Asunción Soriano Sala es médico psiquiatra, psicoanalista de la Sociedad Española de Psicoanálisis (SEP) y de la Asociación Psicoanalítica Internacional (IPA). En el ámbito de la asistencia pública en Salud Mental, ha sido coordinadora del Hospital de Día para adolescentes de Sant Pere Claver─Fundació Sanitària de Barcelona, y actualmente es la responsable asistencial de Consulta Jove de la misma institución.
Rubén D. Gualtero es sociólogo, miembro del consejo directivo de la Revista de Psicopatología y Salud Mental del niño y del adolescente de la Fundació Orienta, de la que ha sido coordinador de redacción durante muchos años.
Ambos publicaron en 2013 el libro El adolescente cautivo[1], que trata sobre los adolescentes y su relación con la sociedad en la que viven. Desde sus respectivas disciplinas, la experiencia ampliamente demostrada por ambos en la comprensión del adolescente nos aporta elementos de reflexión sobre lo que representa la adolescencia para el propio adolescente y para los adultos de su entorno. Y más específicamente, sobre cómo vive el adolescente la relación entre imagen e identidad.
Agradecemos a Asunción Soriano y a Rubén D. Gualtero su colaboración para la realización de esta entrevista.
TEMAS DE PSICOANÁLISIS.― En su libro El adolescente cautivo, señalan que una de las características más específicas de la adolescencia sería la coexistencia y alternancia de los aspectos infantiles junto a otros más evolucionados y maduros, que apuntan a la construcción de la identidad adulta. Para poder comprender mejor el tema de la imagen externa desde la perspectiva adolescente, ¿qué otras características destacarían de la adolescencia?
Asunción Soriano y Rubén D. Gualtero.― Un primer aspecto a destacar es el cuerpo como “pantalla exterior de nosotros mismos”: de lo que somos, de lo que sentimos, de lo que queremos parecer, de lo que queremos exponer a la vista de los otros o, al contrario, ocultar, esconder. Es una realidad del ser humano que se da en cualquier tiempo, cultura y edad. Incluso en el reino animal, la apariencia externa es un lenguaje lleno de matices con los cuales se trasmite toda una sofisticada información que puede ir desde los pavoneos del cortejo hasta la crispación de los basiliscos que, ante el peligro, logran engrandecer su cuerpo. O los colores de las alas o el pelaje de las fieras con los cuales intentan pasar desapercibos o camuflarse. Por tanto, volviendo a los seres humanos, nos diferenciamos de los animales en nuestra capacidad creativa para buscar y confeccionar objetos, texturas, tejidos con los que decorar ese lenguaje del cuerpo que tiene una enorme importancia en la vida personal y relacional.
En la sociedad actual, con la irrupción de las nuevas tecnologías, Internet y los medios de comunicación de masas, este hecho ha adquirido importancia debido a la universalización, a la globalización de la información y las imágenes, de los gustos y tendencias que pueden ir desde un determinado refresco, una forma concreta de vestir o adornar el cuerpo, hasta el trasiego de mensajes con opiniones, comentarios, fotografías, sobre temáticas muy generales, de carácter personal o íntimas, del propio individuo o alusivas a terceras personas. En este “aparador virtual” que se ha convertido la sociedad actual, tal vez valga la pena reflexionar sobre el papel que juega la moda en el proceso adolescente, su influencia, vivencias y las contradicciones que acarrea a quien ha de “vestir un cuerpo en transformación” o reflejar una identidad frágil y cambiante.
Una característica a destacar en este complejo engranaje entre tendencias consolidadas a nivel global y el proceso de crecimiento individual es, sin duda, la mutabilidad. En el intento, en el esfuerzo por alejarse del niño que fue y adquirir una individualidad propia, el adolescente se acercará, buscará modelos exteriores con los que identificarse. Sin embargo, estos modelos, estos patrones, la moda si nos centramos en ella, tienen un elemento común: su mutabilidad. Hoy pueden ser válidos, fascinar y en un tiempo breve dejar de serlo, “agobiarles”, “rayarles”. Si nos atenemos a la definición que hace la RAE, podríamos decir que estos patrones, estos modelos, las propias vivencias del adolescente, “cambian o se mudan con gran facilidad”.
