Marc Antoni Broggi, cirujano, jefe del Servicio de Cirugía ya jubilado del Hospital Universitari Germans Trias i Pujol de Badalona. Miembro de la Reial Acadèmia de Medicina de Catalunya. Miembro desde hace 27 años del Comitè de Bioètica de Catalunya, del que ahora es presidente. Dedicado a la relación clínica, derechos del paciente, a la información, consentimiento informado y voluntades anticipadas. Aparte de artículos, ha publicado el libro Por una muerte apropiada.
Temas de Psicoanálisis. – Por su trayectoria profesional puede verse que usted es de estos médicos humanistas que combinan el buen hacer técnico con la atención al enfermo como sujeto de derechos y capacidades.
Marc Antoni Broggi. – Es verdad que creo que la actividad clínica debe llevarse a cabo junto con el enfermo y para él, no solo “sobre él”; es decir, de acuerdo con él como persona enferma, no sobre él como mero portador de una enfermedad. Si a esto se refiere ser “humanista”, pues sí, intento serlo, como lo son muchísimos de mis compañeros.
Pero me gusta señalar, cuando se habla del concepto de humanismo, que a veces se atribuye al conocimiento y a la veneración por el buen legado cultural que hemos recibido; y, entendido así, he visto como grandes figuras de la Medicina, de gran cultura y erudición, frecuentaban todas las artes con fruición, pero menospreciaban a sus enfermos por sus limitaciones en este campo y se interesaban por los datos de su dolencia. Si solamente es esto, entonces habrá que admitir con George Steiner que “las humanidades no humanizan forzosamente” (y recordemos que lo demuestra de forma terrible la Alemania de los años 30, tan culta y tan bestial a la vez).
El humanismo debe ser humanitario, debe favorecer que uno se conmueva por el sufrimiento, que este lo mueva a actuar, que sienta que “nada humano le es ajeno”. Eso sí humaniza, y se humanizan ambos, el necesitado y el “buen samaritano” a la vez. Al fin y al cabo, la gente va al médico a visitarse, no a que visiten o radiografíen su estómago (o que analicen su subconsciente).
TdP. – ¿Podría darnos una idea de cómo se ha producido el cambio del trato paternalista al paciente hacia el trato del enfermo, terminal o no, como sujeto que puede decidir sobre sí mismo y con derecho a estar informado?
M.A. Broggi. – La sociedad ahora quiere que el ciudadano enfermo, aunque lo sea, conserve sus derechos. Tiene derecho a tener derechos, por decirlo a la manera de Arendt; unos derechos que se han ido ampliando hasta llevarnos a un cambio radical en nuestro quehacer. Pensemos que, desde que se tiene memoria histórica, la actuación sobre el paciente ha ido siempre dirigida a un solo objetivo: el de conseguir la máxima eficacia contra su dolencia. Todo lo que favoreciera llegar a él, se aceptaba. Por ejemplo, legitimaba la imposición del tratamiento o de la cura aun contra la voluntad del afectado. Por la misma razón, se aceptaba, e incluso se esperaba, la mentira; es algo que siempre pongo como ejemplo ilustrativo del cambio sufrido en los últimos años en nuestro medio.
Hasta hace poco, por el solo hecho de estar enfermo cualquiera era considerado desvalido, sin voz para defender su opinión con un criterio válido. Las decisiones competían a los demás, tal como ocurre con un niño: se haría cualquier cosa por su bien, pero sin preguntarle su parecer. Se trataba, pues, de una relación muy paternalista, que se debía aceptar de forma sumisa. La sociedad lo quería así, pues lo que se perseguía de esta manera venía ya definido de antemano por los profesionales, por un lado, y la familia por el otro.
Ahora es evidente que las cosas han cambiado al priorizar otros valores. Se considera que una situación de vulnerabilidad ya no es, per se, un paréntesis en el ejercicio de los derechos del ciudadano enfermo, sino que precisamente es cuando más atentos debemos estar para preservárselos. El objetivo que ahora la sociedad persigue ya no es el de la máxima eficacia contra la enfermedad en solitario; ahora se persigue la máxima ayuda a alguien que nos la pide. El esfuerzo, que hasta hace poco se realizaba contra la enfermedad, debe cambiar de diana y perseguir la máxima calidad de vida del ciudadano, una calidad ponderada además en gran parte según su parecer. Es una distinción crucial. Porque, aunque a menudo ambos objetivos coincidan, otras veces no es así; y en la vejez o cerca de la muerte, por ejemplo, pueden entrar incluso en conflicto. El eje de cualquier actuación debe ser el paciente como persona, y no podemos pasar por alto su criterio. Cada ciudadano tiene que poder ser agente, y no solo paciente, de la decisión que le afectará… aunque se encuentre en estado grave. La disposición del entorno, como decía, ya no debe limitarse a actuar sobre él, sino de acuerdo con él.
