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La intimidad desborda una definición inequívoca. Reflexionando sobre la experiencia de intimidad, me llamó, por ejemplo, la atención que no lograse encontrar una categoría opuesta o contraria a ésta. A mi modo de ver, la intimidad no se circunscribe a lo público ni tampoco a lo privado, aunque tiene que ver con ambos. Ni tampoco se reduce a lo externo o a lo interno, ya que ambas dimensiones incluyen manifestaciones de intimidad. Por la misma razón, no considero que lo íntimo concierne únicamente a lo más profundo ―en oposición a lo superficial―, aunque a veces se tiende a asociar intimidad con profundidad. A mi entender, lo íntimo tiene que ver con la verdad, con “nuestra verdad”, toda vez que esta verdad incluye nuestras falsedades y malentendidos. Lo íntimo apunta a la verdad de nuestra singularidad, alude a nuestra individualidad, y como tal refiere a lo que somos y a los vaivenes del contacto con quienes somos. Considero que la intimidad nos especifica como humanos, pero solo cobra trascendencia y sustancialidad en la medida en que el hombre es consciente de ésta y comprende su sentido. Por lo tanto, diría que la intimidad no está restringida ni a la vida privada ni a la pública, ni a lo profundo ni a lo superficial, ni a lo externo ni a lo interno, sino que en toda vida está presente la intimidad siempre y cuando se tenga conciencia de ésta.

Kristeva (2011), hablando sobre la intimidad, sostiene: “Toda la panoplia de lo orgánico a lo simbólico, pasando por las lágrimas, las imágenes, la ‘locuela’ y la dualidad se ve implicada en esta intimidad”. Vale decir que la intimidad no corresponde a un espacio, un tiempo o un área, sino más bien abarca todo nuestro ser. Nuestra subjetividad está invariablemente involucrada en nuestro proceder, pero nuestro proceder es vivenciado como intimidad toda vez que lo experimentamos como subjetivo e individual. La intimidad cobra vigor cuando tomamos contacto con nuestro subjetivo y particular modo de moldear nuestra realidad.

Si bien Bion no se refiere en forma explícita a la intimidad, establece en 1970 una fructífera diferenciación entre sufrir y sentir que considero que tiene relevancia con la experiencia subjetiva de intimidad: “Existen personas que toleran tan poco el dolor o la frustración (o para las cuales el dolor y la frustración son tan intolerables), que sienten el dolor, pero no desean sufrirlo y por eso no puede decirse que lo descubren”. Y agrega: “El paciente que no quiere sufrir dolor deja de sufrir placer”.

Bion sugiere que la diferencia entre sentir y sufrir radica en que el sufrir es un descubrimiento que se relaciona con nuestro ser, una vivencia y una sensación que identificamos como nuestra, un encuentro y una conexión con nosotros mismos, una revelación que nos desarrolla y a la vez nos define y nos limita. Por su parte, las personas que sienten (dolor o placer) pero no lo sufren, no lo vivencian como una experiencia encontrada o descubierta sobre sí mismos, sino más bien como “algo” que recae o es impuesto sobre ellos. Quisiera proponer que solo aquel que es capaz de sufrir (en el sentido bioniano del término) es capaz de establecer una relación íntima consigo mismo y de igual modo con los demás.

En otro de sus escritos, y comentando sobre la atmósfera de abstinencia y privación recomendada para el desarrollo del proceso analítico, Bion (1963) enfáticamente recomienda que en ningún momento, tanto el analista como el analizado, deben perder la sensación de soledad dentro de la íntima relación del análisis. Bion recalca que el analista no le hará perder o deprivará a su paciente de la sensación de soledad que acompaña al conocimiento de  las circunstancias que lo han llevado a análisis y ―agrega― que las consecuencias que puedan surgir del análisis son una responsabilidad que no puede ser compartida con nadie.

Comprendo que Bion nos alerta sobre la ineludible soledad que implica el tomar responsabilidad por nuestras vidas, por el camino hecho y por el camino por hacer, incluyendo nuestro análisis. Asimismo, Bion intuye que tanto el analista como el paciente comparten el anhelo de atenuar y empañar esta sensación de soledad, separación y responsabilidad; de ahí que surge la necesidad de una regla (abstinencia) que regule estos impulsos y deseos. Es decir, que tanto el analista como el paciente comparten en alguna medida el anhelo de sentir dolor, más no de sufrirlo.

