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Lo que se silencia en la infancia suele manifestarse
a gritos en la adolescencia.

Introducción

No resulta cierto el apotegma simplex sigillum veri (la simplicidad es el sello de la verdad). La adolescencia requiere una explicación de un nivel teórico-clínico de mayor complejidad. En ella se contraponen múltiples juegos de fuerzas dentro de un campo dinámico: los movimientos paradójicos del narcisismo en las dimensiones intrasubjetiva e intersubjetiva y las relaciones de dominio entre padres e hijos y entre hermanos.

Lo que caracteriza a la adolescencia es el encuentro del objeto genital exogámico, la elección vocacional más allá de los mandatos parentales y la recomposición de los vínculos sociales y económicos. Y lo que particulariza metapsicológicamente este período es que representa la etapa de la resignificación retroactiva por excelencia.

La instrumentación del concepto de la resignificación, del a-posteriori (nachtraglichkeit), posibilita efectuar fecundas consideraciones clínicas.

En este sentido, el período de la adolescencia sería a la vez un punto de llegada y un punto de partida fundamentales. En efecto, es a partir de la adolescencia como punto de llegada que podemos colegir retroactivamente las inscripciones, representaciones, afectos y traumas que en un tiempo anterior permanecieron acallados en forma caótica y latente y adquieren, en este período, significación y efectos patógenos.

Por eso sostengo que “aquello que se silencia en la infancia suele manifestarse a gritos durante la adolescencia”.

Y, como punto de partida, es el tiempo que posibilita la apertura hacia nuevas significaciones y simbolizaciones a conquistar, dando origen a imprevisibles adquisiciones.

Coincido absolutamente con Bergeret (1983) en que resulta necesaria la revalorización, en mayor medida de lo que se ha hecho hasta el presente, de la cualidad de flexibilización al cambio psíquico albergado en el período de la adolescencia porque es en esta nueva etapa libidinal donde se producen las transformaciones psíquicas, somáticas y sociales que posibilitan al sujeto la aparición de inéditas representaciones en medio de un huracán pulsional y conflictual.

No hay adolescentes sin problemas, sin sufrimientos, este es quizá el período más doloroso de la vida. Pero es, simultáneamente, el período de las alegrías más intensas, pleno de fuerza, de promesas de vida, de expansión (Dolto, 1989).

Es en las manifestaciones de esta ineludible crisis de sentido, donde se agazapa la posibilidad de resistencia del adolescente y el germen de la alternativa para pensarse distinto (Kononovich de Kancyper, 1999).

Es en esta etapa de mayor maduración emocional y cognitiva que el adolescente adquiere, por un lado, nuevas herramientas para reflexionar sobre los enigmas e impresiones del pasado; por otro lado, atraviesa períodos de turbulencia, que pueden constituirse en oportunidades imperdibles para la construcción e historización de aquello que desde tiempos remotos permaneció oculto, misterioso, abisal y escindido. En esta fase ruidosa del desarrollo, tanto el adolescente como también sus padres y hermanos, requieren tropezar con ineluctables y variados escándalos desencadenados, entre otros motivos, por el caótico recambio pulsional que se suscita en la adolescencia y menopausia, respectivamente. Esta situación resignifica de un modo estrepitoso el arsenal de las otras identificaciones, traumas, ideales y creencias, representaciones y afectos que se acantonan en los distintos pliegues de una “plural memoria” (Borges, 1976), en la que distingo cuatro memorias: del rencor, del pavor, del dolor y del esplendor (Kancyper, 2014). Cada una de estas memorias presenta diferentes niveles de trabajo de simbolización.
 

Resignificación, memoria y proceso de simbolización

La resignificación activa una memoria particular, aquella relacionada con las escenas traumáticas de la historia críptica del sujeto y a la vez entramada con las historias inconscientes enigmáticas y ocultas de sus progenitores y hermanos. Se trata de historias y memorias entrecruzadas que han participado en la génesis y mantenimiento de ciertos procesos identificatorios alienantes.

