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El concepto de intimidad se ha visto inmerso en un acelerado proceso de evolución desde que existen los medios de comunicación como tal. Primero la prensa escrita, después la radio, luego la televisión… Desde mediados del siglo XIX y hasta el mismo arranque del siglo XXI, esos cambios en dicho concepto fueron produciéndose de manera cada vez más rápida, a la misma velocidad que los propios medios y soportes fueron ampliando su difusión. Pero no ha sido hasta hace apenas diez o quince años cuando se ha desencadenado una profunda metamorfosis y la transformación de este aspecto se ha desarrollado con ritmo exponencial debido a la irrupción definitiva de un elemento crucial en toda esta catarsis: Internet. Y dentro del tremendo auge de este nuevo canal, la eclosión de las llamadas redes sociales. Estas han provocado un cambio gigantesco en la relación entre personas, en el propio concepto de intimidad y en el tratamiento de la misma que deben practicar los periodistas, atentos a reglas del juego oscilantes y con numerosas connotaciones tanto informativas como de responsabilidad social y legal. Los nuevos formatos han generado también nuevas incógnitas.
El mundo de los medios de comunicación ya realizó sus primeros ensayos importantes en esta materia antes de que se asentaran las redes sociales, con el éxito de la llamada prensa rosa o del corazón en la última década del pasado siglo y la primera del actual, momento álgido de esta vertiente frívola de la información pero con gran capacidad de captación de audiencias. Y eso son beneficios económicos. Dicha etapa sirvió para colocar sobre la mesa la enorme colisión que se estaba produciendo entre el derecho a la información y el derecho a la intimidad, invadido en múltiples ocasiones por los cazadores de imágenes de la vida privada de los famosos. Los desmanes originados en este terreno sirvieron para comenzar a concienciar del problema y a establecer límites éticos y legales, pero también para evidenciar que el propio concepto de intimidad estaba cambiando a mayor velocidad que anteriormente.
Pero el gran vuelco en la manera de afrontar la intimidad de las personas se ha producido muy recientemente a consecuencia del vasto desarrollo de las redes sociales, que también está moldeando la forma de actuar de los periodistas. De hecho, seguimos en plena erupción en este sentido a causa de la propia velocidad de los cambios, prácticamente inasumibles para la praxis periodística, en la que ese tipo de cuestiones necesitan un tiempo de maduración del que ahora no se goza. Se aprende con casos reales y diarios. Y sobre ellos se va construyendo el modelo informativo y hasta la mismísima ética del gremio. Los libros de estilo y los códigos deontológicos se confeccionan más lentamente que la evolución misma de estas redes y de su impacto en la realidad. Van por delante de la profesión, que asiste sorprendida a cómo ese nuevo cauce ha abierto de par en par las puertas de las viviendas de gente hasta ahora anónima que podría aportar narraciones de interés; o de las que sí son ya conocidas, con lo que se multiplica el efecto gancho en muchos de los receptores. El debate interno está abierto en canal entre los profesionales de la comunicación, muy afectados por este fenómeno. De la pujanza de estos novedosos espacios dan fe sus propios números.
Actualmente, veintidós millones de españoles son ya usuarios de Facebook, la principal red global con mil ochocientos noventa millones de personas adscritas en el planeta. Las previsiones indican que durante 2018 la cifra en nuestro país sea de veintidós millones y medio y que en cinco años se llegue a los veintitrés millones doscientos mil usuarios, superando así la mitad de la población española. Facebook es seguido a mucha distancia por Instagram, que con nueve millones y medio coge fuerza. Twitter, por su lado, tiene en España cuatro millones y medio de cuentas, menos de la mitad que Instagram, que causa furor entre los más jóvenes por estar centrada como ninguna en la imagen o el vídeo. Gracias a sus nuevas herramientas, al enfoque más comercial y al uso que reconocidas personalidades han dado de ella, esta última red social es la que más de moda está entre los españoles. Y no conviene olvidar que estos canales van ganando adeptos también entre otros segmentos de población. Los últimos estudios realizados en las grandes ciudades españolas, por ejemplo, indican que en 2016 el uso de Facebook entre mayores de sesenta y cinco años fue dos puntos superior al registrado un año antes.