Por consiguiente, podemos conceptualizar el encuentro analítico como un espacio y una oportunidad para que el paciente analice sus dichos, sus ideas, sus hechos, sus fantasías y evalúe de esta manera su posición ante su sufrimiento y sus conflictos. A mi modo de ver, el uso kleiniano del término posición alude a que en forma inevitable todos hablamos, sentimos y pensamos desde una posición. Es justamente desde esta posición que conferimos de significado a nuestros objetos, a nosotros mismos y a nuestras relaciones. El proceso analítico facilita una toma de conciencia de esta posición única e individual y, apuntando a la singularidad del sujeto, posibilita una conexión y un aprendizaje sobre su subjetividad. Desde este vértice, el proceso analítico invita al paciente a sufrir tanto su dolor como su placer en el marco de un íntimo vínculo del paciente consigo mismo y con su analista.

Sin embargo, sabemos que no siempre es así y que no todo proceso analítico se desarrolla en el marco de una íntima relación del paciente consigo mismo y con su analista. A las previstas defensas que caracterizan el tratamiento, no pocas veces se les suman ofensivas y ataques al propio proceso psicoanalítico (Etchegoyen, 1981). El mismo Freud (1921), al intentar poner de manifiesto la sexualidad humana, se topó con nuestra naturaleza conflictiva y advirtió que el goce y la sexualidad que intentaba liberar, se refieren tanto a la erogeneidad del cuerpo como a sus límites y eventualmente a su transitoriedad. De aquí que sufrir nuestro placer y nuestra sexualidad implica sufrir nuestros límites, y eventualmente nuestra mortalidad.

Pero no todo paciente ―o al menos no todo el paciente― está dispuesto a padecer los avatares que el proceso analítico evoca, y a reconocer, conocer y sufrir nuestros límites e inherente incompletud, nuestra transitoriedad, nuestra responsabilidad y la inescapable soledad que este posicionamiento conlleva. Como Bion indica, la intimidad se encuentra enlazada con el respeto por la soledad humana. Quisiera entonces precisar un poco más mi idea y proponer que solo aquel que es capaz de sufrir su soledad es capaz de establecer una relación íntima consigo mismo y, por consiguiente, con los demás.

Quizás no sea casual que Klein (1963), justamente hacia el final de sus días, se exprese sobre la sensación de soledad. Refiriéndose a ésta sostiene: “Es producto del anhelo omnipresente de un inalcanzable estado interno perfecto […]. Nunca se llega a una integridad total y permanente ya que siempre persiste cierta polaridad entre los instintos de vida y de muerte […]. Puesto que nunca se logra una integración total […] esto subsiste como un factor importante de la soledad”. Klein continúa: “El dolor que acompaña a los procesos de integración también contribuye a la soledad”. Entiendo que Klein hace referencia a que nunca se renuncia al deseo de alcanzar una totalidad, una plenitud, una comprensión absoluta. Estos frustrados anhelos narcisistas son fuente de profundo dolor, tristeza y soledad. Quizás, Bion recoge estos sentimientos de dolor, tristeza y soledad cuando elige el término sufrir para referirse a eventos que experimentamos como un encuentro y contacto íntimo con nuestro ser y con nuestra inherente incompletud primordial. Sentir, sin el acompañante dolor de la soledad, no correspondería, de acuerdo al espíritu bioniano, a una experiencia de encuentro íntimo de nosotros con nosotros mismos. El encuentro con los límites que nos circunscriben y nos definen remite ineludiblemente a un proceso de pena y dolor.

Kristeva (2013), con su elegante capacidad de manejar las letras y captar el alma, escribe: “La experiencia dramática de la soledad se curva en un sentimiento omnipresente de abandono, que revela ser casi un conocimiento lúcido de nuestra condición de seres separados, rechazados de un paraíso que sin embargo era un infierno, pero que nuestro superyó no cesa de idealizar para convencernos de que estamos en deuda con lo imposible”. Podemos así sugerir que en la medida en que el superyó, estricto y primitivo, demanda y exige el establecimiento de una situación ideal, paradisíaca y/o infernal, sentiremos nuestra soledad, pero tendremos dificultad en sufrirla. La soledad nuestra de cada día es nuestra inevitable condición, y a la vez una oportunidad de relacionarnos. En cuanto podamos tolerar el sentimiento de soledad que emana del inescapable y frustrado anhelo de alcanzar un estado ideal, sin límites y de integración absoluta, podremos entonces desear una relación de intimidad que desea lo bueno ―ya no lo ideal― que los objetos pueden brindarnos, apaciguando parcialmente el dolor de la soledad.

