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Two on the Aisle, 1927, Toledo Museum of Art, Ohio                                                                   

Rooms by the Sea, 1951, Yale University Art Gallery, New Haven.

Dos cuadros de Hopper:

En Two on the Aisle aparecen tres personajes en un teatro dispuestos a esperar el inicio de la obra, una ópera o un concierto. La mujer del palco, que ha llegado antes, mira un folleto, quizás el programa de lo que van a ver o a escuchar a continuación. Su postura es serena y relajada, ha llegado con tiempo para acomodar su abrigo en el respaldo de su asiento y el bolso encima de la baranda del palco. Dos personajes, que parece que acaban de llegar juntos, se disponen a despojarse de sus prendas de abrigo. De hecho, lo están haciendo ya mientras dirigen sus miradas a espacios opuestos: ella mira la capa que está colocando en su butaca, mientras él mira hacia arriba, a un motivo que queda fuera del cuadro. El espacio, armónico y noble, está vestido con terciopelos y damascos dorados. Todo es curvo, receptivo, excepto la línea de luz que proviene de arriba que, trazando una diagonal, engloba a los tres personajes. El espectador, cuando observa el cuadro, “está” en la platea, sentado más atrás o quizás dirigiéndose a las filas delanteras buscando su localidad. El cuadro transmite un movimiento detenido en el tiempo, un instante, expresado principalmente por la pareja que está acomodándose.

Rooms by the sea parece estar estructurado en tres cuerpos: a la derecha el mar, que casi se cuela en la habitación y aparece pintado en una peculiar perspectiva; en la parte central, un espacio vacío cubierto por el sol que irrumpe sobre la pared blanca y parte del suelo; a la izquierda, un salón amueblado y decorado que, en vivo contraste con la habitación vacía y separado de ésta por un cambio en el color del pavimento, resulta acogedor. Una puerta abierta de par en par actúa a modo de límite entre la estancia y el exterior. Destacan las líneas geométricas y la luminosidad, que confieren una extraña belleza a la imagen. Aquí el punto de vista del espectador se situaría dentro de la casa, quizás mirando de soslayo esta salida desprotegida al mar. El cuadro transmite quietud y continuidad, pero es el espectador quien se mueve a través de la mirada, que va del mar hasta el reflejo del sol en la pared y que, circulando hacia la izquierda de la imagen, entra en el salón para volver a la estancia central.

Edward Hopper es, pues, un pintor con un estilo muy personal. Sorprende por sus encuadres, composiciones, por sus perspectivas imposibles, por la precisión de los detalles, el tratamiento de la luz natural o artificial, del color. Sorprende por la audacia de sus propuestas temáticas. Pero no sabemos si esto sería suficiente como para explicar por qué los cuadros de Hopper despiertan tanto interés en tantas personas diferentes y a través de generaciones. ¿Qué es lo que resulta tan sugerente para el espectador?

Su biografía nos informa que nació en 1882 en Nyack, estado de Nueva York, en el seno de una familia baptista. Su padre tenía una tienda de tejidos; su madre heredó varias propiedades, lo que contribuyó a que la familia pudiera tener una posición económica acomodada. Esto permitió proporcionar a su hijo estudios de ilustración al comprobar sus grandes dotes para el dibujo. Más adelante su oficio de ilustrador le dio un medio de subsistencia hasta que pudo vivir de la pintura. En 1924 se casa con la también pintora Josephine Nivison, el matrimonio no tuvo hijos. Murió en su estudio de Washington Square, en la ciudad de Nueva York en 1967. Tras su muerte, su mujer hizo donación de la obra al Whitney Museum of American Art. Otras obras de Hopper se encuentran principalmente en el Museum of Modern Art de Nueva York, en el Art Institute of Chicago, y también repartidas entre diferentes museos o formando parte de colecciones particulares. El Thyssen-Bornemizsa de Madrid cuenta con dos obras suyas.

