Descargar el artículo
 

1) Introducción

En una ocasión, un paciente que había sufrido recientemente la pérdida de su padre me contó que al ir a buscarlo, como de costumbre, en una de las estrellas que veía desde la terraza, no pudo encontrarlo allí donde solía y trató de conseguirlo entornando los ojos. Me llamó la atención que el paciente, para recuperar el símbolo del padre perdido, utilizase el recurso de retirarse de la percepción directa de la realidad recreando la oscuridad, para que surgiera de nuevo el fulgor de la estrella en el firmamento, este símbolo poderoso de la “unión con el espíritu” (Cirlot), en la lucha contra el poder desintegrador y dia-bólico de la muerte.

Otro paciente, que acababa de vivir una dolorosa experiencia acompañando a un hermano en su agonía, experimentó en los días siguientes al fallecimiento un gran cansancio y malestar físico que sólo menguó cuando pudo dormir profundamente, teniendo el siguiente sueño: Iba a embarcar en un avión, pero en el momento de pasar por el último control se percataba de que no tenía el documento de identidad. Cuando ya desesperaba de poder subir lo encontraba por fin y, ya en el interior del avión, veía a sus pies a su hermano, vivo, envuelto en una sábana blanca. La lucha contra la separación definitiva fue simbolizada en este caso por el hecho de compartir al fin el viaje con el hermano y así “mantenerlo vivo”.

En ambos casos, los pacientes van a una zona de penumbra, retirada de la realidad, para recuperar o crear símbolos destinados a aliviar el dolor de la pérdida. Y lo hacen de manera activa, o bien estableciendo una especie de “cámara oscura”, o bien mediante un sueño donde el “trabajo de simbolización” se muestra en el intento, al fin logrado, de acompañar al hermano. Son experiencias que nos cuentan por sí mismas personas adultas, pero ¿podemos vislumbrar los esbozos de algo similar ya en los inicios de la vida?

Fijémonos en la descripción que Brazelton y Cramer hacen de la interacción entre una madre y su bebé de pocos meses. Mientras intercambian miradas y vocalizaciones, el bebé empieza a responder a los sucesivos “Oh” de su madre con sonidos similares mientras observa atentamente su cara y su boca. De vez en cuando el niño suspira y desvía brevemente la mirada. En un momento determinado el niño emite dos tonos de “Oh” sucesivos y de distinta altura, que la madre imita y el bebé repite de nuevo. La madre está tan complacida que le dice “Ah, eres maravilloso” y entonces, cito textualmente, “el bebé parece abrumado por el tono agudo de la voz de la madre y por el entusiasmo de ella, de manera que desvía la vista para mirarse los pies. La secuencia ha concluido por el momento”.

Quisiera subrayar la manera en que el bebé participa en el proceso, que consiste en intervalos donde se intercalan los momentos en que retira la mirada, a modo de signos de puntuación; así pues, él es quien da por concluida la secuencia, y parece que entonces quiera retirarse a algún lugar donde, frente al exceso de presencia de la madre, pueda fijar su experiencia. ¿Sería quizás este “lugar” el equivalente precoz del espacio de penumbra que señalábamos antes?

Como es sabido, la interacción sonora y rítmica que se produce entre la madre y su bebé crea la matriz de todas las formas posteriores de comunicación, incluido el lenguaje hablado. Creo que el bebé, desde muy pequeño, trata de integrarse en una red intersubjetiva de significados compartidos, iniciando un recorrido necesario para construir su mente, indispensable para comunicarse y entender la realidad de manera adecuada.

Cuando un niño empieza a hablar, usa fonemas que ha ido aprendiendo a emitir hasta que “comprende” cómo los utilizan las personas de su entorno; entonces puede también empezar a crear palabras y frases con sus propios significados. Los adultos participan de manera activa y consciente en la enseñanza de la “técnica” de hablar. Pero antes, el niño trata de aprender la “técnica” de representar y evocar al objeto ausente, a través de juegos con los adultos basados en “ver-no ver”, “perder-encontrar”, acompañados de sonidos característicos.

