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Los humanos tenemos y somos cuerpo, un cuerpo al que vestimos. Entre el cuerpo y el vestido se establece una relación de interdependencia en la cual el vestido incide en la relación que establece la persona con su cuerpo y, a su vez, la vivencia subjetiva del cuerpo influye en el vestuario que escoge la persona para ataviarse. Vestir es una práctica cotidiana que está relacionada con la experiencia de vivir y actuar sobre el cuerpo.

El vestido forma parte de la vida cotidiana. Ya al levantarse, antes o después del desayuno, depende de los gustos, las personas se visten según las actividades que tengan previsto realizar durante la jornada, y en ese mismo día se atavían de diversas formas según las ocupaciones o diversiones que realicen; por la noche continúan con este «sacar y poner prendas en el cuerpo».

Según el psicoanalista británico J. C. Flügel (1964), «aquello que realmente vemos y ante lo cual reaccionamos no son los cuerpos, sino las vestimentas de quienes nos rodean. A partir de éstas nos formamos una primera impresión de nuestros semejantes. Y es que el cuerpo vestido es un lenguaje. Un lenguaje mediante el cual las personas nos comunicamos unas con otras, manifestamos nuestros gustos personales, intereses, anhelos, procedencia social, profesión, edad o la que se desearía tener, historia personal y género. La utilización del cuerpo vestido como mensaje es usado en múltiples ocasiones de forma plenamente consciente por personas que ejercen cargos públicos o representan instituciones. Uno de los instrumentos más utilizados por los políticos para sus fines electorales es la del vestuario como medio para simbolizar sus propuestas ideológicas; pero la ropa también ha sido un medio del que se han servido grupos y asociaciones para manifestar su disconformidad con ideologías y realidades sociales y políticas. Las distintas revoluciones, desde la francesa del 1789 hasta las más recientes, han impuesto o defendido un tipo de vestuario como símbolo de cambio.

El cuerpo vestido es un lenguaje a través del cual podemos leer diversas características de la sociedad que lo viste; es un espejo del momento histórico, político y social y por tanto se inscribe en el marco simbólico de una sociedad. El cuerpo vestido es portador de un sentido que se interpreta dentro de los códigos de lectura de una sociedad determinada. Cuando las personas se visten lo hacen dentro del marco de una cultura, de sus normas y expectativas sobre el cuerpo y sobre lo que constituye el “cuerpo vestido”. Los cuerpos estan siempre ubicados en la cultura, la cual ejerce unas restricciones históricas y sociales que influyen sobre el acto de “vestirse” en un momento dado. En El sistema de la moda, Roland Barthes (1967) advertía ya que el vestido es una interfaz pluridiscursiva perceptible e inteligible en relación con una serie de códigos socioculturales.

El cuerpo está en contacto con el vestido a través de la piel. La piel es la superficie del cuerpo que recubre la musculatura, que expresa estados emocionales (enrojece de vergüenza, suda de ansiedad, embellece con el enamoramiento, produce eczemas emocionales por dolores desconocidos…) y, a la vez, está en contacto con el mundo exterior (lo empapa la lluvia, recoge las caricias que estimulan el deseo, se contrae de frío). El vestido, segunda piel, está en contacto con la intimidad de la persona, es escogido según los gustos personales, acoge los complejos y la estimación con que se vive el cuerpo, rezuma la historia personal de quien lo viste; al mismo tiempo que recibe el impacto exterior de la mirada de los demás, de la sociedad. Segunda piel que acoge aspectos subjetivos de la persona que lo viste y, a la vez, está en contacto con el mundo. El vestido forma parte de la relación de la persona consigo misma y con los demás.

La ropa es una experiencia íntima del cuerpo y una presentación pública del mismo. Moverse en la frontera entre el yo y los demás es la interfase entre el individuo y el mundo social, el punto de encuentro entre experiencia íntima del cuerpo y el ámbito público.
 

Cuerpo vestido y sociedad

Para el antropólogo Marcel Mauss, la cultura da forma al cuerpo y describe con detalle lo que él denomina las «técnicas del cuerpo» que son «el modo en que de sociedad en sociedad los seres humanos saben cómo usar sus cuerpos» (Bert, J.F., 2012). Estas “técnicas corporales” son un medio importante para la socialización de los individuos en la cultura ya que a través de ellas y de su cuerpo, un individuo llega a conocer una cultura y a vivir en ella.

La modelación cultural de las acciones corporales más simples responde, en la exposición de Mauss, a la necesidad de adquirir ciertos hábitos que nos hacen ser reconocidos y aceptados como miembros de una sociedad. En este sentido, las técnicas del cuerpo de Mauss, entre las que podría ubicarse el vestirse, responden a una fuerte causa sociológica y son transmitidos a sus miembros como un medio insustituible de socialización.

En El proceso de civilización, N. Elias (1939) parte de un problema presente, la orgullosa autoconciencia que tienen los occidentales de ser “civilizados”. Así demuestra que las formas de comportamiento consideradas típicas del hombre “civilizado” occidental no han sido siempre iguales, sino que son fruto de un complejo proceso histórico en el que interactúan factores de diversa índole y han dado lugar a transformaciones en las estructuras sociales y políticas y también en la estructura psíquica y del comportamiento de los individuos. Es decir, que a lo largo de muchos siglos se ha ido produciendo una transformación paulatina hasta alcanzar la pauta de nuestro comportamiento actual, lo cual no quiere decir que el proceso civilizador haya culminado. N. Elias señala las modificaciones que sufrió el cuerpo vestido en el transcurso de los siglos como uno de los elementos que intervinieron en el proceso de socialización.
 