El crecimiento espectacular de este escaparate personal es incuestionable, como también lo son su influencia en las relaciones interpersonales y en el tratamiento que los medios pueden hacer de la realidad gracias a estos sitios de la cibergalaxia. En las plataformas sociales en Internet, muchos de los usuarios muestran múltiples detalles de su vida privada, algunos con muy poco pudor y otros muchos sin reparar en que las imágenes que cuelgan son públicas, abiertas a cualquiera y no en exclusiva para sus seguidores, contactos o amigos. Sólo si la cuenta se configura convenientemente queda preservada del todo esa intimidad del responsable de la misma y de las personas que aparecen citadas o etiquetadas en ella, incluyendo menores. La vida de cualquiera está ya expuesta a cualquiera, en términos generales, lo que supone una verdadera revolución comunicativa e incluso cultural. Considero que esa modificación sustancial de las relaciones y del conocimiento de los otros presenta, obviamente, algunas connotaciones positivas, incluso desde el punto de vista más psicológico y conductual. La interactuación entre personas, aunque sea de un modo virtual, se mantiene y hasta se intensifica. Pero la sobreexposición en dichas plataformas, a veces incluso de manera inconsciente, y la propia adicción a las mismas están conllevando unos cambios de hábitos en los individuos que, a mi modo de ver, tienen demasiadas consecuencias negativas. Por ejemplo, hace aflorar no solo un creciente egocentrismo sino la necesidad de ser reconocido por los demás cada vez en más mínimos gestos de la rutina diaria y también numerosas frustraciones. Si no se reciben los likes que se buscan no se tiene la esperada aceptación del entorno, un mecanismo que se va alimentando solo y que agudiza esa dependencia con respecto a la opinión (más favorable o más desdeñosa) de los demás. A veces se tiene la percepción de que muchas de las personas que usan estas redes sociales terminan visitando lugares o realizando actividades que hacen públicas y que no son ya el objetivo en sí mismas sino que con ellas se pretende anunciar a quienes están al otro lado de la pantalla que se están haciendo; esto es, las cosas empiezan a hacerse para que los demás las conozcan y no para que uno mismo las viva o disfrute. Esa búsqueda desesperada de que los receptores contemplen lo que uno hace (de ahí procede el auge de los llamados selfies, toda una oda al egocentrismo) y de ofrecer una imagen divertida, aventurera y original para que los demás queden asombrados, oculta en buena parte de los casos, un problema de autoestima cada vez más extendido: se espera que otros nos digan qué y cómo somos. Y si está bien (likes) o no (silencio). Junto a ello, percibo una profundización en la corriente individualista (que degenera en soledad en muchas ocasiones) que tan intensamente va enraizando en las sociedades del llamado Primer Mundo, lo cual supone toda una paradoja: las redes sociales nos hacen antisociales y nos encierran más que nos comunican en porcentajes cada vez más elevados.
Caso aparte, además, merece la exposición que en estas plataformas se hace no ya de uno mismo sino de su propia prole, en especial de sus hijos. En Estados Unidos, por ejemplo, los últimos estudios al respecto señalan que más del 90% de los menores de dos años tienen ya una identidad en Internet y en cuentas de redes sociales. Determinación temprana (hay que estar en esos foros desde que uno nace, prácticamente) e irresponsabilidad paternal a partes iguales. Se consolida la época del sharenting, una combinación entre el share (compartir) y el parenting (crianza), que va acompañado de nuevas vías legales en las que se aprecia ya un hecho relevante: hijos que llegan a la mayoría de edad y denuncian en los tribunales la sobreexposición a la que sus propios padres le han sometido. Hasta conflictos generacionales de arriba abajo, y no de abajo arriba, han empezado a provocar las redes en ese apartado. El problema, sin duda, es de un inmenso calado, pues va moldeando las conductas individuales y colectivas.
