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La persistencia, nunca decreciente del recurso a la guerra como medio para zanjar conflictos entre comunidades humanas, es tal vez una de las evidencias más fuertes contra el optimismo de quienes quieren ver en el curso de la historia una evolución esperanzadora hacia niveles mayores de racionalidad. Los que no hemos vivido directamente la experiencia de una guerra, por mucho que la vivamos vicariamente cada día a través de los medios de comunicación, tenemos una dificultad para imaginarnos cuáles serían nuestras reacciones llegado el caso, comparable tal vez a la dificultad para imaginarnos en el trance de la propia muerte. El sentimiento de decepción o de indignación que nos provoca la contemplación de las guerras ajenas va acompañado muchas veces de la imposibilidad de imaginar que algo así pudiera darse en nuestro entorno  más inmediato (como debía de ser inimaginable para los habitantes de Berlín, Hiroshima o Sarajevo, en su día).

La afirmación de que cuando estalla una guerra la primera víctima es la verdad, suele aludir a las exigencias de la censura militar, por razones estratégicas, o a las de la censura política, por razones propagandísticas o a la información desinformativa. Quisiera ampliar esta afirmación para incluir en ella otra perspectiva: cuando la verdad es víctima de esa autocensura personal y grupal que denominamos mecanismos de defensa psicológicos, que ponemos en funcionamiento cuando nos enfrentamos a una ansiedad difícil de soportar, como en la desencadenada por la expectativa de una guerra. La diferencia entre el primer tipo de censura (la militar y la política) y la autocensura psicológica estriba en que la primera se aplica con conciencia clara de los objetivos que se pretende conseguir (aunque a veces las cosas no salgan como habían de salir, y el público no siempre responda como pretendían los censores), y la segunda es una respuesta defensiva predominantemente inconsciente.

Uno de los mecanismos que utilizamos con más frecuencia para eludir la verdad es negarla. Y esta negación puede adoptar formas muy variadas. Citaré algunos ejemplos:

. Creernos en un estado superior de civilización, en el que determinados comportamientos estarían superados, y considerar que las atrocidades propias de la guerra se darían sólo en pueblos primitivos, incultos y bestiales, mientras que nosotros nos regiríamos, incluso en plena guerra, por la Convención de Ginebra o cualquier otra legislación paliativa. Esta creencia se ve periódicamente cuestionada por las crueldades sin freno de las guerras que se producen en países llamados civilizados (en Europa, sin ir más lejos).

. Creernos demasiado el argumento de la disuasión, el clásico si vis pacem, para bellum (si quieres la paz, prepárate para la guerra), y negar que la historia más bien muestra que prepararse para la guerra suele acabar en guerra, y que los preparativos bélicos, la tecnología al servicio de la creación de armas cada vez más destructivas, su fabricación y venta de acuerdo con las leyes del mercado, inducen a sus poseedores a probar los respectivos arsenales.

. Creer en la racionalidad de los gobernantes. Este es uno de los ejemplos más flagrantes de lo que en inglés se llama wishful thinking y que nosotros llamaríamos “confundir nuestros deseos con la realidad”: “Nadie está tan loco como para no pararse antes de…”, “Si el gobernante está loco, y el país es democrático, habrá algún órgano representativo colectivo que lo pare …”, “Si se trata de un dictador, surgirá un grupo de individuos razonables, próximos al gobernante, que lo derrocarán en el último momento, etc…”.

. Minimizar las posibles consecuencias, negando la evidencia de que las guerras, más que organizarse, se lían, como dice Delibes en Las guerras de nuestros antepasados (1975). La fantasía de una guerra limitada, de consecuencias previsibles, presupuestada previamente, incluido el número de bajas (ese eufemismo para referirse a muertos y heridos), es una forma de negar que de una guerra se sabe cuándo y cómo empieza, pero no cuándo y cómo acabará, y mucho menos en la actualidad, cuando el arsenal acumulado en el planeta es suficiente para arrasarlo entero.

. Creer que la providencia no permitirá que pase una cosa tan terrible, y no me refiero sólo a la providencia divina, sino a la de cualquier poder al que atribuyamos la capacidad de salvarnos. Este es el último recurso de los que sienten que no tienen la más mínima posibilidad de influir en el curso de los acontecimientos. No es síntoma de esperanza, sino de sorda desesperación.

Es muy natural que tendamos a negar la verdad cuando reconocerla nos produciría una ansiedad muy difícil de soportar, pero esta respuesta tan natural es peligrosa en la medida en que nos desconecta de la realidad. La táctica del avestruz pone en gran peligro la supervivencia de uno mismo y de la humanidad, disminuye la capacidad de organizar respuestas que contribuyan a modificar la realidad de manera efectiva, y aumenta la probabilidad de que se produzca la catástrofe temida y negada.

