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En este artículo defenderé posiciones alejadas de las que tradicionalmente ha defendido cierta lectura psicoanalítica de la respuesta de Freud a la petición de Einstein, que dio lugar a la publicación del breve opúsculo, hace ochenta y cinco años: una base material que nos predispone a la guerra, genética o enraizada en las estructuras inconscientes de nuestra psique. Como expondré, eso puede sostenerse desde un a priori de diferente tipo, pero no tiene base alguna en conocimiento científico que, por usar a Popper, sea falsable, por ende, producto de una conjetura que tarde o temprano será refutada y sustituida por una más acorde con lo que se sabe. La guerra, como dejó dicho en los años cuarenta Margaret Mead (1990), es una construcción cultural y por ende algo eliminable, aunque sea bien difícil, como muestra la historia de la humanidad.

Por decirlo lisa y llanamente, parto de una concepción epistemológica racionalmente atemperada, moderada: hay conocimiento fuera de nuestras mentes, y, aunque con dificultades, podemos conocerlo de manera suficiente para elegir plausiblemente entre la mejor explicación disponible en cada momento, podemos establecer relaciones causales entre fenómenos e intentar explicaciones. La diferencia entre el conocimiento científico y los otros conocimientos u opiniones radica en la falsabilidad. Y, en el mundo social, el conocimiento depende siempre de una combinación de hechos e ideas, por añadirme a un constructivismo moderadísimo: los marcos mentales modelan nuestra percepción de la realidad externa, incluida la social (el papel crucial de las ideas), pero hay una base material sobre la que operan, externa a nosotros, los hechos.

Una última idea previa: la correspondencia Freud-Einstein, y en particular la aportación de Freud, más redonda y estructurada que la de Einstein, debe leerse como un clásico, es decir, como una aportación que perdura más allá del momento en que se escribió porque responde a preguntas que siguen siendo válidas, aunque lo dicho se lea a la luz de los nuevos conocimientos. En suma, los clásicos lo son porque pueden releerse una y otra vez y nos ayudan a reformular las preguntas cruciales, a la luz de nuevas ideas y hechos, no como textos doctrinales y dogmáticos, unidimensionales. Por eso interesa aún Freud a quién está totalmente alejado del psicoanálisis como marco mental y como práctica terapéutica. Un ejemplo, para analizar el tema del complejo de Edipo y el incesto sigue siendo importante la reflexión de Freud, como clásico, aunque la afirmación de que sea universal, como sostuvo Freud, la zanjó de forma inapelable Bronislaw Malinowsky (1929): no existe en las islas Trobiand; por tanto, no es universal, y conjetura refutada. Pero eso no impide que las ideas de Freud al respecto puedan seguir siendo consideradas un clásico. Ese es el enfoque que voy a utilizar.

 

1.- Contextos cambiantes: 1932, intercambio epistolar.

Sabemos que Freud y Einstein se conocieron en 1927. Se encontraron dos personas separadas por casi treinta años de edad y en momentos bien diferentes de sus vidas, con una relación clínica posible pero que nunca se concretó (relacionada con un hijo de Einstein, esquizofrénico y aspirante a psicoanalista, que murió en 1965, tras una reclusión hospitalaria de 30 años). Freud estaba en un momento delicado, afectado de fuerte pesimismo, cuando se derrumbaba la Viena que vio nacer el psicoanálisis, con un cáncer de boca muy molesto y una importante sordera. Era, por lo demás, el momento en que había escrito ya El malestar en la cultura. Einstein era un científico relevante, un antimilitarista recalcitrante y, para los estándares estadounidenses, un liberal muy radical, que creía en el papel del derecho, de las instituciones y, en particular de la educación y de la ética, para acabar con la guerra o al menos para frenarla.

La guerra era, ya en ese primer encuentro, una experiencia que los vinculaba. A Freud, como a tantos intelectuales europeos y alemanes de los veinte y treinta, le había impactado la Primera Guerra Mundial y el período utopista que la siguió, basado en el programa de los catorce puntos de Wilson, la Sociedad de Naciones y el tratado para poner fin a la guerra, una experiencia que truncó la renacionalización y proteccionismo derivado de la crisis de 1929 y sobre todo la victoria electoral del partido nazi, su ascenso democrático al poder en 1933 y la deriva posterior hacia la Segunda Guerra Mundial.