La memoria de la resignificación, “esa centinela del alma” (Shakespeare, El rey Lear), abre, en un momento inesperado, las puertas del olvido y da lugar a la volcánica emergencia de un caótico y desordenado conjunto de representaciones acalladas, largamente silenciadas y no significadas durante años e incluso generaciones.

La resignificación de lo potencialmente traumático acontece durante todas las etapas de la vida ―porque el trauma tiene su memoria y la conserva― pero estalla fundamentalmente durante la adolescencia, que se caracteriza por la presencia de caos y de crisis insoslayables al precipitarse, como se dijo, la resignificación de lo no significado y representado de etapas anteriores que requerirá, entonces, un proceso de reordenamiento de las identificaciones.

Es durante la adolescencia que las investiduras narcisistas paterno-filiales y fraternales que no fueron resueltas, ni abandonadas, entran en colisión y, por tanto, requieren ser confrontadas con lo depositado por los otros significativos para que el sujeto logre reordenar su sistema heteróclito de identificaciones que lo alienaron en el proyecto identificatorio originario. Lo identificado (identificación proyectiva para unos, depositación y especularidad para otros) responde siempre a lo desmentido, tanto para el depositante como así también para el depositario.

Todo sujeto tendrá que atravesar, inexorablemente, por el angustioso acto de la confrontación con sus padres y hermanos en las realidades externa y psíquica para desasirse de aquellos aspectos desestructurantes de ciertas identificaciones. Tendrá que afrontar lo que el otro ―madre, padre, hermano― nunca pudo confrontar.

La resolución de estas identificaciones alienantes requiere ser aprehendida desde el conjunto del campo dinámico paterno-filial y fraterno, hecho que se podría traducir en la teoría de la técnica en algunos tipos de intervención con los padres y/o hermanos para procesar los efectos caóticos y turbulentos provenientes de lo escindido y de lo resignificado, que requiere ser procesado a través del trabajo psíquico de la resimbolización.

Deseo subrayar que la confrontación generacional y fraterna (Kancyper, 2006) es un acto ineludible para procesar un cambio psíquico, y conlleva un elevado gasto anímico para sostener y atravesar ciertos momentos angustiosos de caos y de desorden. No olvidemos que el caos es una fuente inagotable de creatividad, la posibilidad siempre abierta de novedades y de creación; desde el caos emerge el orden.

Sin embargo, solemos calificar al caos en la adolescencia con un signo negativo, contraponiéndolo al orden, e identificándolo con el desorden y con la violencia. Para empezar, el caos no es desorden. Antes bien: el desorden sería casi opuesto al caos. Mientras que el caos está en el principio de toda creación, el desorden, en su grado máximo, está en el final. Para expresarlo en palabras de Zimmermann del Castillo (2007):

El caos es pura materia prima, pura energía que se ordena y reordena. Lo propio del desorden, en cambio, es la disipación, la pérdida de energía. El caos es algo así como un orden implícito que escapa a la comprensión y que evoluciona en impredecibles organizaciones. El desorden, por su lado, solo engendra más desorden. No crea nada, sino que gasta la energía disponible, la disipa hasta alcanzar el punto de entropía en que ya no queda nada por gastar. Gasta y malgasta. No hay vuelta atrás, porque los procesos temporales son siempre irreversibles; tampoco hay avances, porque ese desorden más allá del cual nada puede gestarse, queda empantanado en sí mismo, confuso y estéril, o muere. Contrariamente, lo propio del caos es la capacidad de cambio y la adaptabilidad al cambio, la sensibilidad, la creatividad, la libertad en acción, lo novedoso. De esta manera, el desorden, en su grado último, no aniquila al orden, sino al caos en su dinámica.

En efecto, el caótico momento de la resignificación del adolescente, y de sus padres y hermanos, requiere ser tramitado por cada uno de los participantes en el seno de la dinámica del campo intersubjetivo.