Freud nos hace una excelente descripción de este juego en su observación de un niño de año y medio (en realidad, su nieto Ernest, hijo de Sophie ). Se percató de que el niño había adquirido la habilidad de arrojar los pequeños objetos lejos de sí para luego irlos recuperando, emitiendo al tiempo un largo y agudo o-o-o-o con expresión satisfecha. Uno de los juegos que más le llamó la atención era el uso de un carrete y una cuerdecita unida a él, para simbolizar la desaparición y reaparición de su mamá, uno de los pasajes más citados y conocidos de toda la obra de Freud. Intrigado por el sentido de este juego repetido y tratando de imaginar dónde estaba el placer en repetirlo, elaboró su “más allá del principio del placer” como intento de dar una respuesta al enigma.

Tratando de responder cómo se origina la simbolización, Winnicott concibe el objeto transicional como un momento determinado del tiempo, que simbolizaría la unión de cosas ahora separadas, bebé y madre, en el punto de iniciación de su estado de separación. Por su parte, H. Segal considera que, desde fases muy precoces existe la formación de símbolos, aunque al principio en forma de ecuación simbólica, es decir, sin distancia entre el símbolo y el objeto simbolizado. La ilustración clínica del paciente esquizofrénico, que había dejado de tocar el violín en público porque para él era igual a masturbarse, da a entender que, en ciertos aspectos, para H. Segal la mente tiene en sus estados más precoces mecanismos semejantes a los de un psicótico.

V. Hernández expresa un punto de vista parecido en su contribución al Simposio sobre simbolización realizado en Barcelona en 1995: cuanto más cerca nos encontremos de los procesos arcaicos de pensamiento y de relación con la realidad -propia del niño y de los pacientes psicóticos o borderline -, más podremos observar símbolos arcaicos del tipo de la ecuación simbólica (los protosímbolos de Coromines), que mantienen aún esta adhesión autista o esquizoparanoide a las cualidades sensoriales del objeto simbólico y significación fusionadora más que diferenciadora.

Esta manera de observar el origen del simbolismo pone el acento en la indiferenciación como equivalente de lo más precoz. El niño aún no posee la capacidad de hablar y nosotros no tenemos la posibilidad de recordar nuestras experiencias de esta época, por lo que corremos el riesgo de considerar aquello que no vemos claramente como “poco diferenciado”. Pero lo cierto es que el bebé de muy corta edad muestra una gran disposición a participar de manera activa, y añadiría que lúcida, en un aprendizaje que, según mi parecer, sienta los esbozos de su futura capacidad simbólica; aunque él no pueda “entender” por qué lo hace, da muestras inequívocas de su predisposición a participar en el juego que veíamos en la observación de Brazelton y Cramer. Tal vez lo que vemos en la clínica sean intentos más o menos logrados de mantener en pie la función simbólica ante situaciones en que la angustia se ve muy incrementada.
 

2) Ansiedad y dificultades en la simbolización

En un momento de la vida, generalmente a partir de los dos años, los niños empiezan a dar muestras de tener miedo a la oscuridad o, más concretamente, de estar a solas en la oscuridad. Expresan el temor a verse separados de sus seres queridos o de que éstos mueran; también empiezan a sentir terror frente a figuras monstruosas. La inquietud ante la posibilidad de que la ausencia del objeto pueda ser permanente y/o irreversible, hace de la oscuridad algo amenazador. De nuevo Freud, en una nota al pie de sus Tres ensayos, nos ofrece una excelente descripción de este momento. Cuenta que oyó como un niño de tres años le decía a su tía que le hablara porque se encontraba a oscuras en la habitación; cuando la tía le contestó “qué importa que te hable si no me puedes ver”, el niño le respondió: “sí importa pues cuando alguien me habla parece que hay luz”. El niño no se asustaba por la oscuridad, concluye Freud, sino porque echaba de menos a la persona querida.

María, una paciente que padecía intensos ataques de pánico agorafóbico, mostraba un comportamiento parecido al de este niño. En el momento del ataque, sólo lograba calmarse si podía mantener contacto por teléfono con una voz familiar, que le servía de “luz en la oscuridad” hasta el regreso a casa. María me explicaba que, para mantener la calma, debía concentrarse en la voz que escuchaba y “cerrar los ojos” para no ver caras y ruidos a su alrededor que se habían vuelto inquietantes, cuando no directamente terroríficos. El pánico aparecía cuando no podía escapar de la situación en la que la “ausencia” del objeto familiar no podía ser representada o, dicho de otro modo, no podía recuperar por sí misma las trazas simbólicas en la oscuridad reinante. Como el niño que se pierde entre la muchedumbre y reacciona con pánico ante todas las caras y voces que no le resultan familiares: las caras y los sonidos se vuelven entonces amenazadores como si representaran el “negativo”, la “ausencia” de la cara y los sonidos familiares, que marcan la senda de vuelta a casa. Una situación como la del conocido cuento infantil Hänsel y Gretel en la que dos hermanitos, abandonados en la oscuridad del bosque, intentan con su ingenio mantener las trazas del camino de regreso a casa. Creo que la aparición de lo “siniestro” (en alemán, unheimlich, lo opuesto a heimlich que significa familiar, íntimo, confiable) también señala este momento en que en lugar de lo familiar y acogedor aparece “algo” de lo que no puede apreciarse con claridad si está animado o no, ni con qué intenciones viene.

