pero los terapeutas nos sentimos impresionados por este tema. La mayoría de los pacientes han despedido a los padres, algunos amigos, hermanos, otros familiares, maridos o esposas y algunos de ellos incluso a los propios hijos. ¿Cómo se enfrentan, pues, al final del grupo? Esta pregunta nos ha ido surgiendo a partir de nuestras propias experiencias a lo largo de los seis años de duración de este proyecto de atención a la vejez (Lleonart, 2014). El grupo tratará de brindar una nueva ―y esperemos más completa y más sana― elaboración del duelo por tantas pérdidas.
Una paciente que generalmente permanecía en silencio, de la cual se conocía muy poco y de la que se esperaba que el último día explicara su historia ―como manifestaban algunos, “su verdad”, “el último día hablará y nos lo explicará todo”― en la sesión veintiséis se sienta al entrar y mira al grupo, diciendo: “dos – tres – cinco – siete – nueve, hoy estamos todos”, “uno – dos – cuatro – seis… hoy faltan… somos poquitos”. Este es el inicio del grupo, la ansiedad de muerte se hace presente al contar los que están y los que no están, los que faltan o no han venido hoy. El grupo parece preguntarse si están todos o falta alguien que se ha perdido por el camino durante la semana. Seguidamente se van mirando y miran las sillas vacías, se hace un repaso, ¿quién falta? La paciente que no habla y de quien se espera que hable al final, es quien cuenta y quien observa las sillas vacías, escenificando lo que el grupo tanto parece temer: ¿quién no ha venido? ¿quién no vendrá? ¿alguien no vendrá más?
Y mientras cuenta, y el resto mira las sillas, se escucha un golpe en la puerta de entrada y entra una de las pacientes que faltaba: “¿Se puede pasar? Llego un poco tarde”. Y se escucha un suspiro en el grupo, “¡uf!”, lo que parece un sentimiento de alivio. “¡Ya somos ocho! ¡nueve!”, y todo el grupo sonríe. “¡No falta nadie!”, parecen decir. Terapeuta y observadora se miran, quizás abrumadas por esta ansiedad de muerte, preguntándose tácitamente si podrán acabar todos el grupo. Es una pregunta que nos hacemos al iniciar estos grupos y también al seleccionar a los participantes, algunos de ellos de edades avanzadas o con dificultades físicas evidentes, aunque sin impedimentos para poder asistir a las sesiones.
Se pone, pues, de manifiesto que las bajas de los compañeros se recogen ya desde el primer día. A veces se niegan, a veces se minimizan, otras se viven con rabia y otras con cierto rencor. Unos harán referencia al frío que hace en la sala cuando no están todos, a la frialdad: “¡qué frío hace hoy!”. Al ver sillas vacías, el frío parece hacerse más evidente. O al contrario: “¡qué calentito se está aquí! ¡Estamos todos hoy!”.
Sin embargo, pocas veces el grupo muestra la tristeza ante la marcha de algún participante, a menudo manifiestan: “¿cómo se llamaba aquella señora que se sentaba ahí?”, “solo vino dos días”, “no era del grupo… ¡total por dos días!”, o “ya se veía venir que no se quedaría” , a modo de ataque. Se olvida el nombre de la persona que se ha ido sin avisar, prematuramente, como queriendo decir que no era importante. La persona que abandona el grupo durante las primeras sesiones acostumbra a no ser considerada parte de éste ―“no era de los nuestros”―, siendo muy difícil que se pueda pensar en alguna responsabilidad del grupo al respecto. Así, cuando la terapeuta pregunta qué piensan acerca de la marcha de alguien, o qué hubiera podido hacer el grupo para evitar esa marcha, no hay respuesta o se niega la existencia del otro como integrante del grupo. El hecho de haber venido pocas sesiones hace sentir al grupo poca responsabilidad por su marcha. No es lo mismo cuando el abandono de algún miembro se produce al acercarse al climaterio o al final del grupo, a menudo se siente este abandono como un ataque. Si todo va bien, más adelante el grupo podrá preguntarse respecto a su responsabilidad en el abandono y en la pérdida: “¿quizás hubiéramos podido hacer algo nosotros?”.
