En este número de la revista dedicado al tema de la psicosis me hace ilusión publicar, con alguna pequeña modificación, un texto que leí en un homenaje dedicado a la Dra. Júlia Coromines y en el que, rastreando en mis huellas mnémicas, me reencontraba con mis primeras experiencias con la psicosis.
Hace ya unos cuantos años que inicié mi análisis personal, entre otras razones porque quería comprender mejor a los enfermos psiquiátricos que en aquel entonces empezaba a tratar en el Instituto Mental de la Santa Cruz, popularmente conocido como manicomio de San Andrés. Eran tiempos en que la psiquiatría, aunque ya buscaba asentarse en fundamentos biologistas de la enfermedad mental, como sigue haciéndolo ahora, no había abdicado del afán de comprender el sufrimiento mental y parecía, quizás paradójicamente, más abierta que ahora al conocimiento humanista y al pensamiento psicodinámico y psicoanalítico.
Aún guardo grabado en mi mente el recuerdo de las dos primeras pacientes psicóticas del departamento de crónicos del Instituto Mental con las que empecé a poner en práctica mis primeros intentos de establecer una comunicación psicoterapéutica. Las dos estaban consideradas como enfermas crónicas irrecuperables. Una era una mujer de mediana edad, totalmente aislada tras un telón de musitaciones prácticamente inaudibles; no miraba a la cara y, en vez de estrechar la mano, la rozaba superficialmente con la punta de los dedos y la retiraba como temerosa. La otra, una joven de unos veinticinco años, permanecía también aislada en un rincón, sucia, desaliñada y con un rictus facial que parecía una risa estúpida. Naturalmente, una estaba diagnosticada de esquizofrenia catatónica y la otra de esquizofrenia hebefrénica. Como los psiquiatras teníamos entonces bastante tiempo disponible, en mi relación con ellas se me ocurrió establecer un setting regular, por lo menos en el sentido de conversar con ellas unos tres cuartos de hora cada día a la misma hora. Con la catatónica conseguí establecer una relación que consistía en pasarnos una pelotita de papel de mano en mano mientras ella sonreía escuchando mis palabras y dejándome con la impresión de que lo que escuchaba era propiamente el sonido de mi voz, con el que parecía vincularse sensorialmente. El vínculo que establecía conmigo era un doble vínculo sensorial: el de la pelotita que iba y venía de mí a ella y de ella a mí y el de la voz-objeto, que también iba y venía del uno al otro sin que la relación pareciera avanzar más allá de este juego sensorial. Con la joven aparentemente hebefrénica la relación fue más accidentada. Escuchaba en silencio mis «interpretaciones» que, puesto que ella movilizaba más el deseo de rescatarla de aquella penosa situación, supongo que yo intentaba que fueran también más movilizadoras que con la paciente catatónica. En algunas ocasiones hasta parecía responder con gestos y algunas palabras que, aunque fueran generalmente de protesta, iban más allá de lo puramente sensorial y parecían transmitir algún significado, a diferencia de lo que ocurría con la catatónica. Un día se interrumpió la regularidad del setting que yo intentaba mantener al tener que salir bruscamente del despacho dejándola sola, porque el director me hizo llegar la orden tajante de que acudiera inmediatamente a su presencia. A lo que parece, la paciente se quedó llorando sola y la monja, al ir a a recogerla, entró en sospechas sobre cuál sería el tipo de relación que aquella paciente tenía con aquel psiquiatra joven que iba a verla regularmente y se quedaba un rato a solas con ella en el despacho, lo que resultaba insólito para los hábitos terapéuticos de la institución y de la época. Ante tan sorprendente y alarmante sospecha de la monja, que hubiera podido abocar a situaciones embarazosas (en el sentido metafórico de la expresión) opté por no volver a ver a la paciente a solas en el despacho y, para que no sufriera un sentimiento de abandono que la sumiera de nuevo en la desesperación heboide al repetir posiblemente un traumatismo fundamental ─el de sentirse sola y abandonada─, seguí visitándola a la misma hora para pasear con ella por los pasillos del hospital y acompañarla a ver la televisión en una sala donde había otros pacientes. Para mi sorpresa, desde que me dediqué a acompañarla en vez de hacerle interpretaciones, la paciente mejoró notablemente hasta el punto de que empezó a salir con permisos de fines de semana y hasta se le llegó a dar el alta, aunque posteriormente supe que había realizado algún reingreso temporal. Es verdad que la experiencia psicoanalítica ayuda a comprenderse mejor a uno mismo y comprender mejor a los pacientes, pero, a pesar de la evidencia de que la paciente pseudohebefrénica había mejorado al dejar de interpretarle y al limitarme a acompañarla, me costó algunos años más darme cuenta de lo difícil que es aprender a interpretar menos, escuchar mejor y ayudar a sentirse escuchado.