Lali, de dieciséis años, acudió a la consulta muy molesta consigo misma, sentía como un fracaso o una debilidad las dificultades personales que estaba viviendo. A pesar de su enfado era consciente de su necesidad de ayuda y ello permitió iniciar una terapia, donde pudo avanzar hacia una mejoría interna. Al parecer, para ella este proceso más subjetivo e invisible no era suficiente y un día vino a la consulta con media cabeza rapada, siguiendo un corte de pelo muy a la moda. Explicó su cambio de look, diciendo que quería mantener esa estética por el momento y que se volvería a dejar crecer el cabello cuando sintiera que estaba mejor de todo aquello que la preocupaba. Para Lali era importante que su cuerpo, reflejara lo que vivía psíquicamente. Ella necesitaba que desde el mundo adulto, y por supuesto en el espacio terapéutico, se respetara esta expresión en su cuerpo y a través de la moda de un estado psíquico. Cualquier comentario cuestionador podría sentirlo como una falta de sintonía, una crítica o una desvalorización. Cuando el cuerpo habla requiere del terapeuta un abordaje sutil y especialmente respetuoso, porque en ese escenario se muestran aspectos que pueden ser muy sensibles y en muchas ocasiones con significados que desconocemos. En este caso, Lali sí explicó lo que necesitaba expresar a través del corte de pelo; en otros casos no hay explicación que nos oriente entonces en la terapia; ese cambio estético podría tener el valor del dibujo que nos hace un niño durante la sesión que atendemos, escuchamos y tratamos de entender sin juzgar.
Así pues, en un mundo cada vez más transparente, más exhibicionista, el adolescente irá mostrando, a través de su cuerpo y de cómo lo decora, muchos de los cambios o transformaciones que va asumiendo en su proceso de crecimiento y con los que necesita estar en sintonía. O, al contrario, es también su cuerpo y la forma que lo vista y decore, una manera de exponer las dificultades o resistencias a dejar de ser niño, a transitar hacia la vida adulta.
En cualquier caso, corresponde al adulto tener presente esta transitoriedad para no “etiquetar” o forzar al adolescente a que siga los preceptos de la moda o que deje de seguirlos. “No quiero que vistas de esa manera…”. “Te prohibimos rotundamente que te pongas un piercing o te hagas ese horrible tatuaje”. “¿Por qué no vas vestido como los chicos normales del instituto?”.
Una fuente de referencias que refleja situaciones como las que venimos comentado es, sin duda, la literatura. En esta línea, la novela De acero de la escritora italiana Silvia Avallone[2], nos relata una escena familiar frecuente. Cuando Anna, una chica de catorce años, se sienta a comer con sus padres, éste se enfurece al comprobar que lleva “dos dedos de maquillaje”. Le ordena que vaya a lavarse la cara y que se cuide mucho de salir así a la calle, a la vez que aprovecha para recriminar a la madre que sea tan condescendiente con su hija.
Anna, a regañadientes, se quita los “dos dedos de maquillaje”, pero está contenta porque indirectamente ha conseguido lo que quería: salir. Después de que el padre insistiera que hasta los 18 años no puede ir pintorreada de esa manera, la madre, como suele pasar en muchos casos, interviene para decirle al marido que no hace falta perder los estribos porque su hija de ponga un “poco de rímel” en los ojos. Con gran finura, Avallone nos describe las peculiaridades de los personajes y la manera diferente de observar la realidad, especialmente del padre y de la madre.
TdP.― Escena en un probador: después de ponerse unas piezas de ropa en una tienda en la que se vestía habitualmente hasta aquel día, un joven de trece años recién cumplidos, mirándose al espejo, le dice a su madre: “no puedo ponerme eso, es que no soy yo…” ¿Cómo entenderían esta escena?
A. Soriano y R.D. Gualtero.― Para el adolescente el margen entre “parecer” y “ser” es muy estrecho, muy lábil. Un adulto con criterio puede soportar más o menos parecer con su indumentaria un “desastre”, pero al saber que no lo es, es capaz de “acicalarse” y recuperar una imagen más de acorde consigo mismo, con la que le gustaría “aparecer” ante los demás. Para la mayoría de los adolescentes este margen es tan estrecho que cuando lo han traspasado les parece que no hay camino de vuelta. Si un adolescente siente que su pinta, su apariencia es “desastrosa” no podrá salir a la calle porque es “realmente un desastre”. No hay matices, ni tiempo ni espera. La intensidad de esta vivencia adolescente es, muy a menudo, una fuente inagotable de conflictos, incomprensiones y discusiones familiares.
A menudo la respuesta irritada y la exigencia impertinente del adolescente cuando necesita salir de casa con determinada prenda que aún está por lavar, responde a que siente que para esa ocasión solo puede ir con aquello que le hace sentirse él mismo. No hay alternativa, es aquello o aquello.