TdP. – Si bien su trabajo en bioética se ha centrado en las condiciones que se deberían dar para una buena muerte y se ha interesado en especial en cómo aliviar el sufrimiento y evitar el furor terapéutico, ¿cuáles considera usted que serían los derechos específicos a respetar en las personas mayores?
M.A. Broggi. – Es cierto que he tratado algo de los problemas en torno a las decisiones del final de la vida, sobre todo pensando en los profesionales que no estábamos preparados para ello y, así mismo, para la ciudadanía en general. Pero estos problemas no son radicalmente distintos de aquellos que surgen en otras situaciones clínicas. Si tomamos el ejemplo de los derechos, hay que admitir que son los mismos en esencia, salvo que los problemas que pueda suscitar su ejercicio tengan connotaciones propias en situaciones de vulnerabilidad del enfermo; debido a su angustia, por ejemplo, como ocurre cuando la muerte está próxima. Y es cierto que entonces uno debería extremar la sensibilidad para poder brindar una ayuda que resulte a la vez lo más efectiva y respetuosa posible.
Por lo que se refiere a los derechos básicos del ciudadano enfermo, pueden resumirse diciendo que tiene derecho a que se le preste una asistencia de calidad sin discriminación, a preservar su intimidad, a recibir la información que necesite, a poder escoger o a negarse a lo que se le proponga y a que se respete su voluntad, ya sea la explicitada entonces, o anticipada de forma conveniente o a la delegada por substitución. Los que quieran ayudar al enfermo −sean profesionales o familiares−, deben conocer y tener en cuenta estos derechos para adecuar debidamente su actuación. Deben recordar que una cosa son las propuestas que puedan hacerle, y otra muy distinta pensar que, ya que están bien fundamentadas, puedan imponerse. Por ejemplo, basar las actuaciones en una simple interpretación, aunque ésta resulte inevitable, es una tentación que deberíamos evitar: puede llevarnos a una substitución del enfermo no necesaria y frecuente en el ejercicio de la psiquiatría, al igual que en el de la cirugía.
En nuestra cultura parece que no actuar sea el peor pecado, peor aún que equivocarse al actuar –“al menos se ha hecho lo que se podía”− y, en cambio, conviene aprender a contenerse, a evitar introducir nosotros daños innecesarios, a saber parar. Nuestro deber de actuación no viene dado de antemano; el de diálogo, sí.
El deber profesional fundamental sería pues respetar estos derechos como mínimo. Pero ¿en qué consistiría una buena asistencia para los enfermos vulnerables? ¿Cómo deberían actuar éticamente los profesionales en estas situaciones?
Hay que considerar que los deberes para con el enfermo no deberían limitarse solamente a los que se derivan de estos derechos citados: informar, respetar la decisión, no discriminar, intentar curar… También habrá que tener en cuenta sus necesidades, que siempre son personales y cambiantes. Es obvio que, debido a la frecuente turbulencia emocional que preside habitualmente el estar enfermo, no basta un simple respeto a los derechos generales, sino que la ciudadanía espera del profesional que haga un paso más y que ayude a ejercitarlos a cada cual hasta dónde pueda y le beneficie. No se debe abandonar a los enfermos a sus derechos sin más. No basta con decirles: “ahí están, yo esperaré a ver qué hace usted con ellos”. Hay que personalizar siempre. Y, para hacerlo bien, la buena asistencia debe incorporar unas virtudes que creo básicas, (cómo he dicho en otros lugares y en un nuevo trabajo que recoge mucho de lo que contesto aquí). La primera virtud sería la de la compasión; entendida esta, no como sentimiento pasivo y condescendiente de lástima, sino como movilización activa para ayudar al que sufre. Sería una muestra de la fraternidad que nos merecemos; y, para el profesional, oír además el eco de aquella voz interior de su “vocación”. No sería pues una debilidad, sino una muy vívida intolerancia a ver sufrir a un semejante, y de hecho es el motor de nuestras profesiones sanitarias.
