Francisco Mora Teruel es Doctor en Medicina por la Universidad de Granada y Doctor en Neurociencias por la Universidad de Oxford, catedrático de Fisiología Humana de la de la Universidad Complutense de Madrid y catedrático adscrito de Fisiología Molecular y Biofísica de la Universidad de Iowa en Estados Unidos. Miembro del Wolfson College de la Universidad de Oxford y premio de la Fundación Pfizer.
Es autor de numerosos libros y artículos, más de setecientos, y un referente internacional en Neuroeducación. Entre sus últimos libros destacamos Neuroeducación. Solo se puede aprender aquello que se ama, y el más reciente, Mitos y verdades del cerebro.
El vínculo que establece entre cerebro, afectos y emociones, abre una posibilidad de diálogo interdisciplinario que despierta un gran interés en el ámbito del psicoanálisis y de la pedagogía. Muestra de ello fue su conferencia en marzo de 2019, en Barcelona, organizada por la Sociedad Española de Psicoanálisis (SEP) y que llevaba por título La educación en el siglo XXI. Neuroeducación y neuroeducadores, que estimuló mucha participación entre los asistentes. Asimismo, desde Temas de Psicoanálisis tuvimos la oportunidad dialogar con Francisco Mora en una entrevista publicada en el número 1, que formaba parte de un dossier sobre la memoria.
Temas de Psicoanálisis agradece al doctor Francisco Mora su colaboración para esta entrevista.
Temas de Psicoanálisis.― Dr. Mora, asistiendo a sus conferencias resulta evidente la pasión que usted siente por la Neuroeducación y por comunicarla ¿Cómo surgió su interés hacia esta disciplina?
Francisco Mora.― Desde mis estudios en Medicina, ya sentía una clara inclinación por el estudio del cerebro. Y ustedes conocen mi carrera en Neurociencia. La Neuroeducación surgió a raíz de la posibilidad importante de tomar ventaja de los conocimientos acerca de cómo funciona el cerebro y aplicarlos tanto a la instrucción (aprender y memorizar) como a la educación (normas, valores y hábitos éticos). Y por supuesto, teniendo en cuenta la raíz evolutiva de lo que somos, en cuyo proceso se han creado los códigos cerebrales del funcionamiento del cerebro del hombre actual. Hoy les puedo decir que hay una verdadera “hambre” en el mundo, sobre todo en los maestros, por conocer y aplicar esta nueva perspectiva en los colegios.
TdP.― Usted se doctoró en Oxford. ¿Era muy distinto el panorama científico español del inglés en aquellos momentos? ¿Qué destacaría de esta experiencia y del impacto que tuvo en usted?
Mora.― Me doctoré en Oxford en Neurociencia, tras ser ya doctor en Medicina, lo que representó una gran ventaja en todos los sentidos. En aquellos momentos, y ahora mismo, la diferencia en investigación científica entre España y el Reino Unido es “abismal”, sencillamente. Y lo más importante para mí, en relación a la investigación científica, fueron los referentes. En el mismo pasillo del Departamento donde yo compartía el despacho con otras tres personas, tenía su despacho ―y tuve muchísimas veces la oportunidad de saludarla― una Premio Nobel de Química, Dorothy Hodgkin. Asimismo tuve la oportunidad de ver al Premio Nobel de Medicina Nikolaas Tinbergen (en el piso de arriba), así como al profesor Porter, del Departamento de Bioquímica, también Premio Nobel de Medicina. Oxford es una de las Universidades con más Premios Nobel del mundo. Esto hace posible entender el valor de la investigación científica, “humanizarla” y “vivirla” y no solo saber de sus protagonistas más emblemáticos por sus libros.
TdP.― ¿En qué consiste la “cultura neuro”?
