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De la impunidad al sentimiento de culpa

La historia de la violencia y, por tanto, del aplastamiento de los derechos humanos, en España es larga, ausente en lo social e histórico y totalmente silenciada y petrificada. Especialmente porque en la mayoría de los casos esta violencia, ejercida por pocos contra muchos, ha quedado en la impunidad. Impunidad que, obligatoriamente, implica una nueva victimización, y sus consecuencias dramáticas se prolongan en el tiempo, con pocas posibilidades de reducirse, si no es a través de un verdadero ejercicio de reconocimiento de la verdad, de la memoria y de reparación, ya que, aunque se vuelva a establecer un Estado de derecho con garantías constitucionales, la sombra del tiempo vivido en desprotección no es posible elaborarla.

El siglo XXI no parece ir hacia una situación mejor. Mantiene la crueldad, la indiferencia, el olvido y la falta de interés por todo lo que sufren los maltratados, de antes y de ahora mismo. Pero el olvido no existe:

 “Y lo recordaba todo, y todo”. El silencio encontraba formas de estallar en forma de síntomas, impregnado por la imposibilidad de hacer el duelo y por la melancolía. Sabemos que la intensidad de lo perdido por Joan fue tan importante que le impedía expresar sus emociones y se instaló en la inhibición. Por tanto, afectó su identidad y forzó la aparición de la tristeza. Este silencio, sumado al exilio exterior, el forzado, le imposibilitó hacer un duelo “normal”, natural. Le costó adaptarse al nuevo país, no pudo idealizar el nuevo sitio porque él no tenía ni tan solo nombre: en la escuela lo llamaban “el español de mierda”. Esto le significó una crisis personal en la que quedaba claro que la emigración no era una elección, sino la única salida para poder sobrevivir (del testimonio de Juan, 2010).

¿Qué es lo que nos permite pensar que es posible no recordar, negar la historia, mantener el olvido y la demanda continuada de mirar hacia otro lado y hacia otro lugar?

Por lo que estamos viendo hoy en la vieja Europa, podríamos pensar que los derechos humanos han perdido la batalla y que lo que ha ganado ha sido la interferencia, la indiferencia, la prepotencia despectiva y el olvido. Así, sobre todo, debemos preguntarnos cómo se podría conseguir la elaboración de la situación traumática, cómo se puede llegar a hacer el duelo, si sabemos que la situación traumática, el trauma, las pérdidas, los duelos, constituyen un todo indivisible. ¿Cómo podremos encontrar la forma de articularlo?

Sabemos que el duelo es el proceso posterior a una pérdida significativa (Freud, 1979a), proceso que tiene como objetivo metabolizar el sufrimiento psíquico producido. En el trabajo Duelo y melancolía, Freud (1979a) examina como un elemento esencial la comprensión de los aspectos normales y psicopatológicos del dolor y los procesos depresivos. El psiquismo tiene que hacer un trabajo de elaboración que permita, finalmente, que la persona pueda inscribir como recuerdo el objeto perdido y recuperar el interés por el mundo externo. Tras un primer momento de denegación de la percepción, el aparato psíquico utiliza un juicio de realidad que le permite discriminar las categorías presencia-ausencia y puede ir dando a la condición de ausencia una calidad definitiva, intentando ajustarse paulatinamente a la distancia que tendrá que hacer respecto al objeto o ser amado que se ha perdido, es decir, desinvestir un objeto que antes había sido investido.

Sabemos que en el proceso normal de duelo siempre hay inicialmente una resistencia a aceptar la pérdida. Hay rabia, hay impotencia, no se quiere creer, no se puede creer, más aún si este duelo es la consecuencia de la violencia de Estado (Puget, 2006).

A partir de esta comprensión psicoanalítica de la pena se puede empezar a hablar de procesos de duelo extraordinarios, es decir, aquellos que afectan a los maltratados y a los familiares de las personas que desaparecieron durante la guerra de 1936, la posguerra y la dictadura. Se trata de un duelo por la ausente presencia del familiar, ausencia que aporta un mensaje enigmático y conlleva un proceso de aflicción específica.

