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¿De qué adolescentes hablamos?

Quiero presentar un grupo de psicoterapia con adolescentes realizado en un Centro de Salud Mental infanto-juvenil de la red de Asistencia Pública en la ciudad de Barcelona[1] . El motivo de elegir este grupo entre tantos de los realizados a lo largo de mi experiencia profesional ―grupos de niños, jóvenes y padres, padres y adolescentes― es el impacto emocional y contratransferencial que ha representado para mí. Este trabajo me ha impulsado a investigar en aspectos técnicos a fin de encontrar y reformularme nuevas vías que permitan llegar a este tipo de pacientes de los que os quiero hablar. Cada vez los encontramos más a menudo en las listas de espera de los servicios de Asistencia Primaria en Salud Mental y nos cuestionan que las herramientas con las que contamos o los abordajes que emprendemos, puedan permitirnos llegar a ellos.

Al mencionar el impacto que me producía este grupo, me refiero al efecto emocional profundo que me generaba la falta de vinculación de sus miembros que, a mi entender, ponía en relieve la soledad y precariedad en la que viven y entienden el mundo. Era un grupo de chicos fracasados, a algunos de ellos les conocía desde hacía tiempo, o eran visitados por compañeros del equipo que les acompañaban en este mal vivir.

Cada semana me sorprendía su asistencia a las sesiones, puesto que el grado de aislamiento de cada uno de ellos me hizo pensar, inicialmente, que la experiencia les resbalaría y, por tanto, que en la próxima sesión podría encontrarme sin ningún miembro del grupo.

Se trataba de jóvenes que han padecido, en el inicio de su vida, experiencias tan traumáticas que su funcionamiento podría compararse con el que Salomon Resnik describe en Tiempos de glaciaciones (2010): “El momento crucial de la vida del enfermo crónico, aquel en que su capacidad de sentir la vida se bloquea, aparece una ruptura entre la realidad que le rodea y la vida intrapsíquica. Se trata, todavía más, de enfriar los afectos y la ansiedad psicótica para evitar un sufrimiento intolerable. Es como si se instalara la anestesia por congelación”.

Sorprendentemente para mí y para la compañera que observaba, nos encontramos con un pequeño grupo sentado en la sala de espera, sin decirse nada entre ellos. El resto llegaba con cierto retraso, si bien la asistencia al largo de los tres trimestres que duró el grupo fue casi absoluta.

A mi entender, las sesiones iniciales fueron clave. Tuvimos que encontrar una técnica diferente para abordar su silencio y aislamiento, permanecían sin mirarme, ni a mí, ni a los demás participantes. Yo buscaba sus miradas, y también sus expresiones no verbales, y las iba poniendo en palabras, pocas, y poco a poco. Decía el nombre de uno de ellos, mientras le miraba con dulzura y verbalizaba lo que me hacía pensar. También me preguntaba ―en voz alta― lo que quizás estaba pensando alguno de los chicos, fijándome especialmente en las expresiones no verbales que me iban impactando. Y les preguntaba también lo que les había pasado durante aquella semana, cómo les había ido. La respuesta, inicialmente, podía ser un monosílabo, que intentaba repetir i alargar un poco, según mis sensaciones, mirando al resto de compañeros para conseguir interesarlos.

De manera muy concreta se pudieron dibujar un poco las características de los diferentes componentes del grupo y las cosas que les pasaban. Creo que esto sucedía porque yo les daba importancia, pues entendía que para ellos era su vivir, y no sentían que tuviera importancia alguna.

A veces, parecía que hablaba para mí misma cuando me dirigía a algún miembro del grupo, que de repente levantaba la cabeza, como diciendo: “¿es a mí?”.

En otras ocasiones me dirigía a la observadora, comentándole también a ella y a los otros miembros: “¿Qué os parece lo que nos explica el compañero? A mí me hace sentir enfado…, esto que nos explicas te debe haber hecho sentir mal…, o sentir preocupación…, o alegría…”. Inicialmente se quedaban sorprendidos, llevándome a pensar cuánto tiempo hacía que no les preguntaban algo, o que ellos no explicaban nada. Poco a poco, las respuestas a mis preguntas eran más extensas, igual que el interés que iban despertando en los demás.

Era emocionante cuando un compañero de grupo preguntaba, en una sesión posterior, por una cuestión que nos había comunicado otro, interesándose en cómo lo había resuelto. El joven preguntado, al principio, se quedaba muy sorprendido, y esto me permitía verbalizar este sentimiento, que tal vez no creía que nos pudiera interesar a nadie. Así se fue formando el grupo, con un “deshielo”. Y tal como explica Salomon Resnik, volviendo a la vida. Y es en este momento en que reaparece el dolor psíquico, cuando es necesario negociar de nuevo con el vivir, encajar el sufrimiento y buscar el camino posible para vivir mejor.