Mora.― Se refiere fundamentalmente a la convergencia entre ciencias (Neurociencias) y humanidades que emerge ahora en nuestra cultura. Y de hecho, creando una nueva cultura. Nueva cultura que significa dar pie a fundamentar las humanidades en esa dimensión que son el método científico y la propia evolución biológica. Y así, en esta cultura nueva, ya han nacido la Neurofilosofía, Neuroética, Neuroeconomía, Neuroestética y más recientemente la Neuroeducación. El problema de lo “neuro” es que se trata de un prefijo que aun cuando justificado en lo que acabo de decir y antes, en su nacimiento, en la propia Medicina (Neuroanatomía, Neuroquímica, Neuropsicología, Neurocirugía) ahora se ha devaluado, y mucho. Es un prefijo que hoy “vende”. Y es ahora, en estos días, cuando mucha gente que quiere publicar algo, en particular un libro, sea del tema que sea de esa convergencia entre neurociencia y humanidades, le añade de entrada el prefijo “neuro” sin ningún sentido. ¡Una pena!
TdP. ― En su libro Mitos y verdades del cerebro (2018) describe los “neuromitos”. Para nuestros lectores, ¿podría usted hablarnos sobre ello y explicar alguno de los más comunes?
Mora.― Me encantaría, pero eso es el contenido de las tres cuartas partes del libro y sería francamente imposible hacerlo en pocas palabras, al menos para mí. Sí les puedo adelantar lo que se entrevé a través del subtítulo del libro Limpiar el mundo de falsedades y otras historias. En cualquier caso, el mito del diez por ciento, “solo se utiliza el diez por ciento del cerebro”, es un buen ejemplo. Es una completa falacia, un sinsentido biológico. Y aun así, persiste y es aceptado por un porcentaje alto de personas cultas, lo que incluye a maestros y profesores. Y es que un mito es eso, una falsa verdad. Y un neuromito refiere a aquello que, extraído de nuestros conocimientos acerca de cómo funciona el cerebro por personas sin sólida preparación en Neurociencia, resulta tantas veces en una mala interpretación de los hechos que, además, aplica en sus clases en el colegio. Es un problema muy serio y difícil de erradicar, fundamentalmente por el componente emocional que tiene todo mito. Tomarnos este tema “en serio” sería de un valor extraordinario en Neuroeducación, de ahí que escribiera este libro con la esperanza de que sirviera para dar cierta “luz” a las sombras que amenazan la enseñanza y la educación.
TdP. ― ¿Podría aventurar las consecuencias que puede tener sobre nuestro cerebro y a nivel social el uso masivo de las nuevas tecnologías?
Mora.― Este es un tema importante y trascendente. Al menos en el proceso educativo. Antes de los ocho-nueve años (y absolutamente antes de los tres-cuatro años) un niño no debiera utilizar ni tablets, ni tener smartphones, ni tampoco internet. El mundo que construye un niño en esos primeros años debe ser extraído directamente de la “realidad perceptiva, motora y emocional del mundo”. Es decir, debe ser polisensorial, y con actividad motora constante y empática, en contacto directo con las personas, no con máquinas sustitutorias que deforman esa realidad del mundo. Las consecuencias de no hacerlo así las estamos viendo en niños que desarrollan impulsividad, frustración y agresividad frente a la no rápida obtención de placeres y recompensas, y un pobre cambio de foco atencional y deficiente memoria ejecutiva. Es el gran problema de hoy.
TdP. ― ¿A que refiere propiamente con la afirmación de que “el ser humano es lo que la educación hace de él”? ¿Qué espacio reserva para lo innato o lo heredado?
Mora.― Tal afirmación se refiere a que el cerebro humano no ha cambiado esencialmente ni en su anatomía ni en su fisiología en los últimos miles de años. Y esto quiere decir que todo lo que diferencia a un niño de la Antigua Roma hace dos mil años o del Antiguo Egipto hace seis mil años de un niño del siglo XXI es la cultura en la que ha vivido ―y en ella la educación recibida―, tan diferente a la nuestra actual, pero no debida a cambios genéticos (mutaciones azarosas) en sus cerebros. Cambios que se transmiten de cultura en cultura. Y en cada cultura gracias a los códigos plásticos (cambio) del cerebro y la propia epigenética en los individuos. Lo que acabo de decir resume su pregunta. De modo coloquial, se podría decir que el ser humano en sus tres cuartas partes es producto del medio que le rodea y el resto son determinantes genéticos.
TdP.― Usted describe las “ventanas plásticas” o “períodos críticos” del cerebro, como momentos de flexibilidad y receptividad a determinados aprendizajes, por ejemplo el lenguaje. Pero en general sitúa algunos períodos como más abiertos a la influencia del ambiente, por cierto, muy en concordancia con las teorías evolutivas desde el psicoanálisis: perinatalidad, alrededor de los tres años, los seis o siete años, la pubertad y la adolescencia. ¿Podría hablarnos más sobre ellos?
