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Yo canto al Cuerpo Eléctrico;
los ejércitos de los que amo me rodean,
y yo los rodeo;
no me perdonarán hasta que no vaya con ellos,
les responda,
y los purifique
y los cargue con toda la carga del Alma.
Walt Whitman

En su libro Fantasmas de lo nuevo, publicado por primera vez en 1953, Bradbury (2000) nos regala su cuento Canto el cuerpo eléctrico inspirado en este poema de Whitman. En esta pequeña obra dedicada a la ternura y a las relaciones, unos niños que acaban de perder a su madre acuden con su desesperado padre a comprar una abuela robot. A continuación, se nos detalla la elección, la espera, el encuentro, el distinto tejer las relaciones entre la abuela y cada uno de los niños para llegar al sorprendente desenlace final. Dicho así, podría parecer que acabo de hacer un spoiler y ustedes se pueden ir a casa, pero espero que no. La gracia del cuento está en cómo se devana la historia y el epílogo final, y creo que, si están ahora leyendo esto, deberían buscar el cuento y leerlo.

Cuando escribo este artículo estamos a mediados del 2018, han pasado treinta y cuatro años desde el 1984 en el que Orwell nos prometía un determinado futuro bastante aterrador y estamos en un presente que a veces aterra pero todavía esperanza. Entre las noticias sobre un futuro inmediato, el desarrollo de los robots genera muchas inquietudes. De hecho, en la industria ya se utilizan máquinas perfectamente robotizadas que al no tener forma humana no nos despiertan las mismas suspicacias que los robots humanoides. Una de las funciones en las que se pretende ocupar a los robots, y de hecho ya hay algunos prototipos, es precisamente al cuidado de seres humanos. Qué herida en el narcisismo de la especie pensar que una máquina, por avanzada que sea, pueda realizar una tarea tan humana como el cuidado de otro humano. Pues bien, hay empresas dedicadas a ello, y dicen que serán mejores que los cuidadores humanos pues no cometerán errores, crearán algoritmos según la persona a quien cuiden para saber cuáles son sus necesidades, sus caprichos y qué tipo de trato deben dispensar. Probablemente también tendrán conocimientos médicos y sensores que pueden alertar de peligros, estados de ánimo o enfermedades. No se pondrán de mal humor, no tendrán antipatías, ni lumbago, ni celos, ni envidias, no necesitarán descansar, ni se hartarán de oír las mismas historias cada día o de contar los mismos cuentos cada noche. Esto, la verdad, nos parece tremendamente lejano y según parece, no lo es tanto. Las investigaciones en Inteligencia Artificial (IA) están muy avanzadas, y la línea de trabajo en estas áreas está en parte en desarrollar conciencia, pero también en crear algo parecido a la empatía, en el sentido de poder detectar cambios en las necesidades y los estados de ánimo del ser humano al que cuidarán. Lo demás lo programarán, incluso el código ético. Asusta, claro que asusta, uno piensa que faltará el calor humano, incluso la frialdad humana, los cambios de temperatura emocional que nos dan esa sensación de vida, pero dicen que no nos vamos a librar de ellos. Mi pregunta es ¿para qué van a cuidar humanos si ya no nos necesitarán para nada? pues bueno, quizá como clientes compradores de robots sí que nos necesitarán. No deja de ser una luz al final del túnel.

Evidentemente entre los múltiples tipos e historias de robots que nos ha regalado la literatura de ciencia ficción empezando por los clásicos Yo, robot de Isaac Asimov y el ordenador Hall de 2001 una odisea  espacial de Arthur C. Clarke, o el comandante Data de la serie Star Trek, la nueva generación, había mucho donde elegir, incluso sagas en las que los robots inventan religiones o acaban destruyendo a los humanos para colonizar la galaxia, pero debo reconocer que tengo una especial debilidad por Ray Bradbury, no tanto por escritor de ciencia ficción sino por ser considerado el poeta de la ciencia ficción. Y creo que en este cuento al que me refiero habla tanto de abuelas robots como de lo que en realidad debería ser una abuela ideal. La gran intuición que tiene Bradbury de lo que es un niño, de lo que representa la pérdida, de la importancia de ser tratado como un ser especial, de la presencia, de la constancia de la relación y sobre todo de la memoria, resulta sublime. Por eso lo elegí, lo había leído hacía tiempo y cuando preparábamos este número de Temas de Psicoanálisis sobre el cuerpo, las relaciones incorpóreas, las terapias online, me acordé del relato y al volverlo a leer supe que debía hablar de él.

Si bien el personaje principal es un robot −¿debería decir «robota» pues se trata de una abuela?− tiene tales características que a mí francamente, no solo no me importaría que me cuidara, sino que, ¡oh anatema!, no me importaría psicoanalizarme con ella. En el trato con la familia reconoce la diferencia y la identidad de cada individuo, una espera respetuosa a los tiempos de cada uno, grandes dosis de paciencia y tener a los demás en la cabeza. Algo de esto tiene nuestro trabajo, esto y una capacidad de asociación que junto con lo que sabemos por nuestra formación teórica, nuestra experiencia clínica y la propia relación con el paciente nos permiten intervenciones bastante adecuadas. Más o menos como las de la abuela robot del cuento.

Y sí, es un fantasma de lo nuevo, fantasma al revés, en tanto que el robot no está aún vivo pero ya no está muerto, y esto inquieta, y da miedo pensar que cualquier noche, cuando el resfriado perturbe nuestro sueño, el ligero chirrido de unos engranajes y unas lucecitas parpadeantes nos llevarán un vaso con el antitérmico y con la voz que habremos elegido construida con retazos de las voces de las abuelas, de los abuelos, de los padres, nos dirá, «no pasa nada, ya verás, esto te pondrá bien».  Y visto así, aunque el futuro con robots me asuste, comprendo a Whitman, y los purifico y los cargo con toda la carga del Alma.

Decía Montserrat Roig (1991) hablando de literatura, «si hay un acto de amor, este es la memoria», y en la vida también, una de las dotes de la abuela robot del cuento, es recordar todas y cada una de las anécdotas de los niños, sus predilecciones, sus gustos, aquel día que no fueron a la escuela porque estaban tristes y necesitaban quedarse en casa para jugar con aquel juguete especial… y así acaba el cuento, con una abuela robot que una vez viejitos, nos recuerde aquellos niños que fuimos como un acto de amor que nos alivie la soledad.  Ahora solo me queda formular un deseo: que los fabricantes de robots cuidadores hayan leído el cuento de Bradbury.
 

Referencias bibliográficas

Asimov, I. (1978), Yo, robot, Barcelona, EDHASA, Col. Nebulae Ciencia ficción.

Bradbury, R. (2000), Fantasmas de lo nuevo, Barcelona, Minotauro.

Clarke, A.C. (1977), 2001, una odisea espacial, Barcelona, Libros Reno, Plaza y Janés S.A., Barcelona.

Roig, M. (1991), Digues que m’estimes encara que sigui mentida, Edicions 62, Barcelona.
 

Carme García Gomila
Licenciada en Medicina y Cirugía.
Psicoanalista SEP-IPA
25550cgg@comb.cat