Con la guerra, la posguerra y la dictadura se impuso a sangre y fuego una implacable dictadura nacional católica. La represión política fue aplicada de manera masiva y sistemática: secuestros, persecución, amenazas, exilio, cárcel, campos de concentración, asesinatos masivos, tortura y desapariciones de ciudadanos. Todo ello constituyó un enorme paisaje de muerte, horror y terror que ha llegado hasta hoy a través de la transmisión a las siguientes generaciones y significó hacer desaparecer una parte importante de los jóvenes ―casi dos generaciones― de trabajadores y profesionales de este país, cortando y arrancando de raíz sueños, proyectos y muchas vidas.

El terrorismo de Estado generó una situación traumática en el conjunto de los ciudadanos y afectó de forma directa o indirecta segundas, terceras y, tal como hemos escuchado, visto y vivido, cuartas generaciones. Fracturó los vínculos sociales, hizo aparecer nuevos vínculos polivalentes pero lábiles, que impactaron en la vida cotidiana de los sujetos y deterioraron la confianza. Debilitó lo que era más importante en la comunidad: la solidaridad. Así se incrementó el desamparo, la congelación y la clausura de los afectos, y se utilizó el individualismo como escondite. Aún hoy, después de más de ochenta años, se sigue pidiendo, exigiendo, a la sociedad que se sitúe entre el olvido y el recuerdo, entre el pasado y el futuro, es decir, entre democracia y no democracia. Continuamos escuchando la demanda de que no hay que despertar fantasmas del pasado ni abrir heridas, como si el olvido fuera posible. ¿Quizás es por este motivo que sigue congelada la Ley de la memoria histórica, a la que el Gobierno de España no reconoce ni un mínimo de dotación económica desde hace años?

La fuerza de la palabra es, pues, indispensable. Este es el motivo por el que los autoritarios quieren hacerla desaparecer. Y ello sin perder de vista la dificultad de utilizarla en situaciones de catástrofe social porque nos confronta con la imposibilidad de describir la difícil e inquietante experiencia de los ciudadanos maltratados y, muy especialmente, de los familiares de los desaparecidos. Pero sabemos muy bien que la palabra es, sobre todo, la responsable de la literatura, de la poesía y de la posibilidad de hacer crítica. Por encima de todo ―lo comprobamos cada día desde nuestro oficio― la palabra hace nacer la memoria, el conocimiento y, por tanto, la libertad: la palabra cura.

Así, el objetivo del síntoma traumático es encontrar alguien a quien hablar, ya que el problema no es lo que se puede decir o no, sino que a menudo no hay nadie a quien decir las cosas, porque, como sabemos muy bien, todo el mundo tiene miedo, empezando por el analista. Sin embargo, el único lugar donde el trauma puede hablar es en el discurso analítico, porque cuando del trauma se ocupa la historia o el periodismo, aparece un gran peligro, el peligro de no encontrar un espacio catártico. La experiencia nos muestra que con el testimonio oral no hay suficiente, a pesar de saber que muchos ciudadanos escribieron y que su testimonio contribuyó a dar cuenta de lo que había pasado. No obstante, cuando los supervivientes han ido haciéndose mayores no siempre han sido bien escuchados.

El analista es el responsable de hacer el acompañamiento sin quedarse mudo, porque si fuera así, podrían pasar años y años sin que el trabajo terapéutico tuviera efecto. Habrá que hacer un trabajo interpretativo constante por parte del paciente sobre el inconsciente del analista (Faimberg, 2005) para que el analista pueda ocupar el lugar del otro en el vínculo social. En caso contrario, el trauma escapará, huirá, en busca de otro a fin de proponer el discurso analítico. Y si se intenta muchas veces el paciente retornará a formas de denegación de sí mismo.