Es justamente en ese contexto en el que hay que situar el intercambio epistolar y el libro posterior que hoy conmemoramos. El encuentro de 1927 fue placentero, ambos escribieron que les había impactado y agradado conocer al otro, aunque ambos manifestaron no entender casi nada de lo que el otro contaba de su obra, uno era lego absoluto en temas de física y el otro en psicología y psicoanálisis. Nada siguió a ese intercambio, de regular, ni siquiera la eventual consulta ya comentada sobre la enfermedad del hijo de Einstein. De ahí que sorprendiera a Freud la petición de Einstein.

Concretamente, en un contexto de diálogo entre culturas científicas, en 1931, el International Institute of Intelectual Cooperation financiaba debates entre dos personas, en particular sobre temas de preocupación para la Sociedad de Naciones, eligiendo una persona para que escogiera otra y le planteara de forma precisa una reflexión, con el compromiso de publicar después ambas piezas (preguntas y respuestas, por así decir) en forma de opúsculo. Pues bien, Einstein, elegido por el Instituto, escoge la amenaza de la guerra y a Freud que, pese a su sorpresa inicial, acepta la invitación y escribe largo sobre el tema. La publicación, prevista en principio en tres lenguas, se producirá en un mal momento, con una tirada de solo dos mil ejemplares en inglés.

La elección del tema, “¿existe alguna forma de librar a la humanidad de la amenaza de la guerra?”, se justificaba porque la ciencia moderna debía afrontar la manera de resolver un tema que resultaba crucial, de vida o muerte, para el futuro de la humanidad. En suma, se trataba de reflexionar sobre cómo se podía promover la paz y evitar la guerra, lo que exigía ir a raíces, preguntarse por las causas de la guerra. Y también, para Einstein, era obvio que la persona debía ser Freud, por su gran conocimiento sobre la vida instintiva de los seres humanos, dado que la psicología le parecía clave tanto para entender por qué los seres humanos actúan como actúan y, también, para evitar conductas como la guerra. Einstein, además, plantea también en su carta de propuesta que Freud se ocupe de cómo controlar, de ser posible, la evolución de la psique humana en particular, de cómo evitar el odio y la capacidad de destrucción, tanto a nivel general como muy en concreto en el caso de las élites.

Freud, pese a su sorpresa por la petición y el optimismo que detecta en el planteamiento de Einstein, responde de manera bastante optimista, entrando en el planteamiento de éste. Empieza diciendo que va a ocuparse no tanto de la guerra sino de la violencia, puesto que en la naturaleza los conflictos e intereses en pugna se resuelven apelando a la violencia. Partiendo de su teoría de los instintos, Freud afirma que no manejaremos la guerra con algún control hasta que no manejemos nuestros instintos, nuestra naturaleza animal, los instintos de base que están detrás de nuestras conductas. En ese punto, sostiene que no puede ser optimista, pero sí que cree, argumenta, que podía ser propositivo y ofrecer algunas respuestas eficaces en el terreno de la psicología. Su tesis se basa en su doctrina sobre el papel de Eros y Thanatos en nuestra naturaleza, en particular como el Thanatos induce a la autodestrucción y a la compulsión de repetición. Hay que señalar que, pese a lo que a menudo se afirma, Freud no dice nunca que se trate de algo genético, totalmente natural, aunque señala que existe predisposición. Por eso, sostiene que lo mejor es proponer métodos indirectos para controlar y combatir la guerra. Específicamente, frente a la propuesta de Einstein, Freud se muestra escéptico sobre la eficacia de métodos como la limitación de armamentos, el derecho y las instituciones.

Sostiene que le parece más prometedor trabajar, desde una perspectiva psicológica, en una doble dirección. Primero, crear mentes independientes, no intimidables y proclives a buscar la verdad. Segundo, mejorar nuestro sentido de identificación como seres humanos, es decir, profundizar en la capacidad de crear intereses compartidos importantes, generando una comunidad de sentimientos y actitudes culturales y simbólicas que refuercen eso. En suma, Freud propone no tanto intentar moderar y controlar el instinto de destrucción, Thanatos, sino mejorar y aumentar la importancia de Eros. Adicionalmente, pese a su escepticismo sobre el papel moderador del derecho y las instituciones, propone trabajar en dos claves: una judicatura común para todas las naciones y para todos seres humanos y una fuerza ejecutiva internacional (incluyendo un dispositivo militar suficiente), puesto que la clave radica en la capacidad de decidir y en la fuerza coercitiva.