Breve recorrido del cuerpo vestido en la historia occidental

A lo largo del siglo XIV se produce un importante cambio cultural en Occidente europeo. El desarrollo de la sociedad cortesana medieval y del Renacimiento, la expansión del comercio por todo el planeta, el surgimiento de nuevas clases sociales y el crecimiento de la vida urbana influyeron en el desarrollo del vestir basado en el cambio continuo. Las ropas adquieren valor de trueque como bienes materiales culturales e intercambiables, puesto que los vestidos eran considerados elementos de gran valor que incluso se dejaban en herencia. Las sociedades se hacen más complejas y aparece una nueva clase pudiente: la burguesía, que, enriquecida por las actividades de la banca y el comercio, va a tratar de equipararse a la aristocracia con sus casas, sus costumbres y también sus vestidos. Nobles y burgueses –las dos clases privilegiadas─ van a competir por lucir en sociedad con el mayor lujo posible, porque a lo largo de los siglos XIV y XV no solo había que ser rico sino también parecerlo. En este sentido, se llegó a tales extremos de querer lucir tantas y tan variadas ropas que, los monarcas de toda Europa promulgaron una serie de leyes, las leyes suntuarias, destinadas a controlar y regular el consumo y uso de vestidos y decoraciones de lujo. Las leyes suntuarias son sobre todo leyes discriminatorias, la lucha contra el lujo se instituye en una paradójica manera de reservar el acceso a él: se trata de detener la mezcla social, de determinar las distancias sociales por medio del mismo traje, de congelar por medio de la mirada un conjunto de jerarquías indumentarias. Las leyes suntuarias se conectan estrechamente con la historia de la subjetividad ya que el objetivo es siempre la regulación de la presentación del yo, especialmente de las apariencias personales relacionadas con la ropa.

Hasta el siglo XIV la vestimenta masculina y femenina estaba formada por un traje suelto y largo, común en su forma para ambos. El vestido estable hasta ese momento para ambos sexos se modifica subrayando las diferencias sexuales en abultados muslos, brazos y braguetas en los hombres, mientras las mujeres enfatizaban sus caderas, vientres y pechos. A partir de entonces, el traje se angosta y se diferencia en corto para los hombres y largo para las mujeres. En el marco de la desarticulación del universo medieval, el desarrollo del humanismo y el comienzo de la revolución comercial con la valorización de las ropas y el atuendo, los hombres y las mujeres centran su mirada en sí mismos y descubren en primera instancia su cuerpo, a diferencia de lo que sucedía en la sociedad medieval tardía, donde el cuerpo se concebía únicamente como morada del alma. En la corte y en la ciudad el cuerpo vestido se utilizaba como instrumento clasificador, como medio para marcar las diferencias de clase para las cuales la ropa era primordial.

Durante los siglos XVI y XVII se intensifica, en la civilización del comportamiento, la presión social ejercida por las coacciones externas, no solo para no resultar poco corteses o inciviles ante sus pares sino para diferenciarse y distinguirse del resto de la sociedad, «sabían aparentar y [dominar] el arte de marcar las diferencias frente a los de arriba y frente a los de abajo» (Elias, N., 1939). Teniendo en cuenta que cada sociedad elabora y desarrolla una sensibilidad y una percepción particular sobre el cuerpo, su imagen y cuidado, en la sociedad cortesana la atención se concentra en la soberanía omnipresente de lo visible.

En este sentido podemos afirmar que los trajes en tanto «signos convencionales, más o menos codificados, permiten expresar un cierto número de valores y asegurar de ese modo los controles correspondientes. Cada uno debía llevar el vestido acorde con su estado y su rango. Vestirse más ricamente o más pobremente que la clase a la que uno pertenecía era considerado un síntoma de orgullo o una marca de decadencia. Se observa que el vestido tenía una clara finalidad: indicar el lugar del individuo en el seno de un grupo y el lugar de este grupo en la sociedad. Era, pues, un sistema riguroso y apremiante» (Sánchez Ortiz, A., 1999).

Aunque fue en la primera mitad del XVI cuando surgieron los primeros corsés es en el siglo XVII en las cortes europeas, en un contexto de lujo absolutista y de ostentación barroca, donde se comenzó a popularizar el uso del corsé entre la burguesía para ceñirse al ideal estético de la figura de la época. Desde entonces, y durante cientos de años, el corsé fue un elemento esencial de la vestimenta femenina, usado también por algunos hombres. Alrededor de los doce o trece años de edad las niñas de familias adineradas se iniciaban en el uso de esta prenda, que seguirían usando hasta el final de su vida ininterrumpidamente. Aquellos primeros corsés eran particularmente rígidos e incómodos y, a medida que avanzan el siglo XVII y el XVIII, su forma se va adaptando según va cambiando la silueta del vestido femenino, construyéndose patrones cada vez más intrincados y sofisticados, ya que su propósito era modificar la anatomía a merced de la moda de la época. Además, se jugaba con la ornamentación y los tejidos, dependiendo del estatus social, aderezados con cintas y encajes. En los siglos XVII y XVIII una buena parte de la población lo llevaba, desde la burguesía hasta las clases más populares que vestían una versión más sencilla y con pocas ballenas. El continuo uso del corsé extremadamente ajustado, les podía llegar a deformar la cavidad pulmonar, puesto que el estómago y los intestinos se desplazan y se comprimen, y de esta forma afectan a otras estructuras como la vejiga y los riñones.

Hacia finales del siglo XVIII cambiaron los significados asociados al corsé en relación con las nuevas concepciones sobre el cuerpo y el género, que valoraban una feminidad “natural” y sin artificios en el traje, según los planteamientos de filósofos ilustrados como Jean-Jacques Rousseau. Sin embargo, a partir de una aparente pausa en el uso del corsé durante la Revolución Francesa (alrededor de 1789–99), el corsé retomó su dominio en la moda a partir de 1800.

Ya en el siglo XIX, con la Revolución Industrial, el corsé llega a ser una prenda de culto popular llegándose a considerar como una disciplina. A mediados de siglo alcanza su máximo apogeo adornándose ricamente, con bordados, pedrería, encajes y unas formas muy trabajadas. La nueva figura femenina consistía en una idealización elevada al extremo de las formas, aportando una apariencia frágil y elegante (es así hasta 1905) de reloj de arena, con el busto elevado y una cintura estrechísima, llamada «de avispa», afinada por el uso continuado del corsé que contrastaba con una falda muy voluminosa que va evolucionando durante el siglo.

A finales del siglo XX volvió el corsé a estar de moda, pero usado en este momento como prenda exterior, impulsada entre otras por Vivienne Westwood y Madonna, convirtiéndose en una forma socialmente aceptable de ostentación erótica.