Algunas veces la búsqueda de algo que ponerse convierte la habitación y los armarios en un auténtico caos porque con absoluta convicción el adolescente dice que “no tiene nada que ponerse”; o bien, es aquello de que “hoy no encuentro nada que me siente bien y así no puedo salir a la calle”.
Entender que no solo se trata de un capricho o una tiranía, sino de un desespero, es un reto que exige grandes dosis de paciencia y ecuanimidad. El adulto puede ayudar a contener y suavizar esas manifestaciones desproporcionadas y, desde luego, carentes de la madurez necesaria que no tienen, que han de alcanzar. Contener no quiere decir ceder a las demandas ansiosas del joven, sino tratar de entender sus razones. Quiere decir ampliar ese “margen estrecho” del que hablábamos al inicio de la respuesta. Y quiere decir, ampliarlo de manera que se logre un espacio más amplio, menos irritable en la relación entre adulto y joven, de manera que pueda dar paso al diálogo.
TdP.― Actualmente, ¿hay diferencias entre chicos y chicas en cuanto al tempo o a la forma de expresarse a través de la imagen? ¿Y en relación a generaciones anteriores de adolescentes?
A. Soriano y R.D. Gualtero.―La moda también refleja las diferencias de sexo. En épocas anteriores estos patrones estaban muy claros y marcados. Las personas debían seguirlos estrictamente, si bien es cierto que en algunos momentos se han intentado traspasar estas fronteras: las mujeres de la época Charleston se cortaban el cabello y a esa media melena se le llamó peinado a lo garçon. La utilización de la palabra “chico” remarcaba una cierta trasgresión hacia la masculinidad que, al decirlo en francés la suavizaba; o sea, viene de fuera, nada menos que de Francia, y la moda manda.
Otro ejemplo lo podríamos encontrar en la película Annie Hall de Woody Allen. En varios episodios de la película la protagonista usa pantalones y americanas con un toque masculino. O cuando se incorporó la corbata en la indumentaria femenina, algo claramente masculino. Sin duda, se podrían citar otros ejemplos como el uso de los pendientes y la melena larga en los hombres; o el uso generalizado de los vaqueros en las mujeres. De todas maneras, salvo en las modas idiosincráticas en algunas culturas, como las conocidas faldas que llevan los escoces, lo cierto es que hasta hace muy poco tiempo, los patrones de la moda seguían una estricta diferenciación de género y “estar a la moda” era seguirlos o, de lo contrario, se corría el riesgo de ser rechazado, marginado, expulsado del redil.
No ha sido hasta épocas muy recientes que los cánones de la moda han ampliado su abanico dejando abierta la posibilidad de un uso “transgresor” de la vestimenta y de los abalorios que adornan el cuerpo. Basta pensar por ejemplo en el look andrógino que lució el cantante y actor David Bowie durante una temporada, o el rostro absolutamente maquillado del cantante Boy George del grupo Culture Club.
Sin llegar a esos extremos lo cierto es que hoy día la moda ha abierto un margen mucho más amplio de tolerancia y permisividad y, en ese sentido, sitúa al adolescente en una encrucijada ciertamente difusa y difícil. Por un lado, se encuentra en un momento especialmente crítico en cuanto a la identidad sexual, ya que en este aspecto está en proceso de construcción y, por otro, tiene a su disposición unos atuendos, una moda y unos modelos masculinos y femeninos cada vez más indiferenciados. De un tiempo a esta parte, podríamos decir que el joven se encuentra en una sociedad en la que la expresión de diferentes formas y maneras es más libre, a la vez que, en ocasiones, más indiferenciada. De todas maneras, convendría no menospreciar los riesgos que conlleva un mal uso de la libertad de expresión y, sobre todo, la difusión, promoción, o incitación, a través de las redes sociales (Facebook, Instagram, chats, etc.) de aquellas modas, tendencias o conductas exhibicionistas que puedan suponer un gran riesgo para el bienestar físico o mental de los y las adolescentes, dada precisamente su gran vulnerabilidad.
Frente a esta encrucijada, podemos observar adolescentes que encaminan, orientan, muestran, el proceso de búsqueda de su identidad sexual a través de modas que favorezcan la ambigüedad o, por el contrario, eligen aquella que exhiben o enfatizan los caracteres sexuales.
En cualquier caso, esta búsqueda de identidad no es, para nada, un proceso lineal e implica muchos factores. Por citar algunos que nos parecen importantes a destacar, el peso de la propia cultura, la fuerza del grupo y su mayor o menor capacidad para tolerar las diferencias de matices entre sus miembros, y el grado de mayor tolerancia de los padres y grupo familiar.