Claro que la compasión debe complementarse siempre con una segunda virtud, la de la valentía, la del valor que se necesita para aproximarse a quien sufre, para no temer su aliento próximo. El profesional −y el familiar no pocas veces− tiene que superar el reparo que pueda tener a verse succionado por los sentimientos, por su vértigo (“los vertiginosos ojos de la muerte” de Gabriel Celaya), y por el miedo a que este sentir −sentido− le altere su capacidad de actuación, su manera de estar. Evidentemente, hay que saber mantener una distancia emocional que permita mantener la lucidez para ayudar bien, pero el temor a la turbulencia emocional no puede ser excusa para adoptar una impasibilidad excesiva, ya sea la del científico frío e insensible o la del cuidador distante. Uno debe atreverse a manejar con flexibilidad el acercamiento valiente a quien sufre, al mismo tiempo que vigila y restablece su propia integridad. Debe mantener su mente abierta y poco rígida para interesarse por lo que siente aquel que tiene delante y lo que va sintiendo uno mismo. Y precisamente esta sensibilidad puede favorecer su actuación al hacerla más oportuna y más prudente.
Finalmente, hay que defender la lealtad, entendida esta como compromiso de no abandono y asunción de la defensa de los valores del otro, aun cuando no nos gusten. De hecho, esto supone ayudarle en su trabajo de comprensión y de aceptación de lo que le pasa, así como de participación −más o menos activa, o no− en lo que pueda hacerse. Es decir, se trata de brindarle una ayuda para que pueda ponerse en contacto con su propio mundo de valores para conocerlos, ordenarlos, priorizarlos y expresarlos a su manera. De la lealtad se espera además el compromiso de defenderlos incluso cuando el mismo enfermo no pueda ya hacerlo. “Le he entendido y, no tema, vigilaré: me comprometo a defender su mundo, sus preferencias y sus límites”. Los profesionales deben adquirir y ejercitarse en estos hábitos. El ciudadano los ve tan necesarios como lo son su saber y sus habilidades.
TdP. – Usted sostiene que debería mejorarse nuestra posición ante el envejecimiento de la población, de los viejos vistos solo como una carga, como un problema que hay que solucionar o como un gasto, y realmente esta visión se está extendiendo mucho. ¿Considera que se está haciendo lo suficiente para cambiar este punto de vista?
M.A. Broggi. – Creo que todos estamos de acuerdo en que deberíamos hacer más y mejor. No me atrevo a decir que nuestra sociedad los trate peor que antes, al menos en general. Claro que alguien pudiera llegar al cínico extremo de Taro Aso, un ministro japonés de Finanzas, que declaró que las personas mayores deben “darse más prisa en morir para aliviar los gastos del Estado”. El hecho es que, por el contrario, se están haciendo esfuerzos innegables para mejorar los servicios ciudadanos y las oportunidades de participación de las personas mayores: hay programas de “Vejez Activa”, plazas reservadas en los autobuses, mejor atención domiciliaria, arquitectura y urbanismo más sensible, etcétera. Aunque nuestro país está mal situado respecto a los demás de la Unión Europea, nunca estas personas habían tenido tantas atenciones a su disposición. Pero es cierto que sobre todo son vistas como un problema social y, aunque no se llegue a pensar como el ministro japonés, éstas sienten que las actitudes para con ellas deberían mejorar bastante. Por ejemplo, conviene mejorar la personalización con que las tratamos: sin limitarnos a ver un cuerpo decrépito sin personalidad, e interesándonos más por saber quién tenemos delante, qué mundo de miedos y de preferencias es el suyo, cuál es su biografía. Hay que pensar que «los viejos» no forman un grupo homogéneo, y que considerarlos englobados así, empaquetados por edades, constituye un abuso y una desconsideración, un maltrato. Y es un error, pues hay más diferencias entre personas mayores que entre los jóvenes, que no se han diferenciado aun y que siguen al unísono y más dócilmente la moda, los gustos y las costumbres. Sabemos que hay motivos científicos, médicos y sociales para agrupar, clasificar y etiquetar, y que hacerlo nos es útil para aumentar el conocimiento y para programar algunas actuaciones con criterios de calidad y de equidad. Pero, a la vez, conviene alertar sobre estas clasificaciones cuando las personas quedan por ello encerradas en un compartimento creado por nosotros mismos: que no es más que un artificio. Hubo un momento en que la Medicina (por citar un ejemplo que conozco, y que viene al caso) se volvió “orgánica” buscando el órgano afectado o el agente causal. Su mirada se volvió penetrante: y llegó al órgano dañado, al virus contaminante, al gen mutado. Pero esta mirada, tan eficaz para actuar y para curar, adquirió una presbicia que deforma y desdibuja lo que tiene más cerca: a la persona. Así es cómo prescinde de ella y la traspasa con la mirada para centrarse más allá (o más acá), en la dolencia previamente descrita por la ciencia de la que es “portadora”, o en alguna característica evidente, como es la vejez y su silueta. Esta mirada incompleta es la que adopta también la sociedad con respecto a muchas cosas, para así ordenarlas, agruparlas y poder calcular. Pero la simplificación resulta abusiva a menudo: porque las enfermedades y las características se pueden cuantificar y clasificar, pero las personas, no. Hay diferencias radicales entre ellas difíciles de distinguir si no se miran, sin una necesaria curiosidad.