El trauma insistirá y buscará hablar y encontrará otro discurso, el de la institución social, el médico, o el de la familia, incluso el político. Todos pueden llegar a decir “aquí no ha pasado nada”, “aquello no fue tan grave” o “ha pasado tanto tiempo que se puede olvidar”. Este momento podría convertirse, para el paciente, en una forma de dolor intensa y, sobre todo, en la resistencia psíquica al proceso analítico. Y para el analista significaría un obstáculo, tanto para escuchar como para interpretar y, aún más, para escuchar la escucha de la escucha.

Lo que propone el trabajo sobre el trauma es un proceso de reconocimiento de existencia, de un nuevo proyecto de vida, un reconocimiento de aquello que es primordial, un transformar la supervivencia en un deseo de vivir.

Aquellos que hemos decidido acompañar este duelo probablemente crecimos con nuestros fantasmas familiares, con tormentas emocionales y con el silencio, inducido por el fascismo o voluntario para proteger a las siguientes generaciones, y también con el silencio pactado durante la Transición entre el franquismo y los partidos legalizados, incluso de izquierdas. Todo ello tuvo efectos acumulativos sobre nuestra constitución como sujetos, sobre nuestro desarrollo y sobre nuestros mecanismos de adaptación como personas y como profesionales, a pesar de haber eludido durante muchos años todos aquellos recuerdos que podrían calificarse de insoportables.

Podemos encontrar en la literatura psicoanalítica muchos intentos de describir este fenómeno de elusión que fundamentalmente afecta segundas, terceras y cuartas generaciones. Por ejemplo, desde el concepto distante de la exigencia de la transmisión transgeneracional del trauma (Bohleber, 2012), al telescopaje de las generaciones (Faimberg, 2005), al de residuos radiactivos (Gampel, 2006) o al de postmemoria (Hirsch, 1997). Todos estos conceptos intentan dar forma a la importante influencia de la primera generación sobre las siguientes y tienen en común la comprensión de que las generaciones llevan el “dolor del fantasma” o la “memoria del fantasma” de personas y hechos de los que no tienen “verdaderos” recuerdos.

Así, sabemos que hay que mantener la consideración conceptual del aspecto traumático, aunque resulta evidente que trabajamos y damos cuenta de un tipo de duelo que circula al límite de lo elaborable por las características de la pérdida, por la situación en la que esta pérdida se ha producido, por el carácter traumático de la situación y por la imposibilidad de conseguir la verdad, la justicia y la reparación indispensable.

El discurso del trauma nos transmite un saber escrito en el cuerpo, un saber que es a la vez consciente e inconsciente, en el sentido reprimido, cortado, y que aparece en las crisis traumáticas.

Asesinado en 1938 en el cementerio de Porreres, Mallorca, por milicias falangistas y enterrado bajo tierra. Hasta 2009, ni la primera ni la segunda ni la tercera generación han podido hablar de ello. El silencio ocupa todo el espacio. La tercera generación investiga como deber de memoria y especialmente por haber captado el nivel de enfermedad psíquica y física que ha sufrido toda la familia. Exhuman la fosa en 2016 y están en espera de confirmar el ADN (del testimonio de los familiares de Marta, 2013).

Sabemos que somos el país donde hay más fosas comunes después de Camboya, y la mayoría aún sin exhumar, y también que los ciudadanos de las fosas fueron enterrados como indigentes. Por ejemplo, en Porreres, Mallorca, ciento cincuenta y ocho ciudadanos fueron amontonados en una fosa común del cementerio, de forma totalmente anónima, lanzados sobre la tierra. El único reconocimiento: la anomia.

Todo ello porque los represores, los torturadores, los responsables del genocidio aún están en situación de impunidad y ostentan importantes cargos públicos, que les han dado permiso para continuar torturando y obviando el cumplimiento de las obligadas leyes de verdad, memoria y reparación. Es decir, estamos viviendo en un país lleno de torturadores impunes, de asesinos impunes, que no responden ante ningún juez ni ningún fiscal ―cuando no participan los jueces mismos de esta impunidad―, un país donde, a pesar de  haber instado querellas como la de la justicia argentina, no obtiene respuesta. Como dijo el asesino general Videla: “los desaparecidos no existen, ni vivos ni muertos, no están”.

