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Este artículo también ha sido publicado en la Revista Portuguesa de Psicanálise.

Introducción

Quiero comenzar este artículo con unas palabras sobre el concepto de Identificación del que parto. La función de parentalidad dependerá de la calidad psíquica de la pareja de padres: una madre “suficientemente buena” y un padre que ejerza su función de diferenciación-separación y, con ello, una saludable “castración estructurante”, serán padres portadores de un vínculo objetal facilitador para la vida de su hijo. La ausencia o déficit de la función paterna, tanto en el padre real como en el padre introyectado por la madre, será determinante en la fijación del hijo al vínculo primario con la madre y le predispondrá para la utilización del cuerpo como un lugar de representación de baja calidad psíquica, haciendo que los aspectos dolorosos no sean ni reprimidos ni contrainvestidos. En estos casos, el trabajo de elaboración psíquica será rechazado por ser susceptible de despertar sufrimiento.

Cuando el vínculo objetal está insuficientemente tejido, el hijo vivirá la renuncia a la completud narcisista como un vacío, que le impedirá afrontar los diferentes duelos del devenir humano. La identificación no sólo se produce con aquellos aspectos de los padres facilitadores del desarrollo y crecimiento psíquico, sino con todo lo relacional que acontece en el intercambio. También con lo percibido no pensado (huella psíquica senso-perceptiva), que recoge aquellos contenidos que no fueron reprimidos y habitan el inconsciente parental sin haber podido ser figurados en pensamiento-palabra (al haber sido escindidos, renegados etc.), y el niño lo percibirá, pasando a formar parte de lo que no se puede decir, de lo prohibido, del tabú, del mito familiar… que ocupará su lugar en el psiquismo. Un espacio psíquico previo probablemente a la representación-cosa, que le hará al sujeto estar muy pegado a la realidad objetiva de las cosas, no pudiendo usar la capacidad de relativizar y de jugar con las diferentes posibilidades. Cuando una persona se encuentra en este estado mental, precisamente por su tendencia a funcionar “a dos”, sin espacio para el tercero, su dimensión temporo-espacial resultará plana, perdiendo la riqueza que otorga lo tridimensional y promoviendo identificaciones adhesivas y alienantes que impedirán la subjetivización.

Todo proceso de desidentificación conlleva el duelo por aspectos del self y la renuncia a dejar de ser lo que los otros esperan de uno, al tiempo que supone reconocer las necesidades y deseos que no son propios, sino fruto de proyecciones parentales o de otras personas afectivamente importantes. Para poder abandonar estas proyecciones, será imprescindible que el sujeto se sienta suficientemente querido internamente y que, al mismo tiempo, acepte correr el riesgo de dejar de ser el complemento narcisista del “otro” (padres, profesores, colegas, amigos, pareja…).

Este proceso de desidentificación se verá obstaculizado cuando la vivencia de satisfacción no esté suficientemente consolidada para el sujeto en la relación parental, lo que provocará mucha hostilidad no expresada, no resuelta ni metabolizada y que se adherirá como vía de expresión a cualquier situación de la vida (como forma de reivindicarse a sí mismo), intentando con ello soltarse y abandonar un tipo de relación de control y dependencia mutuos, ya que cualquier realidad que conlleve separación y diferenciación despertará una gran angustia, un “terror sin nombre”.

Si el trabajo de transformación psíquica –propio de la adolescencia y que continuará a lo largo de toda la vida– se ve truncado, el individuo tenderá a funcionar desde un yo-ideal para quien “querer es poder”, testimonio de un narcisismo para el que toda confrontación con lo no sabido y no conocido resultará una herida insoportable, que caminará de la mano de un superyó arcaico y severo.
 

¿Cómo entender las formas de actuación?

Cuando pienso en las personas que tatúan su piel, distingo entre quienes lo hacen a modo de rito iniciático y cultural de entrada en la adolescencia y de forma puntual, de aquellos otros adolescentes y adultos para los que el tatuaje cumple una función “autocalmante”: La piel es utilizada a modo de red sobre la que se tejen-dibujan entramados táctiles y visuales, ya que los tatuajes pasan primero por el sentir de las agujas sobre la piel y después como reclamo de la mirada del otro.