Además, es peligroso confundir la realidad con lo que es objetivable únicamente. La realidad es en sí misma mucho más rica. Hay más mundos a tener en cuenta y, “aunque todos estén en este”, como le gustaba ironizar a Paul Élouard, ninguno de ellos nos permite por sí solo, y de manera aislada, ver las cosas con la suficiente lucidez. Está el mundo de los hechos observables, es cierto, y conviene conocerlo en profundidad. Pero luego está el mundo personal, también real y difícil de escrutar, incluso para uno mismo. Y a ambos hay que atenderlos al mismo tiempo en nuestro quehacer; y sin confundirse. Delante no tenemos a la vejez, o a la neumonía, o a la agonía, sino una persona que está envejeciendo, que sufre un dolor y fiebre o que va a morir; y es a ella a la que habrá que atender. Es así de simple, e incluso de banal, pero para el anciano y el enfermo esta mirada reflexiva sobre lo que tenemos enfrente es muy importante. Para ellos va muy unido a su dignidad.
TdP. – Sin embargo, es difícil preservar la dignidad cuando se está en una situación de vulnerabilidad social o física, con poca salud y frente a posibles abusos. ¿Cómo entender conceptos como dignidad o autonomía en estas circunstancias y cómo empoderar mejor a los mayores?
M.A. Broggi. – Hay que reservar el concepto de dignidad ligado al de respeto. Será aquel que pierda el respeto a alguien el que de hecho va a perder su propia dignidad. El viejo maltratado o abandonado no pierde su dignidad, como no la pierde el judío recluido en un campo de concentración o el palestino acosado en Gaza. La pierde el que lo maltrata; y la sociedad que permite que se pierda el respeto a alguien se volverá a su vez indigna. Creo que hay una dignidad en el perdedor que no tiene el triunfador (siempre sospechoso de abuso, además), de la misma manera que hay un grado de dignidad que tiene el viejo y que el joven no puede aún haber alcanzado. La dignidad está anclada en el trato que se da a los valores. La va perdiendo, por ejemplo, aquel que, viendo una injusticia, la consiente. Y precisamente conviene admitir que la sociedad es a menudo injusta con el viejo. Lo es cuando cree que tratando bien el “problema” global de la vejez, queda disculpado del trato poco considerado que da a cada cual. Tratamiento y trato: he aquí dos conceptos necesarios y complementarios, pero no intercambiables. Quizás en nuestro entorno se dé al anciano un buen tratamiento a sus dolencias, pero el trato que se le dispensa deja a veces mucho que desear, y quizás haya perdido en este momento aquel respeto social que ostentaba antes y que se le reconocía en privado y en público. Al anciano no se le trata bien cuando se le ofende. Y se le ofende cuando se le jubila sin agradecérselo, cuando no interesa ya su parecer por ser “demasiado” mayor. O cuando se le impone el tuteo y a él no le gusta este “tratamiento”, el trato que ello supone. O cuando se le infantiliza, algo excesivamente corriente en nuestro entorno sanitario. Es decir, cuando se le niega la posibilidad de desarrollar su propia autonomía.