Así pues, aparece el silencio cuando el terror y el horror forman parte de la médula espinal, y se constituye como metáfora, porque lo que no se puede nombrar se convierte en exilio interior. A partir de este momento, el silencio es la actitud habitual y los vencedores hacen de amos y los vencidos de esclavos. Esto hace que los vencidos acepten, pues, la anomia y continúen votando al maltratador y al perverso. A continuación aparece el secreto, que es lo que se esconde intencionadamente o quizás se desconoce, siempre vinculado a aspectos que dan vergüenza o que pueden parecer inadecuados, lo que puede ser susceptible de marcar a la familia o de no ser políticamente correcto.

Sabemos que todas las familias tienen su propia novela familiar con secretos ocultos, siempre considerados como una carga pesada que está instalada en el inconsciente familiar y que se transmite de generación en generación hasta la cuarta. La razón más habitual de la ocultación, el silencio y la clausura de la palabra suele ser la vergüenza, el sentimiento de culpa, el convencimiento de no haber hecho nada malo, el deseo de evitar el perjuicio que se causaría a la familia, y el querer evitar ser señalados por la sociedad. Cuando escuchamos a la primera generación, aquella que sufrió la guerra de 1936, nos transmiten que lo han hecho para proteger a los hijos, aquellos que a pesar de haberlo sufrido también, se pueden considerar los más frágiles de la familia y los más perjudicados. Se piensa que se les puede aislar y así evitarles sufrimiento. Sin embargo, los mecanismos inconscientes se empeñan en aparecer y lo reprimido siempre retorna. Es, pues, el inconsciente el que nos gobierna, como si las identificaciones inconscientes se balancearan sobre las segundas, terceras y cuartas generaciones: “Lo que se calla en la primera generación, la segunda lo lleva en el cuerpo” (Dolto, 1986). Y se expresa de diversas formas, tanto física como psíquicamente, por lo que siempre implicará desequilibrio y limitación. De todos modos, a veces, muchas, las generaciones siguientes intuyen que sostienen algo extraño sin conocer exactamente de qué se trata y de dónde viene.

En 1947 luchaba como guerrillero en las montañas andaluzas hasta que la Guardia Civil lo descubre a él y a dos compañeros más, y son asesinados. Estarán expuestos en la plaza pública durante tres días. La madre de Lola y su tía lo vivirán y lo verán, y serán rechazadas por “rojas” en todo el pueblo. Deciden emigrar, no por motivos económicos, que también, sino por motivos políticos, a Catalunya. El silencio y el secreto son, todavía hoy, permanentemente presentes, y la aparición de las dificultades también se pueden observar en la primera, en la segunda y en la tercera generación. El abuelo fue enterrado en una fosa común en Andalucía. La fosa fue exhumada en 2016, después de muchísimas gestiones y de la interrupción del proceso por parte de la Junta de Andalucía, ¡gobernada por tres partidos de izquierdas! No se conocen tampoco los resultados del ADN, después de un año (del testimonio de Lola, nieta de guerrillero, 2014).

En estas circunstancias, después de haber sufrido una situación traumática de estas dimensiones, se puede tener la sensación de que los ciudadanos hemos perdido incluso la capacidad de pensar. Y ello porque el trauma siempre va acompañado de muchas pérdidas e incluye la obligatoriedad de hacer todo tipo de duelos: duelo por la pérdida de seres queridos, de objetos, de partes del cuerpo, de la casa, del trabajo, por la pérdida de ideales altamente invertidos, por la pérdida de proyectos y, sobre todo, por la ausencia interminable de los numerosos ciudadanos que aún están bajo tierra. Todavía hoy existen ciento treinta mil personas sin identificar. Es posible afirmar que en nuestra sociedad se puede encontrar un antes y un después del golpe de Estado fascista que derrocó la legitimidad republicana. Esto nos lleva a pensar que la situación actual es exactamente como la de ayer, y que todavía nos estamos interrogando sobre esta realidad directamente vinculada a nuestros ancestros.