¿Cuál sería entonces el escenario interno que favorece esta experiencia de intimidad? Estimo que se encuentra asociado con la capacidad de tolerar la alteridad del  objeto y su vínculo con otros objetos o consigo mismo, a pesar del dolor que su independencia acarrea. En tanto y en cuanto la independencia y alteridad de los objetos resulte ser intolerable, advertiremos una propensión a abolir los límites entre el self y los objetos, estableciendo relaciones de fusión, intrusión, dominio y control, que pueden desembocar en la total supresión del objeto: “El objeto soy yo”. Prototípicamente hablando, podemos conjeturar un superyó que exige control, dominación y sometimiento y que promueve, de esta manera, un estado mental en el cual predominan las convicciones y las certezas. Por lo tanto, la posibilidad de establecer un vínculo de intimidad queda relegada, dado que todo es ya sabido y nada queda por descubrir ni por sufrir. Por otro lado, podemos conjeturar la existencia de un superyó capaz de tolerar la alteridad, la independencia y el enigma del objeto y que favorece un estado de curiosidad que apunta a lo singular y que alimenta el proceso imaginativo y de conocimiento. Este escenario interno fomenta la experiencia de intimidad ya que no intenta abolir el objeto (conquistarlo con un conocimiento logrado y acabado), sino que, tolerando su misterio, desea mantener y sufrir una íntima e inagotable relación de conocimiento y curiosidad.

Quisiera resaltar que los estados mentales que no respetan los límites del objeto, sus diferencias, su privacidad y su misterio, encuentran una gran excitación en corromper la alteridad y en el triunfo maníaco que proviene de la abolición del tercero. Ya Freud (1921) en Psicología de las masas, había apuntado a situaciones grupales  donde los límites del yo se desdibujan. Los integrantes del grupo comparten la profunda convicción de una excitante semejanza y uniformidad. En forma similar, cuando los integrantes del grupo depositan en el grupo o en su líder las funciones de responsabilidad, juicio y/o pensamiento, suelen experimentar estados de comunión y de ensanchamiento del self. Ambas situaciones alimentan la ilusión de trascender los límites del self y del objeto y son a menudo confundidas y experimentadas como estados de profunda intimidad. En realidad, y desde el punto de vista de un observador, estas situaciones representan estados confusionales e intrusivos, por identificaciones proyectivas, que atentan justamente contra la posibilidad de mantener una relación íntima entre dos seres distintos y separados.

Evidentemente, el encuentro analítico no está exento de estas confusiones y vicisitudes. Podemos identificar momentos en los que el paciente confunde intimidad emocional con excitación o situaciones en las que el paciente demanda ser entendido, y confunde entendimiento con acuerdo mutuo entre iguales. Estos serían velados intentos de establecer estados mentales donde privan el totalitarismo, la opresión, y que fomentan una única versión de la verdad, exigen saberlo todo y manifiestan grandes dificultades de tolerancia a la intimidad subjetiva, al no saber y a la exclusión. Es especialmente en estos casos donde conviene recordar lo que Bion nos señala sobre la necesidad de respetar la soledad del paciente y tolerar también la nuestra, a pesar del mutuo deseo de transgredir los límites que nos delinean y que de igual manera, delinean el encuentro analítico.

Quisiera entonces delimitar el concepto de intimidad a un vínculo entre objetos e ideas en movimiento, interacción e intercambio, que duelen y sufren la satisfacción y los límites del encuentro y de la soledad que éste acarrea. Una auténtica relación es conectarnos con ese otro interno o externo, respetando su enigmática y misteriosa existencia, más allá de nuestro control.

Ahora, y con la ayuda del material clínico de dos pacientes (Laura, una joven cautiva de su tenaz anhelo de instituir y restituir una inalcanzable situación ideal y Dany, un niño de cinco años que no quiere pensar, saber ni aprender), quisiera explorar situaciones internas que atentan y promueven la experiencia de intimidad del paciente, consigo mismo y con su analista.
 