En suma, menos confianza de Freud que de Einstein en el camino emprendido en 1928 con el pacto Briand-Kellog[2] para hacer de la guerra un instrumento ilegal para regular las relaciones entre Estados y, por tanto, escepticismo sobre el papel del derecho y de las instituciones, por el papel perturbador del instinto de destrucción. Y clara coincidencia en el papel regulador del refuerzo del Eros, del instinto en pro del amor, la cooperación y la sociabilidad. En suma, apuesta, mediante la educación, el simbolismo y la creación de mecanismos de identificación, por la regulación lenta de la violencia, que está en la base de la guerra.

¿Cómo leer esta correspondencia hoy? Nos ocuparemos de ello presentando primero algunas aclaraciones contextuales y conceptuales sobre los hechos relacionados con la guerra y las formas de violencia directa en la actualidad y, luego, con pautas para esa relectura, en forma de clásico de la correspondencia que hoy nos reúne.

 

2.- Contexto cambiante: guerra y violencia directas en el mundo actual y nuevas herramientas analíticas

En el mundo actual, postguerra fría, la guerra sigue existiendo, es cierto, pero ha cambiado fuertemente de naturaleza. Por decirlo de forma rápida, podemos caracterizar la forma en que la guerra y las violencias, directas e indirectas, nos afectan, o mejor afectan a la ciencia como sucedía hace ochenta y cinco años, mediante unos rasgos definitorios, expuestos de forma sucinta.

Primero, debe atender sobre todo a amenazas, retos y peligros que afectan a las personas, habida cuenta de la disminu­ción de los conflictos armados y de la violencia mortal con intencionalidad política. Han surgido, adicionalmente, nuevas facetas o manifestaciones de la violencia directa. Por un lado, la violencia homicida sin intencionalidad polí­tica directa, según datos del Informe trianual de Global Burden of Armed Violence (2011), las muertes por arma de fuego suponen un promedio de quinientas mil bajas al año. De forma clara: un ochenta por ciento de las mismas no se deben a violencia intencionalmente política (es decir, a conflictos armados de di­ferente tipo y a terrorismo), sino a otras razones (delincuencia nacional y transnacional organizada, inseguridad ciudadana, narcotráfico, bandas juveniles).

Segundo, hoy debemos hacer frente a la proliferación de lo que se ha llamado “violencia crónica”, un fenómeno que describe el hecho de que en algunos países la población se encuentra enfrascada en una espiral creciente de vio­lencia social, que afecta las relaciones sociales, el desempeño de la demo­cracia y la práctica ciudadana en la región. Estudios recientes muestran los mecanismos por los que una gama de fuerzas profundamente enraizadas, estimulan y reproducen la violencia crónica, destruyen o erosionan el teji­do social de comunidades y países vulnerables, hasta el punto de correrse el riesgo de que tales tendencias puedan devenir normas sociales de facto, habida cuenta de que a menudo se dan casos en que tres generaciones de personas no han conocido otro contexto vital que esa violencia crónica.

Tercero, se han producido cambios en la naturaleza y ubicación de los conflictos armados en el mundo, con una clara disminución de los con­flictos armados interestatales frente a los internos, si bien un porcentaje significativo de éstos últimos se internacionalizan. Podemos resumir esos cambios así. Por un lado, si bien todos los conflictos armados han sido mul­ticausales, en todos ellos puede singularizarse, al menos en cada etapa, un factor predominante, territorial o político. Y en la posguerra fría se observa una mayor presencia de factores políticos y un descenso de los factores te­rritoriales. Por otro lado, la ubicación geográfica de los conflictos armados, variada y oscilatoria, ha cambiado. Hasta 1990 destaca la continuada presen­cia en grado alto en Asia y la escasa presencia, en tanto que conflicto arma­do, en Europa. En la posguerra fría, lo característico es la reaparición del continente europeo como escenario importante de conflictividad armada y la redistribución en el Sur, en particular su incremento en África y Asia y su descenso nítido y claro en América Latina. Concretamente, la posguerra fría ha acentuado algo que ya era visible desde los años 70: la existencia de dos zonas diferenciadas, una de paz y otra de turbulencia. Una zona de paz, nítida, formada por unos cincuenta o sesenta países, que no han tenido guerra alguna desde 1945 y que parece altamen­te improbable que la tengan en un futuro (dejando de lado la zona fronteriza a Rusia, en particular Ucrania). La razón es simple: son países que presentan sistemas democráticos consolidados y fuerte vinculación económica entre ellos, tanto que probablemente si no recurren a la guerra a pesar de tener divergencias muy fuertes es porque incluso el vencedor saldría perdiendo dada la interpenetración existente. Pero también una zona de turbulencia o conflictividad violenta alta, la zona Sur, en la que suelen darse tres carac­terísticas, sin establecer necesariamente relación de causalidad: 1) sistemas democráticos dudosos, lo que algunos politólogos denominan “democra­cias inciertas” o “anocracias”, es decir, países con grandes carencias de­mocráticas incluso en el sentido más formal de la palabra democracia; 2) economías enormemente frágiles; y 3) población con fuerte componente de fractura étnico-cultural. África, pese a la mejora, sigue estando, global­mente, en la zona de turbulencia. Podemos decir, pues, que la conflictivi­dad armada de la posguerra fría se da, en pequeña escala, en el Norte y en el Sur (generalmente, Sur-Sur). A ello hay que añadir algunos conflictos donde el factor transnacional, muy ligado a la dimensión económica resul­ta crucial, como sucede en el caso paradigmático de la República Demo­crática del Congo.