Sin embargo, la resignificación no constituye el descubrimiento de un evento que se ha olvidado, sino un intento ―por medio de la interpretación, construcción e historización― de extraer renovada simbolización y comprensión del significado otrora otorgado a ese evento enigmático y ocultado.

La memoria de la resignificación, al decir de Sábato (1999), “resiste al tiempo y a sus poderes de destrucción: algo así como la forma que la eternidad puede asumir en el incesante tránsito”.

Por otra parte, afirma Kunstlicher (1995) al respecto:

El concepto de la resignificación trasciende la polaridad entre la realidad histórica y la realidad psíquica. Es el momento en que lo traumático del pasado se liga con la ayuda de las sensaciones, emociones, imágenes y palabras del presente. De este modo lo escindido se integra a la realidad psíquica y puede, por lo tanto, someterse recién a la represión y al olvido.

En efecto, es el momento en que el pasado no simbolizado, repetitivo e incomprensible se torna súbitamente en una realidad más clara y audible y, al ser integrado y reordenado en la realidad psíquica, permite al adolescente reescribir su propia historia.

Lo importante en nuestro trabajo clínico no es restituir el pasado ni buscarlo para revivirlo sino para reordenarlo, reescribirlo y resimbolizarlo en una estructura diferente. Se trata menos de recordar que de reescribir. El acento recae más sobre la reescritura que sobre la reviviscencia. Lo revivido es fundamental pero no suficiente. Es el punto de partida pero no el punto de llegada, que es la reestructuración.

El sujeto se define según cómo se resignifique y resimbolice para reestructurar su biografía y transformarla en su propia historia (Kancyper, 1985, 1990, 2006, 2007).
 

Trabajo de simbolización y memoria plural

Yo que soy un intruso en los jardines
que has prodigado a la plural memoria del porvenir.
J.L. Borges, A Johannes Brahms, 1976.

Fanny Schkolnik (2007) se pregunta qué entendemos por simbolización y responde de este modo:

Hablar de simbolización implica, de acuerdo con mi criterio, el trabajo psíquico a partir de las vivencias que se dan en el encuentro-desencuentro con el otro y que en base a los movimientos metáforo-metonímicos a nivel representacional configuran cadenas de representaciones mediante las cuales se constituye lo que podríamos concebir como una verdadera malla que permite la circulación del afecto. Una malla siempre disponible para una permanente reestructuración y movilidad. El trabajo de simbolización supone la ligazón libidinal necesaria para mantener esa malla, para que puedan darse los cambios que permitan al crecimiento psíquico, pero a la vez la desligazón, las rupturas que posibiliten el establecimiento de nuevos lazos. Lo no simbolizado es lo que no cambia. Ya sea porque hay un exceso de ligazón, con lazos inamovibles, o porque una desligazón también excesiva no permite establecer las redes y estructuras simbólicas susceptibles de organizar de alguna manera lo que proviene del otro y de lo pulsional, habilitando la resignificación y la consiguiente apertura al sentido. Por otra parte, esa malla siempre presenta hilos sueltos, ligazones que no se pueden establecer, representaciones que solo corresponden al registro perceptivo motriz o que se mantienen reprimidas sin poder establecer lazos con la palabra.

Quisiera expresar ahora, en un diálogo con la autora, qué entiendo yo por memoria plural. En un texto anterior (Kancyper, 2014) distinguí en la obra de Jorge Luis Borges, dentro de su memoria plural, cuatro tipos diferentes de memoria y de olvido que presentan, a su vez, diversos trabajos de simbolización. Estas heteróclitas memorias promueven efectos clínicos relevantes.

A grosso modo he inferido que las memorias del rencor y del pavor permanecen refractarias al olvido, al perdón y al trabajo del duelo, mientras que las memorias del dolor y del esplendor integran al pasado en una diferente reestructuración afectiva, espacial y temporal, y propician al mismo tiempo el duro, lento e intrincado trabajo de elaboración de los duelos.