En las primeras sesiones de un grupo la terapeuta anuncia la marcha de uno de los asistentes, haciendo alusión a las sillas vacías que se ven, preguntándose y preguntando al grupo: “no sabemos qué le ocurre a X, ha dejado un aviso diciendo que no seguirá más ¿Qué les parece a ustedes? ¿Qué piensa el grupo de esta marcha de X? A lo que el grupo responde: “no sé, ella sabrá”, “no le gustábamos” ―en tono de broma―, “no tenía interés en seguir”. Otros dicen: “bien, es que no es constante, es que aquí se tiene que tener constancia”. Y cuando la terapeuta pregunta: “¿nos podemos sentir responsables de su marcha? ¿Quizás no hemos hecho suficiente para que se quedara? ¿Quizás es un grupo poco interesante para ella? Algunos dicen: “no, ¡qué va! ella no ha podido quedarse”. Otro dice: “es que no se quería comprometer”. Mientras algunos mueven sus cabezas en señal de interrogante, se miran y se preguntan: “pero ¿de quién habla?”; “no recuerdo esta señora o señor que dice que se va, no lo recuerdo”, negando así la responsabilidad del grupo en el hecho del abandono de alguno de sus miembros, incluso se niega la existencia del que se ha ido, o no se le reconoce. Una vez se va no es importante, se olvida el nombre. Aparecen otras consideraciones como: “ella se lo pierde”, “ya se veía a venir”, o “quizás vuelva más adelante”. Incluso: “bien, quedamos nosotros, los que podemos resistir, lo que hacemos no es fácil.”
Todo ello muestra como ante la marcha de alguno de los participantes se abre un abanico de defensas: negadoras o maníacas, con dificultades para acercarse a la pérdida que supone el abandono de un miembro del grupo, lejos de una posición más depresiva donde el que se marcha se lleva una parte del grupo, también de cada uno de nosotros.
Estamos en las primeras sesiones y la pérdida es aún demasiado dolorosa para el grupo. Queda camino para que pueda enfrentarse al final y para que la tarea grupal le facilite acercarse a la cuestión: ¿ahora cómo seguimos si el grupo se acaba?.
Sesión a sesión el grupo repasa uno a uno los que están y los que no, los que habían venido a la sesión anterior; como si se pasara lista, parecen decir: “los que aún estamos vivos y los que no han venido porque quizás han muerto a lo largo de la semana de separación entre sesión y sesión”. La ansiedad de muerte se manifiesta día a día, sesión a sesión, en estos pacientes; los que no vienen, los que faltan y no sabemos por qué razón no han venido, pero también en las terapeutas y, poco a poco, también en la observadora, más joven.
Una paciente de un grupo que se inició en octubre, llega a la sesión después de navidad y nos dice: “yo he venido a deciros que este grupo me ha ido muy bien, me ha gustado mucho y estoy mucho mejor que cuando llegué, y que hoy es el último día que vengo, he decidido dejar el grupo”. Los miembros del grupo la miran, se miran entre ellos, parece que no se puedan creer lo que están escuchando: “¿se va porque le ha ido muy bien? ―se preguntan con extrañeza―. Mientras se despide de la paciente, la terapeuta se plantea qué es lo que ha ocurrido para que ésta venga a despedirse así, sin haber faltado ni un solo día, fiel al grupo y a la tarea, participativa, motivada, motivadora para el resto.
Antes de esta despedida, había algunas pérdidas en el grupo, pacientes que lo habían dejado al inicio, casi sin empezar. Una paciente decía: “lo dejo porque no puedo escuchar tantas tristezas”, “a mí no me hace bien el grupo, cuando salgo aún estoy peor que cuando llego” ―expresa otra―. Son pacientes que lo dejan en las primeras sesiones. “¿Habrá dos maneras de dejar el grupo ―pregunta la terapeuta en voz alta― una porque no va bien y la otra porque va bien?”. El grupo muestra su extrañeza por la situación y le dice: “si te va bien, ¿por qué lo dejas?”.