El concepto de autonomía, por ejemplo, hay que saberlo contextualizar en su caso. No solo se refiere a la posibilidad de elegir sin influencia, como se considera sobre todo en el entorno anglosajón. También se refiere a poder aportar un mundo personal con él, desde el cual poder decidir con tranquilidad a su manera. No es solo libertad, sino sobre todo una forma personal de participación. En nuestro mundo mediterráneo resulta muy apreciado que se respeten los lazos anudados −sus dependencias− junto a su modo de pensar, de repensar y de elegir. Puijalon señala muy bien que lo contrario de la autonomía no es la dependencia. Precisamente quien es autónomo le gusta mantener una serie de dependencias que autónomamente ha ido creando él mismo con el tiempo: con sus objetos, sus rutinas y sus relaciones personales.
Su autoconstrucción genuina consta precisamente de una serie de preferencias y de prioridades que querría mantener, aunque esté enfermo, aún internado. La viejecita que consulta con sus hijos qué hacer entre lo que se le propone en urgencias, no tiene en principio que ser menos autónoma que aquella estadounidense que lo decide en solitario. Es cierto que en una situación de vulnerabilidad se pierde algo de capacidad y de solidez en la decisión y que aumenta la duda y el miedo a equivocarse. Lo que hace evidente por tanto que le hará falta ayuda. Y tiene derecho a ella, y a que sea respetuosa con su proyecto. Pero la necesidad de ayuda no entraña sin más una falta de autonomía. Depende de cómo se pida, cómo se reciba, cómo se utilice.
Toda ayuda debe ser prudente y cuidadosa en no destruir, además de ser paciente con las limitaciones y las incongruencias, a veces inexplicables, de cada cual. Porque no es raro que el que ayuda, limite, coarte y se acabe imponiendo. En este sentido, conviene distinguir la dependencia funcional de la decisional. La funcional (no poder caminar, no poder hacerse la cena) no comporta en teoría y necesariamente la otra (poder decir dónde se quiere ir, qué se quiere para cenar), aunque se influyan mucho.
Un peligro habitual es que la solidaridad acabe transformándose en dominio (y en las residencias, por ejemplo, en secuestro); y que la ayuda acabe dándose a cambio de una sumisión. Es decir que, de ser autor de la obra de la propia vida, uno acabe siendo objeto del de otra. Se quiere ser objeto de atenciones y de cuidados, claro está, pero no simple objeto para la construcción del cuidador que le ha tocado. El viejo tiene miedo a esta decantación, a esta “pendiente resbaladiza”.
Claro que también existe el peligro contrario. Y puede ocurrir que sea el que ayuda el que quede envuelto en una especie de chantaje emocional. El enfermo puede utilizar a los de su alrededor creyendo que el derecho que tiene a la solidaridad es un derecho, en cuanto a víctima que es, a la exigencia y que acabe reclamando una obediencia, no solamente una ayuda. Lo que puede suceder si el necesitado no acepta su situación, si no ha disminuido suficientemente su narcisismo, si tiene una añoranza excesiva del esplendor del pasado o le nubla una envidia a los que aún son injustamente más independientes que él.
Ni quien ayuda puede ser esclavo de la construcción del otro, ni tampoco puede pasar a ser quien pretenda dirigir la vida de este a partir de entonces. No deja de ser una relación algo conflictiva que hay que saber reconocer y analizar en concreto si se quiere conllevar mínimamente bien.
TdP. – Se suele decir de las personas mayores que temen, más que a la muerte, al sufrimiento, a la indefensión, al deterioro y al aislamiento. ¿Cree usted que la capacidad de estar solo y de sobrellevar los sentimientos de dependencia pueden ser indicativos de un envejecimiento más sano?
M.A. Broggi. – Sí, coincido con su descripción primera y contesto positivamente a la pregunta de después. El sufrimiento es realmente temible −y temido− de manera general, ya sea el debido al dolor como a cualquier otro síntoma molesto, ya sea físico o psíquico. Y debemos alegrarnos de vivir en un tiempo y en un lugar en los que se ha asumido que queremos a toda costa evitarlo, minimizarlo y combatirlo en todo lo que podamos; y la verdad es que, en nuestro ámbito, podemos hacerlo la mayoría de las veces muy bien.