Queríamos hacer una mención especial a la situación de los adolescentes inmigrantes. Su llegada, a veces justo en estas edades, procedentes de lugares con tradiciones y culturas muy diferentes a las del país de acogida, añade un factor más de complejidad a su proceso de crecimiento. Este colectivo suele encontrarse sometido a una doble presión, a menudo simultánea y contrapuesta. Por un lado, estaría la enorme influencia que ejerce la moda en el país de acogida y, por otro lado, se encuentran que difícilmente puede desligarse de la fuerte presión familiar, o de sus iguales, para que mantengan, o no renuncien, a los usos y modas que les son propios. De todos es conocida las controversias que hubo en Francia por el uso del hiyab de las adolescentes que asistían a los centros escolares. Pero también, y con menos impacto social, estaría el caso de Lucía que llegó a Barcelona procedente de un país latino y descubrió con alegría que su estilo de vestir, bastante deportivo, aquí no era etiquetado de masculino, como le ocurría en su país. Este hecho novedoso le resultó muy gratificante al permitirle sentir su feminidad a pesar de usar ropa cómoda o sin tener que maquillarse demasiado.
En otro sentido, las sociedades occidentales más permisivas ofrecen caminos a través de los cuales el adolescente o la adolescente pueda mostrar su dudas o incipientes certezas respecto de la identidad sexual. El auge del movimiento gay y una mayor tolerancia por parte de la sociedad, hace posible que muchos adolescentes puedan “lucir” públicamente formas de vestirse, peinarse o adornarse acordes con su expresión identitaria, algo seguramente impensable, cuando no peligroso o penalizado, en sus países de procedencia.
Así pues, podríamos decir que para cada uno de los adolescentes con situaciones diversas también la moda actual ofrece un espacio donde reflejar su situación personal, grupal o cultural; un espacio abierto a múltiples expresiones externas y en donde es posible la búsqueda de identidad, en este caso de género. El adolescente ha de realizar esta búsqueda, ha de hacer este camino, en un sentido u otro, según vaya evolucionando en su proceso de crecimiento y dentro del grupo de pertenencia que en aquel momento se sienta más cercano.
TdP.― ¿Para un adolescente su forma de vestir puede significar “desnudar” su identidad ante los otros?
A. Soriano y R.D. Gualtero.― Más que “desnudarse”, lo que el adolescente busca o está interesado es, más bien, “vestir” su identidad. Con una identidad frágil y en construcción lo que el chico o la chica necesita es “arroparse”, “cubrirse” con aquello que le de seguridad o, al menos, con una identidad rápida y clara que le permita sortear este difícil proceso de transitar hacia la adultez. Como dicen Tió et al. (2014) en su libro Adolescencia y transgresión: “No es infrecuente que los adolescentes se sientan muy inquietos con la mirada del otro y respondan a veces con conductas agresivas. El ‘¿y tú que miras?’ puede mostrar ansiedades persecutorias facilitadas por la identificación proyectiva de aspectos inmaduros no reconocidos como propios, máxime en esta etapa en que de forma normal existen dudas y ansiedades respecto a la identidad sexual y corporal”.[3]
Por ello, la imperiosa necesidad de ponerse o no ponerse determinada prenda, de vestirse de una determinada manera, inclusive al margen de la moda, es algo que, a menudo, resulta incomprensible para los adultos. Lo que viste y como se viste tendría el sentido shakesperiano de “ser o no ser”. Es difícil para los padres y adultos en general recordar estas vivencias de su propia adolescencia, por ello reflexionar sobre los propios sentimientos de incomodidad ayuda a entender lo que los jóvenes pueden sentir, por ejemplo, preguntando a los padres: “¿Iría usted al trabajo en pijama?”, pues algo similar puede sentir el hijo o la hija si se vistiera como usted cree que es mejor para él o ella.
En este proceso de ir reflejando el desarrollo de su identidad, Juan, de quince años, nos decía: “Ya veo que con estas botas que llevo puestas puedo parecer un poco nazi; pero para nada pienso como esa gente. Más aún, me gusta llevar el cabello largo y cuidado y, si mis padres me dejaran, me lo teñiría como una chica”.
Favorecer ese movimiento de diferentes expresiones de su ser ayuda, entre otras cosas a irse construyendo interna y externamente ya que ―en relación a la pregunta de la desnudez de la identidad adolescente―, como dice Alberto Lasa (2016)[4]: “el adolescente no habla de su cuerpo, habla con su cuerpo”. “La forma en que viven y presentan su cuerpo debe ser leída y traducida correctamente por quien trate de ayudarles, y más si se hace desde una posición psicoterapéutica que será totalmente imposible si el adolescente no percibe un reconocimiento correcto de su situación”. Es decir, también, y de forma especialmente sensible, el reto del entendimiento entre adultos y jóvenes se juega a través de lo que se interpreta, acepta, o no, de su expresión a través de la imagen corporal.