Antes de, y durante, la República podíamos contar con numerosos profesionales y un apasionante proyecto de salud mental, de entre los que podríamos destacar instituciones y profesionales que a menudo han quedado olvidados como consecuencia del exilio tras el golpe de estado fascista. Instituciones como el Ateneu Barcelonès, el Ateneu Enciclopèdic Popular o la Escola del Treball. Profesionales como el Dr. Emili Mira, el Dr. Vilaseca, el Dr. Ángel Garma, el Dr. Francisco Tosquelles y numerosos psicoanalistas centroeuropeos. Pero la guerra y la posguerra generaron una interrupción y también una censura importante en el desarrollo del psicoanálisis en Catalunya y en España. Como ejemplo, aunque no fue el primer artículo psicoanalítico, podemos citar un artículo publicado en 1935, porque significó un aporte fundamental para la entrada del psicoanálisis en Catalunya y, sobre todo, en relación con el trabajo con grupos y con instituciones: A propósito del análisis de una personalidad anormal (citado en García Siso, 1993). Como ya dijo el mismo Francesc Tosquelles en La historia del psicoanálisis de los Países Catalanes (1986): “La historia de la entrada del  psicoanálisis en Catalunya quedó totalmente silenciada, encapsulada, escamoteada”. No obstante, y antes que él, en 1921 y en 1927, también el Dr. Emili Mira había publicado dos trabajos, El psicoanálisis y Aplicaciones prácticas del psicoanálisis, publicados por la Acadèmia de Ciències Mèdiques de Catalunya y Balears (citado en Mira, 2006). Estos tres trabajos pueden considerarse revolucionarios para la época, especialmente vinculados no solo al tratamiento individual sino al trabajo grupal e institucional, es decir que la institución debía ser considerada como un conjunto. El Dr. Tosquelles indicaba claramente que no era posible llevar a la práctica el tratamiento de las psicosis en la forma clásica de diván, sino que se requería una intervención interdisciplinaria; era necesario que el psicótico tomara la palabra allí donde hace acto de presencia el discurso no verbal.

Ya en 1929, coincidiendo con la Exposición Universal de Barcelona, se celebró en el Instituto Pere Mata de Reus un importante congreso con presencia de muchos profesionales, como Henry Ey. También en ese momento, el Dr. Vilaseca presentó dos importantes trabajos, uno sobre el delirio de Cotard y otro sobre el mito del conde Arnau (citados en Iruela, 1993). Encontraremos, pues, que la prehistoria y los mitos ocupan un lugar muy central en los trabajos del Dr. Vilaseca y del Dr. Tosquelles, no solo en cuanto a desarrollos teóricos, sino sobre todo en la práctica clínica y en la asistencia como instrumento imprescindible en el tratamiento de pacientes y en las instituciones.

Ahora estamos nosotros, los supervivientes, los supervivientes de campos de concentración, las mujeres violadas, los familiares de los desaparecidos, los niños apropiados por franquismo y los huérfanos, aquellos que nos tomamos la recuperación de la memoria como un deber de memoria. Los que padecemos una sociedad impune. Y esto nos lleva a mantenernos permanentemente angustiados en la incertidumbre.

¿Hemos llegado a una situación de tanta abulia que nos permite liberarnos de estos enormes crímenes de lesa humanidad?

Los derechos humanos, en la actualidad, son herederos de esta terrible historia, a pesar de que la antigua represión fascista se ha reciclado: ya no son tiempos de juicios de Burgos, aquellos donde se grababan cintas magnetofónicas distribuidas clandestinamente, donde se podía oír el alboroto provocado por la declaración de Onaindia mientras era amenazado, con el sable levantado, por los jueces militares; tiempos en que la operación policial más terrorífica era encomendada a quien consideraban el máximo experto en la persecución del antifranquismo, el torturador comisario Antonio Juan Creix, (Batista, 2010 y 2017). Ahora han querido adaptarse con una Transición a la carta a lo que algunos denominan nuevos tiempos constitucionales, y así frenar cualquier adelanto popular. Merece especial atención la judicialización de la diferencia, después de haber sido instalados cómodamente tantos años en este régimen. Todo ello para llegar a la maldad y al cinismo más profundo. De hecho, ahora sabemos que hay jueces pero que no existe la justicia como tal.