Pero el sufrimiento por el duelo ante las pérdidas, incluidas las debidas al paso del tiempo entre nuestras manos y a nuestro deterioro, es inevitable. Del mismo modo que lo es el sentimiento de soledad que nos acompaña en nuestra más íntima vivencia, en nuestro “dolorido sentir”, como dice Azorín. Tan nuestra es la soledad que es importante aprender a conllevarla, tal como expresa tan bien la canción de Georges Moustaki, Ma solitude. Con la edad, conviene acostumbrarse a ella e incluso aprovecharla, como todo lo que nos es dado. Conviene aprender a encontrar un cierto gusto en estar solo, a retirarse en sí mismo para conocerse mejor y tolerarse más. El miedo excesivo a la soledad no es saludable. En cierto modo, sería un temor a la vida, a verse vivir y a reconocer que la soledad forma parte de la condición humana: «Què es la veritat?/ la solitud de l’home / y el seu secret esglai» (“¿qué es la verdad?” −aquella brusca pregunta de Pilatos− “la soledad del hombre y su secreto espanto”, se contesta Espriu). Debemos contactar con este espanto y hacérnoslo propio. Cultivar los momentos de soledad es una forma sana y nada triste de detenerse y de ordenar en silencio aspectos internos (sentimientos, recuerdos, creencias). Es una forma de construirse y de reconstruirse. Hay que repetirse aquello de Lope de Vega de «A mis soledades voy/ de mis soledades vengo, / porque para andar conmigo/ me bastan mis pensamientos». Es bueno encontrar un refugio razonable para cuando sea oportuno. Incluso puede ser que, como Robinson Crusoe, algún día el espanto nos provenga de ver una huella inesperada en la arena de nuestra «isla», de ver que ninguna isla que podamos construirnos es del todo aislada y que ninguna soledad es lo bastante hermética.
Porque, si la soledad es inevitable, también lo es la presencia de los demás: incluso nuestro silencio está poblado de sus voces. Tarde o temprano descubrimos que la convivencia en común es el verdadero y más sólido refugio. Que incluso puede enriquecer nuestros momentos de soledad con recuerdos y con la esperanza de vínculos estrechos. Y es esta una buena esperanza, porque depende de nuestro esfuerzo y no simplemente del azar. Precisamente quien frecuenta la soledad está más dispuesto a compartir la vida, a ofrecer su hospitalidad: que sería, como he dicho, recibir al otro tal como es, distinto a nosotros, pero a su vez portador también de un “secreto espanto” similar al nuestro. Es algo que debemos entrever y acompañar. Acompañar, que no es imponer una presencia, sino saber estar allí.
Puede que, como se acostumbra a decir, todo el mundo deba envejecer y morir radicalmente solo, pero nadie debería verse abandonado por la indiferencia de su alrededor. Es fundamental que sepa que se le mira, y quizás admira, por pasar lo que está pasando, por ser humano y padecer lo que padecemos. Conociendo su fragilidad se le debe acompañar “en el sentimiento”, y ayudarle en su sufrimiento. Así, sabe que alguien sabrá quién es y quién ha sido, y alguien valorará el trabajo que ha hecho.
La buena compañía dignifica a quien la recibe y a quien la da. Nos humaniza a todos. Incluso nos permite aprovechar mejor nuestra intimidad. Decía que debe ser la disposición humanitaria, la solidaridad activa −una fraternidad, como defiende tan acertadamente Àngel Puyol−, la que nos ayude a construir un mundo menos inhóspito y desolado, que sea más habitable; quizá más alegre. En resumen, debemos aprender a compartir nuestra humana soledad.
TdP. – Usted distingue entre cuidados paliativos y eutanasia. ¿Podría explicar la diferencia? ¿Cuáles cree que serían los principales indicativos de calidad de esta asistencia?
M.A. Broggi. – Es imprescindible distinguir bien lo que son simples buenas prácticas aceptadas ahora de lo que se entiende por eutanasia. De lo contrario, se podría pensar que cualquier proceso de morir en el que se interviniera médicamente (cómo cada día resulta más habitual) constituiría una eutanasia, sobre todo si la decisión ha sido difícil y discutida. Sería una equivocación intelectual, moral y, en este momento, también legal.
Todo familiar o profesional debe tener claro que una cosa es mitigar el sufrimiento que puede acompañar al proceso del final de la vida, y evitar a la vez las medidas que lo alarguen inútilmente, y otra distinta es provocar la muerte; sobre todo, porqué la última opción está penada en nuestro país por ahora, aunque muchos esperemos que lo esté por poco tiempo. Si las confundimos entre sí, podemos permitir que planee la sombra del código penal como un fantasma. Cuando se piensa con poco rigor sobre estas cuestiones, el miedo puede acabar paralizando lo que podría haber sido una buena ayuda. Conviene, pues, tener bien definidos los conceptos.