Mora.― Cada uno de los períodos que ustedes citan, y en relación al cerebro, requiere su propia descripción. Permítanme que comente solo ese primer período. Haciendo breve la historia habría que decir que desde los cero a los tres años un niño debe aprender en contacto directo con el mundo desde los tres ángulos o aspectos principales, que son lo sensorial, lo motor (conducta motora) y lo emocional. Todo ese período y sus aprendizajes son inconscientes. Nada se guarda en memoria consciente, explícita, episódica, declarativa hasta los tres o tres años y medio. Sí existe, claramente, una memoria inconsciente que puede guardar recuerdos de los eventos que le suceden al niño. Pero esa memoria inconsciente no podrá nunca, hasta donde sabemos, reconvertirse en esta otra memoria declarativa que asoma en el niño en tiempo posterior a esa edad. En ese período de cero a tres años un niño puede grabar “miedo” en forma de “fobia”, pero no en proceso consciente de saber lo que le ha sucedido y generó ese miedo. En este período no se puede enseñar al niño conceptos o ideas o percepciones complejas o abstractas, como se pensó en su momento, creyendo que, aun cuando no entendiera nada, algo le quedaría y le serviría para su futuro. Su cerebro no es “maduro” para aprender nada de ello. Esto es un mito, el mito de los tres primeros años.
TdP.― Usted destaca la necesidad de la emoción para el aprendizaje. Incluso lo señala en el título de uno de sus libros Neuroeducación: Solo se puede aprender aquello que se ama (2013). Por otro lado, el psicoanálisis, desde su inicio y en todos los diferentes desarrollos en que ha cristalizado, ha puesto en el centro la relación con el otro, con los diferentes afectos, emociones y ansiedades que se ponen en juego. ¿Podríamos decir que es este un punto de confluencia entre neurociencia y psicoanálisis?
Mora.― Es posible, sí. La emoción, yo digo siempre, es la energía que mueve el mundo. La emoción son los mecanismos que guardan nuestra supervivencia, tanto individual como de la especie. Eso ya lo sabíamos. Lo que ahora conocemos, además, es que la emoción influye poderosamente en la construcción de las ideas por la corteza cerebral asociativa y con ellas el razonamiento, el pensamiento. Las ideas ya se construyen con un colorido emocional que es personal y producto de la experiencia vivida con los demás. Haciéndolo breve. No hay procesos cognitivos, procesos mentales, sin la emoción. Piénsese simplemente en la influencia sobre el pensamiento de la tristeza o la depresión.
TdP.― Desde su perspectiva ¿cuáles serían los aspectos esenciales que debería tener un proceso educativo teniendo en cuenta los avances en neurociencias?
Mora.― Para mí, sin duda, la construcción de un ser humano ético. De hecho, el ser humano es lo que la educación ―ya lo hemos señalado antes― hace de él. De ahí se desprende todo. Y hoy conocemos bastante del cerebro, de emoción y cognición como para poder comenzar a instrumentar ese proceso. En los colegios se enseña mucha instrucción (aprender y memorizar) pero poca educación (valores, normas y hábitos éticos). Ser consciente de ello nos debe conducir a construir hábitos éticos que nos lleven a lograr ciudadanos honestos, profundamente responsables, a ver en el “otro” un reflejo de ti mismo. Y algo más práctico. A darnos cuenta de la necesidad imperiosa que existe, al menos en nuestro país, de institucionalizar la relación familia-colegio. En valores no se puede enseñar nada en el colegio que sea contrario a lo que se enseña en la intimidad familiar, y al revés. Esto crea esa “esquizofrenización” del niño, inconsciente además, pero enormemente influyente en la construcción ética del niño.
TdP.― Ampliando la pregunta, ¿piensa que hay suficientes vinculaciones entre las investigaciones en neurociencia y su aplicación a la pedagogía?
Mora.― No sé si suficientes. Pero haberlas, las hay. O, al menos, son las que me llevan a dar mis conferencias en tantos y variados foros de este y otros países.