Laura

Laura tenía alrededor de treinta años cuando comenzó su análisis, hace ya cuatro años. No mucho tiempo atrás había terminado sus estudios en decoración de interiores. Era atractiva, cuidadosa de su apariencia, pulcra y alineada. Inteligente y vivaz, hablaba con espontaneidad, utilizando términos psicoanalíticos y parecía sentirse a gusto en la intimidad de la situación analítica. Laura estaba preocupada porque sus relaciones con hombres eran breves y fugaces, y nunca había tenido una relación estable. De su vida social comentó: “Me quedan pocas amigas solteras… A veces me siento sola y, de vez en cuando, deprimida”.

Si bien el análisis de Laura permite pensar en diferentes aspectos de su personalidad, quiero limitarme a lo relacionado con su capacidad de establecer un vínculo de intimidad.

Laura vivía sola en un apartamento que su padre le alquilaba en una ciudad. Solía frecuentar bares y discotecas donde se sentía muy a gusto y con gran capacidad de socializar. En las sesiones describía algunas situaciones diarias y, sobre todo, sus salidas nocturnas, desde la óptica de sus sentimientos: “En el bar me sentí así”, “él me hizo sentir bárbaro”, “ella me hizo sentir mal y yo respondí de forma tal, lo cual me hizo sentir bien”. Con el correr de las sesiones pude observar que casi nunca mencionaba los nombres de las personas involucradas, y que no eran muy claros los acontecimientos y situaciones en las que iba sintiendo tal o cual cosa. Yo percibía su inmediata traducción de los sucesos de su vida en “me hace bien, o mal”, y pensaba que su posición era más de sentir que de sufrir. Cuando compartía con ella algunos de estos pensamientos, Laura respondía que sentía que yo la entendía, y agregaba: “eso me hace sentir bien”. Había algo reiterativo y eventualmente aburrido en sus relatos y, a pesar de que Laura se sentía a gusto en el análisis, yo parecía ser un anónimo más, que de antemano, y dijera lo que dijera, la hacía sentir bien. Parecía no haber nada personal e íntimo en nuestro encuentro, más bien una ficticia y placentera familiaridad. Cuando yo hacía una observación sobre su forma de relacionarse conmigo, tratándome como una función proveedora de placer, Laura, en tono apaciguador y jovial, explicaba: “sí, sí… claro, claro… es que es mi transferencia, así es en análisis“. Yo entendía que, vivenciando el encuentro analítico como algo previsible, Laura intentaba evitar la angustia de lo desconocido e inesperado.

Hacia el comienzo del segundo año de análisis, Laura conoció a Brian, un muchacho extranjero con el cual tuvo durante un fin de semana algo “nuevo y único” y durante las posteriores sesiones transmitió una gran felicidad y éxtasis. Pero, a partir de la segunda semana y durante meses, Laura comenzó a quejarse de lo que ahora llamaba “la relación”. “¡Ya no me hace bien!”, “no sabe tratar a una dama’, “me hace mal ver donde vive”, “no sabe halagar… ni siquiera mi vestido”, “¡me siento enojada! ¡Cuánto puede hablar de él o de su familia!”.

Si bien anteriormente yo representaba un indiferenciado y placentero objeto, mi rol cambió y debía ahora suministrar el consejo o la forma de recomponer “la relación”. Laura había perdido su sensación de vínculo ideal conmigo y con Brian, y exigía una reparación mágica y restitución del paraíso perdido. Su dificultad en sufrir su dolor y su pérdida era palpable y fue reemplazada por lo que pasó a ser una continua protesta: “Me siento mal en análisis. Usted no me ayuda (a recuperar el estado ideal)”. Laura sentía dolor ―proveniente de mi ineficacia y deprivación― y tenía grandes dificultades en sufrir el dolor de sus pérdidas en su vida y en su personalidad. En consecuencia, ambos estábamos embarcados en una relación carente de toda profundidad y complejidad: o éramos una pareja analítica adorable y yo, su ideal posesión, o una deplorable pareja analítica y yo, su detestable posesión.

Finalmente Laura se separó de Brian y comenzó a planear el final del análisis. Me decía: “Es evidente que no me ayuda”, “Brian volvió a su país”, “me estoy quedando sin ahorros”, “mis amigas solteras planean casarse”, “quiero tener mi propio apartamento y, si sigo en análisis, nunca lo voy a lograr”. Era bastante claro que yo era el responsable de su ruina, de sus frustraciones y de la catástrofe que le “tocaba vivir”.