Así las cosas, empecé mi análisis con la Dra. Coromines y tengo que confesar que, aunque lo hice con el entusiasmo propio de quien inicia algo que sabe que puede ser trascendental para su vida, no dejaba de sentir también cierta reticencia por hacerlo con una analista de niños, yo que era adulto y psiquiatra de adultos. No diré que sintiera mi identidad amenazada, pero sí la sentía algo perpleja; naturalmente, como quería progresar a más y mejor, o sea, hacerme más adulto y mejor psiquiatra de adultos, me resultaba un poco extraño prepararme a hacerlo dirigido y acompañado por una mujer especialista en niños. Con el tiempo iría comprendiendo que la única forma de madurar terapéuticamente y hacerse más adulto es recuperando e integrando los aspectos diferentes y hasta contradictorios que se ocultan bajo la apariencia de un yo homogéneo; es decir, recuperando los aspectos femeninos y los infantiles de uno mismo e integrándolos emocionalmente con afecto y con reconocimiento, o sea, modus reparatorium, por decirlo en latín y kleinianamente. Y para eso, aunque la interpretación ayude y hasta pueda ser necesaria, es primordial sentirse acompañado, amado y respetado, como todos los adultos lo necesitamos y todos lo hemos sido, más o menos, de niños. Quienes, por las circunstancias que fuere, no lo hayan sido nada o casi nada y hayan sufrido en su infancia privaciones o carencias, tendrán dificultades para amar y amarse, para respetar y respetarse, y estarán propensos a complicaciones psicopatológicas: la falta de integración, la fragmentación defensiva y la pérdida de control de la parte psicótica de la personalidad, por ejemplo, abonarían el camino de la psicosis. Ya Freud (1914) achacaba a la frustración relacional la regresión hacia el narcisismo primario que, como explico en mi libro sobre las psicosis (2013), tiene claras correlaciones clínicas con la autosensorialidad. También los psicoanalistas y los psicoterapeutas podríamos encontrarnos con grandes dificultades en nuestra función de psicoterapeutas para ayudar a los pacientes a integrar reparatoriamente lo que nosotros mismos no hubiéramos podido integrar.
A fin de cuentas, para mí resultó ser una suerte tener la experiencia de psicoanalizarme con una mujer conocedora en profundidad de los funcionamientos mentales infantiles y primitivos. Me ayudó a conectar e integrar lo que había en mí de diferente a la imagen que tenía de mí mismo y a la que quería tener, o sea, a superar la resistencia a saberse menos completo y diferenciado de lo que uno cree ser. Es difícil tener que reconocerse relativamente indiferenciado, compuesto de aspectos femeninos y masculinos, adultos e infantiles, cuando ha costado tanto esfuerzo y tanto sufrimiento irse diferenciando. Como decía el humorista francés Raymond Devos: “Uno siempre está esperando llegar a ser alguien para descubrir al final que somos varios”. Esa es precisamente la tarea del análisis: desdiferenciarse para poderse diferenciar mejor sin temer ni odiar lo diferente y, así, poder acercarse a lo diferente en mejores condiciones de comprender y ayudar, asistir o simplemente respetar. Adquirir conciencia y tolerancia de lo diferente es un elemento fundamental en el proceso psicoanalítico.