Junto con la negación actúa otro mecanismo: la proyección. Eludimos los conflictos y tensiones internos propios y de la colectividad proyectándolos en el enemigo exterior. Podemos querernos entre nosotros, los de nuestro grupo, nuestra comunidad, siempre que podamos odiar a los de fuera. Existe una necesidad psicológica de tener enemigos fuera para protegernos a nosotros y a los nuestros de nuestros propios impulsos destructivos. Las alianzas cambian, los amigos de antes son los enemigos de ahora, y quién sabe lo que nos espera mañana, pero para que haya una guerra hay que satanizar al enemigo e idealizar al amigo.

Hanna Segal, psicoanalista británica de origen polaco, miembro activo de una asociación para la prevención de la guerra nuclear, se refiere de esta manera al uso que hacemos del mecanismo de proyección:  “Cuando proyectamos en el gobierno, nos convertimos realmente en impotentes. Estamos en sus manos. Entonces, o bien nos convertimos en paranoicos respecto al gobierno –es culpa de Reagan, o de Thatcher, o del Kremlin− o idealizamos a nuestros gobiernos y dejamos la responsabilidad en sus manos: ellos son los expertos. Y entonces nos volvemos realmente impotentes. Y nuevamente, los gobiernos nos ofrecen la salida de la megalomanía. Nos gusta sentirnos grandes y poderosos, y creemos poder asustar a nuestros enemigos. Pero no olvidemos lo peligroso que puede ser un enemigo asustado.” (1987)

Nadie se encuentra a salvo de estas distorsiones defensivas, por muy lúcido, y hasta genial, que sea. Es interesante, a este respecto, ver con qué actitudes respondió alguien como Freud, uno de los investigadores que más ha profundizado en el estudio del psiquismo humano, ante las dos situaciones de guerra mundial que le tocó vivir.

Poco antes de la primera guerra, escribía a Karl Abraham:

“Por primera vez en treinta años me siento austríaco y tengo ganas de dar otra oportunidad a este imperio no demasiado esperanzador. La moral es excelente en todas partes. (…) Estaría a favor de la guerra con todo mi corazón si no supiera que Inglaterra está en el otro bando.” (1914)

Un año más tarde, publica Consideraciones de actualidad sobre la guerra y la muerte, donde podemos leer cosas que impresionan por su aplicabilidad a situaciones mucho más recientes:

“La guerra, en la que no queríamos creer, estalló y trajo consigo una terrible decepción. No sólo es más sangrienta y más mortífera que cualquier otra ya pasada, a causa del perfeccionamiento de las armas de ataque y defensa, sino tan cruel, encarnizada y sin cuartel como cualquier otra. Infringe todas las limitaciones a las que se obligaron los pueblos en tiempo de paz –el llamado Derecho Internacional− y no respeta ni los privilegios del herido y del médico, ni la diferencia entre los núcleos combatientes y los pacíficos de la población. (…) Rompe todos los lazos de solidaridad entre los pueblos combatientes y amenaza con dejar tras de sí un rencor que hará imposible durante mucho tiempo su reanudación.” (1915)

El impacto de los años de guerra, la comprobación masiva de la fuerza de los impulsos primitivos, la fragilidad de las bases del mundo civilizado y la hipocresía imperante en todos los bandos tendrán una influencia decisiva en su investigación posterior sobre la destructividad humana.

Pues bien, este mismo hombre que tiene el valor de reconocer el derrumbamiento de su ilusión y a partir de aquí hacer una aportación muy valiosa y lúcida sobre los límites de la racionalidad humana, todavía caerá en la trampa de la negación cuando, unos años después, con ocasión de la quema pública de sus libros, realizada por los nazis, comentará irónicamente lo mucho que hemos progresado desde los tiempos de la Inquisición: “antes quemaban a los herejes, ahora sólo sus libros”. Y sabemos cómo se equivocaba, cómo se vio obligado a exiliarse en el último momento, y cómo sus hermanas morirían en un campo de exterminio.

No obstante, conocer las equivocaciones de una figura como Freud no resta ni un ápice de interés por la aportación que ha significado su pensamiento. Como solía decirnos un profesor de filosofía para templar nuestros arranques de iconoclastia juvenil, el dicho “No hay ningún gran hombre para su ayuda de cámara” no postula la inexistencia de grandes hombres, sino la cortedad de miras de los ayudas de cámara. Así que puede tener interés referirnos aquí a la correspondencia entre Einstein y Freud sobre el por qué de las guerras y sobre la posibilidad de prevenirlas (1932).