Me pregunto si algunas personas, podrían usar el tatuaje como una forma de hacer visible lo que en tiempos tempranos sintieron, pero no fue visto-recogido-transformado en contenidos representacionales de calidad simbólica para el psiquismo, quedando fijados al sentir. Considero que la compulsión a transcribir en la propia piel aquello que no puede ser contenido psíquicamente, funcionaría como un acto evacuatorio que continúa vaciando al yo de su capacidad de sentir y crear un contenido ideacional de lo percibido, dando lugar a un funcionamiento escindido, donde la aguja que tatúa vendría a representar al objeto que no recoge y que, por el contrario, proyecta en el niño su imposibilidad de contención, dando lugar –como dice Bion (2006)– a que el sujeto se encuentre, además de con su dolor, con el dolor de lo que el adulto no ha sabido ni ha podido recoger y que proyecta en el niño, confundiéndole en su propia percepción y haciéndole responsable de cuidar y calmar al adulto. Inversión de roles que precipitará al niño hacia un comportamiento de auto-ayuda prematuramente desarrollado, que le obligará a ocuparse de aspectos del adulto que sin duda superarán su capacidad y le harán vivir la sensación de no saber y no poder. Deformación perceptual con la que sin embargo preservará al adulto en su función de cuidador, a costa de alterar la propia percepción y la de la realidad externa.

Propongo que las personas que de forma repetida se someten a experiencias de dolor físico, buscan con ello rellenar –por vía sensorial– un sufrimiento que, si ligasen al afecto, les confrontaría con una vivencia de vacío y pérdida que, al no poder ser significada psíquicamente, pasa a ser registrada en el cuerpo. Un cuerpo que viene a ser como el obituario de aquellas pérdidas que no han sido vividas-pensadas y que, por ello, no pueden acceder al olvido de la represión, pasando a ser como fantasmas que vagan permanentemente en busca de alguien o algo sobre lo que encarnarse y con ello dar testimonio a su existencia.

La piel será la receptora del desfallecimiento del objeto en su capacidad para hacerse eco de las proyecciones-comunicaciones del niño y será este estado de cosas el que dará paso a una identificación alienante con el objeto que no cuida.

El tatuaje podría servir como una forma de saberse existir: “Sufro, luego existo”.

Cuando no hay un yo suficientemente sólido, existe el dolor como sustituto de una experiencia contenedora de transformación psíquica, como equivalente a la experiencia de satisfacción de encuentro empático con el otro.
En su ausencia, la experiencia de no satisfacción –y por tanto de dolor– pasará a ser vivida como natural y necesaria, a modo de restitución de una coherencia corporal y psíquica. Identificación al objeto que falla en su capacidad de cuidar y de ir constituyendo el yo. Un yo atrapado en la confusión, en colusión con el “otro”, que no cuida, pero que es necesario para vivir. Relación de apego fallida en su función estructurante, que es la que permite al niño interiorizar paulatinamente la vivencia de ser y existir separado de la madre o sustitutos.

En mi experiencia clínica, he podido observar que, con frecuencia, las personas que utilizan el tatuaje u otras vías de expresión (cortes a modo de gestos autolíticos, crisis alimentarias, etc.) lo hacen ante situaciones de pérdida de seres queridos, desilusión respecto al otro o a sí mismos, experiencias de frustración etc., de forma que el “acto” sustituye la posibilidad de vivir y pensar la tristeza. En estas situaciones, se suelen tatuar una fecha, un nombre… como si la inscripción gráfica fuera la única forma posible de no olvidar a quien ya no está. Tatuaje que, yo diría, cumple dos funciones: la de recordar y la de contener las angustias persecutorias, en el temor de que si no recuerdan a la persona, fecha, acontecimiento, o la manera particular de vincularse al otro. Se verán acosados y amenazados por un objeto interno persecutorio, que no tolerará que sigan con vida y que, además, puedan vivir sin él. Una realidad que rompería la ilusión narcisista de serlo todo con y para el otro.