Adicionalmente, en la posguerra fría se ha acentuado de forma muy importante una tendencia que existía ya desde mediados de los años setenta en los conflictos armados, perceptible tanto en su ubicación geográfica y fronteriza como en el número de víctimas que causaban: descenso de los conflictos interestatales e incremento de los internos. La primera década de la posguerra fría agudizó dicha tendencia, hasta el punto de que en­tre un noventa y un noventa y cinco por ciento de los conflictos armados, según el registro que se use, son de tipo interno. Todo ello marcó la reflexión teórica y dio pie a que se acuñaran diversas denominaciones para el fenómeno, como, sin pretensión de exhaustividad: la época de las “guerras pequeñas”, las “guerras no clausewitzianas o no trinitarias” o las “nue­vas guerras”. Todas ellas aluden al tipo de conflicto armado estadísticamente más habitual ahora: conflictos armados no convencionales, entre contendientes que no son sólo estados (al menos en uno de los adversarios), internos y de tipo asimétrico.

Y, en cuarto lugar, se ha producido una importante presencia de acto­res privados de seguridad, derivada de diversos fenómenos en curso. Entre ellos, citaremos: a) la pérdida parcial del monopolio de los medios masivos de violencia por parte del Estado, a manos de actores privados, en buena medida ilícitos (grupos terroristas, narcotraficantes y grupos de delincuen­cia organizada, etc.); b) el creciente recurso legal a actores privados de seguridad (empresas privadas, mercenarios); y c) la presencia en muchos conflictos armados de grupos armados no estatales.

Para acabar, hay que comentar también un cambio de la concepción de seguridad, que ahora se entiende como un proceso multidimensional (con dimensiones ecológica, sociopolítica y económica, y no sólo militar), centrado en retos, peligros y amenazas de na­turaleza muy diversas, que afectan no solo a los Estados sino, en particular, a comunidades, formas de vida y personas. A menudo la comunidad inter­nacional y el mundo académico se refieren a ello empleando nociones como seguridad humana, responsabilidad de proteger y a conceptos que explican cómo, en determinadas, situaciones, amenazas o retos no directamente vin­culados con la seguridad se acaban “securitizando”.

En suma, frente a lo que sucedía a principios de los años treinta, en el camino hacia la Segunda Guerra Mundial, en la que hasta antiguos objetores de conciencia a la primera como Bertrand Russell apoyaron la acción militar contra Hitler y las potencias del Eje, nuestro mundo actual de posguerra fría es una época caracterizada por conflictos complejos y donde las interpretacio­nes simplistas, maniqueas o en blanco y negro, resultan imposibles. Concretamente, en estos veinticinco años de posguerra fría, los conflictos armados y las ma­nifestaciones de la violencia han evolucionado mucho, de manera que ac­tualmente son de naturaleza muy heterogénea, con tendencia en muchos casos y zonas a estar vinculados a diferentes causas, y que, además, no solo afectan a Estados sino a personas. En suma, hoy son más preocupantes las formas de violencia directa no políticas y los conflictos armados intra estatales que la guerra clásica, interestatal, algo muy diferente del contexto del intercambio epistolar del que nos ocupamos.

Todo ello ha incrementado la necesidad de disponer de herramientas para analizar e intervenir en los conflictos, la necesidad de recurrir a soluciones negociadas y, finalmente, la necesidad de contar con instrumentos de rehabilitación y reconstrucción tras el fin de la violencia.

Y todo eso se ha desarrollado mucho en las últimas décadas, con grandes avances respecto de la época de Freud-Einstein. Me gustaría referirme a dos tipos de cambios: los cambios en las herramientas para analizar los conflictos, por un lado, y, por otro, a la manera diferente de afrontar el eventual determinismo de los instintos derivado de descubrimientos en la genética y en la etología.