Sugiero que la oscuridad aparece como amenazante porque, en el curso de la vida, aparecen momentos en que se hace más difícil o imposible el contacto con la zona de penumbra de la mente, donde sí operan los símbolos tranquilizadores. El temor a la oscuridad surge en los niños en el momento en que aumenta la conciencia de sí mismos y del entorno, y aparece una angustia específica de separación que actúa como estímulo para buscar nuevamente el contacto y volver “a casa”. Sería como si se exclamara “¡no me dejes sólo ahora!”.

En el caso de María, existía una historia infantil muy traumática, con la muerte de ambos padres en la infancia, pero el pánico apareció pasada la adolescencia, al poco tiempo de que falleciera su abuelo, una figura paterna benevolente sobre la que se desplazaron las graves carencias por la ausencia de sus padres. Como siempre, es difícil conocer con exactitud el proceso a través del cual aparece, en un momento determinado de la vida de una persona, esta sintomatología de pánico y miedo a la locura, que siempre produce gran desconcierto en la propia persona que lo padece y nos abre los interrogantes de entender el porqué del momento.

En su trabajo sobre “La simbolización”, J.M Erroteta describe el caso de una mujer con un pánico mucho más circunscrito, una fobia a las arañas. Explica que la paciente no podía jugar libremente con el símbolo araña, a diferencia de la escultora Louise Bourgeois, cuya gran araña se muestra frente al Guggenheim. La expresión “jugar libremente” creo que resume muy bien el vínculo entre el proceso de simbolización, el juego y la creatividad. Por cierto, creo que ayudar a jugar libremente es también una buena definición del trabajo analítico, una vez hemos comprobado las dificultades del asociar libremente. Porque encontramos pacientes en los que la imposibilidad de jugar o ensoñar se torna en una ansiedad de vacío o de aburrimiento, de la que no pueden salir por sí mismos. Sienten la necesidad de volver a “jugar con” como la única manera de lograrlo.

Una paciente, Ana, me explicó una vez una escena de su infancia que creo resume esta situación. Transcurre en la playa, un día de verano; después del picnic, su padre y su madre se tumban con los demás hermanos, más pequeños que ella, bajo el pinar. Mientras todos duermen Ana está con los ojos abiertos, aburrida, sin saber qué hacer. Querría entornar los ojos y no puede hacerlo, no puede poner en marcha por sí misma un proceso para el que necesita siempre la presencia “despierta” del otro. Ana había nacido y transcurrido su primera infancia en un país europeo, de donde era oriundo su padre, pero hacia los seis años su familia se trasladó de manera definitiva a Barcelona. Este hecho generó un conflicto en gran medida irresoluble porque debía estar con los ojos bien abiertos para adaptarse a la nueva realidad, una exigencia dura pero ineludible. Lo que a mi entender hacía difícil elaborar el conflicto –aunque quizás debería decir mejor desgarro– era que cerrar los ojos no constituía para Ana la manera de evocar o recordar con añoranza los parajes y escenas del pasado; era el único recurso que le permitía salir de manera transitoria de estar con los ojos abiertos, de esta manera “insomne” de no poder cerrarlos. En Ana, el aburrimiento se hacía insoportable y debía “llenarlo” con hiperactividad o con aventuras sexuales. En cambio, cuando se sentía a gusto con otras personas, desaparecía la “conciencia de tiempo” que ella identificaba con el aburrimiento, y a la vez vivía este momento como algo “lleno”. El problema venía al separarse de ellos, puesto que entonces se hacía evidente la imposibilidad de sustituir la ausencia con la evocación. Frente a esta situación aparecía el anhelo de poder cerrar los ojos, algo que para Ana era parecido a experimentar un regazo suave donde recostarse confiadamente.