Para anunciarlo de manera resumida: hoy día se considera eutanasia, a todos los efectos, solamente el acto de procurar la muerte de un enfermo que sufre, que es capaz y lúcido, cuando se hace de forma activa, directa, rápida y a petición suya. Ya no cabe hablar de “eutanasia pasiva” o “indirecta”, porque estos supuestos han quedado obsoletos desde la promulgación de los nuevos derechos de los enfermos y del reconocimiento general de los deberes que se derivan de ellos. Continuar empleándolos es contribuir a la confusión.
Es cierto que el concepto no tenía antes una connotación tan precisa, y que “eutanasia” se utilizaba como sinónimo de buena muerte, puesto que etimológicamente quiere decir esto (del griego, eu, bien o bueno, y thánatos, muerte): simplemente, muerte sin sufrimiento, dulce o en paz. Pero si nos quedáramos con esta acepción tan amplia, la confusión estaría servida: casi toda intervención de ayuda medicalizada lo sería. Ya no tiene sentido ningún término calificativo para una buena ayuda al final de la vida, ahora que hemos decidido que todo el mundo tiene derecho a que “se le evite una muerte prematura y se fomente una muerte tranquila”, expresándolo con la fórmula de “Los fines de la medicina” del famoso Hastings Center. El ciudadano tiene derecho a que se le evite una agonía excesiva o en malas condiciones.
Si con la analgesia o la sedación que le ofrecemos −siempre proporcionadas al sufrimiento presente− se avanzara hipotéticamente su muerte (lo que es muy difícil de asegurar en una situación concreta), lo consideramos un efecto secundario que, como en muchísimas otras actuaciones médicas, puede aceptarse si, al indicarla, se hizo una ponderación equilibrada del balance entre riesgos y beneficios, y si además el enfermo ha aceptado el riesgo. Es decir, no se puede hablar en estos casos de una “eutanasia indirecta”, como antes se hacía, sino de tratamiento correcto (¿eutratamiento?) para el control de los síntomas molestos que acompañan al proceso de morir: con ello se quiere tratar que llegue, puesto que llega, con la máxima calidad posible.
Y con este mismo objetivo hay que mirar, evidentemente, que nuestras actuaciones no acaben siendo contraproducentes, contrarias al interés del enfermo. Por ejemplo, hay que estar atento a que las actuaciones que se han venido utilizando contra la enfermedad, y para posponer la muerte hasta entonces, no se transformen después, cuando este objetivo ya no es razonable, en un impedimento absurdo para morir tranquilo y en paz. Hay que saber detener las acciones cuando ya resulten inútiles o no convenientes. Y para esta consideración, además de los datos que aporta el médico (de pronóstico, eficacia esperada, alternativas, posibles secuelas, etc.), hay que tener en cuenta la voluntad del enfermo también, ya que él siempre puede rechazar o limitar cualquier actuación que se le proponga o que ya esté recibiendo. Estas limitaciones ya forman parte de los deberes de cuidado y, por tanto, tampoco toleran ahora una designación como la de “eutanasia pasiva”. Simplemente se trata de una ayuda correcta al evitar la futilidad en las actuaciones propuestas y al respetar el derecho de cualquier persona a que no se le imponga nada que ella no quiera.
Con estas prácticas se pretende que la muerte llegue sin sufrimiento, o con el menor posible, y sin interponerle unos obstáculos que, o son ya inútiles y contraproducentes para el enfermo, o bien, aunque serían adecuados según nuestro parecer, no son aceptados por él.
TdP. – ¿Ha observado si hay una sensibilidad política comprometida para mejorar las condiciones de vida y la asistencia en el tramo final de la vida?
M.A. Broggi. – Creo que es evidente que la sensibilidad social ha cambiado sustancialmente. La generalización de los cuidados paliativos constituye una de las aportaciones mejores de la oferta sanitaria actual, y de la que hay que reivindicar su extensión, su reconocimiento y, sobre todo, su sostén −la sostenibilidad depende siempre de nuestra voluntad−. Nuestro final puede ser ahora mucho mejor del que hubiera sido antes. Contamos con más derechos, más posibilidades técnicas de ayuda y una mayor disposición general. Aunque también sea cierto que la formación al respecto de los profesionales no dedicados a este tema debería mejorar: es una de las asignaturas pendientes.