Después de mis vacaciones del segundo año de análisis, Laura expresó su deseo de finalizar su análisis. Quería vivir como todas sus amigas: una vida normal. Quizás podía venir una vez por semana o cuando sintiera la necesidad. “Quiero vivir mi vida, no analizarla”. Se sentía bien y durante mi ausencia se sintió mejor, independiente, fuerte y competente. Pensé en su identificación con un objeto distante y frío, que tiene todo y no necesita de nadie y en su proyección de sus sentimientos de inadecuación y de falta de valor en mi persona, como una posible reacción a mis vacaciones. Reflexionando al respecto, me vino a la mente que, durante varias sesiones previas a mis vacaciones, tuve la fugaz sensación de que Laura se levantaba del diván y se retiraba del consultorio con más lentitud que la acostumbrada, una cuestión de segundos. Dilataba así la despedida. Me pareció entonces que esos imperceptibles segundos representaban un incipiente reconocimiento de nuestra inherente separación y expresaban su conflicto y sufrimiento internos ante esta emergente toma de conciencia. Supuse que mis vacaciones exacerbaron y desbordaron su incipiente capacidad de sufrir nuestra separación. Conjeturé que Laura había experimentado mi ausencia como una brutal y dolorosa expulsión de su fantasía de fusión y control sobre mí y como una pérdida irreparable. Abrumada su incipiente capacidad de sufrir, supuse que Laura necesitaba protegerse de este sufrimiento, identificándose con un objeto ideal, distante y auto competente. A la vez, era yo quien “la hacía sentir mal, enferma o carente”, razón de más para desear alejarse de mí y del análisis. Asimismo, tuve la posibilidad de observar cómo Laura, ante un intolerable sufrimiento, transformaba su sufrir en sentir.

En las sesiones siguientes hablamos de sus sensaciones de amenaza y de pérdida cuando me reconoce lejos de su órbita y de su control, y de sus diversas formas de protegerse. Comenté que me parecía que ya hacía un tiempo y, aunque solo fuera por fugaces segundos, había sentido dolor y enfado porque no siempre estábamos juntos. Laura no respondió directamente, pero sus asociaciones trajeron a mi memoria las frases de Bion que anteriormente mencioné. Laura comentó que había llegado al análisis porque “se estaba quedando sola y que ahora también se sentía muy sola, pero una soledad diferente”. Aclaró: “Antes calmaba mi soledad yendo a bares y discotecas. Ahora, a veces, me siento sola también en los bares y discotecas”. Luego de un tiempo largo agregó: “Es cierto que siento algo feo cuando nos separamos, no sé, tal vez soledad, pero lo raro es que siento un poco de soledad también aquí. Es como que usted nunca me entenderá… o no como yo quiero, o no del todo”. Creo que la soledad con la que Laura llegó al análisis, apaciguada con la ayuda de su fantasía de fusión grupal (amigas, discotecas, bares y en su análisis) comenzaba a contener e incluir a una soledad más relacionada con los límites de su self. Propongo que esta incipiente capacidad de sufrir su soledad le permite a Laura un vínculo más auténtico, profundo e íntimo consigo misma y con su analista.

Con el tiempo ambos pudimos observar un movimiento y una oscilación entre la satisfacción que Laura percibía como resultado del trabajo conjunto, en el cual me experimentaba, a pesar de su pesar y sufrir, como alguien que quería ayudarla, y entre la transformación de nuestro encuentro en una relación sadomasoquista donde Laura sentía que yo disfrutaba perversamente de su dependencia o me guardaba mezquinamente para mí los buenos consejos que me negaba a darle.

Actualmente Laura habla con más conexión sobre su soledad. Yo entiendo que se siente más separada de sus objetos y que sufre del dolor de desear un objeto que fantaseaba poseer o controlar.
 

