Yo, en cambio, digo que el infierno es
la ausencia de otros: eso es el infierno.
Louise Bourgeois
Esa capacidad poco común de transformar en terreno de juego
el peor de los desiertos….
Michel Leiris
Cuerpo, adolescencia y entorno
El adolescente transita su etapa de desarrollo en constante interacción con un entorno que no siempre le acompaña. Nuestra sociedad contemporánea vive cambios vertiginosos. Las transformaciones de los modelos familiares, las revoluciones biotecnológicas, la convivencia de múltiples culturas como resultado de los grandes flujos migratorios, la invasión corrosiva de las políticas basadas en la filosofía del Mercado Libre que ha puesto en jaque los Derechos Humanos, están sumiendo a las estructuras sociales en profundos y rápidos procesos de transformación que aumentan el estado de incertidumbre y desorientación.
Una sociedad líquida, en palabras del sociólogo Zygmunt Bauman (1999), caracterizada por la relatividad de valores, la movilidad de los sujetos y una elevada dosis de incertidumbre. El vínculo social padece en la actualidad serias fracturas y contradicciones que dificultan la acogida de sus nuevos miembros a un espacio común de vida con sentido. Esta situación dificulta en los adultos y los grupos, especialmente en aquellos más psicosocialmente vulnerables, la capacidad de contener la incertidumbre que también es propia de la adolescencia. No es casual que los conflictos con la adolescencia estén llamando poderosamente nuestra atención en estas últimas décadas. Los trastornos de la alimentación y de la conducta, la problemática de la violencia y el fanatismo, los embarazos precoces, el abuso de las drogas, la tensión en las aulas, las transformaciones del cuerpo… nos plantean serios interrogantes y nuevos retos para su manejo. Como ocurrió con el “descubrimiento” de la infancia en la Ilustración del s. XVIII, la adolescencia como etapa ha empezado a ser más considerada desde hace ya décadas en múltiples campos de atención.
A nuestra tarea clínica con adolescentes en el ámbito privado, se ha sumado una rica experiencia de atención en Salud Mental a adolescentes y jóvenes en el ámbito de la Justicia juvenil en un dispositivo especializado de la Red Pública de Salud en Cataluña, donde ambos trabajamos desde hace más de veinte años junto con un equipo de colegas[2]. Esto nos ha permitido acercarnos a una población adolescente de difícil acceso, pues su demanda de ayuda es por lo general inexistente, y con una marcada tendencia a la actuación como forma de enfrentar el malestar psicológico.
Establecer las bases para construir un vínculo y un diálogo psicoterapéutico con estos adolescentes no es tarea fácil. Y a ello nos ha ayudado de forma especial el asesoramiento y la supervisión mantenida con Luis Feduchi durante todos estos años. A lo largo de nuestro aprendizaje hemos tenido que adaptar nuestra metodología no solo a las características específicas de la etapa, sino también a la especial dificultad que representa ofrecer una invitación a la palabra a sujetos acostumbrados a no contar con el otro y a resolver su malestar a través de la acción y la actuación. No es el objetivo de esta presentación explicar esta metodología pero queremos destacarlo, pues sin estas adaptaciones la observación que una comunicación confiada del adolescente permite no es posible.
La esencial tarea evolutiva que se encara en la adolescencia es la construcción de un nuevo sentimiento de identidad en la transición de la infancia a la adultez, en un proceso marcado por los duelos y las nuevas integraciones que han sido clásicamente descritos (Ana Freud, 1958; Blos, 1962; Aberastury, 1979). Pero, ¿qué es el sentimiento de identidad? Del mismo modo que Winnicott (1965) nos hablaba de la “madre suficientemente buena” como un descriptor de las características que el entorno debería poseer para facilitar y estimular el desarrollo en la infancia, ¿podríamos hablar de la necesidad de conquistar un sentimiento de identidad “suficientemente bueno” en esta etapa? ¿Qué características lo definirían? A lo largo de nuestra experiencia clínica y siguiendo la descripción de la interacción contenedora que Winnicott (1965) desarrolla en su concepto de holding, consideramos la importancia de una serie de cualidades del sentimiento de identidad. Éste va a requerir una sensación de suficiente coherencia interna, sin contradicciones insostenibles o vivencias de fragmentación insoportables; una experiencia de continuidad en el tiempo que conceda la oportunidad de reconocerse como uno mismo en cada momento; una vivencia de realidad lejos de difusas sensaciones de estar soñando o alucinando, y un sentimiento de gozosa autoestima, de satisfacción con alguna competencia o característica personal, a salvo de la culpa o la vergüenza que pudiesen minarla (Tió, Mauri, Raventós, 2014). Un sentirse suficientemente bien con uno mismo que cimienta la capacidad de estimar, de apreciar la belleza y la verdad del entorno, dejarse llevar por la curiosidad y el deseo y confiar. Dificultades en este proceso de construcción de la identidad pueden llevar a diferentes soluciones defensivas como la utilización del propio cuerpo como modulador de ansiedades.