Es en este momento que a muchos ciudadanos les puede parecer que les faltan todo tipo de recursos, incluso para pensar.

Tendrían que transcurrir más de 50 años para que María pudiera hablar. Sufrió dos exilios: uno voluntario, un silencio secreto, que denominaremos exilio interior, surgido después del bombardeo de Figueres en 1939; y otro forzado, en busca del padre que se había exiliado antes. Sufrieron campos de concentración, trabajos durísimos, clandestinidad, dos guerras, incomprensión, maltrato y desamparo como extranjeros en Francia. Sabemos que a partir de aquel momento nunca más volverá a dormir bien, y que en la comida encontrará su consuelo porque la vincula a los momentos que la madre podía pasar con ella cuando, pocas veces, descansaba de su trabajo en una cocina (del testimonio de María, 2008).

En el caso de los desaparecidos, no se puede saber exactamente qué es lo que hay que aceptar, qué hay que hacer con esta ausencia interminable. Las generaciones posteriores están ubicadas en un tipo de náusea interminable, sin datos y sin conocer cuál es la pérdida concreta, sin saber de qué manera averiguar la verdad para así empezar a hacer el duelo. Esta situación, sin duda, tiene efectos desestructurantes para el psiquismo y genera mucha confusión a quien tiene que hacer el acompañamiento en el proceso de elaboración. Es por eso que algunos pacientes, sobre todo de segunda generación, se pueden haber encontrado con profesionales que les demandan que dejen atrás esta parte de la historia y miren hacia el futuro (sic). ¿Es esta la actitud que ha de adoptar el analista?
 

Un nuevo (viejo) papel del analista

¿El psicoanálisis debe tener algún rol en la escena política? Probablemente no. Pero puede acompañar y contribuir trabajando con ciudadanos que están afectados por los restos del trauma vinculado a la catástrofe social. Porque sabemos que son necesarios muchos años para poder poner palabras a tanto maltrato, porque el rastro y el rostro del fascismo y sus efectos violentos han continuado envenenando descendientes, tanto de las víctimas como de los verdugos. El psicoanálisis puede tener presente y reconocer los efectos del mecanismo que hace posible que el material psíquico que aparece en un análisis no se pueda llegar a decir.

Estas atrocidades han afectado, no solo al Estado español, sino a todo el continente europeo y mucho más allá de estas fronteras: el genocidio de los armenios por parte de los turcos, el de Ruanda, el del Congo, el de Sudán, el exterminio de los indios americanos y los aborígenes australianos, y ahora Siria, las repúblicas islámicas, Gaza, etc.

Por lo tanto, como profesionales de la salud mental debemos hacer lo  máximo para entender las raíces de esta crueldad humana, su acceso al poder y su capacidad ilimitada para destruir. Y averiguar las diferencias entre el mal recibido en los campos de concentración (Argelés, Rivesaltes, San Marcos, Santa Ana, Deusto, y otros que, en muchos casos, condujeron a tantos ciudadanos a la muerte), la “banalidad del mal” que analiza Hannah Arendt (1999) ―aquello que podría entenderse como que algunos ciudadanos solo cumplían órdenes o decían que no eran conscientes de ello― y el daño infligido por razón de las ideologías, como el vinculado al actual terrorismo islámico.

Lacan (1988) decía que el psicoanálisis no puede hacer la vista gorda, sino que tiene que mantener una posición ética ante fenómenos de esta magnitud. Nuestro trabajo no puede quedar restringido en el escondite de nuestras consultas, sino que tiene que tomar posición ante vínculos sociales que dejan su impronta en lo cotidiano.

Sabemos que el “nosotros” no solo aglutina a quien comulga con estos ideales, sino también a todos aquellos que se dejan arrastrar por la desidia o la apatía y acaban mirando hacia otro lado, aquello que Primo Levi (2008) denominó zona gris, una zona de irresponsabilidad más allá del bien y del mal.