En esto también fue una suerte analizarme con la Dra. Coromines. Su saber psicoanalítico y su comprensión de la patología arcaica vino a ayudarme cuando, tras muchos años de dedicación al estudio y la práctica psicoanalítica, recuperé mi contacto inicial con la clínica psicótica a través de la supervisión y el estudio de casos en instituciones psiquiátricas, especialmente en Sant Joan de Deu, Serveis de Salut Mental en Sant Boi, donde se me brindó la ocasión de supervisar y seguir pacientes en los diferentes niveles asistenciales. Me vinieron a la memoria mis dos primeras enfermas de San Andrés y el carácter primitivamente sensorial de muchas de sus conductas iterativas y heboides al observar con frecuencia pacientes psiquiátricos ingresados con variopintos diagnósticos (psicosis esquizofreniformes, esquizoafectivas, atípicas, autistas, simbióticas, mixtas, etc.) cuya sintomatología parecía tener componentes claramente sensoriales de tipo postautista y en cuya historia infantil, cuando en las entrevistas con los padres se podía indagar cómo era el paciente de pequeño, parecía confirmarse a menudo la presencia de características autistas (bebé que no molestaba, que no lloraba ni protestaba, que se tranquilizaba meciéndose o canturreándose a sí mismo, etc.) y diversos grados de organizaciones defensivas de tipo esquizoide que, como ya había descrito Fairbairn, se podían superponer a lo largo de la biografía individual formando un continuum psicopatológico que conducía a la patología psicótica.
Era evidente pues, que mi interés inicial en comprender a los psicóticos y en ayudar a comprenderlos tenía que pasar por el conocimiento de las etapas arcaicas del desarrollo infantil. En la teoría psicoanalítica, cuando estaban en su momento álgido las concepciones kleinianas sobre el desarrollo psicoemocional y las posiciones esquizoparanoide y depresiva, se tendía a despreciar la concepción freudiana del narcisismo primario como estado anobjetal (sin investimiento de los objetos) y a considerar tan solo un narcisismo secundario defensivo ante las ansiedades derivadas de la relación objetal. Ahora podemos entender que los conceptos freudianos de narcisismo primario, autoerotismo, identificación primaria y sentimiento oceánico, podían ser formas de expresar el tipo de relación arcaica que la Dra. Coromines llamaba autosensorial. Ya Mahler y colaboradores, siguiendo los pasos de la escuela americana de la psicología del Yo, habían postulado la existencia de una fase autista en el desarrollo emocional que era similar al estadio freudiano de narcisismo primario, aunque el acento se desplazaba desde el concepto de investimiento libidinal al proceso de diferenciación, desde la no diferenciación del autismo hasta la diferenciación de la separación-individuación, pasando por la fase intermedia de simbiosis. Este modelo del desarrollo emocional llevaba a Mahler a diferenciar las psicosis infantiles autistas de las simbióticas, redundando así en el reconocimiento de la identidad propia de las formas autistas de la patología infantil, que ya habían sido descritas por Kanner con el nombre de «autismo infantil patológico» y por Asperger con el de ”psicopatía autista” (síndrome de Asperger). En la esfera de influencia más kleiniana fueron acogidos con especial entusiasmo los trabajos de investigación sobre la patología autista publicados por Tustin, quizás porque, además de provenir de alguien tan plenamente dedicado a este tipo de patología (como también era el caso de Bettelheim) y a pesar de que en sus primeras obras proponía, como Mahler, una fase autista del desarrollo, su bagaje de formación bioniana le permitió formular y transmitir las ansiedades y los contenidos mentales de los niños autistas en términos de fantasía inconsciente muy descriptivos y comprensibles desde el pensamiento kleiniano y postkleiniano.