Como señalaban los organizadores de la V Jornada Ibérica de Psicoanálisis, celebrada en Lisboa en octubre de 2017, recordando a Freud, el cuerpo es uno de los organizadores del yo desde lo real. Dentro de ese real también están los otros, las relaciones, que con sus cuerpos, sus presencias y sus ausencias construyen al sujeto en un constante diálogo interactivo.
Esto último ocurre especialmente en la adolescencia. En la infancia el cambio en la dentición y el crecimiento ya han introducido al infante en la experiencia de cambio corporal sin control de la voluntad. En la adolescencia se reactiva esta experiencia y la vivencia de descontrol puede en algunos jóvenes desvelar grandes angustias. Estos cambios obligan a una continuada resignificación de la imagen corporal y a la renovación de su investimento narcisista. El cuerpo es en la adolescencia un campo privilegiado donde se expresa la lucha por la construcción de esa nueva identidad y las defensas contra las angustias y la excitación desbordantes que amenazan el equilibrio psíquico.
La crisis en los sistemas de reconocimiento social determinada por la precariedad laboral, el alargamiento de los procesos de formación, las “nuevas” identidades sexuales o las dificultades de integración cultural en los procesos migratorios dificulta el tránsito a la vida adulta, haciendo justamente del cuerpo un lugar de culto que se resiste al desmantelamiento del sujeto. Si hace varias décadas la aparición del cuerpo maduro del adolescente señalaba ya la posibilidad de su incorporación al mundo adulto, en la actualidad los procesos de subjetivación se hacen más tortuosos.
La revolución en las tecnologías de la información y la comunicación ha hipertrofiado la utilización de la imagen en detrimento de la palabra contribuyendo aún más a la utilización del cuerpo y su imagen. Y, aunque el ser humano siempre ha recurrido al artificio para hacerse con su cuerpo, para portarlo al mundo (Foos, 2011)[3], en la actualidad el cuerpo sano, el cuerpo bello, el cuerpo erótico, el cuerpo adornado…, son espoleados por el consumismo y utilizados por el sujeto como único lugar donde ejercer el dominio y el control del que se siente desposeído. “Agarrarse al cuerpo para existir”, como ya señalara Piera Aulagnier en 1979. A través de las marcas en la piel los adolescentes intentan alejarse de una situación que no les satisface, la marca denuncia a la vez que fija un estado de exclusión. Provoca una suerte de autoestigma que permite hacer visible lo que de otra manera permanecería oculto (Brena Torres, 2009).
Queremos compartir en esta presentación algunas observaciones, interrogantes y reflexiones sobre la utilización del tatuaje y los cortes cutáneos autoinfligidos en esta etapa del desarrollo. Consideramos que son fenómenos multicausados con componentes culturales, sociales, de relación con los entornos más próximos al adolescente e individuales. Considerando estos contextos y a partir de nuestra observación clínica vamos a enfocarnos en este trabajo hacia la reflexión sobre la contribución que estas conductas proporcionan al equilibrio psíquico del sujeto.
La idea de que los tatuajes, así como otras modificaciones corporales, y los cortes autoinfligidos que se producen en la piel son un intento de autorregularse, restableciendo la función contenedora no ejercida por la madre o por el entorno, tal como ya señalara Anzieu (1987), nos remite, como veremos, a la problemática del trauma por un lado y a la de los procesos de simbolización o mentalización fallidos por el otro. La piel del adolescente se convierte así en estos casos en el terreno de juego donde se expresan los dramas de varias fronteras, la del interior con el exterior, la existente entre el niño que se está yendo y el adulto por venir, y la que se da entre la sociedad y sus nuevos miembros que pretenden o no incorporarse a ella.
Tatuajes[4]
David
David, un joven que ha sido denunciado por lesiones en una pelea, lleva tatuada buena parte de su cuerpo. A sus actuales diecisiete años hace ya casi un año que franqueó la barrera del rostro, iniciado por un familiar tatuador profesional. En una de sus sesiones describe las diferentes motivaciones conscientes que lo llevaron a cada uno de ellos. El primero fue una lágrima debajo del ojo, le impulsó a ello la muerte de su cachorro Rambo a causa de una infección. Poco después se enteró de que la “lágrima debajo del ojo” aludía en ambientes carcelarios al asesinato, pudiendo a veces representar el perpetrado por el mismo tatuado. David decidió entonces camuflarlo con una cruz. A pesar de ser supersticioso David no era creyente, y no se sentía cómodo con la cruz al pensar que esa imagen representaba una religión a la que no se adscribía, “todo lo que la sociedad te impone”. Así que poco después se tatuó una cruz invertida en otra zona del rostro. Aunque la cruz invertida también le inquietaba al asociarla con “entes demoníacos”, pensaba que la existencia de los dos tatuajes equilibraba la balanza. Posteriormente se tatuó las iniciales de sus apellidos, la palabra “familia” y la expresión “bendita locura”. A David le enoja que la gente se sienta intimidada por su aspecto. “No lo he hecho con esa intención”, “no me creo superior, solo soy diferente”. Por otro lado, le gusta como algunos jóvenes lo miran con aprecio, como admirando su valentía. Su aspecto físico le sirve así de radar para relacionarse, anticipando las reacciones de aceptación o rechazo de los demás.
