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Presentación: ¿Desde dónde hago estas reflexiones?

Quien esto escribe no es psicólogo ni nada que se le parezca. Tampoco tengo experiencia en trabajo clínico ni terapéutico. Por eso mismo, mis reflexiones –algunas de las cuales recogeré en este escrito− no son las de un “experto” ni las de un filósofo profesional. Ahora bien, a lo largo de mis últimos casi veinte años he compartido con otros hombres en grupos muchas vivencias, he mantenido conversaciones y diálogos, he participado en experiencias –individuales y colectivas− que me han marcado y con las que también he marcado a mis compañeros. Lo que pretendo decir con voz propia lo hago desde un lugar en el que la mía se entrecruza con muchas otras. Pretende ser una llamada a que otras voces se unan al clamor necesario, a unas voces colectivas que el mundo creo que necesita.

Alguien me dirá, y con razón: ¿pero qué dices? Si los hombres habéis estado hablando, gritando, imponiendo vuestra voz siempre, ¿aún queréis más? Pero no se trata de esto. Se trata de voces nuevas surgidas de los hombres, voces liberadoras, que sean auténticas, que hablen desde dentro de nosotros mismos y que se distingan de la vieja voz patriarcal que habla en nuestro nombre. Por eso mismo, deberá ser una voz múltiple, diversa, alejada de la uniformidad de la antigua voz de mando del patriarcado. Mi amigo y compañero italiano Stefano Ciccone hace ya diez años lo expuso en un libro que aún no se encuentra traducido al castellano: “Essere maschi. Tra potere e libertà” (2009). Eso mismo. Voces que no nos vengan impuestas desde el poder sino que hablen desde cada uno de nosotros mismos, que partan de nosotros y de nuestras experiencias. Pero, ¿es posible esto? ¿Podemos los hombres encontrar un lenguaje que parta de nosotros y se dirija al mundo de otra manera, de forma libre, pero de una libertad nueva? porque históricamente los hombres hemos pervertido esta bella palabra como si solo pudiera nacer del individualismo posesivo y desconectado del mundo. Una libertad que se asemeje a la libertad que desde hace tiempo experimentan muchas mujeres, que llevan ya siglos hablando al mundo con su voz propia, pero que es siempre una “libertad en relación”.

Miramos al mundo, miramos a los grandes hombres que lo gobiernan y les decimos: “No nos representáis”. No puede ser que estos hombres usurpen nuestra voz y hablen en nuestro nombre. Hay muchas otras maneras de ser hombre, de vivir la felicidad del encuentro con las mujeres, los afectos que son la sal de la vida. Somos como niños que empezamos a hablar. O mejor, como mudos que han recuperado su capacidad de hablar después de mucho tiempo. Y aún estamos balbuceando.

Como profesor de secundaria lo he podido detectar entre muchos de mis alumnos adolescentes. Cuando en las clases de Historia nos salíamos del guión oficial y conectábamos con las vivencias de las y los olvidados por los libros de texto: las mujeres, las criaturas, la gente colonizada, la esclavizada, la gente mayor… Pero también muchos hombres en el margen: los desertores de las guerras, los objetores de conciencia, aquellos con una orientación sexual o identidad de género no de acuerdo con la norma, los trovadores, los poetas, los saltimbanquis, qué sé yo, muchos. Veía a mis alumnos chicos emocionarse al oír el relato de vida de Pepe Beúnza, el primer objetor de conciencia o recuperar el orgullo de haber tenido un abuelo que había vivido la Guerra Civil escondido para no tener que luchar. Y, por supuesto, llorar también ellos –y sin vergüenza− al leer el diario de Anna Frank.
No me hago trampas al solitario. Yo también, como casi todos, he tenido y tengo privilegios como hombre y me cuesta dejarlos. ¡Es tan cómodo dejarse llevar, seguir la senda marcada! Pero también soy testigo de un malestar difuso cada vez más extendido en capas crecientes de congéneres míos. Una insatisfacción con la vida que nos dicen que tenemos que llevar, con la forma con la que nos marcan que tenemos que actuar o comportarnos. Tenemos que transformar este malestar –del que hablaré en estas líneas− en un coro de voces propias, colectivas.

Tenemos que empezar nuestro camino desde aquí. Acoger, cultivar este malestar, este desconcierto, este sentimiento de incompletud. Como en el cuento, nos hacen representar, en mayor o menor grado, el papel de emperadores. Pero llega un momento en que tenemos que reconocer que el emperador está desnudo. Desde esta desnudez tenemos que comenzar. Como niños, como lo que somos, personas vulnerables.
 