Retomemos las modificaciones del cuerpo vestido a lo largo de los siglos. Durante el siglo XVIII la ciudad surgió como una alternativa a la corte en lo que a la moda respecta y las reglas que habían regido en la corte cedieron su lugar a la sociedad urbana y a la vida ciudadana. A medida que la vida pública iba adquiriendo mayor importancia con muchas más ocasiones para la sociabilidad que antaño, hubo un cambio significativo en la relación entre el cuerpo y el vestido. Mientras que el siglo XVII los trajes de élite eran elaborados para cualquier circunstancia, a mediados del siglo XVIII se produjo un cisma entre el traje público y el privado. Por la calle los trajes que se llevaban marcaban claramente el lugar que ocupaba la persona en la sociedad mientras que en la vida privada los trajes eran más naturales. En público el traje desempeñaba un papel de representación, con lo cual el hecho de que la identidad de la gente correspondiera en realidad a lo que llevaban puesto no era tan importante como el deseo de llevar algo reconocible a fin de ser alguien al salir a la calle. Hombres y mujeres vestían trajes altamente elaborados con maquillaje exagerado y flamantes pelucas que junto con grandes y ornamentados sombreros ocultaban por completo la forma natural de la cabeza y que, en realidad, suponían el verdadero centro de atención, no la belleza propia del rostro. La superficie del cuerpo recibía un tratamiento similar, la mayor exposición de los senos femeninos en el transcurso del siglo era con la intención de exhibir las joyas que pendían de sus cuellos. El traje elaborado colocaba el cuerpo (y por ende la identidad) del portador a distancia, como hace el “disfraz” en el teatro; el cuerpo vestido era como un “maniquí”. Según J. Entwistle (2000) la convención en el vestir, el habla y la interacción en el siglo XVIII se consideraban como simples convenciones sociales, no como símbolos tras los cuales subyaciera algún tipo de verdad como se esperaría en las formas del cuerpo vestido en la sociedad posterior.

El Romanticismo como movimiento filosófico y estético que se remonta a finales del siglo XVIII y principios del XIX fue fundamentalmente un ataque a las ideas modernas de empirismo, racionalismo y materialismo, ensalzando el valor del cambio, la diversidad, la individualidad y la imaginación. El Romanticismo fomentó una visión más psicológica del yo y de la sociedad. Trajo un nuevo interés en la exclusividad individual, una preocupación narcisista por el yo: el romántico es aquel que se descubre a sí mismo como el centro (Coderch, J. 2016). El surgimiento de estos nuevos valores se tradujo en una nueva concepción de cuerpo vestido en la que la ropa y el aspecto debían estar asociados con la identidad de la persona. El cuerpo vestido deja de ser entendido como una máscara en la que refugiarse su portador para concebirlo según la idea de que si existe una realidad interior, entonces esta deberá relacionarse con el aspecto externo.

El final del siglo XVIII y principios del XIX señaló un fenómeno de notable importancia cuyas consecuencias se pueden percibir todavía hoy: los hombres renunciaron a formas de atavío espectaculares, lujosas, excéntricas y elaboradas, reduciendo su indumentaria a un atuendo de estilo sobrio y austero. Las causas de lo que J.C. Flügel (1935) define como la “gran renuncia” del sexo masculino, el hombre abandonó su reivindicación de ser considerado hermoso. A partir de entonces solo pretendía ser útil. Mientras la aristocracia había rehuido todas las asociaciones con las actividades económicas consideradas degradantes para la dignidad de los caballeros ─cuyas únicas actividades eran las de ocio─, el burgués había hecho del trabajo algo honorable. La renuncia del hombre burgués indicaba su compromiso con una vida industrial, de sobriedad y trabajo, justo lo opuesto a la vida de ocio, indolencia y diversión del aristócrata. A partir de la “gran renuncia” fue la mujer y sus vestidos los que denotaron el poder y el lugar de sus parejas masculinas en la escala social y económica.

Es en esta época cuando surge la figura de diseñador de moda como creador. El primero fue Charles Frederich Worth, el verdadero fundador de la Alta Costura. Él fue el primero en atribuirse la categoría de celebridad al firmar sus creaciones como si de obras de arte se trataran. Worth fue también el primer modisto en contratar a maniquís de carne y hueso, es decir, modelos. Además, cada nuevo año presentaba una colección con la que aumentar sus ventas y por tanto sus beneficios. Esta innovación revolucionaria de las colecciones de temporada es una fuente de la que los actuales diseñadores siguen sacando provecho. Lipovetsky (1987) sostiene que la Alta Costura inició un proceso original en el orden de la moda: “la ha psicologizado” al crear modelos que concretan emociones, rasgos de la personalidad y del carácter. Así pues, dependiendo de qué lleve puesto, “la mujer puede aparecer melancólica, desenvuelta, sofisticada, sobria, insolente, ingenua, joven, divertida, deportiva”. Con la psicologización de la apariencia, señala este autor, “se inicia el placer narcisista de metamorfosearse a los ojos de los demás y de uno mismo, de cambiar de piel, de llegar a sentirse como otro cambiando de atuendo” (Lipovetsky, 1967). A diferencia del ideal romántico en el que la ropa debía expresar en cierto modo la vida interior de su portador, con la psicologización del vestido, el cuerpo vestido adquiere versatilidad, puede adoptar distintas y variadas identidades en un juego calidoscópico de personalidades.

La alta costura, con el coste elevado que suponía cada prenda, limitaba su consumo a un estamento privilegiado. Sin embargo, los cambios sociales y económicos que se produjeron a partir de la Primera Guerra Mundial ─los movimientos feministas que consiguieron el voto para la mujer a lo largo del siglo XX y su incorporación al mundo laboral, el auge de los deportes, los nuevos conceptos de higiene, el papel central de la clase media en el desarrollo y sostenimiento del crecimiento económico y el gran desarrollo que alcanzó la industria textil y de la confección─ abrieron un nuevo mercado de ropa hecha en serie y no muy compleja de elaborar: el de la industria del prêt-à-porter (listo para llevar) que abrió las puertas de la moda a las clases medias.

Si bien durante el siglo XIX y comienzos del XX se privilegiaba la vestimenta, las joyas, las cualidades de las telas o tejidos, en el siglo XX, sobre todo en el período de entreguerras, comenzó a tenerse en cuenta la belleza del cuerpo femenino. Aunque siguió imperando la preciosidad de la vestimenta y los accesorios, el cuerpo se convirtió en lo primordial. Desde el principio, las modelos fueron delgadas, un requisito que prevaleció, pero a partir de la segunda mitad del siglo XX comenzó una tendencia, aún vigente, de la modelo hiperdelgada: sin curvas, prácticamente sin formas, portadora de un cuerpo de una chica quinceañera. Según Lypovetsky (1987) el auge de los deportes fue uno de los factores que contribuyó a una nueva concepción del cuerpo vestido: «El deporte dignificó el cuerpo natural, permitió mostrarlo tal como es, desembarazado de las armaduras y trampas excesivas del vestir» (Lypovetsky, 1987). Remarca este autor que la práctica del golf, del tenis, de la bicicleta, de los baños de mar, del alpinismo, entre otros, logró que se modificara la ropa femenina y, aunque lentamente, mostrar las piernas, los brazos, la espalda se volvió legítimo creando un nuevo ideal estético de femineidad.