El rostro de David dibuja un mapa de fuerzas y contrafuerzas que, en un esfuerzo titánico, luchan por alcanzar un cierto equilibrio en su sentimiento de identidad.
Pontalis abre el prefacio al libro de Winnicott Realidad y Juego con la siguiente cita de Michel Leiris: “Esa capacidad poco común […] de transformar en terreno de juego el peor de los desiertos […]”. La piel que evoca caricias y juegos amorosos puede también estar desierta de ellas. Será entonces cuando se busca restaurar esta experiencia a través de este particular proceso de pintarla inyectando bajo su superficie tintas de colores, “una estimulación erótica y cálida a través de la superficie de la piel permite destacar los límites de la imagen corporal y restaurar un sentimiento cohesivo del self” (Reisfeld, 2004).
¿Podríamos observar este fenómeno desde la perspectiva del concepto psicoanalítico de espacio transicional[5], tal como también señala Silvia Reisfeld? Albergando la piel el recuerdo de una ausencia o la construcción de una presencia que debe ser rellenada con pinturas, entre lo imaginario y lo real, en una piel, espacio sensorial, pantalla de proyección para lo presimbólico y lo simbólico, para lo preverbal. El tatuaje cumpliría así la función de un operador psíquico, de un espacio intermedio para procesar duelos y complementar o construir un sentimiento de identidad (Reisfeld, 2004). Para esta autora el cuerpo con tatuajes proporciona una “gradual anulación del ser anterior y la asunción de una identidad original en cuyo trasfondo subyacen fantasías de resurrección o auto engendramiento”.
Siguiendo esta reflexión encontramos la idea de objeto transformacional propuesta por Bollas (1987). Este autor, a partir de la formulación de Winnicott sobre la madre ambiente, establece que esa unión primera madre-bebé trasmite un “idioma”, una “estética de existir”, es decir, una forma particular de sostener, proteger, por medio de gestos, miradas y distintos tipos de expresiones. Esta madre ambiente-somático es como un objeto transformador que perdura luego en la vida adulta en la búsqueda de objetos que cumplan una función transformadora. Nosotros nos preguntamos si este ambiente madre-bebé, creado en la primera infancia, ha transmitido una estética de existir en la que el dolor y la superficialidad del contacto han predominado y se reencuentra en el tatuaje, o en el piercing. A menudo adolescentes con lenguas adornadas con piercings nos explican lo agradable que es, tras el dolor y las molestias de los primeros días, tener siempre en la boca algo con lo que entretenerse y calmarse.
David fue hijo de padres adolescentes, ambos se escaparon de sus domicilios para poder tenerlo ante la negativa de las familias a seguir adelante con el embarazo. Pero pronto la joven pareja se separó y David se quedó solo con su madre, que fue acogida por unos familiares. La madre de David recuerda esta etapa llena de conflictos con sus familiares y disputas con el padre, con el que hicieron varios intentos de retomar una relación marcada por la violencia entre ellos. “Su padre me amenazaba con llevarse al niño si no volvía con él”. Explica que David era un niño lleno de miedos, “tenía miedo a la oscuridad, a los ruidos…” Durmió con ella casi hasta los seis años. Sufrió de enuresis primaria hasta los ocho años. Pronto empezó a tener conflictos con los otros niños, “le pegaban y él empezó a pegar”.
A menudo hemos observado como en la adolescencia se reeditan ansiedades primitivas disociadas en la primera infancia y mantenidas en ese estado durante la etapa de latencia (Tió, Mauri, Raventós, 2014)[6]. La disociación de vivencias traumáticas que no pueden ser mínimamente integrables compromete los procesos de simbolización que permitirían su elaboración y genera “núcleos de experiencias no formuladas” (Stern, 1983). Pero lo disociado es contexto-dependiente y la angustia puede reactivarse si los afectos disociados son eventualmente evocados (Howell, 2007). La desorganización que se produce en la adolescencia al enfrentar los múltiples cambios de la etapa e incrementarse las ansiedades del proceso de individuación y separación fractura la disociación y nuevos mecanismos de defensa deben ser empleados para manejar la angustia de nuevo desbordante.
El tatuaje, con su permanencia y estabilidad, compensa un vacío interno, una labilidad de las introyecciones primarias fruto de un cúmulo de experiencias traumáticas. Las iniciales de su familia, la propia palabra “familia” en el rostro de David, vienen a compensar de forma idealizada – al mismo tiempo que la denuncian – esa falta. En lo que podría ser un estadio algo más avanzado de elaboración, los tatuajes también pueden intentar reforzar la permanencia del objeto interno ante la pérdida y los temores más profundos en torno a la finitud (Reisfeld, 2004). Como parece suceder con la lágrima que David se tatúa tras la muerte de su cachorro. Tatuándose una lágrima David parece mostrar una gran necesidad de comunicar, a nadie en particular y a todos en general, que está profundamente triste desde que ha perdido su primer objeto elegido. ¿Un objeto representante de su parte más débil y necesitada? También es una comunicación consigo mismo. ¿Un intento de elaboración que lucha contra el olvido, la disociación y la negación? ¿O justamente una defensa contra ella? Obturando el duelo, sacándoselo de la cabeza y depositándolo en la piel, en una solución de compromiso en la que se congela el dolor sin deshacerse totalmente del objeto interno. ¿Expresa también su incapacidad de llorar? ¿Son los temores a deshacerse prematuramente de su recuerdo, a “matar” su recuerdo para no llorar los que le llevan a la confusión con el asesinato?