Dany

Dany, por su parte, tenía cinco años cuando llegó al análisis. Durante el primer año jugaba, en casi todas las sesiones, el mismo juego de cartas, dejando poco lugar al pensamiento y a la sorpresa. En general, Dany no se interesaba por el resultado del juego y, de hecho, tampoco manifestaba interés en sí mismo, en mi persona o en nuestro encuentro. Con el correr de las sesiones se fue consolidando una atmósfera de falta de curiosidad, y Dany y yo repetíamos una y otra vez el mismo juego de cartas en forma mecánica y monótona. Yo me sentía restringido, aburrido y eventualmente logré formular que me encontraba sumido en una honda sensación de impotencia y desesperanza. Ocasionalmente, logré reflexionar y considerar que quizás mi honda sensación de desesperanza tenía que ver con que todo era cuestión de “azar” (las cartas que recibíamos), pero este pensamiento se desvaneció, y Dany y yo continuamos jugando nuestro rutinario juego. Quisiera destacar que, a pesar de que yo suelo pensar en mis emociones y en sus posibles significados, sesión tras sesión reiteraba con Dany el mismo encuentro rutinario, falto de curiosidad y de pensamientos. Para no extenderme, no voy a ahondar en más detalles, pero espero que sea posible hacerse una idea de lo desplegado en el seno de la transferencia y contratransferencia. Confío en que es posible observar la fuerza y magnitud de la proyección que se manifiesta en la identificación del analista con un objeto privado de su mente, a tal grado que su interés, su preocupación, su curiosidad y su capacidad de pensamiento y autorreflexión, quedan relegadas y neutralizadas.

Dany era un niño muy solo, sin amigos, con serias dificultades de aprendizaje, inmerso en sus fantasías y retraído en lo que parecía ser el limbo del desconocimiento.

En el curso del segundo año de análisis pudimos, en distintas ocasiones, observar y conjeturar que Dany prefería no pensar, ya que pensar le podía hacer sentir (o sufrir, en términos bionianos).

Con el tiempo y ocasionalmente, Dany emergía de su letargo y jugaba con más libertad, y yo podía pensar y entenderlo más. Entre otras cosas, aparecía con más claridad que Dany no quería saber que yo tenía otros pacientes: “¡Está prohibido hablar del tema!” ―me ordenaba Dani―, aludiendo a la prohibición interna contra el saber.

Quisiera avanzar y compartir una sesión del cuarto año de análisis, que ilustra la gradual y dolorosa toma de conciencia del lugar que Dany ocupa en su análisis y en el mundo.

En las sesiones previas a la sesión que quiero transmitir, Dany dramatizaba largas y sangrientas batallas que yo entendía como relacionadas con sus potenciales enemigos (hermanos, pacientes y otras partes de su self).

En la sesión que quiero relatar, Dany llegó muy serio y decididamente me ordenó: “Esconde todos los soldados”. A continuación, Dany buscó ansiosamente los soldados y, a medida que los encontró, se desató una intensa lucha entre ellos. Finalmente, Dany me dijo: “¡Los liquidé a todos!”. Le comenté que me pareció que empezaba a entender que, cuando no estábamos juntos, otros podían recibir cosas mías que a él le gustaban mucho, y que quería liquidar a todos y así ser el único que disfrutaba conmigo. Dany se veía pensativo; parecía preocupado. Con mucha delicadeza se acercó a mí y susurrando me preguntó: “¿Vos dormís aquí?”.  No era la primera vez que me lo preguntaba y, esta vez, luego de haber observado sus batallas, propongo que cuando liquidaba a los otros que venían aquí, tal vez tenía miedo de que vinieran a liquidarlo también a él y que todo el tiempo hubiera solo guerras aquí y en su corazón. Me pareció que me pedía que lo cuidara a él y las cosas buenas de él, y también las nuestras, para que no todo quedara destruido y liquidado.

Dany escuchó muy atentamente. Se tomó largos minutos; se le veía serio y reflexivo. De pronto me ordenó, gritándome: “Trae un papel y un lápiz” y con rapidez me dictó las reglas de “lo permitido y lo prohibido”. “Está prohibido terminar las sesiones en la mitad” (tema más que doloroso para Dany); “está permitido que me des todo lo que quiero y también llevarme a casa cosas del consultorio”; “estás obligado a limpiar el consultorio de la caca de los demás y también a ordenar el consultorio cuando me voy a casa”. Cuando terminó de dictarme el reglamento, me exigió casi a gritos: “¡Firma aquí Hugo Goldiuk,  firma Hugo Goldiuk, firma!”. Pero gradualmente su voz se apagó y se quebró y sus intentos de verbalizar mi nombre se convirtieron en débiles murmullos, antes de caer desfallecido en el diván, al otro lado del consultorio. Ya acostado, susurró casi imperceptiblemente lo que me pareció que era mi nombre. Ya casi no lo escuchaba ni entendía. Se abrió un abismo entre nosotros. Le dije a Dany que me mostraba cómo se siente cuando entiende que no puede evitar que yo vea y esté con otros, que sufría y se enojaba mucho imaginándome con otros, y que sentía que se le rompía el corazón en dos, yo de un lado y él del otro, y que a veces le parecía que nunca nos volveríamos a ver, que se sentía tan, pero tan, lejos de mí que se olvidaba de mí y de lo bueno que había entre nosotros. Dany estaba dolorido, sufría. Me dijo: “Sí, tengo el corazón partido”, y calló casi hasta el final de la sesión. Antes de despedirnos, me dijo: “Igual, voy a venir y tú vas a estar”. Le dije que hablar conmigo y pensar le hacía sufrir y entender cosas difíciles, pero también le arreglaba un poco el corazón y lo hacía sentirse más seguro.
 