La revaloración de esta patología autista realizada entre nosotros por la Dra. Coromines y por los grupos de trabajo que organizó a partir de su experiencia con niños afectos de parálisis cerebral y de trastornos psicomotores, le llevaron a postular una posición autosensorial (similar a la que Ogden llamó luego autista contigua), en la que el espacio sería bidimensional y los fenómenos de identificación fundamentalmente adhesivos, sin posibilidad de identificación proyectiva porque todavía no se habría producido la diferenciación self-objeto ni tampoco, claro está, la de espacio interno en el que poder proyectar. En la introducción a su libro sobre la piscopatologia arcaica, la Dra. Coromines (1991) escribe: «es posible que algún psicoterapeuta se desoriente o se sienta desconcertado al oír hablar de etapas preobjetales y, más todavía, de coexistencia de estas etapas con otras objetales más evolucionadas. Precisamente este es uno de los puntos que necesitan más observación clínica y un conocimiento profundo de las etapas sensoriales y de su mentalización. El polimorfismo clínico, fruto de unos vaivenes evolutivos y de la existencia de niveles preobjetales –es decir, sensitivo sensoriales– cuando ya hay niveles objetales, puede desorientarnos, acostumbrados como estamos a partir de las vicisitudes y de las ansiedades de la posición esquizoparanoide.» Cito estas frases de la Dra. Coromines porque al releerlas me parece encontrar en ellas la expresión condensada de las preocupaciones que ha despertado en mí el reencuentro durante los últimos años con los problemas asistenciales de la clínica psiquiátrica.
En el recuerdo, aquellas dos pacientes de mi juventud psiquiátrica en San Andrés aparecen ahora tan regresivas como si estuvieran ancladas en una posición sensorial autista contigua, en un mundo y una relación fundamentalmente sensorial, con muchos rasgos autosensoriales. Yo imaginaba en aquel entonces que mi ingenuo intento de establecer una relación terapéutica les iba a ofrecer algún vínculo de comprensión a través de la palabra y la interpretación y, por lo tanto, del símbolo; ahora me parece que lo que les ofrecía en realidad era más bien un vínculo fundamentalmente sensorial que, a través de una relación simbiótica, abriera la esperanza de volverlas a situar en el camino hacia la mentalización y el desarrollo de la relación de objeto con diferenciación de espacios a partir de una situación original fusional en lo sensorial y no mentalizada que recordaría aquellos conceptos freudianos de sentimiento oceánico, narcisismo primario e identificación primaria. Esa naturaleza de base sensorial del vínculo es la que intuyó probablemente la monja del manicomio, aunque envolviéndola en fantasías deformadas con sus propias proyecciones en forma de sospechas erotizadas, como nos ocurre a todos cuando queremos comprender algo que no tenemos bien mentalizado o ni siquiera sensorialmente explorado y conocido. De haber proseguido mi ensayo de relación psicoterapéutica con las pacientes, es posible que la paciente catatónica y yo todavía estuviéramos pasándonos la pelotita de papel de mano en mano en un acto iterativo no mentalizado, o sea, como nos dice la Dra. Corominas, sensorialmente adhesivo y nada o muy poco conectado con los significados cognitivos y emocionales. En tal caso, una relación con intención terapéutica se habría convertido en un acto iterativo y sensorialmente adhesivo que hubiera podido eternizarse con finalidades regresivas y antimentalizadoras, o sea, para evitar la mentalización y la diferenciación (la experiencia depresiva en términos kleinianos), como ocurre en muchas “posiciones” psicóticas, estancadas en la autosensorialidad de las “etapas preobjetales” en un “retraimiento autista para evitar ansiedades catastróficas”. Sin embargo, en el caso de la joven hebefrénica, los aspectos automatizados y repetidos de la acción de acompañarla (pasear, mirar la TV) tenían, a pesar de sus limitaciones, un sentido de salir de su encierro autosensorial regresivo hacia la mentalización y la vida relacional, hasta el punto que pudo recuperarse lo suficiente de su patología postautista para salir de alta y volver con su familia campesina. El tratamiento psicoterapéutico, aunque técnicamente arcaico y forzado por las circunstancias, le ayudó con toda probabilidad a establecer una relación simbiótica transitoria conmigo como una especie de objeto transicional en el camino de la rementalización y de retorno al mundo