A partir de los años ochenta del siglo XX, empezó una nueva tendencia a nivel social: la del cuidado y culto del cuerpo. En los siglos anteriores, en el cuerpo vestido el acento recaía en el vestido; a partir de ese momento se empezó a desplazarse cada vez más hacia el cuerpo. Comenzó a imponerse la noción de “buen cuerpo” que, a nivel social, ha ido variando de década en década (desde cuerpos curvilíneos, deportivos, hasta anoréxicos, etc.), pero siempre reinando, en la concepción del cuerpo vestido, el cuerpo delgado.

Hasta mediados de 1980 el pret-á-porter representaba el modelo arquetipo del sistema de la moda, sin embargo en apenas dos décadas este modelo fue sustituido por un sistema mucho más polarizado y denominado “reloj de arena”: por un lado, el lujo o lujo extremo con una fuerte vocación de singularidad y exclusividad y, por el otro, la moda rápida con las características de accesibilidad y rapidez que se centra en la versatilidad, considerada como la gratificación inmediata de las nuevas identidades temporales.

A mediados de los años 90 del pasado siglo se iniciaron un conjunto de transformaciones sociales, económicas, tecnológicas y culturales que han contribuido a un cambio importante en el concepto del cuerpo vestido en el siglo XXI. Tras el impacto de la globalización, las imágenes, artículos y estilos se crean y dispersan por el mundo con mucha mayor rapidez que nunca gracias al comercio internacional, a las nuevas tecnologías de la información y la comunicación global; por otro lado, ha habido una pérdida de los ingresos de la clase media, los estados de bienestar parecen estar atrapados en una espiral descendente (Beck, 1986). La precarización, la pérdida de seguridad de los empleos y las dificultades de muchos jóvenes para encontrar un primer trabajo, y sobre todo un trabajo de calidad, están conduciendo a que, en países con economías prósperas, un número apreciable de jóvenes se enfrenten a la perspectiva de una movilidad social intergeneracional descendente, de forma que serán realmente incapaces de superar o mantener siquiera el nivel de vida de sus padres. La gran mayoría son los mileuristas condenados quizás de por vida a encadenar contratos temporales con períodos de paro y abocados sin remedio al consumo low cost. Este conjunto de circunstancia e imperativos han contribuido, en el ámbito del vestir, a una nueva concepción del cuerpo vestido en el que las prendas que lo cubren son baratas, de dudosa calidad, de valor efímero y pasajero y fácilmente desechables, mientras que se acentúa la valorización y el culto al narcisismo del cuerpo.

Lipovetsky (2007) y Bauman (2011) coinciden al afirmar que los seres humanos nos hemos convertido en seres guiados por el “usar y tirar”, por la creciente sensación de que todo es efímero y que los productos que compramos y utilizamos tienen una vida útil muy reducida: siempre empujados por lo nuevo, por más velocidad, más estilo o simplemente, por un deseo inexplicable “por el cambio”. Esta mudanza, es definida por Lipovetsky (1996) como la “segunda revolución individualista”. En este sentido, los valores permisivos y hedonistas relevan a los valores disciplinarios y rigoristas, que eran los dominantes en la cultura del industrialismo burgués hasta el desarrollo del consumo y la comunicación masiva. El individualismo se convierte en el nuevo trasfondo moral de las sociedades postmodernas (Beck, 1997) y el consumo en una forma de construir su propia identidad (Bauman, 2011). Esta transformación hace que nos situemos en las sociedades de consumo maduro, donde el consumo se convierte en hábito, en una parte de la rutina doméstica de los sujetos que la forman. El consumidor posmoderno se lanza a la búsqueda de la realización individual por medio de la apropiación de los signos de consumo. Parece no haber duda de que en las sociedades consumistas está extendida la vigencia del “tener es ser”.

La evolución de la sociedad de consumo ha introducido una nueva modalidad de vestir: la moda rápida, que algunos llaman moda de usar y tirar, para designar unas prendas de bajo coste, de poca calidad y que irremediablemente acabarán desechadas al poco tiempo de haber sido adquiridas. Se caracteriza, por un lado, por su contenido simbólico como objeto de moda y, por otro, por un bajo coste económico y emocional; es fácil de dejar de usar pues en el fondo ha costado poco. Este cambio se debe adscribir al hecho de que vivimos en una sociedad donde el proceso de consumo y el ciclo de vida de los artículos es cada vez más rápido, lo que se debe en gran medida a que los artículos de consumo estén abocados a una muerte social vertiginosa. Todo ello induce a que los consumidores compren cada vez más, pero también que estén dispuestos a deshacerse de los bienes que compran en un corto período de tiempo: la cultura del usar y tirar. En resumen, «el síndrome de la cultura de la moda rápida es velocidad, exceso y desperdicio» (Bauman, 2011).

Jean Baudrillard (1970) considera que la lógica social del consumo es una lógica de consumo de signos, donde el cuerpo aparece dentro del abanico de los objetos de consumo, y en donde el cuerpo parece haber sustituido al alma como objeto de salvación. La propaganda y la publicidad se encargan continuamente de recordarnos que tenemos un solo cuerpo y que hay que salvarlo y cuidarlo. Para Baudrillard, el cuerpo funciona según las leyes de la «economía política del signo», donde el individuo debe tomarse a sí mismo como objeto, como «el más bello de los objetos» psíquicamente poseído, manipulado y consumido para que pueda instituirse en un proceso económico de rentabilidad. Baudrillard demuestra en su análisis que las estructuras actuales de producción y consumo proporcionan al individuo una doble representación de su cuerpo: como una forma de capital y fetiche, es decir, el cuerpo moderno se exhibe como una forma de inversión y signo social a la vez (Baudrillard, 1970). Si antaño el alma envolvía el cuerpo, hoy es la piel la que lo envuelve, y se convierte en signo de prestigio y de referencia.