TdP.― Sabemos que el grupo de iguales facilita la adquisición de una identidad o, dicho de otra forma, ayuda a hacer frente a la crisis de identidad individual del adolescente. La uniformidad de vestimenta e imagen en el grupo ¿es un facilitador para adquirir esta identidad grupal?
A. Soriano y R.D. Gualtero.― Todos sabemos de la importancia del grupo en esta etapa, dado que es un peldaño necesario entre la familia y la sociedad en el sentido más amplio. El grupo puede brindar un sentimiento de pertenencia que, si no es muy extremo, proporciona un tiempo y un espacio al joven para buscar e intercambiar roles. La uniformidad de la indumentaria grupal, el “estilo”, a veces sutil, que comparte con sus colegas, al igual que los gustos ―como, por ejemplo, en la música― son elementos de cohesión que les une y les identifica. En general, esta uniformidad tiende a desaparecer a medida que el adolescente va madurando, igual que el peso y la fidelidad al grupo también se va haciendo, progresivamente, más flexible. De hecho, un tema frecuente en las conversaciones de los adultos cuando se encuentran con antiguos amigos o amigas del grupo adolescente es rememorar los estrechos vínculos que se establecían y la fidelidad a todo aquello que constituía la identidad grupal.
La estética del grupo implica un factor importante y que tiene que ver con la transgresión. Es más factible teñirse el pelo de azul, cuando luego se encuentran en el concierto con los amigos que, también, van de azul. Mientras la moda tiende cada vez más a igualar las generaciones, el adolescente necesita encontrar nuevas formas de mostrarse diferente y diferenciado por lo que junto con el grupo se atreverá a dar un paso más allá de lo que la moda dicta. Lo que suele pasar es que, posteriormente, la moda incluye en su catálogo lo que había sido un primer intento de diferenciarse y tendrá de nuevo el grupo de jóvenes que encontrar otro estilo que lo distinga. Señalaba Alberto Lasa (2016), refiriéndose a la especial relación de los adolescentes con la moda, su lucha permanente entre dos temores: el miedo a la exclusión, a no contar con el abrazo y la aceptación de los colegas, y el miedo al anonimato, a ser relegados al olvido, a caer en la total indiferencia. O sea, la paradoja de la imposible separación entre identidad y alteridad.
La estética común al grupo proporciona un elemento de seguridad. El temor del anonimato se subsana creando una manera de mostrarse común al grupo. Existe una zona de polígonos industriales en los alrededores de Barcelona, ―espacio de ocio para los adolescentes, como seguramente podemos encontrar otros lugares cercanos o lejanos― en la que se concentran diferentes discotecas. En caso del extrarradio barcelonés, los grupos que van caminando desde la estación de tren al polígono son fácilmente identificables. Cada cual con su uniforme. Más aún, según la manera de ir vestidos, el peinado, el mayor o menor consumo de tóxicos, las diversas preferencias musicales; es decir, según el look que ostentan, hasta se podría adivinar la discoteca o lugar de encuentro al que se dirigen.
En este caso, como ya se ha mencionado anteriormente, hay un hecho evidente a tener presente: la inmigración. A menudo, los padres salen de sus países de origen buscando una mejora económica y los niños o bebés se quedan en el país a cargo de las abuelas o de un pariente cercano. Suele coincidir que la familia se organiza económicamente en el nuevo país justo cuando el hijo o hija alcanza la adolescencia. Entonces se plantean el reagrupamiento familiar. A menudo, los reagrupamientos en estas edades suelen estar acompañados de conflictos, pues el duelo y desarraigo que viven los hijos acarrea riesgos importantes por todos conocido. La búsqueda de identidad y de pertenencia hace que grupos de chicos y chicas de origen similar, como podría ser el caso de los latinos o de cualquier otra procedencia, repitan la forma de vestir, la música o determinadas celebraciones como forma de aliviar el duelo y en un intento por recuperar aspectos de la identidad perdida.