En cuanto a los conflictos, desde la obra seminal de Lewis Coser (1956) en los años cincuenta, ha quedado claro que, aunque a menudo suelen usarse como palabras prácticamente sinó­nimas, conflicto, disputa, crisis, violencia o guerra aluden, si se usan con precisión, a realidades distintas, aunque relacionadas. Ciertamente, existen múltiples teorías psicológicas, sociológicas o politológicas sobre la natura­leza, causas y consecuencias de los conflictos, que van desde las teorías que consideran el conflicto un estado patológico a las que lo contemplan como algo inevitable. No obstante, en la actualidad la posición dominan­te es la que considera que la noción de conflicto no tiene necesariamente connotaciones negativas: es connatural al ser humano y, según cómo se resuelva, puede constituir una de las fuerzas motrices del cambio. De acuerdo con esta posición, puede definirse conflicto como una di­vergencia o incompatibilidad entre actores en la persecución de dos o más objetivos. Habida cuenta que los objetivos perseguidos, sean personales o grupales, suelen interrelacionarse entre sí y formar un sistema, un conflic­to supone por consiguiente una contraposición o incompatibilidad entre varios objetivos o intereses en pugna dentro de un sistema determinado. Ello, supone, recordemos, que toda situación de conflicto implica elementos positivos y negativos. La dinámica conflic­tiva y el manejo del conflicto es lo que hará que lo positivo y/o negativo evolucione en un sentido u otro.

Los objetivos en pugna pueden ser materiales, tangibles, es decir, in­tereses y necesidades, o bien intangibles, es decir, motivaciones profundas como sentimientos, valores o pautas culturales. De ahí que pueda distin­guirse entre conflictos de intereses y conflictos de motivaciones profun­das. Los primeros son más fáciles de negociar y gestionar, buscando algún tipo de compromiso entre los intereses en pugna (negociación en función de intereses y no en función de posiciones o posturas). Los segundos, por el contrario, plantean más dificultades: han de ser resueltos, lo que, en la acepción profunda de “resolución”, supone eliminar o reformular de forma radical los valores en colisión. La definición anterior resulta útil por varias razones. Por un lado, pre­supone la existencia de diversos niveles y escalas de conflicto, permitiendo distinguir entre conflicto −incompatibilidades o contraposiciones de intereses, necesidades o valores– y violencias. Ni el fin de la violencia directa (física o psicológica) presupone en modo alguno que desaparez­can los conflictos, eso sí, debe desaparecer o hacerse muy improbable el recurso a la violencia como método de manejo o resolución. Dicho de otra forma, no todo conflicto implica necesariamente violencia directa entre las partes ni imposibilidad de cooperación o negociación entre los antagonis­tas. De ahí, pues, que puedan establecerse tipologías y asignarse probabi­lidades al riesgo de evolución violenta de un conflicto. Ello nos permite separar la violencia directa, que preocupa a Freud más que la guerra, de los conflictos, que no siempre acabarán en conductas violentas.

Por último, a nivel de análisis de conflictos armados, se considera en la actualidad que en cualquier conflicto están presentes tres elementos, a la manera de los vérti­ces de un triángulo: a) las conductas de los actores, que no necesariamente son violentas; b) las actitudes y necesidades de los actores implicados (per­sonas, grupos, insurgentes, Estados…); y c) las incompatibilidades o pun­tos de disputa que consideran incompatibles dichos actores. Por tanto, al analizar los conflictos o situaciones conflictivas hay que tener presente que se percibe mucho menos directamente que lo que está oculto, a la manera de un iceberg, que oculta gran parte del hielo que lo forma.

En lo relativo a los nuevos hallazgos en etología y genética, bastará con señalar algunas cosas. Primero, la etología contemporánea ha corregido a Konrad Lorenz desde hace décadas y se han encontrado incluso primates no violentos como los bonobos. Segundo, Rita Levi-Montalcini (1988) dejó bien claro que la agresividad es un instinto o pulsión necesaria para la supervivencia y que no debe confundirse con violencia. Y la genética, de la mano de la epigenética, han mostrado que casi todo tiene un origen genético, pero que no hay determinismo, el contexto es clave para entender por qué ciertos rasgos potenciales de nuestro genoma se manifiestan o no. En suma, a diferencia de la época de Freud-Einstein, hoy sabemos que la distancia, incluso cultural, entre ciertos mamíferos superiores y nosotros, los humanos, no es tan grande, que el ser humano es particularmente flexible, plástico, moldeable, que si no tuviéramos una punta de agresividad sucumbiríamos al entorno, y que el contexto cuenta.

