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Vivimos tiempos de inmediatez e híper comunicación que han cambiado para siempre nuestra noción de la intimidad, especialmente porque han afectado la percepción colectiva del tiempo. Hay dos conceptos que han resultado particularmente damnificados con la irrupción de la tecnología en nuestras vidas: el silencio y la soledad, que en muchos aspectos son una misma idea. Por lo que se refiere al silencio, la creciente implantación de estímulos exteriores, y de medios que facilitan su acceso, ha provocado que hayamos desasociado el espacio íntimo de la posibilidad de no escuchar nada más que nuestros propios pensamientos. Aunque silenciemos un dispositivo electrónico, somos conscientes de su existencia, y colectivamente tenemos la certeza de una comunicación que se produce y reproduce durante ese silencio. Por lo tanto, el silencio se ha vuelto un artificio, porque ya no es el resultado del azar o de una concepción del ocio, sino una decisión consciente que no nos redime de la injerencia exterior. Nos sabemos aislados, y hay una angustia implícita en el gesto de intentarlo. Esto va estrechamente ligado a la soledad: ahora es muy fácil no creerse solo, porque tenemos mecanismos que nos convencen de lo contrario. Vivimos en un permanente simulacro de compañía, y eso nos ha vuelto inoperantes como seres íntimos. La prueba es que entendemos la sobredosis del medio como la culpable de la falta de privacidad, pero en realidad la culpa es de nuestra percepción del tiempo y del espacio. La dificultad de estar solo es un problema inherente al individuo desde mucho antes que se inventaran los móviles y las redes sociales, lo que pasa es que ahora tenemos el pretexto para disculpar nuestros déficits cotidianos. Una imagen muy recurrente de la postmodernidad lo resume a la perfección: la de una pareja sentada frente a frente sin hablarse y mirando el teléfono. Una imagen que se reproduce también en el hogar, dónde se alterna lo doméstico con lo virtual, e incluso se confunde. Ya no hay silencio ni soledad, solo simulacro.

Otro de los elementos de nuestro entorno íntimo que ha cambiado es la noción del tiempo y del espacio. Sirva como ejemplo una imagen muy elocuente: hace unos años, no tantos como podríamos suponer, una llamada telefónica era algo que quedaba circunscrito a nuestra intimidad, porque siempre tenía lugar en un espacio considerado como doméstico. Preferiblemente el comedor de casa, o incluso el propio dormitorio. Era, en consecuencia, también un acto íntimo, porque requería mayoritariamente un lugar que nos resultara familiar. Tenía sus aspectos contraproducentes, porque la comunicación telefónica acostumbraba a tener espectadores no deseados, pero su manifestación formaba parte de lo cotidianamente reconocible. Con el teléfono móvil, ésta disposición “familiar” de la comunicación ha desaparecido porque lo llevamos encima. La disolución del espacio fijo ha suprimido nuestras costumbres cotidianas y ha transformado nuestra realidad en una suerte de desconexión latente. Paradójicamente, parece que estemos más conectados, pero en realidad hemos dispersado nuestra capacidad  comunicativa, porque se ha vuelto más voluble, más imprevisible e incluso más arbitraria. Ya no hay un tiempo para cada cosa, sino que las cosas nos ocupan el tiempo. También se nos ha robado otro concepto inherente a nuestra intimidad: la espera.

Las redes sociales y los medios tecnológicos nos han vuelto hiperactivos. Conceptos como el tedio se combaten ahora con la falsa apariencia de comunicación, y lo que antes eran esperas, ahora son transiciones que se aprovechan para la navegación virtual. La espera siempre ha sido un concepto íntimo en tanto que nos forzaba, de alguna manera, a aceptar la posibilidad del aburrimiento, esos periodos cotidianos que parecían tener como único y plausible objetivo escuchar los propios pensamientos o entregarse a la percepción de lo cotidiano. Es una conclusión a la que se llega con la mera observación del entorno: en el metro, en un parque, en la cola del cine, nadie mira panorámicamente la realidad visible o  simplemente está concentrado en sí mismo , sino que contempla el mundo que le abre una pequeña pantalla. No hay una mirada tangible sobre lo real, porque lo simulado lo ha sustituido. Por eso las esperas eran parte de nuestra intimidad, porque había en su inevitabilidad la sensación de una inmediatez mucho más epidérmica. Ahora, en cambio, se ha disuelto cualquier viaje a los entornos, porque los percibimos como inservibles. La información de las redes sociales es un antídoto contra la vivencia de la espera y del tiempo asociado a ésta. Más allá de ésta constatación, está la más evidente, que ahora todos somos susceptibles de ser localizados. Basta fijarse en la diferencia entre el ayer y el hoy: antes, para ser encontrados telefónicamente teníamos que estar en casa, esto es, en la intimidad; ahora, hemos volatilizado nuestras parcelas en el hogar para ceder todo protagonismo a la inmediatez. Antes te decían “no estabas en casa”; ahora, “no lo has cogido”. En los matices entre una y otra expresión está el resumen de un viaje generacional hacia la servidumbre tecnológica, y también de una pérdida de intimidad que hemos normalizado hasta extremos inquietantes.