Pero, mientras el cuerpo pasa a ser una cartografía de los acontecimientos vividos, que son exteriorizados y expuestos a la mirada del otro, paradójicamente, las propias vivencias inherentes a la vida no pueden ser interiorizadas, ni pensadas por el yo. Es un funcionamiento que impide a la persona ser sujeto activo de su propio acontecer, quedando sumida en la compulsión a la repetición y, repitiendo, seguir pegado y confundido con el objeto que no cuidó bien, sin poder separarse y diferenciarse.
 

Algunos elementos del funcionamiento psíquico comunes

Yo diría que, en los diferentes casos de búsqueda de modificaciones o alteraciones corporales, existen algunos denominadores comunes:

Uno de ellos es la vivencia interna de “no tener” o de que “falta algo”, una falta que se vivirá en el cuerpo. En el origen estará seguramente el no haber podido vivir la primitiva y necesaria experiencia de fusión, falla traumática que el sujeto pasará a sentir como propia (por identificación al objeto que falló), impidiéndose con ello identificar y nombrar aquello que no se produjo como vivencia facilitadora para la vida. En su lugar y como consecuencia de una fusión-confusión con el adulto no estructurante, aparecerá la búsqueda constante en la realidad de lo que “falta” y necesita restituirse como sea, sintiendo que hay algo en el sujeto –en su cuerpo–- que le impide tener la vivencia omnipotente primaria. Por ello, podrá someterse a múltiples y diversas intervenciones en lo corporal, creyendo que con ello encontrará lo que siente no haber tenido ni vivido.

Sin duda estos sujetos perciben bien pero, precisamente, lo que con frecuencia no pueden tolerar ni aceptar, es que lo que no tuvieron fue aquello que el objeto de quien dependían en lo real no pudo o no supo darles; por ello deforman su percepción, sumergiéndose en un estado atemporal, indiferenciado e incestuoso.

Un segundo denominador común es la mirada o, más bien, la falla de la mirada, de quien, al mirar, no ve. Tal vez los primeros objetos se comportaron como espejos rotos, que no pudieron devolver al niño una mirada integrada y coherente del cuerpo y de las emociones. Al ser espejos fragmentados, parcializadores, devolvieron imágenes fragmentadas y deformadas. Miradas en las que se percibe lo que no se reconoce y que, por tanto, es como si no existiese. Ojos y psiquismo parentales que no pueden identificar y nombrar lo que inquieta y perturba, bien porque no disponen del código simbólico necesario que les permita hacerlo o bien porque, al negar lo que ven, intentan soslayar lo que en sí mismos les resulta doloroso e insoportable y lo escinden… “Ojos que no ven, corazón que no siente”.
 

Viñeta clínica

A continuación presentaré algunos trazos clínicos de una paciente a cuya terapeuta, colega psiquiatra, supervisé durante un tiempo. Desde aquí agradezco su permiso para utilizar el material.

Joven adolescente de diecinueve años a la que llamaré Rebeca, que solicitó terapia después de pasar por un ingreso hospitalario, tras sufrir una descompensación psíquica grave.

Rebeca fue aportando paulatinamente en sus sesiones algunas referencias biográficas significativas de su vida: dijo haber tenido la primera crisis de ansiedad a los siete años, cuando yendo en coche con sus padres y tíos (su padre conducía), el coche sufrió una avería que les obligó a parar en medio de la autopista. Su padre salió a pedir ayuda y ella se angustió mucho.

A los once años –y de forma fortuita– se enteró de que años atrás sus padres tuvieron otra hija que falleció a los tres años en un accidente de tráfico, en el que el padre conducía ebrio. Siete años después de dicho accidente nació Rebeca.

A los trece años sufrió diferentes episodios de despersonalización (así los refería la paciente) e inició conductas autolesivas mediante cortes en antebrazos y piernas, algunos de ellos de gravedad. También comenzó a realizarse piercings por todo el cuerpo y a mantener relaciones sexuales promiscuas.