A partir de ahí, habría que profundizar en las experiencias de análisis con sujetos que han sufrido la catástrofe y han podido sobrevivir al maltrato, a la violencia y a las humillaciones. Y profundizar en el concepto de trauma, ya que en estos ciudadanos encontramos de forma evidente el impacto del trauma y como éste se ha transmitido. Sabemos que el mecanismo psíquico del trabajo del duelo y los intentos de elaboración de lo traumático están muy vinculados en cada sujeto y, por tanto, en las manifestaciones clínicas que observamos. Esto nos lleva cada día a constatar la preeminencia de uno o del otro.

En el caso que nos ocupa, partimos de la base que la tragedia del genocidio, del “holocausto español” como lo llama Paul Preston (2010), requiere un duelo imposible de hacer. Tal vez solo podemos acompañar al sujeto en su deseo de construir su propia historia, de transformarla a partir del deseo de vivir pero con el miedo de que aparezca un dolor psíquico tan intenso que lo haga inaceptable. Sabemos que en la medida en que el genocidio llenó todo el espacio y todavía hoy no ha sido reconocido, los ciudadanos permanecerán sin reconocimiento, sin historia y sin espacio.

La clínica nos lleva a revisar a fondo textos psicoanalíticos que interroguen los vínculos entre el sujeto, la cultura y la historia (Freud, 1979b), pero fundamentalmente los escritos y los testimonios de los maltratados y de las generaciones siguientes, sin excluir otras disciplinas como la historia, la antropología política, la sociología, etc.

Es indispensable, pues, que nuestro trabajo lo hagamos con la interpretación de lo que el paciente puede decir y de lo que no puede decir, pero que ha sido transmitido. Es en este camino donde encontramos diversas cuestiones clínicas, vinculadas a la necesidad de una escucha y una interpretación más abierta en relación con lo que el paciente puede decir sobre la catástrofe social y su sufrimiento. También deberíamos reflexionar sobre cuestiones que consideramos centrales, como cuáles son los obstáculos con los que debemos enfrentarnos, nosotros los psicoanalistas, para acompañar pacientes que han sido sometidos al horror y al terror, a la violencia y los campos de concentración, o en la desaparición de padres, hermanos, maridos… Habría que plantearse cuáles son las mejores condiciones para la escucha, sin escuchar lo que buscamos de antemano, y cómo podemos aprender a escuchar lo que aún no ha sido dicho pero que está a punto de ser dicho.

Como psicoanalistas, también es importante reconocer desde qué lugar escuchamos estos pacientes, si están presentes unos conocimientos previos sobre hechos históricos y cómo podemos tener siempre presente la recomendación de escuchar sin memoria y sin deseo (Faimberg, 2005).

Un genocidio como el que circuló por este país, con un montante exagerado de violencia y que no se ha podido reparar, nos hace pensar que todavía está todo por hacer y pone a los pacientes, y a nosotros como analistas, en una situación difícil, especialmente por la imposibilidad de elaboración. Así pues, deberíamos propiciar las condiciones para saber, con el paciente, que las heridas provocadas por traumatismos colectivos no podrán ser curadas. Nuestro trabajo deberá convertirse en un acompañamiento para pensar y concebir un proyecto de vida y reconocer los efectos perversos, que pueden convertirse en uno de los impedimentos para hacer accesible el material psíquico al análisis. En este territorio de lo perverso debe incluirse, también, el no reconocimiento social por parte de las instituciones.

Una de las funciones del análisis es construir un espacio psíquico donde la verdad se instale (Freud, 1979c). Pero en los casos de traumas inexplicables como los que conlleva este genocidio, el deseo de construir nuestra propia historia y de desarrollar un proyecto de futuro presenta una dificultad añadida, a nivel totalmente inconsciente, que sería la posibilidad de matar a las víctimas de nuevo, en la medida en que los psicoanalistas encontramos aspectos que no podamos escuchar.