Real y efectivamente, las memorias del rencor y del pavor imposibilitan la tramitación de un duelo normal y promueven una “viscosidad de la simbolización”, que se traduce en una compulsiva y tenaz repetición, mientras que en la memoria del dolor y del esplendor se genera una resimbolización (Olmos, 2016) que, a su vez, promueve la presencia de un duelo favorecedor del cambio psíquico y propulsor de nuevos horizontes.

En la memoria del rencor se imposibilita la desligazón de ciertas cadenas de representación para acceder a nuevas simbolizaciones porque el mnemonista del rencor no puede olvidar, amnistiar ni perdonar ciertas ofensas narcisistas, y abriga una esperanza singular: la de la venganza y la de la reivindicación, que coagula la flexibilización necesaria para el trabajo de simbolización. Ésta permanece anquilosada y sostenida por la Ley del Talión, configurando una acerada malla representacional que en ciertos casos puede llegar a ser inexpugnable.

En la memoria del pavor la simbolización se halla comandada por la presencia de angustias de desamparo y de muerte. En esta forma de memoria asistimos a la presencia de identificaciones enigmáticas inscriptas tempranamente, no solamente en virtud de las fallas de simbolización de los progenitores, sino también a causa de los efectos de lo indecible, lo impensable y lo innombrable (Tisseron, 1997) provenientes de identificaciones traumáticas y encriptadas, intergeneracionales y transgeneracionales.

En efecto, en la memoria del pavor las reminiscencias traumáticas empantanan al presente y futuro con un pertinaz sentimiento de desconfianza y desesperanza. El presente no se vive como un verdadero presente, lo que implicaría un anclaje actual y perspectivas de futuro.

El mnemonista del pavor es un forastero acosado por los caminos. No puede permanecer ni pertenecer a un lugar y a un tiempo sostenidos, le resulta imposible entablar vínculos confiables. Mientras que en la memoria del rencor hay un exceso de ligazón con lazos inamovibles, en la memoria del pavor se impone una desligazón también excesiva que no permite el establecimiento de un trabajo de simbolización estructurante. Como enuncia Schkolnik (1999) en un trabajo anterior:

Lo no simbolizado o lo que accede sólo parcialmente a la simbolización surge de una insuficiente tramitación de los estímulos, dado que no logran establecerse suficientemente las secuencias, redes y estructuras simbólicas susceptibles de organizar de alguna manera lo que proviene de lo pulsional, dificultándose el proceso de resignificación y la consiguiente emergencia de sentido.

Con frecuencia hallamos en la clínica una yuxtaposición del accionar de estas dos memorias conjuntas en los mnemonistas del rencor y del pavor, que obstaculizan la dinámica transferencial-contratransferencial del campo analítico por la presencia de resistencias que interceptan y hasta paralizan el desarrollo de un proceso analítico.

En efecto, los sujetos apresados por el rencor y/o por el pavor permanecen varados en una suerte de “duelo sin fin”, no se instalan ni se comprometen afectivamente: son los errantes desterrados.

En cambio, en la memoria del dolor el sujeto acepta la irreversibilidad de lo perdido y depone la esperanza vindicativa y/o reivindicativa y la desesperanza que atizan de un modo repetitivo las incandescentes memorias del rencor y del pavor. En la memoria del dolor se configuran, siguiendo a Schkolnik (2007), “cadenas de representaciones mediante las cuales se constituye lo que podríamos concebir como una verdadera malla representacional que permite la circulación del afecto. Una malla siempre disponible para una permanente reestructuración y movilidad”. La memoria del dolor, a diferencia de las memorias del rencor y del pavor, se halla regida por la presencia de un singular clima afectivo en el que prevalecen la nostalgia, la pena y la ternura sobre la angustia, el resentimiento, la culpa y la vergüenza.