Los grupos o círculos de hombres

Llevo más de quince años en grupos de hombres. En estos círculos de hombres, empezamos por reconocer nuestras vulnerabilidades, nuestras dudas, nuestras frustraciones. Aquellas sensaciones y sentimientos que no nos permiten reconocer. Entonces nos miramos a la cara y en seguida se nota que nuestros alientos se hacen más profundos: “Ah, ¿pero a ti también te pasa?”. ¡Qué alivio el comprobar que nuestras experiencias muchas veces son semejantes! Pero ¡cómo cuesta dejar el papel asignado, atreverse a ser libre!

¿Quiénes son estos hombres que vienen a “perder” parte de su tiempo en hablar, en compartir con otros sus sentires o mejor, sus “sentipensamientos”? Evidentemente no representan a la mayoría. Mejor dicho, representan a algunas franjas de hombres: muchos vienen de experiencias de ruptura vital que les han tocado profundamente. Elaborar estas experiencias les ha llevado a replantearse otras, hasta llegar al meollo, su masculinidad. Son a veces, pues, hombres con problemas personales en vías de solución. Otros, en cambio llegan por su convicciones éticas, por su sentido de la injusticia de las desigualdades. Y otros lo hacen porque la Academia se va acercando cada vez más al mundo de los hombres como objeto de estudio y quieren participar en esta búsqueda. Sí, claro, eso hace que en estos círculos los terapeutas, los hombres de letras y de formación humanística sean mayoritarios. Hombres blancos, de formación universitaria y de mediana edad sobre todo; casi nunca de otras culturas, formaciones o franjas de edad. Porque apenas hemos interactuado con ellos. Chicos que aspiran a ser “buenos”, a separarse de la media, pero que no lo consiguen del todo. Porque muchas veces en las reuniones nos topamos con nuestras agresividades reprimidas, que muchas veces hacen saltar por los aires esta careta. Dejamos salir entonces, en este espacio protegido del círculo de compañeros, esta agresividad y podemos seguirle la pista viendo de qué manera se transforma en violencia. Todo para que así resulte más fácil desactivar ésta.

Entonces tenemos que recorrer al revés el camino que hemos seguido en la vida, revisar nuestras decisiones, detectar cuántas veces hemos disimulado, nos hemos acomodado a lo que nos decían que era ser “hombre de verdad”, nos hemos prohibido a nosotros mismos el beneficio de la duda o del reconocimiento del otro o la otra. Es duro pero necesario y al final resulta satisfactorio, pero cada uno tiene que preguntarse: “¿cómo me he construido? ¿Qué hay de verdadero y qué de impostado en mis decisiones pasadas, qué me han hecho tal como soy?”

Sin duda, esta reflexión no la haríamos –o quizá la haríamos de otra manera− si al lado nuestro no estuvieran nuestras compañeras feministas, que –con mucha paciencia− nos señalan continuamente nuestra cresta de gallo que en seguida nos crece. Me gusta decir que nuestras compañeras nos civilizan. Parecerá una exageración, pero lo siento así y en las páginas siguientes intentaré explicarlo. Cuando me formo en feminismos (seguramente aquí también hay que hablar en plural), cuando participo en encuentros mixtos (como los que nuestra asociación AHIGE promueve) siento la necesidad de reconocer su autoridad, la que nos lleva varios siglos de adelanto. Sin la interpelación que para nosotros representan los feminismos, no estaríamos donde estamos. Porque el feminismo es el gran movimiento transformador de nuestro tiempo y esa transformación también nos concierne a los hombres.

Luego esta ruta personal se convierte, como un río que confluye con otros, en un camino colectivo. En mi caso, esto me ha llevado a comprometerme en una asociación de hombres por la igualdad. En realidad, eso quiere decir que estamos por una manera libre de ser hombre. Una libertad contagiosa que toque a otros hombres y se convierta en un tsunami colectivo que remueva los cimientos de nuestra forma de vida. Porque de lo que se trata es de una revolución, pero de las de verdad. No de aquellas que prometían la llegada del “hombre nuevo”, pero que al final creaban un hombre viejo con vestimentas nuevas. Una ola revolucionaria que confluya con la gran oleada feminista que está cambiando el mundo.

El panorama no sería completo si no tuviéramos en cuenta el auge de los movimientos misóginos, antifeministas y también xenófobos, homófobos, etc, porque la raíz de todas estas posturas es la misma. Ya hablaremos de ello, pero son otras manifestaciones de ese mismo malestar masculino del que antes hablaba, incluso de este miedo a la creciente libertad femenina. Malestar que es utilizado por los movimientos ultras basados en la exclusión y el odio (Delgado, L.S. 2018b). Como hombres, nuestra tradición nos marca: hay que echar pelotas fuera, apuntar a la otra o el otro como culpable y ejercer sobre él o ella la violencia. Este enorme y creciente problema social que significa la eclosión neofascista en sus diversas variantes (y que es protagonizado fundamentalmente por hombres; en todo caso las mujeres ocupan en ellos un papel secundario) debemos afrontarlo con perspectiva de género, teniendo en cuenta su relación con las masculinidades más resistentes al cambio.