La práctica del tatuaje es tan antigua como la historia de la humanidad. Con diferentes significados: rituales y simbólicos (antiguo Egipto, culturas incaicas), como marca para señalar diferentes estatus sociales y jerarquías de poder (antigua Grecia y Roma), con fines estéticos (culturas orientales). Una de las evidencias más antiguas registradas[7] se encuentra en los restos naturalmente momificados de un cazador neolítico encontrados en 1991 en un glaciar de los Alpes, situado en la frontera entre Austria e Italia. Se los conoce como “el hombre de Oetzi”, con una antigüedad de cinco mil trescientos años, con la espalda y las rodillas tatuadas, probablemente con fines terapéuticos[8]. Pero la palabra tatuaje tiene su origen en el lenguaje polinesio donde se utilizaba como rito de iniciación en la adolescencia (Hewitt, 1997; Sinclair, 1908) comprendiendo los significados de status social, pertenencia al grupo y protección contra fuerzas destructoras. Como ya describiera Freud en Totem y Tabú (1912), haciendo una analogía entre el desarrollo del psiquismo humano y el origen de las sociedades primitivas, el tótem, al igual que el tatuaje en las sociedades polinesias, vincula al grupo y sella el pacto de la exogamia y el tabú del incesto. Tatuaje y tabú son palabras emparentadas en el lenguaje polinesio, describiendo esta última el estado de la persona que está siendo tatuada. Desde esta perspectiva el tatuaje tiene pues una función totémica, protegiendo mágicamente contra los miedos a fuerzas demoníacas que son proyecciones en el entorno de deseos inconscientes de participar en los actos prohibidos que define el tabú.
La intranquilidad de David ante la cruz invertida que se tatúa desde su rebeldía adolescente, luchando “contra lo que la sociedad te impone”, parece expresar este tipo de temores al descontrol de sus impulsos. La cruz “ortodoxa” vuelve a ser necesaria como protección mágica.
Alejandro
Alejandro, de dieciocho años, es un chico arrogante. Ha sido denunciado por un robo con violencia y es orientado a nuestro servicio por su impulsividad y agresividad. Alardea de sus delitos, a los que se agarra como una seña de identidad, dejando al mismo tiempo entrever su necesidad de ser tenido en cuenta. Alejandro se ha integrado en un grupo de ideología ultra, acostumbrándose así a deshacerse de sus sentimientos de vulnerabilidad, proyectándolos en los otros a los que intimida. La relación con sus padres está fuertemente marcada por el desprecio, “mi madre es una loca y mi padre un pelele en sus manos”, y los tiene esclavizados con demandas constantes y exigencias de atención a sus necesidades.
Tras un fuerte enfrentamiento con sus padres que motivó que estos lo denunciaran por agresión, Alejandro se siente expulsado y responde tatuándose al cabo de unos días en la pierna la imagen de una pistola y de los cuatro ases de la baraja. En una de sus sesiones de tratamiento y sin hacer mención explícita a su evidente nuevo tatuaje comenta: “para mí, mis padres han muerto, no los necesito para nada”.
El funcionamiento narcisista, expresado de forma tan cruda por Alejandro, intenta protegerle de las vivencias de fragilidad e insuficiencia, de desbordantes sentimientos de necesidad y vulnerabilidad. Las representaciones idealizadas sobre el propio self y los objetos internos que el narcisismo sustenta se refuerzan y fijan con los tatuajes. El narcisismo proporciona la vivencia de seguridad que un proceso de construcción de la identidad más creativo no está alcanzando. Pero este funcionamiento compromete significativamente su desarrollo, pues las relaciones de intercambio en las que podría sentir que recibe algo del objeto son evitadas en mayor o menor grado. Los procesos introyectivos quedan así obstaculizados y el vacío representacional y simbólico que se sufre también queda así fijado sin transformarse (Maldonado, 1999). Así la paradoja, ¿puede un “símbolo” contribuir a frenar el proceso de simbolización?
Si bien Alejandro se refugia en un funcionamiento narcisista, otros jóvenes todavía luchan por controlar sus pulsiones libidinales, que pasan a ser vividas como amenaza ante el riesgo de exponerse a una decepción insoportable.