A los catorce años ella misma se hizo su primer tatuaje, en el que inscribió la fecha del fallecimiento de su abuela materna, que había muerto recientemente. Rebeca tenía múltiples tatuajes por todo su cuerpo; cada tatuaje tenía una historia que le servía para recordar a alguien o algo significativo en su vida.

En cada sesión sorprendía a su terapeuta con una transformación/desfiguración: unas veces a través del maquillaje, otras con un nuevo tatuaje o bien porque alguno de ellos quedaba al descubierto por su forma de ir vestida… Todo ello, suponía un ritual que en ocasiones le llevaba muchas horas.

Poco a poco, Rebeca fue pudiendo acercarse a sus contenidos internos e identificarlos mirándose hacia dentro, aunque seguía teniendo mucha fuerza la actuación, como evacuación de sus contenidos emocionales, que resultaban irrepresentables en palabras psíquicamente transformadoras de lo percibido y sentido.

Cada día de sesión expresaba así, como podía, su verdadera necesidad: la de realizar transformaciones, pero no del cuerpo, sino de su psiquismo, para lo cual precisaba encontrar-encontrarse con un «otro», con quien dar sentido a lo vivenciado.

En una sesión trajo como material el contenido de un videojuego que le gustaba mucho y con el que se sentía enganchada, haciendo que, en ocasiones, se pasase horas encerrada en su habitación. La sinopsis del juego era la siguiente: la protagonista femenina, Jodie, era una chica joven que nació con un don especial, habiendo vivido toda su vida vinculada a una entidad llamada Aiden, un ser inmaterial con poderes telequinéticos que hacía posible que la protagonista contactase con los espíritus. Mantenía con este personaje una relación de amor-odio y codependencia. Aiden era su hermano gemelo que falleció intraútero y cuyo fantasma le acompañaba e influía en sus decisiones. Jodie fue dada en adopción y su madre biológica, con su mismo poder, vivía en un hospital psiquiátrico.

El juego consistía en ir tomando decisiones para pertenecer al mundo de los vivos y así renunciar a la presencia de Aiden, lo que le haría sentirse sola e incompleta. La otra opción del juego era la de pertenecer al mundo de los muertos y con ello permanecer acompañada por su hermano y otros espíritus.

Rebeca solía escribir y un día trajo el siguiente texto a su terapeuta:

“Hoy vuelves a mí, sin tan siquiera habértelo pedido, sin saber cómo me has vuelto a encontrar cuando yo ni siquiera te estaba buscando…Has vuelto y es un hecho… Yo no puedo echar atrás y dejarte escapar como si no hubiese pasado nada… Tengo que afrontar que has vuelto. Tú, mi compañera omnipresente. Tú, la causa de gran parte de mi sufrimiento, con el que tengo que lidiar. Tú, que me has acompañado en mis peores y mejores momentos sin saber el por qué. Y ese por qué es el que hace que hasta mis mismísimas entrañas agonicen cuando te da por aparecer sin dar una explicación. Aun poniéndote múltiples barreras, tú sabes cómo traspasarlas sin siquiera hacer ningún ruido. Me desvelas por las noches asaltando mi cabeza, atormentándome con tus fantasmas e inseguridades”.

“Todavía recuerdo el día que llegaste a mi vida, ya han pasado muchos años, doce para ser exactos, y todavía sigo sin saber cómo puedo ser tu amiga… sé que intentas protegerme, con todos esos miedos inexistentes, pero así no me proteges, sólo me muestras vulnerable a la vida, mostrándome una falsa realidad que sólo tú sabes hacerme ver. Tal vez, sólo tal vez, algún día pueda comprenderte y llegar a la razón de por qué me escogiste”.

“Alteras mi corazón y mi ser, me angustias y hasta me tienes días sin salir de la cama; también me enfadas y todavía no sé cómo sacarte de mi vida… Lo único que tengo claro, por mucho que no me dejes pensar muchas veces y me hagas actuar de ciertas maneras a la hora de mi realidad, es que todavía nos queda un largo viaje por recorrer, y sé que tú estarás en mi cabeza. Muchas veces haciéndome ver más difícil de lo que en realidad es la vida. Si sólo tuviera un deseo, sería aprender a tratar contigo… sé que en el fondo no eres mala”.