Nosotros confrontamos, naturalmente, estos movimientos porque pensamos que el camino emprendido por las mujeres para nosotros debe ser, no una amenaza, sino una oportunidad. Una ocasión de revisarnos y repensarnos. De aquí vengo.
 

El movimiento de hombres. Una trayectoria ya larga. Los orígenes

De siempre ha habido hombres que públicamente se han posicionado al margen del patriarcado. En la revista de nuestra asociación teníamos una sección dedicada a ellos: entre muchos otros, Poullain de la Barre, quien en 1679 publicó un libro “De la igualdad de los sexos”, donde defendía que el trato desigual que sufren las mujeres no tiene fundamento natural sino que se basa en el prejuicio. Y John Stuart Mill, quien en 1869 escribió “El sometimiento de las mujeres” y que en su matrimonio renunció por escrito a los privilegios que como varón la ley le concedía. El egipcio Qasim Amin también aportó sus ideas sobre “La liberación de la mujer” (libro publicado en 1899). En España, un krausista, Adolfo González Posada también publicó ese mismo año su libro “Feminismo”. No eran muchos, pero sí algunos.

Eran, sin embargo, casos individuales. La mayoría de ellos tuvo que luchar contra una gran oposición y apenas dejaron rastro. Hay que esperar a los años 60 del siglo pasado para encontrar los primeros grupos de hombres que en los Estados Unidos se plantean el apoyo colectivo a las mujeres objeto de violencia machista.

En España fue un pionero, Josep Vicent Marquès, quien empezó una reflexión semejante. En otro lugar (Compairé, 2013) he pasado revista a este movimiento en nuestro país. Si Carlos Castilla del Pino había publicado “La alienación de la mujer” en el fundacional 1968, diez años después Marquès publicaba en la revista “El viejo topo” un artículo que hacía lo propio con el varón: “La alienación del varón” (1978). Ambos tomaban la palabra “alienación” del léxico marxista, pero lo extendían a la subjetividad, convirtiéndolo en un término psiquiátrico. El autor se dirigía a los hombres, los confrontaba, se negaba a aceptar la normalidad de la vida de los hombres: “Hablemos de nosotros y de nuestra patología”, les gritaba a la cara. Y lo remataba diciendo: “[tenemos que] romper el espejo que nos devuelve la imagen del gran personaje que no somos, que no podemos ser, que no debiera ser nadie. Nuestra imagen como héroes oculta nuestra realidad como oprimidos y como cretinos. Nos hace prisioneros, pero solo lo estrictamente necesario para hacernos carceleros de las mujeres”.

Y cuatro años más tarde, él mismo se atrevió a tocar el centro de todo, la sexualidad: un libro aún hoy vigente, cuyo título lo dice todo: “¿Qué hace el poder en tu cama? ” (Marquès, 1981). Paralelamente, en Madrid la Fundación Sexpol, fundada en 1979 ponía en el centro de la reflexión, entre otras cosas, la sexualidad masculina. Aparecieron en los años 80 diversos grupos de hombres un poco por todo el territorio. Y, a partir de aquí, hubo una época en la que el enfoque primordial era el terapéutico, y un grupo de expertos (Luis Bonino, Peter Szil, Fernando Villadangos, Chema Espada, el propio Marquès, etc.) los intentaban controlar. Pero algunos de estos grupos, dentro de la Gestalt o del movimiento mitopoético entonces muy en boga, preferían buscar una masculinidad ideal perdida, siguiendo la senda del poeta Robert Bly, autor de “Iron John” (1990) y se desentendían de la acción social.

Hubo en esos tiempos dos movimientos sociales de emancipación compuestos fundamentalmente por hombres que podrían haber servido de base para un potente movimiento liberador masculino: el movimiento gay y el de objeción de conciencia. Ambos potencialmente ponían en cuestión dos de las bases de la masculinidad tradicional: la homofobia y la heterosexualidad obligatoria, de una parte y el servicio militar como aprendizaje de obediencia y de violencia, por otro. Algunos de los actuales hombres por la igualdad proceden de estos movimientos. Pero para ello era necesario que en el seno de ambos movimientos se produjera una reflexión sobre la construcción social de la masculinidad que no siempre se producía. En el caso del movimiento gay predominaba la tendencia asimilacionista al modelo heterosexual (reconocimiento de derechos, incluido el matrimonio, creación de una sociedad paralela gay, conversión de lo gay en una marca empresarial), aunque había también núcleos de resistencia que se enfrentaban al patriarcado como construcción social dominante. Para los objetores, su grado de toma de conciencia de género dependía en muchos casos de la presencia activa de las mujeres feministas en las asambleas y acciones, poniendo en solfa algunas de las actitudes y comportamientos machistas presentes en sus dinámicas.