Podemos palpar y escuchar la distendida atmósfera afectiva de la memoria del dolor en un texto de John Berger (2015), Rondó para Beverly, escrito un mes después de la muerte de su mujer. Berger, al escuchar un rondó de Beehetoven, la trae de regreso a su memoria y a partir de ese momento sus recuerdos comienzan a fluir:

Miramos atrás y tenemos la sensación de que estás con nosotros en el momento de mirar. Es absurdo, porque estás más allá del tiempo, donde no existe ni atrás ni adelante.
Y, sin embargo, estás con nosotros.
¿Podría ser que de un modo incalculable seamos nosotros quienes nos reunamos (¡brevemente!) contigo en algún lugar más allá del tiempo?
¿Y podría ser que suceda en virtud de la naturaleza de los momentos que recordamos?
Momentos que ya eran eternos cuando ocurrieron.

Real y efectivamente, en la memoria del dolor el sujeto se halla atravesado por un proceso singular y complejo de desidealización y resignación, que favorece el acceso a un cambio psíquico y a la reapertura progresiva de las dimensiones temporales del presente y del futuro. Como describía en otro lugar (Kancyper, 2007):

El proceso de la desidealización conduce, prueba de la realidad mediante, al retiro de la elevada investidura (ominosa y/o maravillosa) que había recaído tanto sobre el objeto sobrevalorado (positiva o negativamente) así como sobre la omnipotencia del yo, con la consiguiente reestructuración en el vínculo intrapsíquico e intersubjetivo.
La prueba de la realidad permite diferenciar lo que es simplemente representado de lo que es percibido y, por ende, instituye la diferenciación entre el mundo interior y el mundo exterior. Además, posibilita comparar lo objetivamente percibido con lo representado, con vistas a rectificar las eventuales deformaciones de esto último.
La rectificación valorativa del objeto, del yo y del vínculo entre ambos, como efecto del proceso de la desidealización, puede presentarse en forma abrupta (paroxística) o instalarse de un modo lento y progresivo (gradual).

En la memoria del dolor se vive la frustración de la utópica satisfacción de la idealización vitalicia de manera fecunda, y no como una fatal amputación de horizontes. Por lo tanto, en la memoria del dolor, se posibilita aprender el arte del olvido; y la apropiación del dolor puede convertirse entonces en una fuerza dinámica capaz de propiciar la reconstrucción de un sentido propio y comunitario.

A diferencia de las tres memorias: del pavor, del dolor y del rencor, la cuarta memoria, la del esplendor, se halla comandada por el sentimiento de la alegría que amplía la co-pertenencia del sujeto de ser uno con el todo.

Recordemos que  según Bordelois:

Desde el punto de vista etimológico, lo más llamativo de nuestro término alegría es su relación con las nociones de agilidad, velocidad y vivacidad que encierra su antecedente, el latín clásico alacritas. El español mantiene alacridad, que significa júbilo, hilaridad, regocijo, alegría y presteza del ánimo para hacer alguna cosa (Bordelois, 2006).

En la memoria del esplendor el ápice de la alegría, de la trascendencia y de lo eterno se manifiesta como una bella epifanía y reabre la dimensión temporal del futuro. En la memoria del esplendor se registra además la presencia de un sentimiento singular de religiosidad, no de religión. Se trata de un “sentimiento oceánico” señalado por Roman Roland y citado por Freud en 1930, en El malestar en la cultura:

Es un sentimiento particular que preferiría llamar sensación de “eternidad”; un sentimiento como algo sin límites, sin barreras, por así decir, “oceánico”. Este sentimiento ―proseguía― es un hecho puramente subjetivo, no un artículo de fe; de él no emana ninguna promesa de pervivencia personal, pero es la fuente de la energía religiosa que las diversas iglesias y sistemas de religión captan, orientan por determinados canales y, sin duda, también agotan. Solo sobre la base de este sentimiento oceánico es lícito llamarse religioso, aun cuando uno desautorice toda fe y toda ilusión.