TdP.― En su libro hacen referencia a que, detrás de algunas conductas sorpresivas del adolescente, a menudo aparece una necesidad imperiosa de hacer algo con tal de llenar un sentimiento de vacío insoportable. Para ilustrarlo, citan un personaje de Kawakami (2010), Hanada, que un día decide vestirse con ropa de mujer como salida ante su sentimiento de indiferenciación. Por otro lado, también hablan de que en la adolescencia determinados cambios repentinos en el aspecto físico o en la indumentaria son signos de la nueva identidad que se va abriendo camino, expresiones de progreso o quizás de conflicto. ¿Podrían hablarnos más sobre ello para nuestros lectores?
A. Soriano.― La experiencia como psicoterapeutas o analistas nos permite observar que en la mayoría de procesos terapéuticos a esta edad, el cambio psíquico va acompañado también de cambio físico, y es habitual que vayan sucediéndose estos cambios en la imagen durante el tiempo que dura el tratamiento. Afirmaría que en general el adolescente está más guapo, más cuidado, en la medida que se va sintiendo mejor. Pondría un pequeño ejemplo:
Pol era un chico de diecisiete años muy encerrado en sí mismo y con dificultades de relación en general, pero especialmente con los pares. Sus aspectos depresivos acompañaban su look, su forma de presentarse, y la imagen que sugería al principio de la terapia, era de Jesucristo en la cruz. Su cuerpo no existía, no se miraba, los espejos eran un artefacto inútil para él. Llevaba una melena descuidada, no peinada, aunque limpia, camisetas viejas, grises; miraba al suelo y hablaba en voz baja. Nada de esto tratamos directamente en la terapia. Sí, en cambio, sus temores a la relación, al rechazo. Al comienzo él hablaba desde una postura aparentemente narcisista en el que solo le gustaba estar encerrado en su habitación leyendo. Decía: “no me gustan los adolescentes”. A través del proceso terapéutico, se fue aclarando que en realidad no sabía cómo salir de ese espacio de aislamiento en el que se encontraba y aprender un nuevo código de relación con los iguales y pudo verbalizar: “No sé qué decir”, “me quedo sin palabras y me siento estúpido”.
Durante este proceso repentinamente viene a la sesión totalmente cambiado y resulta difícil identificarlo en la sala de espera. Se había cortado el cabello y su camiseta tenía más color y luz. Miraba a la cara y eso mismo permitía que también los otros lo miraran. Sorpresa: ¡tenía unos bonitos ojos azules que hasta el momento pasaban desapercibidos! Explicó que se había decidido a participar en una acampada que organizaban sus compañeros de curso. De pronto parecía que el proceso psíquico se externalizaba en su cuerpo y su estilo, además de en sus relaciones.
TdP.― ¿Cómo creen que la actual sociedad consumista aprovecha las circunstancias adolescentes para transmitir una cierta ideología? Podría pensarse que la transmisión en masa de figuras identificatorias en las sociedades postmodernas se vehicularía subliminalmente a través de la moda. ¿Creen que es así?
A. Soriano y R.D. Gualtero.― Desde un punto de vista muy general podríamos decir que la moda y sus imperativos siempre han existido. Incluso lo que se podría llamar “el martirio del cuerpo”, también. La diferencia es que anteriormente estas prácticas estaban ritualizadas y de un tiempo a esta parte, obedecen a imperativos básicamente comerciales, sobre todo, las que tienen que ver con la búsqueda de la delgadez, el rechazo a la gordura. La moda, el imperativo de estar delgado es una obligación que en la actualidad concierne a todos los individuos, pero especialmente a la mujer y a la mujer joven o adolescente. Desde este punto de vista, no cumplir con este imperativo supone, entre otros, un alto precio a pagar: no encontrar “su talla” en los grandes almacenes, templos por antonomasia para los adolescentes de hoy en día. La chica que no obedece el mandato o simplemente supera el límite permitido, se arriesga a ser expulsada del redil y su marginación, su destierro, es vivido de forma traumática y con sufrimiento emocional y relacional.
Por otra parte ―a diferencia de las modas antiguas cuando el adolescente no era el objeto primordial del consumo de masas―, al seguir los dictámenes del momento, los hombres y mujeres buscaban, sobre todo, una determinada forma de lucimiento y distinción a través de la moda: el sombrero en los hombres, las pieles en las mujeres, las joyas, entre otros elementos que estuvieron muy presentes en épocas pasadas. Los menos favorecidos, sin renunciar a la distinción, se conformaban y vestían como buenamente podían, y niños y jóvenes, fuera cual fuera su procedencia social, se vestían como adultos en miniatura. Lo significativo de nuestros días es que las cosas han variado sustancialmente: ya no es el adulto el destinatario preferente ni exclusivo de la moda; lo son, y en algunos casos en mayor medida, los jóvenes y los niños. Estos dos últimos grupos, estos targets que se diría en la jerga comercial, siguen la moda con especial interés desde muy pronto y, en cuanto pueden, exigen a los adultos que cumplan sus deseos. “Quiero las bambas, la camiseta y el chándal de tal y tal marca”, “quiero la colonia de este anuncio y las gafas de sol que luce determinado artista”.