Conclusiones

El psicoanálisis nos ofrece un marco y una oportunidad de “observar” que lo que “vemos” no es exactamente, ni necesariamente, lo que está allí o en nosotros. La singularidad y especificidad del proceso psicoanalítico tiene que ver con la oportunidad de conocer nuestro peculiar modo de entretejer nuestros discursos, mezclas dinámicas de ficción y realidad, propiciando así un contacto con nuestro particular modo de otorgar sentido y significado. Es en el marco de este contexto en el que entiendo la intimidad como un encuentro con nuestra distintiva manera de moldear los objetos  a través de los cuales “vemos” las cosas. Vale decir que la intimidad se refiere a un contacto con nuestra mente y una toma de conciencia de su funcionamiento y sus característicos modos de conocer, desconocer, interpretar y malinterpretar.

Bion nos ofrece una sutil diferenciación entre la experiencia de sentir y de sufrir, siendo esta última modalidad la que posibilita un encuentro y un vínculo con nuestra mente, nuestra verdad y nuestra forma de ser. Sufrir, conforme al espíritu bioniano, hace referencia a un encuentro íntimo y emocional con nosotros mismos y con nuestro ser ―no exento de afrentas, desafíos y dolores― toda vez que evoca nuestra inherente incompletud, finitud, y nuestra primordial soledad. Es más, la intimidad ―entendida como un proceso de toma de conciencia de nuestra particular “posición” activa y constituyente― involucra un reconocimiento de nuestra responsabilidad en la conformación de nuestros mundos y de nuestras vidas. Así pues, si bien la intimidad hace referencia a una relación sustancial y vital con nosotros mismos, Bion la caracteriza como un proceso de sufrir, sugiriendo tal vez, que todo vínculo conlleva una inherente y continua elaboración de dolores y angustias. Podemos entonces formular que disfrutar un vínculo íntimo es, asimismo, sufrirlo.

Probablemente, esta carga afectiva restringe en no pocos pacientes la motivación para establecer vínculos de intimidad, consigo mismo y con los demás, promoviendo a su vez relaciones confusionales que, empañando la diferenciación, provocan una gran excitación al abrazar la ilusión de una intimidad exenta de sufrimiento. Dany y Laura, ilustran intentos de sentir una intimidad, más no de sufrirla.

Dany intenta controlar a los objetos y a su analista, con la esperanza de establecer de este modo una relación estable y de confianza. De hecho, este proceder de dominio y sometimiento agudiza su angustia de destruir nuestro buen trabajo y nuestro lazo, intensificando sus angustias persecutorias y sus temores de ser objeto de represalias. Es justamente el surgimiento de un espacio y un vínculo entre nosotros ―a pesar del sufrimiento que Dany tan bien dramatiza― lo que le permite sentirse más seguro y más confiado en la fortaleza de su lazo  conmigo y  en la vitalidad suya y de sus objetos.

Laura, por su parte, disfraza su soledad bajo un manto de fusión seductora (amigas, discotecas, bares y su analista) con la tácita esperanza de alcanzar, de este modo, una relación exenta de dolores y carencias, plena de éxtasis y fascinación. En su proceso analítico comienza a emerger y sufrir una soledad más relacionada con los límites de su self y sus capacidades. Esta incipiente capacidad de sufrir su soledad le permite a Laura alimentar un vínculo más auténtico, profundo e íntimo consigo misma y con su analista.