En suma, pese a lo que a menudo se dice, Freud no defendió en la respuesta a Einstein que la guerra fuera inevitable merced a la naturaleza humana y, además, sabemos que la relación entre base genética, cuasi inevitable en la mayoría de conductas, y contexto sociocultural es compleja.

Dos cosas, sin embargo, han empeorado sensiblemente en ochenta y cinco años. La primera, que Einstein se quedó corto señalando la responsabilidad en la génesis de las guerras de ciertas élites, como muestra la importancia del complejo militar-industrial de la que amargamente alertó el presidente Eisenhower al dejar la Casa Blanca. La segunda que, pese a la advertencia sagaz de Einstein de la necesidad de que la Sociedad de Naciones dispusiera de músculo coercitivo, con Naciones Unidas las cosas han empeorado, puesto que ni siquiera se han puesto en marcha las previsiones a ese respecto de la Carta de Naciones Unidas, artículos 43 a 48.

¿Cómo leer, entonces, la correspondencia en nuestros días?

 

Algunas recomendaciones para una lectura no doctrinal, sino heurística

Enumeraré telegráficamente una serie de tesis, entendidas como afirmaciones generales, sobre la manera de abordar la relectura.

Primera, no traicionar a Freud, que nunca dijo que la guerra era inevitable, sino que la violencia, que puede estar detrás de la guerra, hunde sus raíces en la naturaleza humana e instintiva, en el instinto de destrucción, por lo que era más prometedor optar por desarrollar el Eros y no coartar el Thanatos.

Segunda, partir de los desarrollos que han mostrado sin duda alguna, desde los años cuarenta al publicarse el célebre texto de Margaret Mead (1940), La guerra es una invención cultural, que la guerra es una conducta cultural, aprendida y construida, y, por tanto, aunque sea difícil de logar, susceptible de ser desaprendida y, por tanto, controlada.

Tercera, que se pueden complementar los ricos argumentos de Freud con propuestas diversas recientes. Por ejemplo, la idea de sustituir los “beneficios” de la guerra para los seres humanos, a la manera de William James (1890) llamando a buscar “alternativas morales a la guerra”. O, como ya he comentado, con las distinciones entre violencia y agresividad elaboradas por Rita Levi-Montalcini.

Cuarta, que existen desarrollos psicoanalíticos que ya han transitado las propuestas de Freud en la respuesta a Einstein y matizado algunas de sus otras tesis. Aludo, por ejemplo, al Erich Fromm de Anatomía de la destructividad humana (1975) y al Herbert Marcuse (2010) de Eros y civilización. Fromm, por ejemplo, señaló que una de las debilidades de la obra de Freud era la amplitud del concepto de agresividad, pues incluye al sadismo, la destructividad, los deseos de dominio y de poder, y todo ello lo concibe como parte de un instinto; es decir, como innato y natural. Considera que en esos argumentos se mezclan los instintos con las pasiones. En su criterio, los instintos son soluciones a las necesidades fisiológicas del hombre, y las pasiones, condicionadas por el carácter, soluciones a sus necesidades existenciales, son específicamente humanas. En su opinión, la debilidad del planeamiento de Freud radicaba en que, aunque sugirió en diversas ocasiones que podía reducirse el principio del instinto de muerte, seguía en pie la idea fundamental: el hombre estaba sometido al influjo de un impulso de destrucción de sí mismo o de los demás y no podía hacer gran cosa para escapar de esa trágica alternativa. Concretamente, Fromm señaló la gran aportación de Freud al analizar la agresividad, porque ve al organismo desde una perspectiva biológica integral, pero, parafraseando su tesis, su teoría adolecía de defectos importantes al basarse en especulaciones bastantes abstractas y no ofrecer casi nunca pruebas empíricas convincentes. Por su parte, Fromm habló de la existencia de una agresividad natural que está al servicio de la supervivencia de la especie, pero también otra de tipo histórico-cultural que se manifiesta en las pasiones y trata de hacer que la vida tenga sentido.

Marcuse, a su vez, insistió en la obra citada en la insuficiente diferenciación de Freud entre lo biológico y lo socio-histórico. No es el momento de ocuparnos de ello, pero la propuesta de Marcuse de distinguir entre la represión provocada por la dominación social (represión sobrante, en su lenguaje) y la represión necesaria para la supervivencia de las personas y de la especie (represión básica), enlaza muy bien con un análisis de la destructividad actual, por ejemplo, la causada por la guerra y las violencias directas, en clave de algo social y culturalmente construido y, al menos en Marcuse, para legitimar la dominación de clase.