En definitiva, los imperativos de la moda ―delgadez, determinadas marcas y estilos de consumo masivo, rechazo a cualquier manifestación de la vejez― se han invertido, siendo los jóvenes sus auténticos destinatarios. Si bien los adultos están, en menor medida, presentes y se acentúa la tendencia hacia los más pequeños, los verdaderos amos y señores de la moda actual son los adolescentes, que hacen valer sus prerrogativas ante unos adultos subyugados y cautivados por su propia prole, cada vez de menos edad.
TdP.― Y para terminar, ¿cuál sería el papel de los adultos, de la sociedad en general, para favorecer el crecimiento de los adolescentes y su diferenciación? Determinados estilos de moda inducirían a pensar que todos somos iguales, igual de jóvenes.
A. Soriano y R.D. Gualtero.― Con todo lo dicho hasta ahora, cabría pensar que el efecto de la moda, justo en este momento de frágil construcción de la nueva identidad, funciona como una pantalla de proyección en la que el joven se va viendo a sí mismo, se retoca, se modifica, expresa sus estados de ánimo de acuerdo con la imagen que le retorna la pantalla en la cual se ve reflejado.
Es el artista de la obra: “su nueva identidad” y va buscando y escogiendo las formas y colores que le sirven para mostrarlo. Por todo ello sería deseable que la sociedad y los adultos que le rodean le proporcionaran los medios, el tiempo y la confianza para que pudiera “trabajar en su obra”. Y, por supuesto, la tolerancia y la posibilidad para que pueda dar tumbos, tener serias dudas, cometer errores e incoherencias fruto de la inestabilidad de una identidad, de una “obra”, en construcción. Además, el adolescente necesita contar con el buen hacer de los padres o adultos a la hora de buscar consejo o ayuda profesional cuando encuentran que la situación del adolescente ha dejado de ser “tempestuosa” para adquirir una mayor gravedad o afectación de la salud física o emocional, social o jurídica, ya sea del propio adolescente como de su entorno vital.
Pero lo que parece tan obvio, en la realidad no suele ser así. Generación tras generación, las propuestas estéticas de los jóvenes han generado fuertes controversias en la sociedad y en el núcleo familiar. Sin embargo, a pesar de esta primera constatación, en nuestro tiempo nos encontramos con factores novedosos sobre los que valdría la pena reflexionar.
Por un lado, la búsqueda ciertamente obstinada de la “eterna juventud”. El contexto actual es quizás la época de la historia en la que el adulto siente más rechazo a los signos del envejecimiento y se esfuerza con denuedo para compensarlos, para minimizarlos. Delante de esta búsqueda, de este afán, el espacio que le queda al joven para mostrar su “juventud” es cada vez menor. Como describe Sussi Orbach en su libro La tiranía del culto al cuerpo[5]: “Literalmente, millones de personas combaten día a día los sentimientos de preocupación y vergüenza motivados por el aspecto de sus cuerpos”. Y añade más adelante: “La estética de lo esbelto (con pectorales en el caso de los hombres y pechos generosos en las mujeres) es problemática para aquellos que no se ajustan a ella, e incluso quienes se encuentran en forma pueden convertirse en portadores de una triste inseguridad sobre sus propios cuerpos”.
Estrechamente relacionado con lo anterior, el otro hecho curioso de nuestra sociedad que queremos destacar es: si llevamos al extremo la consigna de “todos jóvenes”, resulta que “no hay jóvenes”. Esta aparente paradoja nos induce a pensar que los adolescentes se encuentran luchando solos en su tránsito hacia la adultez, porque los adultos han desaparecido, porque sus interlocutores, sus referentes, se han convertido en “pseudo iguales”. ¿Parecería que esta actitud de los adultos solo dejaría una opción para la diferenciación del adolescente? Nos referimos a la búsqueda de estéticas cada vez más radicalizadas en donde el adulto no pueda alanzarle.