Plantea Einstein –no en tanto que físico, sino como persona interesada por el destino común de la humanidad– una reflexión sobre la relación entre el derecho y el poder. Freud propone sustituir la palabra “poder” por el término más rotundo de “fuerza” y señala que aunque derecho y fuerza nos suenen hoy como términos antagónicos, está claro que el primero surgió de la segunda: en los pueblos primitivos domina el más fuerte, hasta que se descubre la vía de la asociación de los débiles para compensar ese dominio. “La unión hace la fuerza”. El poder de los unidos se constituye en derecho. Y el derecho se convierte en la fuerza de la comunidad.

La secuencia es teóricamente clara, solo que en la práctica se complica, porque la comunidad está formada, a su vez, por elementos de diferente fuerza, y el derecho de la comunidad tiende a ser la expresión de la desigual distribución de poder entre sus miembros. No hay vida sin tensión, sin conflicto de intereses, y muchas veces este conflicto se intenta resolver por la vía de la violencia. Históricamente, son más frecuentes las ocasiones en las que las redistribuciones de poder (dentro de una comunidad o entre diversas comunidades) se han llevado a cabo por la vía bélica que por la vía de la adaptación paulatina a la realidad cambiante.

Einstein manifiesta su asombro por la facilidad con que se puede enardecer a los hombres para entrar en guerra. A esto responde Freud con su postulado de los dos tipos de instinto básico en el hombre: el que tiende a conservar y unir, y el que tiende a agredir y destruir, transfiguración teórica de la antítesis entre amor y odio, o entre atracción y repulsión. Freud considera inútil cualquier empeño por eliminar las tendencias agresivas del hombre y califica de utopía la esperanza bolchevique de que lleguen a desaparecer si se asegura la satisfacción de las necesidades materiales y se establece la igualdad entre los miembros de la comunidad. Pero sí considera útil intentar desviarlas de forma que no necesiten buscar su expresión en la guerra.

Compara el proceso de evolución cultural con el de la domesticación de algunas especies animales, en la medida en que comporta una creciente limitación de las tendencias instintivas. Nuestras exigencias ideales éticas y estéticas convierten en repugnante para nosotros lo que era natural y placentero para nuestros antepasados. Pero el fortalecimiento del intelecto, que empieza a dominar la vida instintiva, y la interiorización de las tendencias agresivas no es un estadio que se alcance definitivamente sin posible retorno. Una de las aportaciones más interesantes de Freud es precisamente su demostración, a través del método psicoanalítico, de cómo en nuestra evolución psicológica  los estados más primitivos persisten junto a los posteriores surgidos de ellos, y esta coexistencia, por lo general inconsciente, explica tantos momentos de regresión o involución que de otro modo resultarían sorprendentes. “Lo anímico primitivo es absolutamente imperecedero». Así que vale más tener conciencia de ello que aferrarnos a la ilusión de sentirnos definitivamente “civilizados” y luego andar escandalizándonos un día sí y otro también de lo que somos capaces de hacer.

Desde una posición realista no ingenua, ¿cabe pensar en algún medio indirecto para desactivar en la medida de lo posible nuestra disposición a la guerra? Freud responde a la pregunta de Einstein con dos sugerencias:

  1. Favoreciendo el establecimiento de vínculos afectivos entre las personas, vínculos que pueden ser de dos tipos: del orden de lo amoroso, y del orden de la identificación, que subraya lo común más que lo diferencial entre los humanos.
  2. Impulsando la evolución cultural desde el sistema educativo, convirtiéndolo en una estructura que favorezca el pensamiento independiente, la resistencia a la intimidación y la lucha por la verdad.

La primera de las sugerencias me parece sumamente interesante, porque va más allá de la visión de un Freud cognitivista, del “Haga consciente lo inconsciente” como panacea, supera la vieja falacia racionalista del “Saber es poder” y conecta con aquel lema juvenil, “Haz el amor, no la guerra”, que nos recuerda el papel central de Eros, más que de la razón o el conocimiento, en la lucha contra lo tanático presente en todos nosotros.