Quinta, han aparecido en las últimas décadas múltiples y diversos trabajos ―desde diferentes enfoques disciplinarios― sobre la naturaleza real de la guerra y su presencia a lo largo de la historia, que, entendidos como nuevas líneas de exploración, parecen prometedores. Quisiera destacar, en este lugar y con una audiencia básicamente de psicólogos y psicoanalistas, los trabajos de la investigación para la paz, y en particular los argumentos de Steve Pinker, psicólogo experimental y cognitivista, en su célebre libro The Better Angels of Our Nature: Why Violence Has Declined (2011).

En suma, los cambios contextuales y conceptuales pueden arrojar en la nueva lectura de la correspondencia, nuevas pistas sobre respuestas y, lo que aún es más importante, sobre cómo actuar para mitigar la guerra. Los clásicos deben leerse siempre a la luz de los nuevos contextos y conceptos.

Y eso hoy supone leer el opúsculo, y en particular las brillantes sugerencias de Freud de dejar de lado el Thanatos y centrarse en el Eros, en un contexto marcado por la obra de lo que hoy llamamos análisis, resolución y transformación de conflictos. Se trata de un campo de trabajo claramente autónomo desde los años noventa, que recoge cuatro tradiciones, por así decirlo: trabajos procedentes del área de la gestión empresarial y de organizaciones y del desarrollo organizativo;  de las Relaciones Internacionales; de la práctica del movimiento por la paz, en particular de cierto tipo de grupos, y, sobre todo, de la investigación para la paz; y de las aportaciones de lo que se ha dado en llamar “resolución alternativa de las disputas” (ADR, según las siglas en inglés), con mucha presencia, en el caso estadounidense, en el terreno de los conflictos empresariales y laborales.

Sucintamente, el análisis, resolución y transformación de conflictos, plantea una manera diferente de entender la formación, análisis y formas de intervenir en los conflictos, incluyendo los conflictos armados y las guerras. Diversos autores crearon, en centros como Lancaster, Kent, Bradford, Maryland o Harvard, un enfoque interactivo, que hoy es el referente para el trabajo en análisis e intervención en conflictos. Por un lado, su aportación se nutre de un claro consenso acerca de lo que no es un conflicto y, adicionalmente, de la caracterización al uso de sus rasgos distintivos, en ambos casos producto de la corriente dominante de la concepción de los conflictos en ciencias sociales.

Se puede resumir el mencionado consenso así. Primero, el concepto de “conflicto” ya no es sinónimo de formas violentas de conducta, ni tiene siempre connotaciones negativas, sino un tipo de relación entre actores que alude a una interacción determinada entre intereses de los actores, no necesariamente a un tipo determinado de conducta. Lo que puede resultar violento es la conducta de los actores, que se expresa al hablar de “conflictos violentos”. El conflicto en sí a lo sumo puede ser más o menos proclive a generar conductas violentas. En segundo lugar, ello supone que, al ser la interdependencia entre actores la clave, la dinámica conflictiva no sea autónoma ni separable de la cooperativa. Tercero, el conflicto debe entenderse, pues, como persecución de objetivos cuya consecución al unísono personas o grupos consideran ―de forma real o subjetiva― incompatibles entre sí, por responder a intereses contrapuestos, lo que supone, además, considerar el conflicto algo connatural al ser humano, una experiencia que se da en todos los niveles de la actividad humana, de la intrapersonal a la internacional, una experiencia siempre dinámica y cambiante.

En cuarto lugar, pese a que los conflictos son procesos complejos, y por ende con rasgos diferenciados en función de los diferentes niveles de la actividad humana en que se dan, existen elementos de estructura y proceso comunes, cuyo estudio permite justamente establecer un nuevo campo académico y práctico. Especialmente útil, tanto para el análisis como para intervenir en él ―gestión, regulación, resolución y prevención― resulta clave prestar atención a los procesos, factores y elementos subyacentes en el conflicto, fragmentado a efectos de análisis, siguiendo a Galtung y su aportación de 1966 entre actitudes/percepciones, conducta de los actores y motivos de la incompatibilidad.

En quinto lugar, y como corolario de lo anterior, ello supone que el análisis dentro de grupos o entre grupos debe realizarse a partir de las oposiciones que se dan entre dichos grupos (actores) y en función de los intereses en competencia, de las diferencias en actitudes e identidades. Todo ello ayuda a explicar su conducta a lo largo del proceso dinámico del conflicto, incluyendo sus cambios.