Otro factor que nos gustaría destacar es que los conflictos relacionales que surgen de la búsqueda del adolescente de sus expresiones estéticas, ponen de manifiesto que el diálogo entre adultos y jóvenes no es fácil y requiere de equilibrios sutiles. Por un lado, es necesario que el adulto logre alcanzar un cierto grado de madurez que le permita sonreír frente a su propia juventud perdida, pero, a la vez, sin que pierda la memoria y empatía con su propia adolescencia. Así podrá estar atento para entender lo significativo y delicado de los diferentes intereses del adolescente. Abandonar continuamente de nuestra mente lo que es o no importante desde la escala de valores con la que nos manejamos como adultos, para comprender genuinamente el valor que tiene vestir como el grupo, o la desesperación que siente el adolescente ante la pérdida de una prenda de ropa que era imprescindible para ir con los amigos al concierto. Aspectos todos ellos, en los que bajo una apariencia más o menos banal, el chico o la chica se juegan sentimientos profundos de identidad.
Así pues, el adulto sigue teniendo que estar ahí, el adolescente lo sigue necesitando, de otra manera, en un papel difícil y sutil pero imprescindible.
La mezcla de aspectos infantiles y adultos que coexisten en el adolescente, implica que el papel del adulto sea estimular todo aquello que les nazca como intereses de progreso, que de alguna manera sería la parte adulta de la personalidad. Y por otro lado, seguir cuidando y protegiendo todo aquello que aun sienten como menos capaz, asustadizo, frágil; o sea, los aspectos infantiles que aún perviven. Ser capaces de tener un interés real por los nuevos signos de identidad adolescente que se inician y que requieren de una escucha sumamente respetuosa, entre ellos el tema que nos ocupa: “la moda”.
En palabras de Donald Winnicott:
La inmadurez… una parte preciosa de la escena adolescente que contiene los rasgos estimulantes de pensamiento creador, de sentimientos nuevos y frescos, de ideas para una nueva vida.[6]
Destacaríamos, como colofón, un párrafo de nuestro libro, El adolescente cautivo que, pensamos, puede sintetizar lo que hemos venido describiendo:
Tomando como imagen emblemática las ‘puertas de vaivén’ ─las típicas de los salones del lejano oeste─―, se trataría: de estar cerca, pero no juntos; de estar separados, pero no distantes. Si nos atenemos al símil anterior, el hecho de que –las puertas– estén siempre abiertas y permitan el paso permanente, no por ello dejan de marcar una frontera, un límite. Al joven que va abandonando su cuerpo de niño, no le queda más remedio que hacer todo un esfuerzo para aceptar su cuerpo adolescente que, posiblemente, distará de cumplir con los ‘patrones’ de éxito que marca la sociedad actual y que le son transmitidos, con mayor o menor intensidad, por la publicidad, por el grupo de iguales y por el entorno familiar. Madurará en la medida que pueda vivir su transformación física con una razonable autoestima, o logre ser consciente de los límites que marcan una distancia con el ideal de sí mismo –ni tan alto, ni tan fuerte, ni tan delgada, etc.–. Por su parte, los adultos tendrán que dejarle paso para que pueda situarse en su rol y, para ello, deberán haber asimilado, tanto su edad real como las diferencias obvias que los separan de los jóvenes que, inevitablemente, han de hacer su propio camino.
Por último y parafraseando el título del libro de D. J. Siegel, la Tormenta cerebral[7], nos gustaría insistir en que las “tormentas adolescentes” no siempre son iguales ni tienen el mismo alcance. En algunas de ellas sus efectos, a veces, son peores de lo que se preveía. Otras son más benignas a pesar de su aparatosidad, las hay largamente anunciadas y no faltan las que aparecen de golpe, de la noche a la mañana. Incluso, más de una, pasa sin dejar rastro. Sea como fuere, si se está atento, si se tiene la confianza y la entereza necesaria para sobrellevarlas cuando aparecen o la suficiente rapidez para paliar los daños, es muy probable que después de la tormenta venga la calma para los padres, los adultos y, por supuesto, para los propios adolescentes.
[1] Gualtero, R.D. y Soriano, A. (2013), El adolescente cautivo, Barcelona, Gedisa.
[2] Avallone, S. (2011), De acero, Madrid, Alfaguara.
[3] Tió, J, Mauri, L. y Raventós, P. (comp.) (2014), Adolescencia y transgresión, Barcelona, Octaedro, pág. 123.
[4] Lasa Zulueta , A. ( 2016), Adolescencia y salud mental, Madrid, Editorial Grupo 5, pág. 88.
[5] Orbach, S. (2010), La tirania del culto al cuerpo, Barcelona, Paidós, pp. 16-28.
[6] Winnicott, D. (1991). Deprivación y delincuencia, Buenos Aires, Paidós.
[7]Siegel, D.J. (2017), Tormenta cerebral, Barcelona, Alba Editorial.