Facebook, Instagram o Twitter han apartado las cortinas de las casas, pero ¿quiere eso decir que se puede contar lo que se ve dentro, más allá del ventanal? ¿Podemos desde fuera narrar lo que pasa entre esas cuatro paredes? Pues no. Con matices, pero no. Y esa frontera no todos la tienen clara, entre otras cosas porque son más difusas que antes y porque varían en poco tiempo. La propia legislación se va adaptando a apariciones fulgurantes de nuevos mecanismos y modos de expresión que tienen incidencia en los derechos y libertades públicas. Los límites aparecen difuminados y ante la encrucijada de un acceso relativamente sencillo a algunas historias en momentos de clara crisis de las empresas periodísticas (con su correspondiente reducción de recursos) y las limitaciones éticas y legales, el conflicto está servido en muchas ocasiones. ¿Qué uso periodístico puede hacerse de lo que aparece en las cuentas personales de esas redes? ¿Hasta dónde llega ahora la intimidad y en qué casos no puede entenderse como intimidad? ¿Pueden usarse, sin más, las imágenes de esos perfiles que tienen acceso público?
El Tribunal Supremo puso hace varios meses las cosas algo más claras y zanjó algunas interpretaciones legales más o menos interesadas. El Alto Tribunal estableció, en su sentencia 91/2017, de 15 de febrero, que publicar en un periódico la fotografía de una persona sacada de su cuenta de Facebook exige su consentimiento expreso, ya que lo contrario supone una intromisión ilegítima en su derecho a la propia imagen. Se condenó, de este modo a «La Opinión de Zamora» a indemnizar con quince mil euros a un hombre del que publicó en portada, en su edición en papel, una fotografía obtenida de su cuenta que ilustraba una noticia de sucesos en el que el hombre había resultado herido. Asimismo, el diario fue condenado a no volver a publicar la foto en ningún soporte y a retirarla de cuantos ejemplares se hallasen en sus archivos.
“Que en la cuenta abierta en una red social en Internet, el titular del perfil haya “subido” una fotografía suya que sea accesible al público en general, no autoriza a un tercero a reproducirla en un medio de comunicación sin el consentimiento del titular, porque tal actuación no puede considerarse una consecuencia natural del carácter accesible de los datos e imágenes en un perfil público de una red social en Internet. La finalidad de una cuenta abierta en una red social en Internet es la comunicación de su titular con terceros y la posibilidad de que esos terceros puedan tener acceso al contenido de esa cuenta e interactuar con su titular, pero no que pueda publicarse la imagen del titular de la cuenta en un medio de comunicación”, señaló el Supremo, que también apuntó qué debe entenderse como consentimiento expreso. Agregó el fallo que “el consentimiento del titular de la imagen para que el público en general, o un determinado número de personas, pueda ver su fotografía en un blog o en una cuenta abierta en la web de una red social no conlleva la autorización para hacer uso de esa fotografía y publicarla o divulgarla de una forma distinta, pues no constituye el “consentimiento expreso” que prevé el art. 2.2 de la Ley Orgánica 1/1982 (de protección de derecho al honor y la propia imagen) como excluyente de la ilicitud de la captación, reproducción o publicación de la imagen de una persona. Aunque este precepto legal, en la interpretación dada por la jurisprudencia, no requiere que sea un consentimiento formal (por ejemplo, dado por escrito), sí exige que se trate de un consentimiento inequívoco, como el que se deduce de actos o conductas de inequívoca significación, no ambiguas ni dudosas”.
No es suficiente, por tanto, con la autorización tácita que se hace por parte del usuario, muchas veces de manera inconsciente al no controlar los mecanismos de configuración de la cuenta, en su perfil. “Tener una cuenta o perfil en una red social, en la que cualquier persona puede acceder a la fotografía del titular de esa cuenta, supone que el acceso a esa fotografía por parte de terceros es lícito, pues está autorizada por el titular de la imagen. Supone incluso que el titular de la cuenta no puede formular reclamación contra la empresa que presta los servicios de la plataforma electrónica donde opera la red social porque un tercero haya accedido a esa fotografía cuyo acceso, valga la redundancia, era público. Pero no supone que quede excluida del ámbito protegido por el derecho a la propia imagen la facultad de impedir la publicación de su imagen por parte de terceros, que siguen necesitando del consentimiento expreso del titular para poder publicar su imagen”, indica la sentencia del Supremo.