En otra sesión una paciente anuncia que ha decidido dejar el grupo porque “yo creía que el grupo duraba hasta enero, que ya se había acabado… no vendré más”. Esta era una paciente que desde el inicio del grupo no paraba de repetir: “yo si me comprometo, me comprometo, vendré hasta acabar el grupo, vendré siempre, hasta el final”. Ahora podemos pensar de otra forma lo que nos decía la paciente, quizás nos estaba anunciando que aquello que sentía como un compromiso la había agobiado de tal manera ante un grupo donde de lo que se habla es de finales y pérdidas que finalmente decidió marcharse. ¿El compromiso nos liberará de la ansiedad de muerte? Mientras estemos comprometidos con algo, ese algo no se acabará. Pero es tan difícil sostener el compromiso cuando la ansiedad de muerte es tan intensa, cuando el final es tan evidente, ¿qué compromiso podremos mantener entonces? ¿Y si saber el final debilita? ¿Vivir un grupo debilitado, frágil cuando se acerca el final? Es mejor dejarlo antes para no tener que sentirlo de manera persecutoria, muy poco reparador, ni mucho menos constructivo. En lugar de ello, el final también puede vivirse como una nueva manera de seguir hacia adelante; el grupo se acaba pero confiamos en que la experiencia nos permita seguir de una manera más creativa, libre y consciente.
Estas dos despedidas tan inesperadas ocurrieron precisamente en un grupo en el que los días festivos de las vacaciones de navidad correspondían al día de la sesión, con lo cual hubo una pausa de dos semanas. La terapeuta se pregunta si lo sintieron como una despedida y quizás por este motivo se sintieron abandonados, despertando la ansiedad de muerte y las defensas utilizadas frente a la experiencia de abandono como la negación o la dificultad de sostener el compromiso que se pide en el grupo.
Por otro lado, los abandonos más cercanos al final del grupo son sentidos con rabia y enfado, a veces con envidia: “se ha ido de vacaciones”, o “como tiene nietos, claro, los tiene que cuidar en vacaciones y se va antes”, o “no sé por qué no se ha esperado, no se ha despedido”, sintiendo la responsabilidad del grupo y de los terapeutas: ¿Hubiéramos podido hacer algo para que se quedaran hasta el final del grupo? ¿Es tarea del grupo poder seguir juntos hasta el final? Seguramente es así.
Algunas evocaciones fílmicas
Estos grupos nos han permitido adentrarnos poco a poco en la ansiedad de muerte. Hemos visto como los duelos surgen ya en la primera sesión, se reviven a lo largo de las sesiones y se hacen presentes en cada uno de los integrantes del grupo. Son aquello que duele, y nos evoca la sobrecogedora película de Michael Haneke Amour (2012) donde una pareja, después de muchos años de convivencia, se enfrenta a la enfermedad degenerativa de la esposa que, conforme se van presentando los síntomas de demencia solo puede repetir la palabra: “duele, duele”, mientras él la observa sobrecogido. El dolor de ella por lo perdido y el dolor de él por la pérdida de la esposa que era, de la pareja que habían sido, se manifiesta durante toda la película.
En estos grupos se despliega la soledad de la vejez: “lo que me ocurre es que estoy solo”, decía un paciente. Muchos hacen culpables de su soledad a los propios hijos: “mi hijo no me llama”, “mi hija no me viene a ver”, “ahora viven muy lejos y no vienen nunca”, hijos con los que parece tan difícil reconciliarse, mostrando un conflicto intergeneracional. Como en la película Nebraska (A. Payne, 2013), donde uno de los hijos hace todo lo que le pide su padre, ya mayor, como acompañarle a buscar un premio inexistente pero que el padre cree haber ganado. Es una película de reconciliación con este padre que los hijos nunca han sentido a su lado, pero a la vez muy necesitado. Va a buscar un premio, como el premio que recibirá en este reencuentro con el hijo, que le mira como el padre perdido. El camino que harán juntos y que les permitirá reencontrarse será el premio que recogen ambos, padre e hijo.