Cuando las sesiones tomaron fuerza yo sentía lo insuficiente que era trabajar una vez a la semana, si bien los chicos lo llevaban bastante bien ―creo que mejor que yo―. Tuve que reflexionar sobre mi sentimiento de insuficiencia, y pensar que les estaba ayudando a abrir una vía y a confiar más en ellos.

Observando su comportamiento en la sala de espera, se percibía más complicidad y viveza entre ellos, hecho que marcaba una gran diferencia respecto al inicio. Compartían informaciones del móvil y a veces se daban empujones, con el valor que creo que tiene también el intercambio corporal en esta etapa de la vida.

Los temas en la sesión eran de “presente” y también de “futuro”. Trabajaba sobre las emociones de cada uno, su día a día y sus pequeños proyectos, mostrando el sufrimiento acumulado durante años, sufrimiento que les había llevado a ayudarse de estrategias, en ocasiones de manera muy primitiva, donde quedaban reflejadas sus carencias. Les iba mostrando un funcionamiento mental en el que parecía que no hubiese memoria y que lo que les pasaba estaba fragmentado, sin valorar la importancia de las cosas; en otras ocasiones, muchas, les mostraba que el deseo y la realidad estaban confundidos. Paso a paso se fue caminando hacia experiencias que ataban hechos; lo que le sucedía a uno de los miembros abría recuerdos en algún otro. En este encuentro yo intentaba vincular y valorar los hechos, llevándolos contratransferencialmente, en la medida en que fuera posible, a lo que nos pasaba y a lo que vivíamos en el grupo, dando mucho más sentido a sus actuaciones y recuerdos.
 

Sesión
 
No he presentado a los componentes del grupo porque lo quería hacer a través de una sesión, muy al final del trabajo conjunto, donde los chicos pudieron hablar e intercambiar entre ellos lo que sabían de sus experiencias iniciales que, en mi opinión, habían marcado de manera importante su vida actual.

El grupo estaba formado por cuatro chicos y tres chicas. Su edad estaba  comprendida entre los trece y los dieciséis años. Todos ellos presentaban un fracaso escolar importante, la mayoría asistían a aulas especiales. Una de las chicas presentaba absentismo escolar, aunque al iniciar el tercer trimestre del grupo volvió a la escuela.

La sesión comenzó cuando VO nos dijo que faltaba poco para que naciese su hermana (yo sabía que los padres estaban separados y que esta hermana era de otra pareja de la madre).

Terapeuta.― Me pregunto si vosotros pensáis alguna vez cómo fue vuestro nacimiento, cómo vivisteis este primer tiempo de vida.

(Hay un soplido importante y movimiento de sillas).

VP.― Pues sí que he pensado ahora que el compañero hablaba de su hermana que tiene que nacer. Como sabéis, yo soy adoptado en Rusia, no sé nada de nada de mi vida. Los padres que me vinieron a buscar tampoco saben nada. Parece que estuve desde el nacimiento en un orfanato. Llegué a Barcelona que ya casi tenía tres años. Recuerdo una habitación con muchas camas… nieve… un columpio fuera… Cuando llegué a Barcelona iba de médico en médico. Tú, María ―dirigiéndose a la terapeuta― ya explicaste un día en el grupo que me conociste de pequeño, que jugaba con las sillas y no podía parar… Lo demás ya lo he explicado: mal con la escuela, mal con los compañeros, justito en el esplai[2] y en casa… en casa… creo que ahora mucho mejor; y esta escuela a la que voy… bufff… no me gusta, pero no me insultan, y quizás me enseñen alguna cosa.

C (chica).― Yo no recuerdo nada de nada, de nada… Mi madre y mi padre en casa de la abuela, la televisión… ¡La escuela una mieeeeer…! Y ahora, bueno…, ya os lo he dicho también. Tampoco me gusta, pero hay que hacerlo. Y os he de decir también que he dejado el fútbol;  sí, estoy más con las pavas. (Cuando la conocí se podía confundir con un chico, solo estaba con niños jugando al fútbol. De la historia de la madre pude saber que tuvo una depresión postparto importante. Respecto al padre, según compañeros del equipo que habían llevado un grupo al que asistían sus padres, presentaba problemas con la bebida).

Terapeuta.― (Me dirijo a VO) Tú hablabas de la hermana que tiene que nacer. ¿Y tú, qué recuerdas de ti mismo?

VO.― Nada de nada. Ya os he dicho que tengo una hermana más pequeña, mis padres se separaron. Mi abuela paterna nos cuidaba siempre porque mi madre trabajaba en una tienda y no tenía tiempo. Y desde hace dos años vivimos en la misma casa, pero con mi padre, mi madre se marchó.