Eso sí, esta sentencia, que ha generado una interesante y sólida jurisprudencia, distingue entre el derecho a la propia imagen y la intimidad propiamente dicha, una separación que para el ámbito periodístico es esencial y que ha generado no pocos debates a raíz de la publicación, por ejemplo, de imágenes de sucesos de enorme trascendencia (atentados terroristas, fundamentalmente) en los que aparecen personas que son fácilmente identificables y que en algunos casos, bien ellas o bien sus familiares no quisieran aparecer en los medios ni en mecanismo de difusión pública alguno (la web de los medios, sus cuentas en redes…). Por eso es crucial esa separación que se hace entre la propia imagen, a la que ese tipo de publicaciones afecta, y la intimidad en sí, que en esos casos no se justifica al tratarse de hechos de evidente trascendencia social acaecidos en la vía pública. En ese sentido, esta sentencia del Alto Tribunal hizo esa diferenciación estimando el recurso presentado por el rotativo al fallo que se produjo en la Audiencia Provincial de Vizcaya y que también condenaba por intromisión en la intimidad. El Supremo no lo ve así, realizando una interesante distinción y colocando barreras que sirven para definir mejor ese concepto de intimidad en el campo del periodismo.
El motivo era que en el reportaje publicado en la edición de papel y digital del citado diario el ocho de julio de 2013 se contenían datos que permitían identificar al demandante. El debate ya señalado. El reportaje explicaba que el demandante había sido herido por su hermano con un arma de fuego, y que luego éste último se había suicidado. En el reportaje se publicaba el nombre de pila del herido y el de su hermano, las iniciales de sus apellidos, el apodo de su hermano, la dirección exacta del domicilio familiar, que su madre padecía Alzheimer, y que su padre había sido médico en una localidad de la provincia. El Juzgado de Primera Instancia de Bilbao, y luego la Audiencia de Vizcaya, establecieron una indemnización de 30.000 euros por vulneración del derecho a la propia imagen (por la publicación de la foto), pero también del derecho a la intimidad (por los datos personales y familiares publicados). Pero el Supremo rebajó a la mitad la indemnización (15.000 euros) al considerar que no hubo vulneración del derecho a la intimidad, ya que el diario no incurrió “en ninguna extralimitación morbosa y respetó los cánones tradicionales de la crónica de sucesos” al dar información que era veraz, por lo que en este caso prevalece el derecho a la información frente al derecho a la intimidad del demandante. La veracidad aparece como contrapeso claro y elemento casi inexpugnable de defensa del periodista. El derecho a la información prevalece frente a la intimidad cuando se trata de hechos relevantes.
“La intromisión en la intimidad personal y familiar del demandante que supone la información del artículo periodístico no puede considerarse grave. En un ámbito geográfico reducido, como Zamora, pues se trataba de un periódico de ámbito provincial, la información que se contiene en el artículo periodístico no aumenta significativamente el conocimiento que, de un hecho de esas características, ocurrido en una vivienda de la ciudad y en el seno de una familia conocida, podían tener sus convecinos. Se trataba, además, de hechos objetivamente graves y noticiables, una disputa familiar en la que un hermano hirió a otro y después se suicidó”, reflejó la sentencia. “Es especialmente relevante que la noticia se acomoda a los usos sociales, y concretamente a los cánones de la crónica de sucesos, que es un género periodístico tradicional ─se añade─. Se trata de una información dada inmediatamente después de que sucedieran los hechos (en la edición en papel del diario, apareció al día siguiente). No se exponen los hechos con extralimitación morbosa, ni se desvelan hechos íntimos sin relación con lo sucedido, es más, ni siquiera se hace referencia a la causa de la desavenencia familiar. La mención a la enfermedad de la madre se justifica porque tenía cierta relevancia para informar sobre lo acaecido: solo presenció los hechos un sobrino, la madre estaba presente pero se encontraba en un estado avanzado de Alzheimer y tuvo que ser llevada a casa de unas vecinas”.