Desde principios del siglo XX ha habido un espectacular aumento de los regímenes de autocuidado del cuerpo. El cuerpo se ha convertido en el centro de un “trabajo” cada vez mayor (ejercicio, dieta, maquillaje, cirugía estética, etc.) y hay una tendencia a ver el cuerpo como parte del propio yo que está abierto a revisión, cambio y transformación. Ya no nos contentamos con ver el cuerpo como una obra completada, sino que intervenimos activamente para cambiar su forma, alterar su peso y silueta. El cuerpo se ha convertido en parte de un proyecto en el que hemos de trabajar, un proyecto cada vez más vinculado a la identidad del yo de una persona. El cuidado del cuerpo no hace solo referencia a la salud sino a sentirse bien: cada vez más nuestra felicidad y la realización personal está sujeta al grado en que nuestros cuerpos se ajustan a las normas contemporáneas de salud y belleza. El cuerpo vestido encaja en este “proyecto reflexivo” general como algo en lo que se nos insta a tener cada vez más en cuenta.

El aumento de productos asociados con las dietas, la salud y el fitness no solo demuestran la creciente importancia que tiene nuestro aspecto, sino la que se le concede a la conservación del cuerpo en esta última sociedad capitalista. Aunque la dieta, el ejercicio y otras formas de disciplina corporal no sean del todo nuevas para la cultura de consumo, actúan para disciplinar el cuerpo de nuevas formas. Según J. Entwistle (2000):

Con el paso de los siglos y en todas las tradiciones, se han recomendado distintas disciplinas corporales: el cristianismo, por ejemplo, ha defendido durante mucho tiempo disciplinar el cuerpo mediante la dieta, el ayuno, las penitencias y demás. Sin embargo, mientras se empleaba disciplina para mortificar la carne, como defensa contra el placer que era considerado pecaminoso en la cristiandad. En la cultura contemporánea, técnicas como la dieta son empleadas para aumentar el placer. El ascetismo ha sido sustituido por el hedonismo, la búsqueda del placer y la gratificación de las necesidades y deseos del cuerpo. La disciplina del cuerpo y el placer de la carne ya no están enfrentadas; en su lugar, la disciplina del cuerpo mediante la dieta y el ejercicio se ha convertido en una de las claves para conseguir un cuerpo atractivo y deseable que a su vez proporcionara placer.

Es bastante común considerar la indumentaria del siglo XX y XXI más “liberada” que, en siglos anteriores, especialmente el siglo XIX. El estilo de prendas que se llevaban en el siglo XIX ahora nos parece rígido y que oprimía el cuerpo. El corsé parece un perfecto ejemplo de la disciplina corporal del siglo XIX: para las mujeres era obligado, y a las mujeres que no lo llevaban se las consideraba inmorales (o “ligeras”, que metafóricamente se refiere a las ballenas del corsé sueltas). Como tal, el corsé puede verse como algo más que una prenda de vestir, como algo vinculado a la moralidad y a la opresión social de las mujeres. Por el contrario, los estilos de vestir actuales se consideran más relajados, menos rígidos y físicamente menos constrictivos: habitualmente se llevan prendas informales y los códigos genéricos no parecen tan restrictivos. Sin embargo, un contraste tan simple entre los estilos de los siglos XIX y XX han demostrado ser problemáticos. «En lugar del corsé de huesos de ballena del siglo XIX tenemos el corsé de músculos moderno que exigen las normas contemporáneas de belleza. Ahora la belleza requiere una nueva forma de disciplina en lugar de que esta no exista en absoluto: para conseguir el vientre firme que exige el guión, se ha de hacer ejercicio y controlar lo que se come. Mientras que el estómago de la encorsetada mujer del siglo XIX sufría la disciplina desde fuera, la mujer del siglo XX y XXI, al hacer dieta y ejercicio, ha disciplinado a su estómago mediante la autodisciplina» (Entwistle, J. 2002). Se ha producido una transformación de los regímenes disciplinarios, algo parecido al concepto de Foucault del paso del cuerpo de “carne y hueso” al de cuerpo “vigilado por la mente”. Es el resultado de un cambio cualitativo, aunque se podría argüir que la autodisciplina que requiere el cuerpo moderno es igual o más fuerte y exigente por parte de la mujer que la exigida por la usuaria del corsé.

En este breve recorrido por la historia del cuerpo vestido en la sociedad occidental podemos apreciar la manera como el cuerpo vestido refleja las características económicas, tecnológicas, políticas, sociales y culturales de la sociedad que lo viste. También observamos como el vestido a partir del siglo XIV hasta el siglo XVIII se convierte en un elemento de prestigio y autoridad para quien lo viste. En el siglo XIX a raíz de la revolución francesa y la aparición del romanticismo, entre otros factores, el vestuario pretende reflejar en cierto modo la vida subjetiva de quien lo viste comenzando un deslizamiento, que será cada vez más progresivo, hacia la valorización e importancia del cuerpo frente al vestuario. En la actualidad el cuerpo adquiere unas características anteriormente reservadas al vestido: se corta, se cose, se amplían sus volúmenes, se reducen sus contornos, se alisan los pliegues, se quitan las manchas.

Durante siglos los hombres y las mujeres, pero especialmente estas, han estado constreñidos físicamente por unos vestuarios que los encapsulaban entre telas, miriñaques, jubones, capas, polisones, fajas, talones, pelucas y accesorios múltiples donde el cuerpo se encontraba supeditado al vestido convirtiéndose en un objeto al servicio de la ropa. Actualmente, cuando hay la posibilidad de apropiación del propio cuerpo como sujeto vital en tanto que los vestuarios se han vuelto más ligeros, flexibles, naturales. En general, se renuncia a ello para convertirlo también en objeto moldeable, sujeto a revisión y modificación. Ello nos abre y plantea interrogantes sobre el dominio y el control social respecto a las personas y sus cuerpos.
 

Cuerpo vestido y subjetividad

Hemos tratado algunos aspectos relacionados con la incidencia de los procesos históricos en la forma que el cuerpo es vestido. No podemos, sin embargo, desatender un ámbito más personal de la práctica vestimentaria constituida por la componente subjetiva que las personas imprimen al vestido.