Rebeca es una adolescente con un proceso secundario en marcha, que fracasa cuando tiene que hacerse cargo de aspectos de su historia familiar, y de su yo, que han sido vividos a nivel sensoperceptivo, pero que no han podido ser representados en palabras ligadas al afecto, y que por ello le habitan como experiencias extrañas, ajenas a su yo, que proyecta y escinde. Puede realizar escritos como el expuesto que, a modo de relato onírico, irá muy poco a poco elaborando y que le permitirá realizar un trabajo de apropiación subjetiva de aquellos contenidos que le son propios, desligándose-separándose de aquellos otros que son proyecciones venidas de otros. También puede tener sesiones donde pone de manifiesto su capacidad de insight, para acto seguido situarse en una especie de extrañeza consigo misma que, en ocasiones, le hace vivir verdaderas experiencias de despersonalización, que podríamos entender como escisiones violentas y masivas de aspectos del yo.

Reconocerse y usar sus recursos es algo que busca y necesita, pero que al mismo tiempo le aterra, porque le confronta con la cuestión de cómo «ser» sin ser la réplica de lo percibido en la mirada de sus padres, para los que (probablemente) su presencia viva evocaba la muerte de la hija primogénita. Cabe pensar que, en gran medida, Rebeca se siente identificada con unos padres en duelo, invadidos por la culpa y el dolor de la hija muerta –experiencia traumática que les habita y persigue como un espectro– hija y hermana de la que Rebeca no supo durante años y que sin embargo sin duda percibió en forma inquietante, extraña y confusa, por ser una percepción que no daba cuenta de los hechos observables y comunicables en palabras coherentes para el psiquismo de una niña. Seguramente Rebeca recibió un tipo de mirada parental y el asidero de unas manos que al acariciar dejaban la huella de un accidente vivido como un asesinato, por no haber sido unos padres capaces de cuidar y preservar la vida de esa primera hija.

Rebeca intenta reparar el daño con su propia vida, pero esto le impide diferenciarse de la hermana muerta y de todo aquello que los padres inconscientemente han depositado en ella. Esto le dificulta tener una mirada propia de sí misma y de la realidad, que le permita la desidentificación de aquellos aspectos que aun no siendo suyos vive como propios, y que le alienan e impiden tener realizaciones exitosas y duraderas en su vida.

Ello supondría la renuncia a la omnipotencia infantil de reparación maníaca (tanto de los padres como de la hermana muerta), descartando además la alianza narcisista de sostén de los padres. Renuncias que le permitirían afrontar el duelo de todo aquello que no tuvo y perdió y que, en consecuencia, promoverían el reconocimiento y el uso de su propia capacidad para amar, crear y soñar, como clara consecuencia de la transformación psíquica.
 

Y para terminar

Sabemos que es, precisamente, al final de la pubertad y en el comienzo de la adolescencia cuando el cuerpo toma un gran protagonismo. El adolescente experimenta un malestar en el mundo de los sueños, en su pensamiento y se siente desbordado por su cuerpo. La ausencia del tercero intrapsíquico en el vínculo primario con el objeto, puede dar lugar a afectos dolorosos que no pueden ser reprimidos y que habrán de ser renegados y escindidos, dando paso al actuar como una forma de encontrar satisfacciones inmediatas y de calmar las angustias que despiertan las posibilidades fácticas que el momento vital brinda.

Cuando las primeras experiencias de relación han sufrido deficiencias en su función de contención-transformación psíquica, el adolescente intentará dominar al objeto y a su cuerpo a través de la omnipotencia, ya que el trabajo psíquico de reconocimiento de su propia vida y de lo acontecido en ella, le confrontan con una experiencia de sufrimiento para la que no ha desarrollado tejido psíquico de contención suficiente. Cuando el propio cuerpo es vivido como la prolongación del cuerpo materno, el adolescente no podrá separarse ni subjetivizarse, no siéndole posible la individuación a través de la identificación al padre del mismo sexo por amor, y la renuncia al deseo edípico que le posibilitaría el acceso al ideal del yo, a las identificaciones secundarias y a las des-identificaciones… de forma que la posibilidad de jugar quedará sustituida por las conductas adictivas.