María y Ana tenían algo en común: la sensación de no poder avanzar en la vida, junto a un intenso anhelo de llegar a un lugar que solo podría definirse como “casa”.
 

3) Ilustración clínica

Quisiera referirme ahora a la manera en que algunas de las ideas expuestas pueden determinar nuestro trabajo analítico. Una paciente, Eva, viene a solicitar tratamiento, ya en la trentena, porque experimenta una sensación de bloqueo que aparece desde hace años y que impide que establezca relaciones sentimentales con los hombres. Se refiere a esta situación como “no consigo enamorarme” y lo relaciona con experiencias traumáticas vividas en sus últimas relaciones, especialmente la última de ellas, que acabó hace años. Una de las cosas que primero me llamó la atención de Eva era su lenguaje corporal, muy evidente al principio del análisis, que consistía en unos suspiros en forma de lamentos, entrecortados, que se intercalaban a modo de puntos suspensivos en su relato. Y por otra parte un movimiento estereotipado, circular, de las gafas oscuras entre sus manos, que por momentos se intensificaba hasta el punto de que las gafas salían despedidas, cayendo siempre en el resquicio entre el diván y la pared.

En un momento determinado del tratamiento Eva me cuenta un sueño repetido. Es importante resaltar aquí tres aspectos: el contenido del sueño, el contexto en el que se produce y el cambio que tiene lugar en la relación de Eva con sus sueños.

Eva sueña que José, el primer chico del que estuvo enamorada durante su primera adolescencia, tiene un accidente de tráfico a consecuencia del cual mueren su mujer actual y sus hijos. El recuerdo del primer amor con José, que duró apenas un verano, y la imposibilidad de que pudiera desarrollarse, por una serie de razones entre las cuales aparecía a menudo la figura super-yoica de su madre instándola a olvidarse de José y centrarse en los estudios, había ocupado una parte significativa del discurso de Eva sobre el origen de sus males actuales.

El contexto en el que surgen estos sueños es un empeoramiento de la enfermedad crónica de su madre, que amenaza de manera muy real con acabar con su vida. La relación estrecha y difícil con su madre cobraba ahora un giro inesperado. Eva se preocupó y ayudó a su madre en su final y esto sin duda alivió mucho su malestar interior. Cabría añadir, de todos modos, para completar un poco más el contexto en el que aparecen los sueños, la fascinación de Eva por una historia que le contaba su abuela materna. Esta historia se refería a la imposibilidad de reunirse con el amor de su vida a causa de la Guerra Civil, algo que la abuela no había explicado nunca y que empezó a aparecer justo cuando empezó a fallarle la memoria. Según me contaba Eva, la abuela revivía aquel momento de fatalidad como un hecho actual que debía evitar yendo al lugar donde él había partido. La historia del amor imposible se completaba con algo que ella contaba de la relación entre sus padres: Eva creía que su padre había estado siempre enamorado de su madre, mientras que ella estaba con él porque era un buen hombre y un buen padre.

El tercer elemento que quisiera subrayar es el cambio en la relación de Eva con sus sueños. Antes me había dicho que soñaba mucho pero nunca hasta entonces me había contado de manera espontánea sus sueños. Para mí el hecho de que Eva pensara que aquel sueño repetido aportaba algo que debía compartir conmigo, era equivalente a un “entornar los ojos”, una incitación a que entrara en su cámara oscura.

No siempre es así, por supuesto. Encontramos pacientes que, por ejemplo, inician la sesión contando un sueño, y a continuación, sin apenas solución de continuidad, siguen con un discurso apegado a la realidad. Aquí conviene considerar que el hecho de que el paciente no pueda “jugar” con el contenido simbólico de su sueño en la sesión tiene que ver con la doble cara del símbolo: permite representar al objeto perdido y añorado, pero a la vez señala que esta separación se ha producido. Irse de los sueños rápidamente es alejarse de la parte de la mente que reconoce y trata de simbolizar la separación.