Jessica
Jessica, una joven de diecisiete años, explica a su terapeuta el significado de los símbolos orientales que lleva tatuados en su muñeca. “Quiere decir que no me volveré a ilusionar”, “no debo olvidarme”, “son unas letras japonesas que vienen del código samurái”, “autocontrol y disciplina para ser más fuerte”. Mientras estaba internada en el centro educativo, Jessica se enteró de que su novio, que había dejado de responder a sus cartas y con el que llevaba un año saliendo, estaba teniendo otra relación. No quería volver a plantearse ninguna relación más, exponerse a una nueva decepción, al dolor y a la ira. Se ejercitaba en la contención de sus deseos. Incluso cuando en el centro tenía ganas de bajar al patio…, “me encierro en mi cuarto, esperando a que se me pasen, miro el tatuaje…”, entrenándose en lo que ella creía era la virtud ascética de las Onna-bugeishas, las mujeres guerreras samuráis.
Jessica todavía confía poco en sus capacidades mentales para hacer frente a la perdida y la desolación y se agarra a un mandato protector que precisa fijar con el tatuaje, “no debo olvidarme”, “no me volveré a ilusionar”.
La función ancestral que el tatuaje tiene como rito de iniciación y de pertenencia al grupo refuerza la identidad del adolescente y modula su sentimiento de soledad.
David, con sus tatuajes en el rostro e iniciado por su familiar pasa a ser miembro de una comunidad, la de los “tatuados en el rostro”, que le hace sentir acompañado. Alejandro hace lo propio en su banda ultra o Jessica en ese grupo imaginario de las mujeres samuráis. “Eres uno de los nuestros”, “nunca te abandonaremos”, “sabes que no te vamos a fallar”. Con estas frases se refieren jóvenes y adolescentes a las bandas violentas en las que ingresan, sellando su pertenencia con tatuajes y otros rituales. Compromiso, lealtad, honestidad, fidelidad…, virtudes positivas que valoran, al tiempo que niegan el precio del sometimiento y la anulación de su subjetividad que deben pagar por ser incluidos en este tipo de organizaciones. Así el intento de diferenciación e individuación y la búsqueda de semejantes en un grupo de pertenencia, se superponen paradójicamente en un mismo gesto.
Autolesión
Patricia
En una de sus sesiones la terapeuta de Patricia, que acaba de cumplir quince años, se interesa por una marca que tiene en el dorso de la mano y que Patricia intermitentemente toquetea. “¿Te ha pasado algo en la mano?” “Ah!… Eso… es un ‘happy’[9], se hace con el encendedor, estaba aburrida…, estaba en la calle con mis amigos, pero ellos estaban a lo suyo, me aburría…, era un rollo, no sabía qué hacer… ¿Sabes?, ahora ni fugarme del centro me divierte, total tampoco tengo a dónde ir…”.
A diferencia del tatuaje, a través del que se pueden rastrear ciertos intentos de elaboración y/o comunicación, la autolesión en forma de cortes cutáneos u otros daños auto infligidos sobre la piel, como en el caso de Patricia, utiliza el cuerpo como receptáculo de una descarga de tensiones internas insoportables. Contenidos mentales que han quedado lejos de los procesos de simbolización o mentalización que podrían ayudar a su manejo. En este comportamiento el otro suele estar radicalmente ausente en la mente del adolescente, “total tampoco tengo a donde ir”… La mayoría de veces se realizan en privado, de forma clandestina y el factor de “llamada de atención” o movilización de los otros, aunque también puede estar presente, se muestra como secundario.
La quemadura de Patricia se halla en la frontera con el tatuaje. Es una quemadura, pero el resultado es una marca indeleble, una cicatriz que adquiere una forma particular, de “happy”, un emoticón sonriente que viene a rellenar por oposición ese vacío interior tan insoportable que siente en forma de “aburrimiento”, una profunda experiencia de desvitalización, algo mortecino.
La autolesión tiene un claro efecto ansiolítico, “de repente te quedas tranquila, te relajas…”, explica Patricia. Una vivencia emocional insoportable, imposible de integrarse, necesita ser efectiva y rápidamente evacuada. Ha sido Shelley Doctors (1999) quien ha descrito esta conducta como “una estrategia para afrontar una experiencia intensa y abrumadora” más allá de su presentación de apariencia violenta y autodestructiva. Esta autora relaciona estos afectos con experiencias traumáticas en la infancia. Experiencias de “violencia emocional” asociadas a abusos y maltrato que fueron disociadas en la infancia, tanto para proteger el vulnerable aparato psíquico de un malestar inmanejable como para preservar la relación con unos cuidadores de los que se depende esencialmente. Esta disociación impide la metabolización y la integración de esas vivencias a través de procesos de simbolización. La “violencia emocional” conduce a que los adolescentes, en momentos de necesidad, se aparten de los otros para buscar desesperadamente el consuelo, en una acción dirigida hacia sí mismos. La acción subvierte la experiencia pasiva de ser objeto de violencia. La expectativa es que el dolor emocional debe ser gestionado sin recurrir a otros. Se crea así una vulnerabilidad a la autolesión (Doctors, 1999).