Según Paul Schilder (1950), médico y psicoanalista austríaco contemporáneo de Freud, el vestido con el que se atavía la persona influye en su comportamiento puesto que se integra en el cuerpo y pasa a formar parte de la imagen que esta tiene de sí misma. La mínima transformación que se opera sobre el cuerpo comporta una modificación de las percepciones que se tienen del mismo, de lo que él denomina la imagen del cuerpo. El artificio del vestido i de los adornos se integran subjetivamente y se interiorizan.

Para John C. Flügel (1935) una función del vestuario sería protegerse de “la hostilidad general del mundo”., Cuando andamos por una calle sórdida tendemos a abotonarnos el abrigo, aunque no haga frío. Ocurre igual si nos encontramos entre personas que nos resultan incómodas o antipáticas y no deseamos relacionarnos con ellas. Del mismo modo nos quitamos antes o después la chaqueta cuando llegamos a una fiesta si simpatizamos o no con el ambiente social y sexual. Podría decirse que se trata, no de una protección contra el frío físico, sino contra la frialdad. Según Ernest Jones esta actitud de refugiarse en la ropa, en el fondo, vendría a ser como un retorno a la protección del útero materno, pues, de hecho, las ropas se asocian generalmente a las madres, que son quienes habitualmente visten a los pequeños y a menudo insisten en que se vistan con más ropa. Hay que anotar un claro paralelismo entre la función de las ropas y del hogar. En el diccionario, abrigo significa lugar de refugio, no solo la consabida prenda de vestir.

El filosofo francés Merleau-Ponty concibe el vestido como un anexo del cuerpo que pasa a formar con él una unidad ampliando las posibilidades corporales. Para Merleau-Ponty el cuerpo es aquello a partir de lo cual se abre la posibilidad para el sujeto de habitar el mundo: «yo no estoy delante de mi cuerpo, estoy en mi cuerpo, o mejor, soy mi cuerpo» (1945). El cuerpo se encuentra siempre en situación y ese carácter relacional de lo corporal con el entorno se da de forma viva: «mis vestidos pueden convertirse en los anexos de mi cuerpo» (1945). Dado el vínculo consustancial del cuerpo con aquello que lo rodea, la prenda constituye una suerte de anexo del cuerpo, un añadido que sin embargo pasa a tener una relación de unidad con él. Su obra la Fenomenología de la percepción plantea una serie de ejemplos que permiten relacionar las reflexiones de Merleau-Ponty con el tema del vestido. «Habituarse a un sombrero (…) o a un bastón, es instalarse en ellos o, inversamente, hacerlos participar en la voluminosidad del propio cuerpo” (1945). Al incorporar la prenda el sujeto es capaz de ganar un poder en la medida en que el bastón o el sombrero o cualquiera que fuese la prenda en cuestión, puede llegar a ensanchar volúmenes, así como a sumar capacidades. Se trata de una visión protésica de la prenda ya que puede ensanchar las posibilidades del cuerpo y por tanto es capaz de dotar de nuevas funciones al mismo.

El vestido en los sistemas dictatoriales tiene como objetivo sustraer la subjetividad de los individuos para acoplarlos a la ideología imperante, imponer una idea unificadora mediante la imposición de un modo de vestir idéntico a toda la sociedad. En la España de la posguerra había que españolizar la moda, y por ello había que desterrar toda influencia de la “moda de París.” La españolización de la moda venía amparada por la revalorización de la producción nacional y el desprecio a lo extranjero en un tiempo de autarquía y aislamiento internacional. Por razones políticas y reforzada por la ideología franquista, surgió la necesidad de crear una moda nacional que tenía por objetivo unificar visualmente toda la nación o, dicho de otra manera, la nación se debía reflejar en el vestido. Las reglas que se establecieron postulaban que los vestidos no debían ser tan ceñidos que señalaran las formas del cuerpo provocativamente; se imponía la longitud de los vestidos por debajo de la rodilla; los escotes iban contra la modestia por la deshonesta intención que revelan o por el escándalo que producen. La manga de la camisa debía cubrir el brazo al menos hasta el codo, y el no usar medias o llevar vestidos transparentes o con calados –en aquellas partes que debían cubrirse─, iba también contra la modestia. Es decir, el cuerpo vestido se convertía en todo un riguroso programa ideológico cuyo incumplimiento comportaba severas sanciones.

El cuerpo vestido ha sido también un instrumento para la expresión subjetiva de valores o ideologías, de inconformismo y de protesta social. Mediante la incorporación en el atuendo de una persona de una prenda distintiva, esta la ubica y categoriza como perteneciente a una clase particular de persona y/o ideología y convierten al cuerpo en vehículo de aquello que la prenda significa y el cuerpo vestido en la expresión de una subjetividad ideológica. Los ejemplos de esta estrategia de información, identificación y/o protesta son innumerables: el pañuelo blanco de las Madres de Mayo Generalmente estas prendas o señales se sitúan en la parte superior del cuerpo, en la línea de visión, ya que tienen por objeto visibilizar aquello de lo que se convierten en símbolo. También la parte superior del cuerpo es el lugar en el que se sienten las emociones.

Otra forma en que el cuerpo vestido se convierte en un mensaje de protesta lo constituye el vestir algún tipo de ropa, generalmente camisetas, con mensajes de protesta y/o reivindicativos. Desde hace algunos años, se ha generalizado el uso de camisetas “customizadas” con mensajes claramente ideológicos con los cuales las personas manifiestan y comunican aspectos de su subjetividad ya sean de carácter lúdico, o de expresión de su ideario social o político. El cuerpo vestido se convierte en un medio de comunicación mediante su uso como soporte de mensajes de texto. Un ejemplo reciente lo tenemos en el exdiputado del Parlament de Catalunya, David Fernández, que se caracterizó, a nivel de imagen, por el uso diario de camisetas reivindicativas de diversas causas durante su etapa de diputado.

La subjetividad con la que las personas se relacionan con el vestido empieza desde el nacimiento y permanece a lo largo de la vida puesto que el vestido teje nuestra historia personal desde la cuna hasta el sudario. Antes de nacer un hijo los padres vuelcan su deseo por ese nuevo ser en un nombre que lo acompañara durante su vida y en unas telas que lo acogerán a la par que los brazos parentales. Una vez finalizado el recorrido vital, ropas distintas esta vez pero representativas de quien ha sido en la vida, lo acompañaran en su último viaje.