Pero no debemos olvidar que a lo largo del curso de 2018, por ejemplo, se presentaron en el Congreso tres leyes para ampliar la ayuda que se pueda prestar al final de la vida despenalizando la eutanasia activa, directa y a petición del enfermo en algunos supuestos. El Comitè de Bioètica de Catalunya se había posicionado sobre la aprobación de esta medida ya en el 2006; y ahora el Parlament de Catalunya y la incansable Asociación para la Muerte Digna (AMD) han pedido quitar la pena a este tipo de última actuación médica del Código Penal, en concreto modificando su artículo 143. No sabemos cómo van a acabar estas iniciativas, pero es evidente que las cosas se mueven y que lo hacen en el mismo sentido en el que lo hace la opinión pública, según todas las encuestas.
Claro que persisten resistencias ideológicas al progreso democrático en este campo, posturas que pretenden mantener su imposición en contra de la libertad para disponer de un final de la vida más personalizado. Pero la mayoría de ciudadanos encuentra razonable ampliar la oportunidad que se les brindaría con la despenalización de eutanasia y suicidio médicamente asistido para no sufrir: “Saber que puedo morir si quiero me da más vida, me hace más agradable la que todavía me queda”, decía de forma muy ilustrativa una inglesa enferma de ELA. Y así lo siente mucha gente. Que alguien crea que no debe utilizar esta opción no debería facultarlo para intentar evitar que exista y que otros se beneficien de ella, sobre todo si nadie pretende imponer nada a nadie con su posibilidad. Y quien tenga miedo a una mala utilización debería fijarse, sin prejuicio, en cómo se está llevando a cabo en aquellos países en los que están permitidas estas prácticas desde ya hace años: verá que se trata de un miedo infundado y que los que acuden a ellas no son los más vulnerables. Diciéndolo como Dürrenmatt lo dice tan bien, es triste tener que luchar por las cosas evidentes.
TdP. – Y respecto a las personas que encaran una etapa de envejecimiento que podría prolongarse incluso hasta veinte años, ¿qué consejos les daría a modo de prevención para mitigar los problemas de la senectud?
M.A. Broggi. – Que cuiden bien el cuerpo y que cultiven aún más el espíritu. Porqué, a pesar de lo que he dicho al principio, el cultivo de las humanidades puede serles muy beneficioso. Es algo que ayuda a pensar, a tolerarse a uno mismo y a los demás y a mantener la curiosidad por el entorno. Mejorar el gusto por la comprensión quizás sea un buen objetivo, emancipatorio en gran medida. Tal como promete el viejo Rey Lear a su querida hija Cordelia al final (cito de memoria), “y hablaremos… y sondearemos en el misterio de las cosas…”. Aunque es cierto que no debería hacer falta llegar a ser “sabio” para poder ser un viejo respetado, como parece a veces que la sociedad exige (“usted no produce, es un problema… pero ¡si es lo suficiente sabio!”…), no puede dudarse que ofrece un refugio a la sombra del cual puede desarrollarse el intelecto y la sensibilidad personales. No hace falta para ello ser un pensador. Pero sí conviene volverse “pensativo”: es decir, saber repensar sobre los trabajos y los días pasados y ponderar con indulgencia y sencillez los que quedan por vivir; sobre todo, saber recibir el calor de los demás y la bondad y la belleza que siempre acechan en el entorno. No se trata solamente de un ejercicio intelectual, sino también emocional. Conviene ver alegremente el “misterio de las cosas”, con curiosidad y buen humor. Lo que antes nos podía parecer inútil ahora, cuando se es mayor, puede resultar lo más útil (a la manera de como lo defiende Ordine Nuccio). Tal ocurre con el saber y el cultivo ordenado de las artes: con la buena música, la literatura, el cine o el teatro. Sus personajes, las relaciones, ejemplos o ideas que suscitan y que han podido poblar nuestro espíritu, nos acompañará y enriquecerá el camino. Y nunca es demasiado tarde para este cultivo. Podríamos decir que conviene ir llenando una buena despensa con todo ello, para tener buen alimento durante el invierno de nuestra vejez. El grueso de estos recuerdos puede ayudarnos a asumir las limitaciones, los achaques y las dependencias que sufrimos, aparte de comprender y asumir las leyes de la Naturaleza a las que estamos sometidos y querer a los demás abiertamente hasta nuestro final. Esto es, al menos, cómo creo yo que habría que querer vivir mientras uno pueda, pero no puedo hablar por los demás: lo importante es edificarse una vejez apropiada al máximo, es decir “propia” y, por tanto, saludable para cada cual.