La reconciliación con los más amados, los hijos, es uno de los trabajos más difíciles que se presentan en los grupos de vejez. Hay imágenes muy sobrecogedoras recogidas en las sesiones: “yo no llamo a mi hijo si él no me llama”, “no he hablado con mi hija desde hace cuatro años”, dicen algunos y el grupo les responde: ¿Y por qué no le llamas tú? El grupo ha de permitir elaborar esta situación de conflicto con las nuevas generaciones y los sentimientos que éstas pueden provocar, a veces envidiosos o celosos de su propia felicidad o juventud: “como son jóvenes, ahora solamente piensan en ellos”, “mi hijo le ve todas las gracias a mi nuera, pero yo no la soporto”, dicen en el grupo. La relación con la terapeuta, generalmente más joven, y con la observadora, representante de estas nuevas generaciones (nietos), abre también un nuevo espacio para poder vivir y revivir los posibles conflictos, a veces de difícil solución. Es el legado del que nos habla Bodni (2013), difícil de ofrecer a los más jóvenes, hijos o nietos. Recordemos la película dirigida por Clint Eastwood El gran Torino (2008), donde es difícil legar a los más cercanos, hijos y nietos, y el legado irá a quien mejor lo podrá recibir, a quien estará dispuesto a valorarlo como tal. La nueva generación recibirá y depositará lo que le es legado, cuyo valor es la transmisión entre generaciones.
La dificultad para abandonar el grupo, en cada una de las despedidas, es una parte muy importante del trabajo grupal de la vejez. Cuando llega el final de cada sesión y la terapeuta dice: “es la hora, nos vemos la próxima semana”, los pacientes muestran esta dificultad. Poco a poco, muy poco a poco, se levantan de sus sillas, sin ninguna prisa se van colocando sus abrigos y cogen sus bolsas, muchas de ellas guardadas encima de sus faldas a lo largo de toda la sesión. Es la dificultad para despedirse del grupo en cada sesión, prolongando el final hasta la semana siguiente, despedida y reencuentro semanal, quizás con una esperanza renovada, un trabajo y una vida a seguir, la vida del grupo también.
En la maravillosa y muy bien explicada película Mr. Holmes (Bill Condon, 2015), se nos presenta una historia muy evocadora y fascinante: un anciano detective, de noventa y tres años, Mr. Holmes, retirado en el campo, solo y solitario, dedicado a la apicultura, ―ciencia de la que goza para él solo―, con la sola compañía de las abejas y de una gobernanta que lo acompaña, nos dice que siempre ha vivido solo, únicamente acompañado de su intelecto que ahora poco a poco parece abandonarle en forma de pérdidas de memoria. Pero existe una historia ―siempre hay una historia― de hace treinta años que le persigue. Todo no está olvidado.
El hijo de la gobernanta, también llamada “ama de llaves” ―parece tener el significado de la que guarda las llaves, la que gobierna, la que tiene la llave― tiene un hijo de pocos años que vive en la casa con ella. El viejo hará participar al niño de su relación con las abejas que “no muerden ni pican, son las avispas quienes lo hacen” ―le explica Mr. Holmes―. Poco a poco la relación de este viejo, solo, solitario y el niño se irá estrechando de tal manera que la memoria, aquello que está perdido, se reencuentra en esta relación, a modo del legado del que nos habla Bodni (2013). Mientras el anciano va olvidando cada día, anota en una pequeña libreta unos puntos que marcan lo que se olvida, y así va recuperando una historia que no pudo acabar, quizás el caso que no pudo resolver, su último caso, quizás la causa de su voluntario exilio.
El chico le pregunta: “cuando tú no estés, ¿qué será de las abejas?”. El viejo le mira, poco a poco, y acercándose le dice: “pues, no lo sé, no lo puedo resolver todo”. Y si él, Holmes, el detective más famoso (por las novelas escritas por su amigo Dr. Watson) no ha podido resolver su retiro, su exilio ¿Por qué está aquí guardando las abejas?