Aida
Aida ilustra claramente la extrema dificultad para contar con el otro, para comunicarse en un intercambio que sería el que abriría paso a procesos de simbolización. Hija única, sus padres se separaron a sus tres años. La relación con el padre es prácticamente inexistente pues hace años reside en otro país y prácticamente no tiene contacto con él. Con su madre, el muro de incomunicación aparece como infranqueable. “Me siento encerrada”, “no puedo hablar con ella, si me critica hasta la más pequeña tontería, ¿cómo le voy a contar lo más profundo?” Aida, a sus catorce años ha ensayado una defensa anoréxica, intentando controlar el desarrollo de un cuerpo “que odia”. Pero hace unos meses descubrió por Internet la posibilidad de autolesionarse infringiéndose cortes en los brazos y las piernas como una manera de calmarse. “Yo me ahogo y todos respiran a mi alrededor”, “me cogen ganas de tirarme al suelo […] ceder y caer aplastada”, “necesito matar el dolor, [cortarme] es muy efectivo”. Aida se corta clandestinamente, y resiste el paso del día fantaseando con el momento en el que podrá hacerlo en su habitación. No fue hasta después de unos meses de estar comportándose así que su madre lo descubrió y solicitaron ayuda. Será a lo largo de la terapia donde Aida irá encontrando palabras para acompañar su dolor de algo más que cortes en su piel. “Mi madre se puso tan triste cuando vio que me cortaba, pero yo no lo soporto…, yo ya estoy infinitamente triste, y además ella siempre ha sido tan seca […] A veces tengo ganas de llorar, pero no puedo, y otras veces los ojos me lloran pero yo no siento nada”.
Un cuerpo desconectado de su emoción y una emoción desconectada de su cuerpo que impide la vivencia que abriría la puerta de la simbolización. El entorno puede ser deficitario en sus capacidades de contención y generar desconfianza, pero Aida va también descubriendo los profundos miedos que le hacen “no esperar nada de nadie” y sentir que “su cabeza le tira piedras por dentro”. El miedo a su propia violencia, “a mi madre le hablo muy bajito, o hablo muy bajito o me saldrá un grito que lo dejará todo claro de una vez por todas, demasiado claro…”. Y el terror a su vulnerabilidad, “no soporto que me vean débil, si lo hicieran podrían hacer conmigo lo que quisieran, todo lo que quisieran”.
Los fallos en el proceso de simbolización que lleva del cuerpo a la mente, hacen que el malestar vivido corporalmente se intente resolver al mismo nivel. La experiencia traumática vivida por definición en soledad impide la aparición de la palabra que surge de la comunicación empática con otro. Tal como explicó Bion (1962), la mente es incapaz de pensar los pensamientos y manejar las emociones experimentadas mediante un sistema de representaciones y vinculaciones. El trauma desalienta el uso de la identificación proyectiva con fines comunicativos (Klein, 1946), pues la expectativa de ser comprendido no existe.[10]
Juan
Juan, un joven de dieciocho años llega a su primera visita de valoración. Desde hace una semana vive en un centro de justicia juvenil en régimen residencial semi-abierto. Viene de cumplir una medida judicial de casi dos años en un centro cerrado. Su apariencia es de alguien más joven de la edad que tiene. Aunque es alto y de brazos musculados su aspecto corporal es blando y flácido. Su camiseta de algodón de manga corta deja ver múltiples cortes, algunos recientes, en un brazo.
Ayudado a comunicarse durante la entrevista, pues su actitud es muy pasiva, el joven explica que ahora en el centro “está bien”. En septiembre hará un curso de “guardia de seguridad”. Le preocupa recaer en las drogas y perder a su familia. Y espera una ayuda para dejar de cortarse.
Ante su inicial silencio la terapeuta le comenta lo que supone será la dificultad de asistir a esta primera entrevista con alguien nuevo que todavía no conoce, a lo que Juan responde “no, no ha sido difícil venir, el metro deja cerca”, mostrando el predominio de su pensamiento concreto. La conversación se desarrolla en un clima aparentemente tranquilo aunque con una constante vibración de una de sus piernas que mueve sin parar, la mirada fija en la terapeuta, casi sin pestañear, como si no estuviera en la conversación, un mirar sin ver, algo que transmite a la terapeuta una gran inquietud .
Intentar explorar sus aficiones es adentrarse en un desierto. No le interesa nada, ni nada le entretiene. Su tiempo desde los trece años parece haber estado dedicado únicamente al consumo de drogas y al robo. El temor al daño ocasionado a su familia con su conducta delictiva le apremia a buscar sosiego a través de la desconexión, dejar de pensar y consumir. La huida constante de la angustia ha creado un gran vacío en Juan.