de los significados emocionales. Curiosamente, sin que nos volviéramos a ver después de ser dada de alta de su estado hebefrénico, la paciente mantuvo durante años un vínculo conmigo, materializado de forma simbólica cada año en un regalo de Navidad, siempre el mismo: una caja de cartón, del tamaño de las de zapatos, cuidadosamente dividida en pequeños compartimentos, cada uno de los cuales contenía una muestra de los productos del campo (diversas semillas, como garbanzos, judías, etc.), sin que faltara nunca un compartimento de hierbas aromáticas. Parecía evidente que este obsequio transmitía conscientemente una expresión de agradecimiento y era, a la vez y menos consciente, una manera de materializar de forma simbólica el vínculo que nos unía, expresado en el significado social que tienen los regalos de Navidad y en el doble significado simbólico de su contenido, que podía ser fruto y también simiente, aparte de ser el producto de su trabajo y del de su familia, a la que había podido reintegrarse. En cierto sentido, el tipo de regalo era un ejemplo de lo que la Dra. Coromines llama presímbolo y, en un simposio sobre simbolismo (Debats a la Cruïlla sobre el Símbol, 1992), inspirándome en aquel concepto, propuse llamar simbolismo sensorial primitivo para diferenciarlo del simbolismo metafórico evolucionado. La paciente catatónica con la que jugábamos a pasarnos la pelotita de mano en mano no llegaba a desarrollar una diferenciación que le permitiera establecer un simbolismo. Aunque cabría pensar que se quedaba en un simbolismo sensorial primitivo, la repetición iterativa, continua e inmodificada del movimiento de la pelotita parecería encaminada a mantener una fantasía autosensorial de no diferenciación si pensamos que la fantasía fusional de la paciente consistía en mantener nuestra manos fusionadas por el continuo ir y venir de la pelotita, como si la mano de la paciente, la mía y la pelotita fueran un solo objeto mano-pelotita-mano no diferenciado, como si el movimiento iterativo tuviera la función de negar el espacio (externo, interno y transicional) y, por lo tanto, la diferenciación. En cambio, la otra paciente estaba más diferenciada, mejoró y, dada de alta y en casa con su familia, mantenía una relación conmigo a distancia, en la que estaban claramente diferenciados los espacios y expresada la capacidad simbólica a nivel evolucionada (simbolismo metafórico).
Referencias bibliográficas
Armengol, R. y Hernández, V. (2013), «La función y el trabajo del analista: Valoracion relativa del setting y la interpretación», TEMAS DE PSICOANÁLISIS, núm. 6, https://www.temasdepsicoanalisis.org/2013/07/02/la-funcion-y-el-trabajo-del-analista-valoracion-relativa-del-setting-y-la-interpretacion/
Corominas, J. (1991), Psicopatologia i desenvolupament arcaics, Espax, Barcelona.
Corominas, J. (2013), «Posibles vinculaciones entre organizaciones patológicas del adulto y problemas en el desarrollo mental primario», TEMAS DE PSICOANÁLISIS, núm. 5, https://www.temasdepsicoanalisis.org/2013/01/13/posibles-vinculaciones-entre-organizaciones-patologicas-del-adulto-y-problemas-en-el-desarrollo-mental-primario/
Freud, S. (1914), «Introducción al narcisismo», en Obras completas, tomo VI, Madrid, Biblioteca Nueva, 1972.
Hernández, V. (2011), «La huella mnémica, base de una memoria dinámica», TEMAS DE PSICOANÁLISIS, núm. 1, https://www.temasdepsicoanalisis.org/2010/12/21/la-huella-mnemica-base-de-una-memoria-dinamica/.
Hernández, V. (2013), Las psicosis: Sufrimiento mental y comprensión psicodinámica, Ed. Herder, Barcelona.
Resumen
El autor ya presentó en esta misma revista un trabajo sobre el concepto freudiano de huella mnémica y ahora se propone rastrear algo en sus propias huellas mnémicas para comprobar cómo han influido y han seguido haciéndolo a lo largo de su experiencia profesional en la comprensión y asistencia del sufrimiento psicótico, refiriéndose a los dos primeros casos con los que en su juventud ensayó un acercamiento psicoterápico.
Palabras clave: huella mnémica, psicosis, sufrimiento psicótico, psicoterapia de las psicosis.
Summary
The autor, who in this same revue already presented a work about the freudian concept of mnemic trace, tries now to remember some personal mnemic traces about his very first experiences with psychotic suffering treatment.
Key words: mnemic trace, psychose, psycotic pain, psycose psicotherapy.
Víctor Hernández Espinosa
Psiquiatra, psicoanalista didacta SEP-IPA
<vhernandez54@hotmail.com>