F.― Yo he sido el petardo de mi casa. Tengo hermanos mayores, siempre peleas entre ellos y nunca me han podido soportar. Mi madre tampoco me soporta, no hace comida, no hace nada… Bueno, ahora tengo el fútbol, eso me va mejor; tengo el grupo…, eso también, y la escuela… bufff… El curso que viene seguro que me envían a ese grupo al que va éste, a lo mejor me iría mejor (Unidad de atención especial dentro la escuela. Es un chico menudo, que se pincha con hormona de crecimiento sin que su madre lo controle demasiado. Parece realmente que es ese hijo que no se espera).

A (chica).― ¿Qué os voy a decir? Mi madre, desde siempre trabajando como una burra para tirar la familia adelante. Yo soy la del medio… A mí me ha criado mi hermana, y yo no la puedo soportar ni ella tampoco a mí. Mi padre no está en casa, ahora le veo… ahora no le veo. Un desastre de familia. Bueno, ahora con mi hermana mayor, como yo voy al cole, no se mete tanto conmigo, y con la pequeña juego más… Sí, quizás no estoy tan triste.

J (chico alto y guapo).― (Se pone a reír y no puede parar. Cuando empieza a hablar, aunque yo ya conocía la historia de este chico, me sorprende. Me mira a mí). Sí, yo vivía con mi abuela y mi tío en Brasil, desde siempre. Mi madre vino a España. No sabía nada de esto pero a mi tío lo mataron y mi abuela se puso muy enferma y perdió la cabeza. Mi madre me vino a buscar, yo no la conocía, tenía 9 años. Tú (dirigiéndose a mí) me buscaste una escuela porque en la que me habían llevado me volvía loco… no entendía nada. (Va a una escuela especial, de pocos alumnos). Ahora en la escuela voy mejor, con la novia también y con mi madre ya os lo he explicado, no nos podemos soportar, suerte que no está nunca en casa. (Acaba con los ojos llorosos).

M.― Es cierto, nunca nos habías explicado lo que te pasó en Brasil, y es importante, aunque duela, que lo puedas recordar. Es como si hubieses recuperado la memoria.

J.― No os podéis imaginar el daño que me hace, y cómo echo en falta a mi abuela y a mi tío.

(Se hace un largo silencio…).

Terapeuta.― Bien, G, solo faltas tú.

G (chica).― ¿Qué os voy a decir…? Que soy muy desgraciada. Yo estoy bien cuando vamos a Marruecos con mi familia, aquí es un padecer… (La madre está separada y residen en una casa de acogida por maltrato del marido, junto a dos hermanos más pequeños de los que ella se hace cargo como puede).

Terapeuta.― Hoy nos conocemos un poco más. Siento aquí dentro el dolor de lo que nos habéis explicado y lo importante es ―ahora que el grupo se acabará dentro de no mucho― que lo hayáis podido compartir con vuestra sinceridad.
 

Reflexiones

 Recordaba, después de la sesión, lo que nos dice Anne Álvarez en Una presencia que da vida (2002): “Todo recuerdo es una recreación afectiva e intelectual”. Me hizo pensar mucho en el valor de esta sesión y, por tanto, del trabajo que hacíamos.

Nos encontramos enfrentados a un problema de diagnóstico diferencial, no solamente respecto a las categorías diagnósticas sino también respecto a la cronicidad. La historia de cada uno de los miembros del grupo, sus orígenes y cómo habían estado cuidados, es en estos chicos ―y ya sabemos que siempre es importante― especialmente determinante. Yo me pregunto cómo estarían si hubiesen tenido la experiencia de ser cuidados, tal y como dice Winnicot, con una madre suficientemente buena.

Sin embargo, pienso que, a pesar de unas experiencias tempranas tan traumáticas, conservan un impulso de vida que he valorado como “saludable”. Por tanto, espero que esta experiencia de grupo sea un espacio ―pequeño― de “deshielo”, que les aporte algo importante en su vivir futuro.

A veces, una experiencia vitalizadora no es tan necesaria en pacientes con un yo más estructurado, un sentido suficiente del self y suficiente interés por la vida, como para luchar contra la costumbre de retirarse. Para estos chicos, que han padecido tanto y están tan lejos de ver y escuchar, es necesario buscar otra manera de llegar a ellos.

Es importante esta forma de rescate vivo e insistente, tal y como señala Anne Álvarez: “[…] ir viendo y conociendo niños no autistas, que transmitían un vacío y una invisibilidad parecidos, pero que respondían bien, y no defensivamente, cuando se establecía contacto con ellos”. En mi experiencia, éstos serían pacientes perdidos, fragmentados, si bien el tipo de ansiedad no es psicótica. Por eso nos permiten el rescate.