A Hopper se le describe como un hombre tímido y reservado, de fuertes convicciones y de pocas palabras; sereno, meticuloso, poco inclinado a grandes cambios.  Exceptuando algún viaje a Paris en su juventud y escapadas a Nuevo México o a la costa oeste americana, su vida transcurrió entre su estudio de Nueva York y los veranos en Cape Cod, en la costa de Massachusetts. Aunque fue poco amante de frecuentar los círculos artísticos de su época, era alguien respetado y considerado por los artistas que fueron sus coetáneos. Quizás por ser contemporáneo del expresionismo abstracto de Koning, Pollock y otros, se le clasifica por contraste dentro del realismo, como artista que ilustra el paisaje y la sociedad americana en la época de la Gran Depresión y de los años posteriores. Ciertamente, dada la temática, sus pinturas describen su época. Pero ¿puede considerarse a Hopper un pintor realista? Si observamos sus cuadros de interiores, paisajes rurales, de ciudades, carreteras, casas, gasolineras, etc., o sus personajes, veremos que distan mucho de reproducir una realidad. Más bien son interpretaciones de ésta o, más aún, parecen transmitir, a través de motivos de la realidad externa, el propio mundo interno del pintor. Él explicó que en los cuadros de paisajes o de arquitectura no salía a pintar al exterior sino que lo hacía de memoria, basándose en impresiones que había tenido, con el objetivo de reproducir en el lienzo esta sensación. Pero lejos de improvisar, hacía varios apuntes de la composición antes de empezar el cuadro. Buscaba transmitir sus impresiones de la manera que resultara más comunicativa, para lo cual se ayudaba de sus conocimientos técnicos.

Intentando dar respuesta a la pregunta formulada antes, creo que cuando observamos un cuadro de Hopper viajamos a un universo de sentimientos y vivencias que nos interpela: involucra a quien contempla sus cuadros para que participe de algún modo en ellos. Nos introduce rápidamente en la escena creando una sensación de encuentro con los personajes, o con el paisaje, o con los edificios. Y en seguida surgen en nosotros, espectadores, las incógnitas y el misterio, los interrogantes: ¿quién vive ahí? ¿qué ha pasado? ¿qué piensa? ¿a dónde va? ¿por qué no se hablan? ¿cómo acabará? ¿hacia dónde está mirando? ¿por qué no hay nadie?… Las preguntas no terminarían. Así, el espectador es conducido a imaginar una narrativa a ciegas, sin respuestas a sus preguntas ni confirmaciones a sus hipótesis sobre lo que el lienzo le ha sugerido. El poeta Mark Strand (2008), en su libro Hopper, lo define muy acertadamente:

Los cuadros de Hopper son breves y aislados momentos de figuración que sugieren el tono de lo que habrá de seguir, al tiempo que llevan adelante el tono de lo que los ha precedido. El tono, pero no el contenido. La implicación, pero no la evidencia.

En efecto, Hopper pone el foco y la dirección hacia lo que quiere que veamos ―que él ha visto antes―, situando al espectador de forma que éste observe el cuadro junto a él. Nos invita a una narrativa, pero no nos informa acerca de ella. Solo nos sugiere, el relato es nuestro.

Hopper comunica porque activa en cada uno de nosotros procesos proyectivos. Mediante la identificación proyectiva el individuo atribuye fuera de él, “proyecta” ―sobre personas, situaciones, escenarios diversos, etc.― percepciones, sensaciones, sentimientos, pensamientos, fantasías, que son propios. Cuando es muy intensa llega a ser patológica porque distorsiona la realidad, pero es un mecanismo que está en la base de la comunicación humana porque nos permite ponernos en el lugar del otro. Facilita la empatía, la intuición, resultando, así, una forma de conocimiento. Para ello es necesario que dicha identificación proyectiva no sea rígida ni masiva, lo cual incluye un camino de vuelta, es decir, poder diferenciar que lo proyectado es nuestro, no del otro. Hopper tiene la capacidad de activar este mecanismo en nosotros como espectadores porque hay algo de autenticidad y verdad en su obra. Ante sus cuadros, la disposición a construir una narrativa tiene que ver con esta atribución de aspectos vividos, que viajan desde nuestro mundo interno a la escena representada y vuelven a nosotros para construir un relato. Podríamos decir que sus escenas nos revelan una realidad que ya conocemos, pero que nunca antes habíamos percibido, o lo habíamos hecho a medias. En otras palabras, si arte significa comunicación, Hopper es un gran artista porque consigue, con su simbolismo y su técnica depurada y precisa, vehiculizar y remover nuestros propios escenarios internos. Es decir, provoca en nosotros, espectadores, una experiencia emocional. Él mismo nos dice:

Me interesa sobre todo el amplio campo de experiencias y sensaciones del que no se ocupa la literatura ni el arte puramente plástico. Deberíamos ser cautelosos y llamarlo la experiencia humana, para evitar que se confunda con lo puramente anecdótico y superficial […] mi propósito es […] intentar proyectar sobre el lienzo mi reacción más íntima frente al objeto tal como se me aparece cuando más me gusta; cuando los hechos alcanzan la unidad por medio de mi interés y mis prejuicios […]. (Hopper, E., 1939).