La experiencia de cortarse, de ver brotar la sangre del cuerpo ¿le permite a Juan sentirse rescatado de una vivencia de sentirse muerto, vacío y despersonalizado? El refugio en las drogas y en la actuación ha perpetuado el vacío simbólico en la mente de Juan. Muchos chicos utilizan la autolesión para calmarse en situaciones de encierro, cuando otras vías de descarga a través de la actuación y el uso de drogas están impedidos por el control externo al que están sometidos. Juan pide ayuda para dejar de cortarse, “quiero pero no puedo dejar de hacerlo”. “Hacerlo” tiene para él un componente adictivo. Desde la vertiente neurofisiológica se ha podido constatar como la acción de cortarse estimula la segregación de opioides endógenos a nivel cerebral, que producen la sensación de calma y lucidez (Mendoza y Pellicer, 2002). Teniendo esto en cuenta se han ensayado intervenciones farmacológicas centradas en el sistema de opioides endógenos, que reducen y a veces eliminan, las conductas de auto-lesión.
Cabría preguntarse si el efecto ansiolítico de la autolesión tiene lugar eminentemente a nivel sensorial. ¿O podríamos pensar también la autolesión como una identificación proyectiva masiva sobre el propio cuerpo de la vulnerabilidad y la necesidad, donde se atacan en un intento de hacerlas desaparecer y sellar de nuevo el proceso disociativo? El cuerpo, representante de la vulnerabilidad, se torna persecutorio y es odiado y atacado. Concentrarse en el cuerpo, en una parte del cuerpo, tiene un efecto organizador, protector ante el riesgo de la desorganización mental y la invasión de ansiedades psicóticas[11] (Nicolò, 2013). Cortarse transforma la vivencia pasiva de la experiencia traumática en otra activa, que sirve para recuperar la sensación de control de forma omnipotente.
Álvaro
Álvaro está saliendo de un refugio narcisista marcado por la vigorexia y el aislamiento, que había detenido su desarrollo drásticamente. Sus idealizaciones alrededor de la perfección corporal habían llegado a adquirir tonos delirantes. En ocasiones había utilizado las autolesiones cuando esta organización defensiva no le protegía suficientemente de sentir intensas angustias de abandono que le llevaban a reviviscencias del severo maltrato sufrido en la infancia por su madre. Álvaro recordaba cómo se escondía debajo de la cama para protegerse de las palizas de su madre que en ocasiones lo había echado de casa, dejándolo prácticamente desnudo en la escalera.
En una de sus sesiones de terapia, ahora ya con veintidós años, describe un episodio en el que volvió a recurrir a los cortes que hacía tiempo no utilizaba. El domingo por la tarde unos amigos lo convencieron para ir a una discoteca, un lugar que él se resistía a pisar por su fragilidad narcisista que le hacía siempre temer “quedar en ridículo”. Pero últimamente se encontraba algo más animado. Allí, en un momento dado, sus amigos bromearon y medio lo forzaron a salir a bailar con una chica a la que parecía gustarle. Álvaro no lo resistió, se sintió el centro de todas las miradas, su miedo al ridículo lo invadió. Y abandonó precipitadamente el local. Dirigiéndose a casa se sentía lleno de ira contra todos y contra sí mismo por haberse expuesto a esa situación. Por el camino, tiró algunas motos que estaban aparcadas, se encaró con un grupo de jóvenes que le recriminaron su conducta, y al llegar a casa se encerró en su cuarto y se hizo dos cortes en el brazo. Enseguida se calmó y concilió el sueño.
Es una situación de relación a la que el crecimiento de Álvaro le permite acercarse, la que le conecta con necesidades que había conseguido mantener disociadas. La necesidad de ser mirado, valorado, apreciado, liberada de su sistema narcisista por un momento se torna irresistible. La organización narcisista le amenaza con el ridículo si se expone. Tras una momentánea proyección del perseguidor en la mirada de los otros, dando salida a su ira tirando las motos y encarándose con otros jóvenes, vuelve al recurso de su cuerpo, donde deposita toda su fragilidad y allí la ataca con los cortes. Tras esta mágica eliminación del perseguidor, Álvaro puede conciliar el sueño.
Epílogo
El adolescente que no es capaz de encontrar en su mente o en la relación con el otro una vía de elaboración, utiliza el cuerpo como el recurso más próximo a través del cual recuperar una sensación de dominio y seguridad.
La capacidad simbólica nos hace humanos. El tatuaje expresa esa compulsión a la simbolización. Pero también su fracaso cuando el símbolo pretende substituir omnipotentemente a aquello que debería representar y se hace cosa, perdiendo la distancia que permite saber que el símbolo no es lo simbolizado. La autolesión, por otro lado, muestra de forma dramática el desierto simbólico que padecen algunas vivencias.
Tal como sugiere Julio Moreno, psicoanalista bonaerense, en su hermoso libro Ser humano (2002), lo específico del humano también está en la capacidad de sentirse afectado por lo no simbolizado, de trascender los lenguajes y percibir de alguna manera lo que está más allá de las representaciones mentales. Advertimos, intuimos lo que no tenemos, recursos para comprender, por eso “lo incompleto, lo paradojal, lo enigmático son propios del humano” (Moreno, 2002).
Tan inhumanos podemos ser en el desierto de símbolos, como cuando substituimos su ausencia por representaciones idealizadas que nos confunden, y convierten al ser humano, capaz de los actos más sublimes cuando despliega su creatividad, en alguien capaz de los actos más crueles, poseído por la omnipotencia y la omnisciencia del fanatismo.