En sexto lugar, para entender la dinámica del conflicto y, por tanto, sus posibilidades de solución, conviene distinguir entre posiciones de las partes (demandas concretas) e intereses y necesidades, una distinción clave para el proceso de resolución, así como saber si se trata de una situación conflictiva simétrica o asimétrica, en función del poder que tiene cada una de las partes.

En suma, un enfoque que se sustenta en dos a priori cruciales: considerar el conflicto un reto positivo; y no considerar la resolución de conflictos un intento de eliminar el conflicto, sino un intento de gestionarlo y, sobre todo, de evitar las conductas violentas de los actores. Lo primero deriva de los trabajos de Lewis Coser, el primero que en los años cincuenta habló de las funciones de cohesión social y mantenimiento de la identidad, positivas en general y por ende no siempre disfuncionales, atribuibles a los conflictos. Y lo segundo, supone alinearse con los enfoques que no aspiran a eliminar los conflictos, al menos no todos ellos, algo probablemente imposible y seguramente perjudicial, sino a hacer altamente improbable que se manifiesten conductas violentas o disruptivas, a transformarlas en procesos pacíficos de cambio social. Todo eso casa muy bien con las mencionadas aportaciones de Freud sobre la necesidad de focalizar la tarea de control de la violencia y de la guerra en el Eros más que en dominar el intento de destrucción

En suma, leer hoy la correspondencia Einstein-Freud supone un cambio de enfoque. Lo más urgente es hoy atajar la violencia directa no política y los conflictos armados internos, pero, sobre todo, continuar en una idea de fondo: la guerra o la violencia directa hunden sus raíces, como tantas cosas, en nuestra naturaleza social. Y por ello, siguiendo el dictum de Goethe, de donde viene el problema vendrá también la solución: educación, cambio de mentalidad, técnicas sociales, instituciones, símbolos e identidades compartidas. En suma, seguir apostando por desaprender la guerra y las violencias directas.

 

Referencias bibliográficas

Coser, L. (1956), The functions of social conflict.

Fromm, E. (1975), Anatomía de la destructividad humana, Siglo XXI, Madrid.

Galtung, J. (1969), “Violence, Peace, and Peace Research”, en Journal of Peace Research.

Global Burden of Armed Violence, (2011), Declaración de Ginebra, véase http://www.genevadeclaration.org/measurability/global-burden-of-armed-violence.html.

Levi-Montalcini, R. (1988), In praise of imperfection.

Malinowsky, B. (1929), The Sexual Life of Savages in North-Western Melanesia. An Ethnographic Account of Courtship, Marriage, and Family Life Among the Natives of the Trobriand Islands, British New Guinea.

Marcuse, H. (2010), Eros y civilización, Madrid, Ariel, .

Mead, M. (1990), “Warfare is Only an Invention, Not a Biological Necessity”, The Dolphin Reader, 2nd edition, Ed. Douglas Hunt, Boston, Houghton Mifflin Company, 1990. pp. 415-421.

Williams, J. (1890), Principios de psicología.

 

Resumen

El texto relee el intercambio epistolar entre Freud y Einstein sobre el porqué de la guerra en la perspectiva actual, considerando en texto no un documento doctrinal sino una obra clásica, que permite siempre relecturas con nuevas preguntas y nuevas respuestas. Para ello expone primero el contexto del intercambio y el contenido del mismo. Muestra que Freud es razonablemente optimista sobre la posibilidad de controlar la guerra si se opta por reforzar Eros y más escéptico sobre el control del instinto destructivo, Thanatos, que está tras las conductas violentas. Se insiste en que en modo alguno Freud habla de que la guerra y la violencia son inevitables o tienen base genética. Posteriormente se presentan los cambios contextuales y conceptuales ochenta y cinco años más tarde y se establecen una serie de recomendaciones para la relectura.

Palabras clave: guerra como constructo cultural, educación en valores, desaprender la guerra.

 

Rafael Grasa
Profesor de Relaciones Internacionales de la UAB,
Primer presidente del Instituto Catalán Internacional para la Paz, 2008-mayo 2016,
Rafael.grasa@uab.cat


[1]El punto de partida de este artículo es una jornada de debate sobre el tema, organizada por el Col·legi Oficial de Psicòlegs de Catalunya.

[2] Aludo al tratado firmado por Francia y Reino Unido con el propósito de ilegalizar progresivamente la guerra como forma de resolver contenciosos internacionales.