El deseo de vestir el propio cuerpo lo encontramos ya en los comienzos de la vida cuando los niños y niñas de alrededor de los dos o tres años empiezan a querer imponer su propio modo de vestir lo que comporta los primeros enfrentamientos y mediaciones con los padres. En ese momento el vestido constituye un elemento en el proceso de apropiación del propio cuerpo como un instrumento de afirmación del infante en su camino hacia la autonomía. El vestuario será también el objeto que el adolescente retomará para ir configurando una identidad diferenciada de sus progenitores, emparentada con sus iguales en el camino de encontrar la propia.

El vestido condiciona la vivencia subjetiva del cuerpo. No se habita el mismo cuerpo en pijama que en esmoquin, en traje chaqueta o en biquini, en minifalda o con vestido largo pues se establece una estrecha dialéctica entre las percepciones subjetivas del cuerpo y la indumentaria que se utiliza. El vestido no solo recubre el cuerpo, sino que lo modela en sus movimientos, en el espacio que ocupa, en la interacción con los otros. La forma de experimentar subjetivamente el cuerpo se modifica según el vestido que cubra el cuerpo.

El vestido acoge en su tejido, formas, corte y color diversos contenidos emocionales como esperanza, penas, duda, estatus social, incertidumbre, seguridad, timidez o vergüenza que la persona deposita en él. La indumentaria imprime en el cuerpo el anhelado prestigio de la marca comercial de un cotizado y exclusivo diseñador que reluce sobre su tejido y que transmite al cuerpo vestido la impronta de su aureola de poder económico y clases social. La prenda textil se convierte en fetiche de éxito para algunos deportistas que confían en su intercesión para conseguir el anhelado éxito en sus hazañas. Para otros la adquisición de ropas con las que recubrir un cuerpo carente de afecto entraña la ilusión, siempre incumplida después de unos instantes de esperanza, de encontrar el sosiego del afecto. Algunas personas pretenden, mediante el vestido, conferir a su cuerpo una identidad diferente a la que subjetivamente encuentran e incluso tener alguna con la que relacionarse. La dificultad de vaciar un armario, de desprenderse de aquellas prendas que recogen en su seno, como si se tratara de un almacén de memoria, el recuerdo nostálgico de un momento vital que ha quedado impregnado en entre las tramas de su tejido, nos remiten a la vivencia de un cuerpo vestido al que se intenta retener imperiosamente. El tacto o la visualización de una pieza de ropa, a veces sin ni siquiera la presencia de un cuerpo que lo habite, puede incitar el deseo sexual y a veces, incluso, colmarlo. Una cierta ropa usada en la intimidad muestra el deseo de un cuerpo predispuesto al placer. Los pesares del alma a menudo se muestran visibles a través del vestuario desaliñado que recubre el cuerpo.

La ropa es para algunas personas el objeto transicional, elemento tan valioso en el tránsito de la incorporación para el niño y niña de las imágenes parentales tranquilizadoras, que nos legó la teoría y la clínica de Winnicott, y que les permiten reencontrar las sensaciones tranquilizadoras enlazadas al recuerdo del cuerpo maternal en los primeros años de vida. El objeto transicional permanece en la edad adulta, aunque de forma más intelectualizada y compleja. Guillermo no podía ir a las reuniones de trabajo del miércoles sin una camisa azul que le daba seguridad y que le remitía a esas camisas que su madre le compraba en sus primeros años profesionales.

Hay prendas de vestir que conservan el valor de objeto transicional durante años porque son el testimonio silencioso de una mirada, de una situación, de una caricia, de un encuentro, que con solo tocarlas, mirarlas o simplemente recordar que están guardadas en ese pequeño rincón del armario, desencadenan un viaje preciso a un espacio y tiempo del pasado.

La ropa-objeto transicional ayuda a poder realizar duelos que prometían ser difíciles. Maruja era una mujer de mediana edad marcada por una infancia y adolescencia desgarradas por los malos tratos de un padre violento en desmesura y una madre carente de muestras de afecto. Maltratada durante años por un marido violento, jugador y estafador, le fue posible finalmente divorciarse tras un largo calvario emocional que sus padres contribuyeron a agravar con su actitud intolerante. Ya divorciada, pudo durante los últimos años de la vida de su madre, establecer con ella una relación de afecto y confianza. Encontrar el amor materno que había anhelado toda su vida. La muerte de la madre le causó un gran dolor que apaciguaba llevando consigo el camisón que había cubierto su cuerpo en los últimos días. Lo expresó así: «llevar su camisón es como tenerla cerca. Es como si la tuviera conmigo». Usar el camisón que había recubierto el cuerpo de la madre en sus últimos momentos, le ayudó a hacer un duelo llevadero e integrar una imagen amorosa de su madre.

Blanca era una mujer joven, de presencia agradable, ojos inquisidores y modales silenciosos que había cerrado su corazón con puño y llave tras la muerte de su hermana mayor acaecida siendo ella adolescente. Una hermana cuyo recuerdo se hacía presente en diversos momentos del día a pesar del haber transcurrido muchos años desde su fallecimiento y cuya ausencia la impregnaba de tristeza, apatía y mal humor. Después de dieciocho años Blanca decidió finalmente desprenderse de ese vestido de la hermana que la acompañaba en su soledad desde el fondo del armario y se despidió de ella.

La forma de vestir el cuerpo puede mostrar la dificultad de mujeres y hombres en asumir el paso del tiempo, el cambio de sus cuerpos y aceptar la etapa vital en que se encuentran. Lo vemos especialmente en algunos hombres y mujeres de cierta edad que visten como sus hijos adolescentes con la ilusión y la pesadumbre de negar el paso del tiempo sobre sus cuerpos, de evitar la renuncia de una edad no presente con la ficción de vivir un tiempo no actual. Evidentemente la negación de la realidad temporal comporta un malestar al vivir en un presente corporal rechazado. Cuando el ideal de juventud perpetua se instaura en los padres e invade las relaciones padres-hijos y dificulta la relación entre unos y otros al intentar negar la diferencia generacional. María, una mujer de cuarenta y seis años, divorciada desde hacía dos y preocupada por la pérdida de tiempo vital que achacaba a sus años de matrimonio, comentaba: «Me siento más joven que mi hija. Tengo el mismo cuerpo que ella e incluso uso su misma talla. Es imposible que yo me ponga ropas como las que mujeres de cuarenta y seis años usan. Me gusta continuar siendo joven de cabeza». Conciliarse con el paso del tiempo a través del cuerpo no es una tarea fácil y cada persona debe resolverlo según sus recursos y particularidades. La moda actualmente ha adquirido una connotación joven, debe expresar un estilo de vida emancipado, libre de obligaciones y desenvuelto respecto a los cánones oficiales. Se ha operado una importante inversión en los modelos de comportamiento: “Antes una hija quería parecerse a su madre. Actualmente sucede lo contrario” (Yves Saint Laurent). Según Lipovetsky (2012): «Representar menos edad importa hoy en día mucho más que exhibir un rango social: la Alta Costura, con su gran tradición de refinamiento distinguido y con sus modelos destinados a mujeres adultas e instaladas, ha sido descalificada por esta nueva exigencia del individualismo moderno: parecer joven».