Anne Álvarez nos hace notar que a la idea de déficit en el self hay que añadir la de un déficit en el objeto interno. Es decir, que aquello que puede parecer clínicamente una resistencia o una retirada defensiva puede implicar una diferencia profunda hacia el mundo de los sentimientos y una ausencia también profunda de curiosidad. Por todo esto, este tipo de jóvenes son diagnosticados de Trastorno del aprendizaje, por su falta de interés por el trabajo. Al iniciar el grupo con estos chicos estaba claro este poco interés, si bien se fue incrementando a través del trabajo semanal, a medida que se iban cohesionando en la tarea, compartiendo especialmente lo que le pasaba a cada uno, sus experiencias cotidianas, que yo ayudaba a valorar, explorando sus mentes i emociones, tan pobres y concretas.

Entiendo que la transferencia y la contra-transferencia forman parte de un diálogo, de un intercambio, de una transmisión mutua. Tal y como señala Salomon Resnik (2010): “sobre todo una transmisión de carácter lúdico, cuando se manifiesta o despierta, que caracteriza el buen desarrollo del proceso terapéutico”.

Coincido con los autores, muchos, que nos dicen que “naturaleza y crianza son inseparables, y de la interacción entre la dotación genética, el cuidado maternal y el entorno, dependen el desarrollo emocional y cognitivo y, por tanto, el ser desatendido comporta tantas veces las dificultades cognitivas. Estoy de acuerdo también con la idea de diferentes autores de que tanto los factores placenteros como los desagradables estimulan la atención y la acción, siempre que estos últimos no sean excesivamente duros, ya que en este caso implican una retirada del mundo relacional.

La experiencia grupal permite muy bien este tipo de trabajo. Precisamente en un momento de dificultades para dar respuesta a tanta demanda de ayuda, es un buen instrumento terapéutico.

Este trabajo profundo y minucioso, creo que es fruto de todos los años en que he podido compartirlo y aprender con los generosos y extraordinarios maestros que he tenido. La técnica no se improvisa, es fruto de mis inicios en reeducación: hacer, repetir y verbalizar. Asimismo, ha tenido importancia para mí el trabajo realizado con Pamela Foelsch, discípula de la Dra. Kernberg: preguntar, confrontar e interpretar, cuando se puede.

La observación de visitas, las supervisiones[3], y el tratamiento personal, hacen que se puedan trabajar las emociones desde diferentes niveles. Sin este bagaje y sin los compañeros de la Fundació Eulàlia Torras de Beà[4] ―especialmente los años de grupo en coterapia con Montserrat Garcia-Milà― creo que no habría entendido todo lo que estos chicos me han transmitido y he podido trabajar.

Como decía Simone Veil (2017): “La mirada es lo que salva”.
 
 
Referencias bibliográficas
 
Resnik, S. (2010), Tiempos de glaciaciones, Barcelona, Herder.

Álvarez, A. (2002), Una presencia que da vida, Madrid, Biblioteca Nueva.

Veil, S. (2017), Entrevista, canal Arte, Francia.
 

Resumen
 
El artículo hace referencia a una psicoterapia  grupal con adolescentes de alto riesgo, atendidos en diferentes  servicios de psiquiatría y psicología, sin obtener cambios ni evolución, tanto en su vida familiar como escolar, en la que acumulan fracasos continuados.

La asistencia al grupo movilizó aspectos sanos, los cuales les permitieron, a lo largo del tratamiento, conseguir pequeños cambios en su vida cotidiana e impulsar diferentes salidas más normalizadas, tanto escolares como en las relaciones familiares y con los grupos de iguales.

La experiencia grupal, utilizando la comprensión psicoanalítica desde la transferencia y la contratransferencia permitió, tal como teorizan los autores citados, ayudar a la evolución de los componentes del grupo.

Palabras clave:  adolescentes de riesgo, transferencia, contratransferencia, vinculación, técnica de trabajo.
 

María Ignacio
Psicóloga clínica, Psicoterapeuta,
Senior de la Fundació Eulàlia Torras de Beà. Profesora de psicodiagnóstico,
mignacioroca@gmail.com

[1] CSMIJ de Sant Andreu de la Fundació Eulàlia Torras de Beà.

[2]N. de E.: Los esplais son asociaciones voluntarias sin ánimo de lucro, muy extendidas en Catalunya, que trabajan para la educación de niños y jóvenes en el disfrute de su tiempo libre.

[3] Dr. Pere Folch, que durante muchos años me acompañó supervisándome la tarea profesional.

[4] Mi agradecimiento a Leticia Escario, mi primera supervisora de psicoterapia, que me ayudó a encontrar los elementos positivos en las sesiones, para poder tenerlos presente y acercarnos a las dificultades. Al Dr. Francesc Cantavella, quien me acompañó y me introdujo en el trabajo con niños graves y autistas encapsulados. A la Dra. Eulalia Torras, que me impulsó hacia el trabajo de grupo, y sin la cual no habría formulado la técnica reeducativa.