La posibilidad de reescribir ese caso último, que él no recuerda, escrito por Watson con un feliz final, pero que él no recuerda, de poder reescribir aquello que se olvidó, aunque las palabras se le borren, como el nombre del niño o de la gobernanta ―se escribe los nombres en los puños blancos de la camisa― le permite recuperar la historia, que escribe para el niño.
Holmes recuerda, recupera, rememora, revive y se revitaliza con todo ello. Habla de la muerte, de su muerte, de cuando él no estará. El chico le dice que él tenía un abuelo que vivió hasta los ciento dos años y Holmes tiene ¡noventa y tres! “Me lo pones muy mal chico, pues la probabilidad que tu veas dos casos de tan avanzada edad es aún más baja”. El chico se lo mira a los ojos y le dice: “no sé, no conocí a mi abuelo”. Pero se están conociendo ambos, niño y anciano, como ese abuelo que no conoció y del cual, ahora sí, podrá recibir ese legado.
Vemos la fantasía de longevidad, del antiaging, la pérdida de memoria, la memoria de los muertos, como lápidas de la madre que enterró a dos hijos no nacidos, la desesperación por la pérdida y, en medio de todo ello, la soledad y la posibilidad de recuperar aquello que se olvidó, construir una historia y ofrecer una historia nueva, posible.
Holmes le dice a la madre del niño: “aquella mujer de mi último caso quizás no hubiera muerto si yo le hubiera dado la mano, si le hubiera dicho que viviera conmigo” . Y le da la mano, “te doy todo lo que tengo, la casa, las tierras, pero, sobre todo, esta mano”, que ella la toma entre las suyas. Son personajes que están solos, pero que pueden reconstruir una historia que revivifica la memoria, el recuerdo y la humanidad. Él no es un triunfador, personaje de novela, es un viejo que necesita recomponer su historia: “no se puede resolver todo ―dice― pero sí vivir y morir menos solo”.
Últimamente hemos podido ver en el teatro la magnífica obra André y Dorine, representada por Kulunka Teatro (2016). Explica la historia de una pareja de ancianos, ella diagnosticada de Alzheimer, con los que iniciaremos un viaje a través del recuerdo. Recordar quienes fueron, para no olvidar quienes son. Recordar cómo han amado para seguir amando.
Para terminar
Nuestro grupo de trabajo, terapeutas, observadores y supervisores, vivió la pérdida del Dr. Folch, pérdida que nos obligó a reorganizarnos. Cuando volvimos al trabajo después de su muerte pudimos construir en nuestro interior un objeto-supervisor y acompañante amable que nos permitió seguir trabajando y enriquecer toda la experiencia. Actualmente el grupo de terapeutas está formado por Glòria Mateu, Joana Lara, Raquel Vidal y yo misma. Continuamos trabajando gracias a la supervisión de los doctores Lluís Isern y Josep Oriol Esteve y gracias a la existencia de estos pacientes, muchos de ellos muy mayores pero que se apuntan a la tarea que les proponemos: pensar juntos en todo aquello que les preocupa y les hace sentir demasiado tristes y solos, para poderlos animar de nuevo en la vida que sigue, también para ellos, construyendo un grupo interno que les acompañe en adelante, y hasta el final.
Lo que comenzó, se acaba, y en los grupos de psicoterapia psicoanalítica para la gente mayor, el final lo vivimos sesión a sesión. Si tenemos suerte lo podremos enfrentar. Una paciente nos decía: “mis hijos no me dijeron que mi marido se estaba muriendo, yo no lo sabía, y no he podido despedirme de él”. Quizás en estos grupos podamos hacer una despedida más o menos alentadora, una despedida que habría de permitirnos otras posibilidades más enriquecedoras. Aunque las cosas no sean llanas, ni placenteras, son las vicisitudes por las que transcurre la vejez.
Referencias bibliográficas
Bodni, O. (2013), La delegación del poder en el envejecimiento humano. Teoría del legado y de la investidura del sucesor, Psicolibro, Buenos Aires.