Para algunos hombres, pero especialmente para algunas mujeres, la relación con el vestido deja de ser un placer, una tarea, un deseo, para convertirse en una imperativa necesidad de poseer. Con una avidez difícil de contener se libran a la compulsión de compras recurrentes. Buscan encontrar en cada nuevo vestido esa imagen tan deseada, tan ansiosamente anhelada de aceptación y estima que por un momento han podido contemplar fugitivamente en el espejo de la tienda o han creído poder ver en los ojos entrenados de la dependienta o en las palabras de una amiga, pero que desaparece tan pronto entran en su casa. Buscan incansablemente el momento de completitud fusional en donde, en una captación reciproca, la madre y ella se seducían mirándose mutuamente.

Si la experiencia subjetiva del propio cuerpo es suficientemente buena el vestido se convierte en uno de los elementos lúdicos que disponemos para enriquecer y divertirnos en la vida. Comprar, compartir, modificar, probar, coordinarlos con diversos complementos, combinarlos con diferentes accesorios, puede constituir una fuente de placer y creatividad; una forma de disfrutar del cuerpo, saboreando el placer de sentirnos atractivos, un elemento en el juego de la seducción, un interlocutor en los distintos estados de ánimo y una compañía en las distintas etapas de la trayectoria vital.

¿Para quién vestimos nuestro cuerpo? Nos vestimos para los demás y también para nosotros mismos. El vestido descubre el deseo o lo encierra en botones de nácar. Nos vestimos para un amor incipiente, para crecernos delante de los demás, para satisfacer un narcisismo precario, para llorar insatisfacciones, para provocar lástima. Nos vestimos para un amor que se agrieta, para brillar en una fiesta, para seducir al o a la amante, para ganar un trabajo, para la madre de mi pareja, para ser amigo o amiga de mis amigos, para que vean mi dolor, para contentar a la madre, para soñar que somos jóvenes, parar llamar al padre y navegar por el dolor de su ausencia con un jersey que dejó olvidado en el armario, para refugiarnos de un mundo hostil, para luchar por nuestras ideas políticas. Para ser. ¡Nos vestimos para tantos otros! Nos vestimos especialmente para relacionarnos con los otros, con los de fuera y con los que habitan en nuestro interior.
 

Referencias bibliográficas

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Resumen

A través del cuerpo vestido podemos apreciar el recorrido histórico de una sociedad. El vestido es conformado según las características de la sociedad que le imprime su visión de la misma y del individuo, teje en él las características de su cultura, y lo entalla según su economía y política. El cuerpo es vestido dentro de las limitaciones de una cultura y de sus normas, de sus expectativas sobre el cuerpo y sobre lo que constituye un cuerpo vestido. El vestido moldea la experiencia subjetiva que tiene la persona de su cuerpo.
El vestido recoge y expresa aspectos subjetivos de la persona que lo viste. El cuerpo vestido habla de la relación con el propio cuerpo, de las relaciones interpersonales y nos ofrece una interesante ilustración de la historia personal de su portador. El vestido es la segunda piel, en contacto directo con el interior y a la vez con el mundo exterior, es una experiencia íntima del cuerpo y una presentación pública del mismo; la ropa protege el espacio íntimo y se abre al espacio social y relacional. Al moverse en la frontera entre el yo y los demás es la interfase entre el individuo y el mundo social, forma parte a la vez de la intimidad y del mundo exterior.

Palabras clave: cuerpo, vestido, sociedad, subjetividad.
 

Resum

Mitjançant el cos vestit podem apreciar el recorregut històric d’una societat. El vestit és conformat segons les característiques de la societat, que imprimeix la visió que té d’ella i de l’individu, hi teixeix les característiques de la seva cultura i l’entalla segons quina sigui la seva economia i política. El cos és vestit dins de les limitacions d’una cultura i de les seves normatives, de les seves expectatives sobre el cos i respecte a la comprensió que es té d’un cos vestit. El vestit modela l’experiència subjectiva que té la persona del seu cos.
El vestit recull i expressa aspectes subjectius de la persona que el porta, parla de la relació de la persona amb el propi cos, de les relacions interpersonals i ens ofereix una interessant il•lustració de la història personal de qui el porta. El vestit és la segona pell, en contacte directe amb l’interior de la persona i al mateix temps amb el món exterior, és una experiència íntima del cos i una presentació pública seva; la roba protegeix l’espai íntim i s’obre al espai social i relacional. Al moure’s en la frontera entre el jo i els altres és la interfase entre l’individu i el món social; formant part, alhora, de la intimitat i el món exterior.

Paraules clau: cos, vestit, societat, subjectivitat.
 

Abstract

We can perceive the historical development of a society by observing the dressed body. The dress is shaped according to the characteristics of a society which imprints on it its vision of that society and the individual. It weaves the characteristics of its culture and tailor it according to its politics and economics. The body is dressed within the limitations of a culture and its rules, of its expectations of a body and of what constitutes a dressed body. The dress shapes the subjective experience that a person has of their body.
The dress collects and expresses subjective aspects of the person wearing it. The clothed body tells us of the relationship with the body, of interpersonal relationships and gives us an interesting illustration of the personal history of the wearer. The dress is the second skin, in direct contact with the person’s interior and at the same time with the outside world. It is an intimate experience of the body and its public representation. Clothes protect the intimate space and open up to the relational and social space. Moving between the self and the others it is the interface between the individual and the social world and is a part of both intimacy and the outside world.

Key words: Body, dress, society, subjectivity.
 

Teresa Sunyé i Barcons
Psicóloga clínica. Psicoterapeuta. Psicoanalista relacional. Investigadora en el ámbito de la filosofía y la estética de la imagen.
teresasunye@comb.cat