Laura y Dany pueden, por momentos, sufrir un encuentro íntimo consigo mismos, vivido en el marco analítico como un encuentro analítico en el que conectan con una verdad sobre cada uno de ellos. Ambos sufren cuando se reconocen a sí mismos en su proceder, tanto en sus intentos de conocerse como en sus intentos de desconocerse. Conectándose íntimamente con lo que son e implícitamente con lo que no son ni serán, sufren de una dolorosa soledad, que Laura articula en palabras y Dany dramatiza al implantar entre nosotros una inaccesible distancia física y emocional. Simultáneamente, pudiendo elaborar sus intimidades, Laura y Dany muestran más capacidad y deseo de aceptar las posibilidades de amor, conocimiento y consuelo que una íntima relación con otros puede suministrar y que se expresa en una relación más sólida, vital e íntima con el analista.

Meltzer (1971), en su estudio sobre la sinceridad, comenta sobre el aporte de las relaciones íntimas a nuestras vidas y afirma que “las relaciones íntimas tienen como función el tornar tolerable la realidad solipsista de la mente individual”. Creo, entonces, que podemos percibir la paradójica riqueza de la intimidad de nuestras vidas y sostener que es la vivencia de intimidad la que nos hace sufrir de soledad, y es la vivencia de intimidad la que hace más tolerable el sufrir de soledad.
 

Referencias bibliográficas

Bion, W. (1963), Elements of psycho-analysis, London, William Heinemann.

Bion, W. (1970) (1993), Attention and interpretation, London, Karnac, pp. 9-16.

Bion, W. (1974), Atención e interpretación, Buenos Aires, Paidós, pág. 15.

Etchegoyen, H. (1981), “Instances and alternatives of the interpretive work”, International Review of Psychoanalysis, núm. 8, pp. 401-421.

Freud, S. (1921), “Psicología de las masas y análisis del yo”, en Obras Completas,  XVIII, Buenos Aires, Amorrortu.

Klein, M. (1963), “Sobre el sentimiento de soledad. Envidia y gratitud”, III, Buenos Aires, Paidós.

Kristeva, J. (2011), La revuelta íntima. Literatura y psicoanálisis, Buenos Aires, Eudeba.

Kristeva, J. (2013), El genio femenino. Melanie Klein, Buenos Aires, Paidós, pág. 116.

Meltzer, D. (1971), “Sinceridad: un estudio en el clima de las relaciones humanas”, en Sinceridad y otros trabajos, editado por A. Hahn, Buenos Aires, Spatia.
 

Resumen

El autor reflexiona sobre la experiencia de intimidad desde el vértice que la conceptualiza como un vínculo con nuestra verdad y con los vaivenes del contacto con la verdad de quienes somos. Así entendida, la intimidad nos especifica como humanos pero solo cobra trascendencia y sustancialidad cuando hacemos contacto con nuestra subjetiva manera de moldear nuestra realidad y con nuestros característicos modos de conocer, desconocer, interpretar y malinterpretar.

Asimismo, menciona la sutil diferenciación que Bion (1970) establece entre la experiencia de sentir y sufrir, y propone que solo esta última modalidad posibilita un encuentro y un vínculo con nuestra mente y nuestra verdad. Sufrir, conforme al espíritu bioniano, hace referencia a un encuentro íntimo y emocional con nosotros mismos y remite a nuestra inherente incompletud, finitud y responsabilidad, evocando así a nuestra primordial soledad. Por consiguiente, el autor propone que disfrutar un vínculo íntimo es, asimismo sufrirlo, y comprende de esta manera la frágil motivación de ciertos pacientes en establecer vínculos de intimidad (consigo mismos, con su analista y con los demás).

El autor ilustra intentos de sentir una intimidad, más no de sufrirla, con la ayuda del material clínico de dos pacientes: Laura, una joven cautiva de su tenaz anhelo de instituir y restituir una inalcanzable situación ideal y Dany, un niño de cinco años que no quiere pensar, saber ni aprender.

Entre sus conclusiones destaca la paradójica riqueza de la intimidad de nuestras vidas cuando sostiene que es la vivencia de intimidad la que nos hace sufrir de soledad, y es la vivencia de intimidad la que hace más tolerable el sufrir de soledad.

Palabras clave: intimidad, sufrir, sentir, soledad, relación.
 

Hugo Goldiuk
Psicólogo clínico, Psicoanalista,
Miembro titular en función didáctica de la Sociedad Israelí de Psicoanálisis-IPA.
 

[1] El presente trabajo fue presentado en el 50 Congreso de la IPA, Buenos Aires, 2017.