Al final, el gran legado de la postmodernidad serán las máscaras, las propias y las ajenas. La intimidad siempre ha sido el mejor espejo, ese rincón donde se reproducen con fidelidad los matices de la personalidad, las contradicciones y aquello que se afronta y se rehúye de uno mismo. Las redes sociales han convertido ese espacio en un torpedo a las interioridades y su conversión en una proyección exterior. O lo que es lo mismo, un disfraz, una máscara. Las redes sociales nos convierten, fundamentalmente, en directores de una película, la nuestra. Creamos un relato a conveniencia que proyecta una imagen que no se corresponde necesariamente con nuestra realidad. Seleccionamos aquello de nosotros que queremos mostrar, lo exhibimos y buscamos con ello una reacción ajena; en la mayoría de casos, una aceptación. Que la expresión virtual para la aceptación sea la palabra like da la justa medida de lo que buscamos. Construimos una historia que tiene dos funciones: la primera, el embellecimiento de nuestras cotidianidades y, en la misma esfera, la trascendencia de nuestras opiniones; la segunda, huir de nuestros conflictos íntimos. Esto último de manera incluso involuntaria, porque en la construcción del relato para la observación ajena renunciamos, con mayor o menor consciencia, al necesario matiz sobre nuestras intimidades. En realidad no revelamos nada de nosotros mismos en las redes, sino que deformamos nuestra realidad para contársela a terceros. No tendría nada de malo si el control sobre nuestra proyección fuera total, o todo el mundo tuviera los recursos necesarios para el autoanálisis, pero el problema reside en que se hace desde la ligereza y la voluntad muy primaria de esconderse detrás de una máscara. Tal vez la máscara nos haga funcionales para la continuidad del relato, pero nos hace inhábiles a la hora de aceptar nuestras frustraciones, que tal vez mutan pero nunca desaparecen. La intimidad, al final, se diluye en la máscara porque insistimos en actuar acorde con ella, de la misma manera que el individuo se diluye en su proyección virtual. Una buena prueba es que las redes sociales son instrumentos muy eficaces para la propaganda o la difusión de uno mismo, pero nunca para conocer de verdad al  usuario. Lo más curioso es que todo esto se manifiesta socialmente tras años, décadas, de advertencias culturales respecto a nuestro devenir. Está el Gran Hermano de la novela “1984” de George Orwell, los replicantes de la película “Blade Runner” o las atrocidades tecnológicas de la serie televisiva “Black Mirror”, fabulaciones que observamos con distancia contemplativa, pero vivimos en ellas con una naturalidad inquietante. Por todo esto las personas se enamoran por chat y se dejan deslumbrar por los relatos ajenos: son simulacros a los que damos categoría de realidad, porque de algún modo nos hemos convencido que son menos dolorosos que aquello que percibimos como tangible. Pero cuando trascienden al mundo real, y se vuelven terriblemente palpables, nos damos cuenta que no dominamos el medio como creíamos. Como en un baile de máscaras venecianas, nos fascina más el presunto anonimato que el sentido final de la coreografía. Las redes sociales nos construyen la ilusión de ser parte de una comunidad que en el fondo es invisible, porque desaparece instantáneamente en la oscuridad de nuestros problemas. Las redes sociales son el reverso oscuro de la intimidad, porque nos distraen de ella, o nos ayudan a disfrazarla, pero no nos otorgan ni un solo mecanismo para mejorarla. Seguramente el mejor resumen se encuentra en “La red social”, esa maravillosa película de David Fincher sobre el creador de Facebook dónde el protagonista, resentido con su exnovia, construye la mayor red social del mundo con el único propósito, al final, de estar un poco más cerca de ella. Es triste, sí, sobretodo porque es verdad.
 

Resumen

Nuestra intimidad ha cambiado radicalmente durante los últimos años. En gran medida, por la irrupción de estímulos exteriores que hasta hace no tanto nos eran desconocidos, pero también porque hemos disuelto nuestra identidad, cuando no la hemos disfrazado, en las redes sociales. Todo esto nos ha convertido en seres muy diferentes, algunas veces incapaces de estar solos y, otras tantas, esclavos de las reglas de lo virtual. 

Palabras clave: soledad, silencio, redes sociales, intimidad, máscara, ilusión
 

Pep Prieto
Escritor, periodista y crítico de cine y televisión,
Colaborador habitual del Diari de Girona, «El Món a RAC1» y el programa «Àrtic» de BTV,
Autor de las novelas La disfressa de l’indigent, Mala premsa, La teoria de l’imbècil, Els llunàtics, y del ensayo sobre cine y política Poder absoluto.
pituprieto@hotmail.com