En un texto anterior señalaba que en la memoria del esplendor:

[…] el universo parece teñirse de eternidad.
Pero por otro lado, la memoria del esplendor hace algo más en su afán de plasmar una totalidad y eternidad sin fisuras descubre también la grieta y la ausencia, aquello que se ha perdido irreversiblemente: las omisiones y los deseos insatisfechos de una existencia, los proyectos frustrados, descubre aquello que fuimos y aquello que no fuimos, lo que algo en el pasado debió suceder y no sucedió, alguna cosa que en un tiempo ya lejano se dijo o no se dijo, o que se dejó entrever pero no acabó de manifestarse. Esta memoria del esplendor representa, en definitiva, ese lado cóncavo de la vida en donde se pone en evidencia la totalidad de lo presente y de lo infranqueablemente faltante (Kancyper, 2014).

Real y efectivamente, estos son el anverso y el reverso de la memoria del esplendor, pero también su potencia devastadora porque obliga a hacer las cuentas y confrontar con la totalidad de lo más íntimo de nuestro ser: aquello que somos y aquello que nunca seremos, junto a los otros presentes y ausentes que amamos y odiamos, y cuyo peso resulta casi siempre insoportable. Pero por otro lado, y al mismo tiempo, esta memoria del esplendor relanza a la vez la dimensión prospectiva del tiempo y mantiene sus nexos con el concepto de revuelta de Kristeva (2011):

El significado de la palabra revuelta tiene origen sánscrito y quiere decir pasar hacia atrás y volver hacia el futuro. El sentido profundo de la revuelta tiene que ver con revalorizar los antiguos valores para que surjan otros, nuevos.

Apunta a cómo reapropiarse del pasado, pensarlo, para recrear algo nuevo. Preservando entonces una memoria fuerte de la elaboración y transformación de lo ya acontecido, pero que no es nunca una negación del tipo: “estoy en contra y mato eso”, sino que tiende a una reestructuración del pasado y a su aceptación e integración dentro de un renovado proyecto.

En efecto, en la memoria del esplendor confluyen las tres dimensiones del tiempo, celebrando entre sí un diálogo de amistad.

Deseo señalar que las líneas de demarcación que se trazan entre las distintas memorias son claras, pero en ciertos momentos resultan menos nítidas, porosas y suelen difuminarse. Así, las memorias del esplendor, del rencor, del pavor y del dolor coexisten y conservan sus propias huellas en el palimpsesto mnémico que porta cada sujeto y cada pueblo. Haría la salvedad, sin embargo, que la superposición de las mismas y la prevalencia de unas sobre las otras es inestable y se modifica, como el fluir oscilante del tiempo-río de Heráclito.

La pervivencia de estas memorias insiste y persiste en la configuración de las autosimbolizaciones (Laplanche, 1987) del sujeto que se manifiestan a través del poder detentado por las “autoimágenes narcisistas”.

Las autoimágenes narcisistas son representaciones figurativas de la realidad psíquica, operan como referentes privilegiados para el estudio del origen y evolución diacrónica del sentimiento de sí (selbstgefühl) (Freud, 1914) ―traducido como autopercepción, autovaloración― y ponen de manifiesto la evaluación profunda y enigmática de la propia dignidad del sujeto. Estas autoimágenes narcisistas hunden sus raíces inconscientes en el entramado trabajo de simbolización de estas cuatro memorias.

En efecto, a través de las autoimágenes narcisistas el analista puede llegar a colegir la estructura íntima y abisal del sujeto, estudiar la dinámica de los procesos anímicos que intervienen en el montaje de las autosimbolizaciones y llegar a desmantelarlas, pieza por pieza, durante las diferentes fases en el proceso analítico para liberar al analizante de sus inconscientes amarras, que lo fijan a un herrumbrado destino clausurado al cambio.
 

Referencias bibliográficas

Berger J. ( 2015), Rondó para Beverly, Buenos Aires, Alfaguara, pág. 42.

Bergeret, J. (1983), La personalidad normal y patológica, Barcelona, Gedisa.

Bordelois, I. (2006), Etimología de las pasiones, Buenos Aires, libros del Zorzal, pág. 158.

Borges, J. L. (1976), Obra poética, Buenos Aires, Emecé, pág. 482.

Dolto, F. (1989), Palabras para adolescentes, Buenos Aires, Atlántida.