Una actitud opuesta es la que mostró un paciente que, tras una breve interrupción de su análisis por una enfermedad, llegó a la sesión diciendo sólo nada más empezar: Cuando estaba viniendo hacia aquí pensaba que no sabría qué contarle y me daba una cierta pereza venir. Pero en cuanto me he tumbado en el diván me he dado cuenta de que en realidad le había echado de menos. Este paciente penetra en su espacio de penumbra interior en vez de alejarse de él, lo que significa que ahora puede ponerse en contacto con su sentimiento de añoranza. Posiblemente la posición en el diván le ayude, puesto que simbolizaría una determinada manera de estar con el analista, la recreación de un espacio compartido. Hay pacientes que explican que a veces sienten esta necesidad de tumbarse en una cama o en un sofá, a solas. Creo que es importante, en este contexto, ver la diferencia entre este recordar al analista en su ausencia y el ritual “litúrgico” de cuando yo no esté haz esto en mi memoria. Al entornar-cerrar los ojos en el diván el paciente pone en marcha su propio camino a la simbolización. Y en este momento la posición del analista es determinante para favorecer este proceso y no convertirlo en ritual. Siguiendo a Winnicott, podríamos considerar al proceso analítico la zona en que dos personas juegan juntas y que es importante no llenar con interpretaciones que, en rigor, provienen de la imaginación creadora del analista. Es algo parecido a lo que ocurre con el niño al que no le gusta ser observado mientras juega, pero en cambio sí quiere que participes en su juego.

Volvamos ahora a Eva y a su sueño repetido. Entendí que el sueño indicaba que su bloqueo actual era el resultado de un conflicto entre la necesidad y la imposibilidad de un amor idealizado, cuya raíz edípica aparecía señalada con una precisión meridiana. Eva sabía de manera inconsciente que el sueño de la muerte accidental de la mujer y los hijos de José tenían el sentido de hacer posible “simbólicamente” la realización del amor imposible, pero que la creación del símbolo-sueño añadía un elemento esencial: la aceptación de la distancia entre el deseo edípico no resuelto y su imposibilidad real. Yo sabía de manera consciente que este momento había llegado gracias al trabajo de elaboración previo que habíamos realizado. Se me planteó el dilema de si debía interpretar o no la alusión tan clara a la violencia de origen edípico que estaba en la base de su síntoma en forma de bloqueo. Opté por no hacerlo, aunque con ello sentía que renunciaba a una parte importante de mi identidad analítica: la interpretación. Pensé que el trabajo analítico hecho previamente le había permitido a Eva jugar con mayor libertad con ciertas experiencias trascendentes de su vida y con ello encontrar la senda de la simbolización.
 

Resumen

Se considera en primer lugar a la simbolización como mecanismo contra la pérdida y su concienciación. El origen de este proceso aparecería ya en el bebé de pocos meses, que se retira de la percepción directa de la realidad, o más adelante juega a perder-encontrar como una manera de iniciar este proceso. El bebé se muestra desde el inicio muy activo en este aprendizaje. Se discute asimismo si algunas expresiones de angustia, como el pánico a la oscuridad del niño o la agorafobia del adulto, así como el aburrimiento, estarían relacionadas con la imposibilidad de conectar con estas trazas simbólicas establecidas de manera precoz. La simbolización sería equivalente al jugar libremente y equiparable al proceso psicoanalítico. Se presenta un ejemplo clínico, donde se explica la importancia de la actitud analítica para ayudar al paciente a recuperar el camino a la simbolización.

Palabras clave: simbolización, juego, pérdida, creatividad, aburrimiento.
 

Referencias bibliográficas

Brazelton, T.B. y Cramer, B.G. (1993), La relación más temprana, Barcelona, Paidós.

Cirlot, J.E. (1997), Diccionario de símbolos, Madrid, Siruela.

Erroteta, J.M. (2016), La simbolización, en el Encuentro Clínico APM-SEP.

Freud, S. (1967), Obras completas, Madrid, Biblioteca Nueva.

Hernández, V. (1995), Concepte psicoanalític de la funció simbólica: solisme “sensorial” i simbolisme “metafòric”, en Debats a la cruïlla sobre el símbol, ed. de P. Folch y M. T. Teresa Miró, Barcelona, PPU.

Segal, H. (1989), Notas sobre la formación de símbolos, en La obra de Hanna Segal, Buenos Aires, Paidós.

Winnicott, D. (1972), Realidad y juego, Buenos Aires, Granica.
 

Rafael Ferrer
Psiquiatra y psicoanalista de la Sociedad Española de Psicoanálisis (SEP),
10834rfc@comb.cat