Como señala Valeriano Bozal (2012), su sentido de encuentro, de instantaneidad, de descubrimiento, es el resultado de una cuidadosa elaboración técnica en la que intervienen el ángulo perceptivo, el juego de luces y sombras, la escala, la condición del horizonte, etc. Otros estudiosos de su obra (Strand, 2008; Palomino Galera, 2015) hacen hincapié en las figuras geométricas, manifiestas o implícitas, que aparecen en sus cuadros como elementos que marcan dónde nos encontramos respecto a la escena y cuál es el recorrido que ha preparado para nuestra mirada. Ejemplo de ello, Rooms by the sea.

Hay muchos aspectos interesantes, por su originalidad, en el conjunto de su obra, cuya profundización excede el objetivo de estas breves notas. Pero vamos a nombrar dos de ellos.

En el primer cuadro antes comentado, Two on the Aisle, aparecen unos aspectos que se repiten en los personajes de Hopper: no se miran entre sí, ni tampoco al espectador ―excepto en Western motel (1957)―, miran por la ventana, al infinito, al paisaje, un libro, etc., lo cual favorece una impresión de aislamiento. La profusa presencia de puertas ―Rooms by the sea― y ventanas, abiertas o cerradas, implica un diálogo entre interior y exterior, que podría matizar en cierta forma el aislamiento. Por otro lado, a menudo los personajes de Hopper dirigen su mirada hacia un lugar situado fuera de plano, con lo cual lo ausente se hace presente, intensificando así los interrogantes en el espectador, el misterio.

La dimensión temporal sería otro de los aspectos incluidos en sus obras, de diferentes formas: A) La misma sugerencia narrativa induce al espectador a un antes, un después y un “ahora mismo”, como en Two on the Aisle. B) La temática vinculada al tránsito, al viaje, mediante carreteras, vías de tren, faros, hoteles, maletas, etc. C) La representación de la ciudad como un ir de un lugar a otro, llegar al trabajo, ir a un café, a un espectáculo. D) La luz del sol o la luz artificial, que nos sitúan en el momento del día. E) La espera, a través de personajes que aguardan que se abra el telón, que llegue alguien, que transcurran las lentas horas de un atardecer de verano, llegar a su destino, que les escuchen; y a través del propio espectador, que espera que la ciudad despierte o que espera aquello que va a suceder.

Para terminar, una bella metáfora extraída de Palomino Galera (2015), que constituye la hipótesis central de su estudio:  la pintura de Edward Hopper tiene una dimensión poética, es como un haikú.

Tanto el poeta de haikú como Hopper únicamente buscan compartir esos sentimientos profundos, que no se pueden explicar claramente sino solo sugerirlos mediante el uso concreto, y especialmente escueto, de sus medios. […] El poema y la pintura se ofrecen al sentido de un modo amable, no tratan de explicar nada, ni imponer nada, ni comunicar la personalidad del artista; dicen sinceramente lo que quieren decir pero en ambos casos su arte tiene como norma la reserva y la sugerencia. Así, el trabajo poético solo vale por la riqueza de conexiones que pueda producir en la mente del receptor.

 

Referencias bibliográficas

Bozal, V. (2012), “El lugar de Hopper”, Hopper, Madrid, Museo Thyssen-Bornemizsa.

Hopper, E. (1939), “Carta a Charles H. Sawyer”, Escritos, Barcelona, Editorial Elba.

Palomino Galera, M. (2015), Edward Hopper. Un estudio de caso en la relación pintura y literatura, Universidad de Las Palmas de Gran Canaria.

Strand, M. (2008), Hopper, Barcelona, Lumen.
 

Isabel Laudo
Psicóloga clínica, Psicoanalista (SEP-IPA),
islaudo@gmail.com