Freud, S. (1930), El malestar en la cultura, Amorrortu, vol. XXI, pág. 65.

Freud, S. (1914), Introducción al narcisismo, Amorrortu, vol. XIV, pág. 94.

Kancyper, L. (1985), “Adolescencia y a posteriori”, Revista de Psicoanálisis, vol. XLIII.

Kancyper, L. (1990), “Desidealización y cambio psíquico”, Congreso y Symposium interno de la Asociación Psicoanalítica Argentina, 1990.

Kancyper, L. (2006), La confrontación generacional, Buenos Aires, Lumen.

Kancyper, L. (2007), Adolescencia, el fin de la ingenuidad, Buenos Aires, Lumen, pp. 132-133.

Kancyper, L. (2014), Amistad, una hermandad elegida, Buenos Aires, Lumen, pp. 215-216.

Kononovich de Kancyper, J. (1999), “¿Dios va al colegio? Acerca de la elaboración de los duelos en la infancia”, Congreso interno de la Asociación Psicoanalítica Argentina, pág. 6.

Kristeva, J. (2011), “El lenguaje de la revuelta”, Revista Ñ del Diario Clarín, 12 de noviembre, pág. 25.

Kunstlicher, R. (1995), “El concepto de Nachträglichkeit” Revista de Psicoanalisis, tomo LII, núm. 3, pág. 700.

Laplanche, J. (1987), Nuevos fundamentos para el psicoanálisis. La seducción originaria, Buenos Aires, Amorrortu, 2001.

Olmos, T. (2016), “La ‘potencialidad psicótica’ y el efecto de encuentro con la adolescencia”, Revista de Psicoanálisis de Madrid, núm. 78, pp. 199-211.

Sábato, E. (1999), “La memoria de la tierra”, Diario La Nación, Suplemento Cultura y Nación, 5 de diciembre.

Schkolnik, F. (1999), “Representación, resignificación y simbolización”, Revista Psicoanalítica Argentina, núm. especial 6, pp. 301-327).

Schkolnik, F. (2007), “El trabajo de simbolización. Un puente entre la práctica psicoanalítica y la metapsicología”, Revista Uruguaya de Psicoanálisis, núm. 104, pp. 23-39.

Shakespeare, W. (1608), El rey Lear, en Obras Completas, Buenos Aires, El Ateneo, 1953.

Tisseron, S. (1997), “El psicoanálisis ante la prueba de las generaciones”, en El psiquismo ante las pruebas de las generaciones, Amorrortu, Buenos Aires.

Zimmermann del Castillo, S. (2007), “Las delicias del caos”, Diario La Nación, 8 de agosto, pág. 16.
 

Resumen[1]

El autor caracteriza la adolescencia como el periodo que posibilita la resignificación retroactiva, es decir, el proceso de reordenamiento de las identificaciones, de aquello no significado ni representado, proveniente de etapas anteriores. Este proceso implica no solo al propio adolescente, sino también a su entorno familiar. Se describen cuatro memorias ―del rencor, del pavor, del dolor y del esplendor―, cada una de las cuales presenta diferentes niveles en el proceso de simbolización. Así, las memorias del rencor y del pavor permanecen refractarias al olvido, al perdón y al trabajo del duelo, dificultando la simbolización a causa de una compulsiva y tenaz repetición. Las memorias del dolor y del esplendor integran el pasado en una nueva reestructuración afectiva, espacial y temporal, facilitando la simbolización y propiciando la elaboración de los duelos y el cambio psíquico. Se describen, asimismo, las implicaciones clínicas de cada una de dichas memorias.

Palabras clave: adolescencia, resignificación, simbolización, memoria del pavor, memoria del rencor, memoria del dolor, memoria del esplendor.
 

Luis Kancyper
Médico,
Psicoanalista didacta de la Asociación Psicoanalítica Argentina (APA) y de la Asociación Psicoanalítica Internacional (IPA).
 

[1] Resumen realizado por los editores.