En cuanto a la recomendación de favorecer la identificación con lo humano más básico y común frente a la insistencia en los hechos diferenciales como polo aglutinante, siempre a costa de tomar distancias de los que “no son lo mismo” y de ensalzar el narcisismo de las pequeñas diferencias, creo que no se puede ignorar la necesidad psicológica tan común, y subrayada por el propio Freud en otras ocasiones, de facilitar la cohesión de los miembros de un grupo social, nacional, religioso o racial a base de descargar las tendencias agresivas en los miembros de la comunidad vecina. Si sabemos que tal necesidad psicológica existe, sin escandalizarnos, podremos darle cauce en los mil rituales simbólicos  −más o menos estéticos, más o menos triviales– que la expresan, pero estaremos también muy atentos para evitar sus posibles derivaciones letales. Por poner un ejemplo de nuestro entorno más próximo: si bien la afirmación de M. Vázquez Montalbán de que la liga de fútbol ha hecho más por el sentimiento de unidad de España que los Reyes Católicos, tiene algo de cierto (=Eros), sería de una imprudencia criminal no vigilar a los hinchas en todos y cada uno de los partidos (=Tanatos).

La última sugerencia, en la medida en que se refiere al fomento de la búsqueda de la verdad y del pensamiento independiente, enlaza con la lucha sistemática contra el autoengaño que pretende el psicoanálisis. Y es que ignorar la fuerza de la destructividad en todos nosotros, individuos y colectividades humanas, puede ser comprensible como recurso tranquilizador, pero en realidad es una actitud gravemente paralizante, basada en la ilusión de que, hagamos lo que hagamos, nuestra supervivencia, o la supervivencia de la humanidad, está garantizada.

Freud reflexionaba sobre la guerra antes de la explosión de la primera bomba atómica, y a nosotros nos toca hacerlo en un mundo en el que se halla acumulado un arsenal nuclear que podría hacer volar en pedazos el planeta. Materializar la fantasía apocalíptica está en nuestras manos por primera vez en la historia. Limitarse a negar o proyectar en estas condiciones es correr un riesgo demasiado alto.

 

Referencias bibliográficas

De la Lama, E. (compilador) (1994), En defensa de la tolerancia. Crítica de los fundamentalismos, Barcelona, Euge, La Llar del Llibre.

Delibes, M. (1975), Las guerras de nuestros antepasados, Barcelona, Ancora y Delfín.

Freud, S. (1914), Carta a Abraham, Karlsbad, 26 de julio de 1914, Correspondencia Freud-Abraham, Barcelona, Gedisa, 1979.

Freud, S. (1915), Consideraciones de actualidad sobre la guerra y la muerte, Obras Completas, II, Madrid, Biblioteca Nueva, 1973.

Freud, S. y Einstein, A. (1932), El porqué de la guerra, Obras Completas, III, Madrid, Biblioteca Nueva, 1973.

Segal, H. (1987), Silence is the real crime, International Revue of Psycho-analysis, núm. 14, pp. 3-12

 

Resumen

A los que no hemos vivido directamente la experiencia de una guerra, por mucho que la vivamos vicariamente cada día a través de los medios de comunicación, nos cuesta imaginarnos cuáles serían nuestras reacciones llegado el caso. Es una dificultad comparable a la de imaginar nuestra propia muerte. Ante la perspectiva de una guerra utilizamos mecanismos de defensa como la negación y la proyección para eludir la verdad y calmar nuestra ansiedad, pero eso implica una peligrosa desconexión de la realidad. Revisamos la correspondencia entre Einstein y Freud del año 32 y las reflexiones de Hanna Segal sobre este tema del año 1987, tan vigentes para pensar sobre el mundo actual, en el que por primera vez está en nuestras manos la posibilidad de materializar la fantasía apocalíptica si no abandonamos la ilusión de que la supervivencia de la humanidad está garantizada, hagamos lo que hagamos.

Palabras clave: negación, proyección, identificación, idealización, megalomanía.

 

Abstract

Those of us who have not had direct experience of a war, no matter how much we experience it vicariously in a through the media,  find it hard to imagine  what our reactions would be if the situation arose. It is a difficulty comparable to imagining our own death. In the perspective of a war we use defense mechanisms such as denial and projection to elude truth and to calm our anxiety, but that implies a dangerous disconnection from reality. We review the correspondence of Einstein and Freud of 1932  and the reflections of Hanna Segal on the subject of the year 1987, so opportune to think about the world today, in which for the first time is in our hands the possibility of materializing the apocalyptic fantasy  if we do not abandon the illusion that the survival of humanity is guaranteed regardless of what we do.

Key words: denial, projection, identification, idealization, megalomania

 

Neri Daurella de Nadal
Psicóloga clínica,
Psicoanalista, miembro de la SEP-IPA y de IARPP,
E-mail: neri_dau@hotmail.com


[1] Este artículo fue publicado en 1994, incluido en un libro titulado En defensa de la tolerancia. Crítica de los fundamentalismos, compilado por Enrique de la Lama, Barcelona, Euge, La llar del llibre.