Freud, S. (1937), “Análisis terminable e interminable”, en Obras completas, vol. XXIII, pp. 211-254, Amorrortu.
Lleonart, M. (2014), “Presentació del projecte d’atenció a la vellesa. En memòria del Dr. Pere Folch”, Revista Intercanvis, papers de psicoanàlisis, núm. 33, pp. 53-58.
Lleonart, M. y G. Mateu (2013), “Un diari d’hivern: psicoteràpia psicoanalítica grupal a la vellesa”, Revista Intercanvis, papers de psicoanàlisi, núm. 31, pp. 35-42.
Lleonart, M. y G. Mateu (2013), “De les sabatilles a les sabates. El treball psicoterapèutic amb gent gran a les Àrees Bàsiques de Salut”, Revista Catalana de Psicoanàlisi, vol. XXX, núm.1, pp. 79-96.
Lleonart, M. y G. Mateu (2016), “La psicoterapia de grupo en la vejez. Un proyecto de investigación”, TEMAS DE PSICOANÁLISIS, núm. 11, pp. 1-15.
Cine y teatro:
Haneke, M. (2012), Amour.
Payne, A. (2013), Nebraska.
Eastwood. C. (2008), El gran Torino.
Condon, B. (2015), Mr. Holmes.
Kulunka Teatre (2016), André y Dorine.
Resumen
A partir de la experiencia de trabajo grupal con gente mayor en el Programa de atención emocional a la vejez, se hace una reflexión de lo que ocurre en los grupos de psicoterapia de orientación psicoanalítica en los momentos más próximos a su finalización y en relación a las despedidas, las pérdidas y la forma como se enfrentan a lo largo de la vida. Reflexionamos acerca de despedirse del grupo, despedirse de la vida, experiencias vividas y compartidas, sobre las ansiedades y defensas que surgen en la atención a la vejez.
Palabras clave: pérdida, vejez, despedida, ansiedad de muerte, psicoterapia de grupo.
Abstract
Based on the group work experience with senior people in the «Emotional Care Program for the Elderly», a reflection is conducted on the psychoanalytic oriented psychotherapy groups towards their completion, the farewells, the losses and the way they are faced throughout life. Saying goodbye to the group, saying goodbye to life, shared and lived experiences, anxieties and defense mechanisms that arise in the care of the elderly are revealed.
Keywords: loss, old age, farewell, death anxiety, group psychotherapy.
Marta Lleonart
Psicóloga clínica y psicoanalista,
lleonart@copc.cat
[1] El presente artículo es una revisión y traducción al castellano del artículo Doctora, pensava que no s’acabava. El comiat en els grups de la vellesa, publicado en el número 37 de la revista Intercanvis, papers de psicoanàlisi, en diciembre de 2016.
[2] El mes de septiembre de 2010 iniciamos el proyecto de Atención a la vejez, proyecto cuyo comienzo fue motivado por la propuesta del Dr. Pere Folch con la participación de la Associació Catalana de Psicoteràpia Psicoanalítica (ACPP) y Sant Pere Claver–Fundació Sanitària. Actualmente es esta última institución la que sigue manteniendo el proyecto. Los profesionales que iniciamos los grupos de atención psicoterapéutica en las áreas básicas de dicha institución seguimos trabajando con grupos de pacientes mayores de sesenta y cinco años, con una frecuencia semanal, además de la supervisión mensual y la extensión del proyecto a otras áreas básicas.
[3] Pere Folch i Mateu (Barcelona, 1919-2013), psicoanalista y “maestro de maestros”, profesional reconocido en nuestro país. Fue cofundador, junto a Pere Bofill y Júlia Corominas, de la Sociedad Española de Psicoanálisis. Autor de artículos en diversas revistas de psicoanálisis, coautor de diversos libros y traductor al catalán de varias obras psicoanalíticas. En 2010 impulsó el proyecto de Atención a la vejez junto con un grupo de profesionales y con el soporte de diversas instituciones. Este fue su último trabajo, en el que consiguió animarnos a todos los que aún seguimos en el proyecto.