Aquí es, pues, donde hay que diferenciar los conceptos freudianos de verleugnung (desmentido), verdrängung (represión) y verneinung (negación), y tener presente que con el primero, Freud (1979d) se refería simultáneamente al conocimiento y al no reconocimiento. Es decir, que se conoce y no se reconoce al mismo tiempo. Este término es utilizado de diversas formas para Freud (1979d), que se refiere al rechazo o a la renegación de una representación o de un hecho insoportable para el sujeto.

Por otra parte, también conviene tener presentes las resistencias de la escucha analítica. Seguramente la más importante es cuando el analista, en su propio análisis, no ha analizado con su analista los motivos por los que nunca preguntó a sus padres por su historia durante la guerra de 1936, la posguerra, la dictadura y la Transición. ¿Quizá no preguntó porque sabía la respuesta? ¿Quizá porque, inconscientemente, estaba identificado con la forma en que los padres vivieron la época? Lo no analizado durante el propio análisis también puede tener consecuencias en la forma en cómo se escucha a los pacientes. Incluso podríamos decir que la falta de reconocimiento es transmitida de generación en generación y tiene mucha importancia tanto para nosotros como para nuestros pacientes. Sabemos la importancia que tiene la falta de reconocimiento.

¿Y por qué es tan difícil para alguien preguntar? ¿Por qué es tan difícil que la generación posterior sea capaz de preguntar: “qué hiciste durante la guerra”?

Quienes nacimos después de 1939 hemos tenido que ir desbrozando nuestro pasado reciente, un pasado que nos ha dejado demasiadas taras para poder restituir por completo nuestra salud y nuestra salud histórica. Somos ignorantes, con conciencia o sin conciencia. Si tenemos conciencia, padecemos de rencor y malhumor. ¿A quién le gusta, sino, haber sido educado como un tonto o una tonta? (Roig, 1977).

Si tenemos presente lo que sabemos como analistas, quizás podemos tener miedo porque preguntando sobre ciertas cuestiones de características especiales para nuestros padres se puede correr el riesgo de hacerles daño o de deteriorar la imagen interna que tenemos de ellos (Tisseron, 1998). Sin olvidar la dificultad de trabajar con identificaciones inconscientes. Así, el hecho de no interpretar la falta de reconocimiento puede provocar sufrimientos en el paciente por no haber podido escuchar y, por lo tanto, algunas interpretaciones pueden ser inefectivas. Al contrario, el reconocimiento libera la función del testimonio y el analista quizá podría hacer también esta función. Quizá es en este momento, el del reconocimiento, cuando el paciente está en condiciones de ocupar una tercera posición, la de saber, la de hablar. En la posición de testimonio en la transferencia, el paciente puede empezar a dar valor a sus palabras. Entonces es cuando nuestro silencio y nuestras interpretaciones comienzan a tener sentido analítico y conectan con las verdades del paciente. Comienza, pues, un nuevo momento en que el analista escucha como el paciente escucha sus interpretaciones y sus silencios.

 

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Resumen

Puesto que el objetivo del síntoma traumático es encontrar a alguien a quien hablar, en este artículo se intenta encontrar una respuesta a la pregunta “¿cuál es la actitud que debe adoptar el psicoanalista en casos de duelo extraordinario por trauma social?”.

Desarrolla la cognición de la elaboración traumática desde la intrínseca evidencia de la transmisión intergeneracional del trauma, de la primera a la cuarta generación, defendiendo el beneficio sanador de la palabra y constatando que el analista también debe abarcar la interpretación de lo que el paciente no puede decir pero que ha sido transmitido.

Desde una continuidad crítica y disruptiva, el escrito homenajea el trabajo y la doctrina de los pioneros del psicoanálisis, en Catalunya y España, antes de la guerra de 1936, sin olvidar que el “nosotros” no solo aglutina a quien comulga con los ideales de una posición ética ante fenómenos de esta magnitud.

Palabras clave: memoria, trauma, duelo, psicoanálisis, escucha, silencio.
 

Anna Miñarro
Psicóloga clínica, Psicoanalista,
annaminy@copc.cat
 

[1] Artículo publicado en catalán en la revista Intercanvis, papers de psicoanàlisi, núm. 38, 2017.