El trabajo analítico con estos jóvenes estará presidido por una contratransferencia en la que transitaremos por dolorosas vivencias de impotencia, de no ser suficientes para ellos, intentarán controlarnos estableciendo dinámicas relacionales sádicas. Son sentimientos que tendremos que vivir como proyección de aquellos contenidos que les superan y que no saben qué hacer con ellos (salvo evacuarlos), siendo fundamental, como dice Winnicott (1979), sobrevivir a proyecciones y ataques y, a partir de ahí, ayudarles a identificar, diferenciar y nombrar los afectos, para poder ir creando espacios de transformación de lo vivido en contenidos pensables.

Pienso que, en la medida en que brindemos al paciente la posibilidad de escuchar lo que inicialmente es ininteligible y aglutinado, quizá consigamos poco a poco encontrar juntos una forma representacional que, recogiendo “lo viejo conocido” deje espacio a lo “nuevo creado”, que permita al sujeto ir construyendo una historia –su historia–, comunicable en palabras comprensibles y no en signos deformados y distorsionados, cuyo principal objetivo sería mantener identificaciones alienantes y preservar vínculos locos con los objetos primarios, que no pudieron o no supieron registrar y nombrar lo que aconteció en la familia de origen, en sus propios padres y en la relación con el hijo.

Y conviene tener siempre en cuenta que la toma de conciencia en el sujeto de su propia percepción, conlleva un duelo que produce terror por sus consecuencias: el temor a perder al objeto de amor primario o a que éste se vuelva con gran violencia contra él, por no tolerar que tenga capacidad perceptiva y vida propia…
 

Referencias bibliográficas

Bion, W.R. (1977), Volviendo a pensar, Buenos Aires, Hormé, 2006.

Winnicott, D. W. (1972), El uso de un objeto y la relación por medio de identificaciones, en Realidad y juego, Buenos Aires, Gedisa, 1979.
 

Resumen

En ocasiones nos encontramos con personas que solo saben y pueden hablar con el cuerpo. Un cuerpo que sufre y al que también maltratan. Maltrato que ocupa el lugar de una agresividad que no pudo ser tramitada con el objeto. Objeto idealizado y aterrador, al que se ama desde el sometimiento. El cuerpo será tratado como ese objeto interno introyectado que falló en su función de mirar-reconocer al niño en sus vicisitudes vitales. Mirada parental atravesada por sus propias fragmentaciones y deformaciones psíquicas, de las que el niño aprenderá y con las que se identificará, dando lugar a identificaciones alienantes, que le impedirán/dificultarán al hijo realizar su propio recorrido vital, salvo que pueda transitar por el arduo camino de la desidentificación.

Palabras clave: Identificación alienante, función de parentalidad, transformación psíquica, función autocalmante, dolor físico.
 

Summary

Sometimes we meet people who only know and can express themselves with the body. A body that suffers and that also mistreat. Abuse that takes the place of an aggressiveness that could not be processed with the object. Idealized and terrifying object, which is loved from the subjection.The body will be treated as that introjected internal object that failed in its function of looking-recognizing the child in its vital vicissitudes. Parental look crossed by its own fragmentation and psychic deformations, which the child will learn and with which it will identify, giving rise to alienating identifications, which will prevent / hinder the child from making their own life journey, unless it can travel through the arduous path of disidentification.

Key Words: Alienating identification, parenting function, psychic transformation,
self-healing function, physical pain.
 

Elsa Duña LLamosas
Psicóloga Clínica, Dra. en Psicología, Miembro Titular de la APM con función didáctica. Rpte. en el CPN del Dpto. de Niños y Adolescentes.
elsadunna@yahoo.es