Referencias bibliográficas:
Aberastury, A., Dornbusch, A., Goldstein, N., Knobel, M., Rosenthal, G. y Salas, E. (1979), «Duelo por el cuerpo, la identidad infantil y los padres infantiles» en Psicoanálisis de la manía y la psicopatía, ed. de A.Rascovsky y D.Liberman, Buenos Aires, Paidós, pp. 81-106.
Aulagnier, P. (1979), Les destins du plaisir aliénation, amour, passion : Séminaire Sainte-Anne, années 1977 et 1979, París, Presses universitaires de France, col. “Fil rouge / Section 1, Psychanalyse”, dieciocho, 1979.
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Resumen
En este artículo se presentan algunas observaciones, interrogantes y reflexiones sobre la utilización del tatuaje y de los cortes autoinflingidos en la adolescencia. Se considera que son fenómenos multicausados por componentes culturales, sociales, de relación con los entornos más próximos al adolescente e individuales. A partir de la observación clínica en intervenciones psicoterapéuticas con adolescentes, algunos de ellos atendidos en un servicio público de atención en salud mental para menores de Justicia Juvenil, el artículo se centra en el análisis de la contribución que estas conductas proporcionan al equilibrio psíquico del sujeto en esta etapa del desarrollo.
Palabras clave: adolescencia, identidad, simbolización, tatuaje, autolesión, sensorialidad.
Summary
This article presents some observations, questions and considerations on the use of tattooing and self-inflicted cuts in adolescence. These phenomena involve multiple causes, with cultural, social, relational and individual components. From clinical observation in psychotherapeutic interventions with adolescents, some of them attended in a public service of attention in mental health for minors of Juvenile Justice, the article focuses on the analysis of the contribution that these behaviours provide to the psychic balance of the subject in this stage of development.
Key words: adolescence, identity, symbolization, tattoo, self-harm, sensoriality.
Jorge Tió
Psicólogo clínico, psicoanalista (SEP-IPA),
Psicoterapeuta del Equipo de Atención al Menor de Sant Pere Claver – Fundació Sanitària.
jorgetio@ono.com
Begoña Vázquez
Psicóloga clínica, psicoanalista (SEP-IPA),
Psicoterapeuta del Equipo de Atención al Menor de Sant Pere Claver – Fundació Sanitària.
bvl511@gmail.com
[1] Artículo publicado en la Revista Portuguesa de Psicanálise.
[2] En la actualidad el Equipo de Atención al Menor (EAM) de Sant Pere Claver-Fundació Sanitària está coordinado por Juan Antonio Pla y lo integran Paola Rossi, Lia Litvan, Gemma Borraz, José Luis Pérez, Begoña Vázquez y Jorge Tió.
[3] Claudine Foos se hace eco de una observación de Lacan que señala toda una serie de prácticas sociales que se remontan a la antigüedad (desde los ritos del tatuaje, de la incisión, de la circuncisión, en las sociedades primitivas, hasta lo que podría llamarse lo arbitrario de la moda) demuestran que el respeto por las formas naturales del cuerpo humano es una idea tardía en nuestra cultura.
[4] Queremos destacar que en aras de preservar la confidencialidad hemos transformado todos los datos (edad, sexo, datos familiares, aspecto de los tatuajes, etc…) que pudieran contribuir a la identificación de los pacientes, intentado mantener un significado que nos permite mostrar las viñetas como ilustración de nuestras reflexiones.
[5] Inicialmente el bebé no puede diferenciarse del objeto, pero a medida que se va diferenciando descubre que lo necesita, como nos mostró Freud con el Fort-Da . Ante la separación y ausencia del objeto, el bebé “lo crea”, iniciándose un proceso de simbolización. Winnicott aporta la idea de que el objeto esté ahí esperando ser creado y volverse un “objeto catectizado” (Winnicott, 1953). De esa forma a través de los objetos transicionales , ya sea un trozo de tela, un muñeco, etc… el niño logra una representación simbólica de lo que sería la reunión con la madre y le permite separarse manteniéndose unido a través de la representación.
[6] Esta es la base del fenómeno del “síndrome del adolescente abortado” conceptualizado por Luis Feduchi y descrito en Adolescencia y transgresión.
[7] Los tatuajes fueron una práctica eurasiática en tiempos neolíticos, y se han encontrado incluso en una momia del siglo II d.C. En 1846 se abre en Nueva York lo que aparentemente fue el primer estudio de tatuaje.
[8] https://es.wikipedia.org/wiki/Tatuaje
[9] Quemadura practicada con un encendedor precalentado que parece simular un emoticón sonriente.
[10] Diferentes estudios asocian autolesión y trauma temprano (Van der Kolk et al, 1989), citado en Adshead, G., 2010.
[11] Nicolò relaciona estas ansiedades con el concepto de “islas psicóticas” de Rosenfeld (1998), “áreas encapsuladas y escindidas del sí psíquico”.