El avance legal en este ámbito y la propia fuerza de la costumbre han terminado por consolidar una praxis periodística algo más concienciada con todo lo referente a la intimidad de las personas. Tanto que se ha llegado a establecer con más o menos claridad una diferenciación entre vida privada (en la que el individuo decide si ofrece o no hechos de la misma) y la intimidad en sí (la que está en lo más profundo del ser, configurando su personalidad, su aspecto más esencial), que incluye a la vida privada pero que supone un paso más allá, tiene unas connotaciones más hondas. Y todo ello está por encima de los soportes informativos que se usen, por muy modernos y potentes que éstos sean. El espectro privado lo es por mucho que sea cada vez más sencillo que elementos ajenos accedan al mismo. De este modo, el derecho a la intimidad presenta una doble esfera, muy presente en la labor informativa actual: la vida personal y la propia intimidad, la intimidad en sí misma, definida jurisprudencialmente como el derecho a ser dejado en paz; de él gozan todas las personas. Cuando se pretende informar de un personaje público, el derecho a la información prevalece, sí, pero con un límite, el del insulto o la alusión a hijos o familiares. Solo el interés público, junto con la veracidad de la noticia, justifican la investigación y difusión de datos de la vida privada de personas socialmente relevantes. Esa ética comprometida debe ser también la base para abordar informaciones sobre personas que no son socialmente conocidas. Que estas hayan mostrado su intimidad en las redes sociales no faculta a los informadores a hacer uso de los datos o imágenes que en ellas aparecen sin permiso.
Ocurre, eso sí, que la tentación que ofrecen la facilidad de acceso, el ahorro de costes y de esfuerzo laboral y esa creciente necesidad (casi imposición) de la consecución de audiencias siguen supeditando demasiado la labor en los medios. Y eso viene a provocar que las fronteras de la intimidad presenten una peligrosa flexibilidad. Son todavía excesivamente difusas, y a algunos les sigue interesando que lo sean. El papel que juega en ese sentido la posición personal y la integridad moral y ética de cada informador es esencial. Resulta evidente que, en este sentido, las presiones son grandes; cada vez mayores, de hecho. Eso está generando situaciones puntuales (o incluso algo más sostenidas en el tiempo) de auténtica angustia del periodista, atrapado entre la prisa, la envenenada exigencia de búsquedas de buenas audiencias (llegar a las masas de una manera incluso visceral) y su ética personal. Pero, por mucho que cueste, esta última debe siempre imponerse, tener la última palabra incluso en la toma de decisiones veloces, apresuradas, ya que, de lo contrario, podrán lograrse, quizás, algunos objetivos a corto plazo (impacto, audiencia, seguidores y efímero éxito), pero a medio y largo plazo dejarse llevar por esa corriente sensacionalista y barata del uso de información delicada procedente de la esfera particular de otros acaba desacreditando al informador y haciéndole perder la más vital de sus virtudes: la credibilidad. Cuesta sembrar en ese terreno, y más en estos tiempos, pero, en mi opinión, es el único patrimonio posible del periodista y el último reducto ante el avance de esa exposición de la esfera íntima de las personas. Cuando todo lo que se puede contar de alguien está al alcance de la mano es cuando más debe redoblar su esfuerzo el mediador, el informador, para discernir qué es de relevancia pública, qué es importante y qué accesorio. Un periodista es mucho más que alguien que transmite información y busca seguimiento, pues ambas cosas deben estar sujetas a algo que ha ido perdiendo presencia pero tiene que resultar fundamental en esta época y para reivindicar el papel del periodismo: la responsabilidad social del profesional. Para tiempos oscuros, esa es la luz.
Palabras clave: derecho a la intimidad, derecho a la propia imagen, intimidad, plataformas sociales, uso periodístico de imagenes, redes sociales.
Keywords: intimacy rights, own image rights, intimacy, social webs, journalistic use of images, social platforms.
Eduardo Barba Ramos
Redactor de ABC de Sevilla