No sería hasta el nuevo siglo que en Jerez de la Frontera, bajo el paraguas del primer servicio de salud masculina creado por un ayuntamiento, se convocara el Congreso “Los hombres ante el reto de la igualdad” (Jerez, 2001), en el que nos reunimos gente de todo el estado. Ese mismo año se había creado en Málaga la primera asociación de hombres, AHIGE, que sería con el tiempo una asociación hegemónica extendida por gran parte del país. Estaba claro que este naciente movimiento se sentía interpelado por el creciente movimiento feminista, parte del cual ya estaba institucionalizado. A lo largo de la primera década del nuevo siglo fueron apareciendo −esta vez de forma más permanente− diversos colectivos de hombres de carácter territorial, algunos de los cuales se reunirían alrededor de AHIGE, mientras que otros creaban la Red de hombres por la igualdad. Durante este decenio dos hechos determinaron la dinámica del movimiento. Uno fue la primera manifestación de hombres contra la violencia machista en Sevilla en 2006, el 21 de octubre. Esta fecha se convirtió en referencia en los próximos años: desde entonces cada 21 de octubre se celebran, convocadas por AHIGE, ruedas de hombres contra la violencia en las principales plazas de las ciudades españolas. El otro fue la creación en el País Vasco del primer programa dirigido a hombres, “Gizonduz”, dentro de Emakunde, el Instituto vasco de la mujer. Gizonduz, a pesar de los recortes, ha seguido produciendo materiales y modelos de formación al resto del movimiento.
 

Hombres contra las violencias machistas

Ahora bien, como vemos, en estos años la temática fundamental del naciente movimiento era el tema de la violencia machista, al aire de lo que planteaba el movimiento feminista, que había conseguido que la ley integral fuera aprobada por las Cortes el 2004. AHIGE frente a ella llama a los hombres a una doble actuación: la reflexión y trabajo personal −preferentemente en grupo− buscando las raíces de la violencia en cada uno de nosotros, dentro de nuestro proceso de socialización (“cada hombre es una revolución interior pendiente”); y por otro lado la presencia pública en la calle, bajo el eslogan de “el silencio nos hace cómplices”. Se trataba de un movimiento internacional con ecos en otros países (por ejemplo, en esos años la red italiana “Maschile Plurale” salía a las plazas de aquel país con el lema “La violencia contra las mujeres nos concierne”). Era, pues, una llamada a la responsabilidad, no a la culpabilidad de los hombres, pero también era una manera de decir, con palabras de Saramago, que “la violencia contra las mujeres es un problema de los hombres que ellas sufren”. Alrededor del tema de la violencia (llamada primero “de género” oficialmente; más tarde “machista” para dejar clara la responsabilidad de los hombres en ella) se concentraron la mayor parte de las iniciativas legislativas, terapéuticas y públicas del movimiento.

La década que ahora acaba comenzó con un hecho relevante: el Congreso Iberoamericano de Masculinidades y Equidad (CIME), organizado por AHIGE y Homes Igualitaris celebrado en Barcelona el 2011. Era la coronación de varias tendencias que se habían ido gestando en años anteriores. Un hecho relevante es el creciente interés de la Academia en los estudios sobre masculinidades. Sorprende la lentitud con la que la Universidad, por ejemplo, ha encarado la problemática de los hombres en nuestro país, sobre todo si lo comparamos con lo acaecido en América Latina, que ya entonces contaba con departamentos universitarios enteros dedicados a los “Men’s Studies”. Más tarde se intentará recuperar el tiempo perdido, especialmente después de la consagración académica de la teoría queer, aunque con el peligro de que estos estudios se conviertan en puramente descriptivos y poco transformadores o bien centrados sobre todo en cuestiones identitarias.

El CIME significó sobre todo la coordinación del escaso, pero variado movimiento de hombres (alguien con sentido del humor lo calificaba entonces no como “movimiento”, sino como “meneíllo”). Se aprobaron once puntos de acuerdo entre los diversos colectivos de hombres, que tocaban aspectos como la coeducación, la violencia, la homofobia, la sexualidad y el poder. Pero ya entonces se hacía hincapié en otros aspectos planteados en positivo, como la corresponsabilidad de los hombres en el trabajo de los cuidados y la paternidad. Por eso mismo, a la ya citada cita colectiva del 21 de octubre, se le añadían dos más, en relación con la paternidad (19 de marzo) y la homofobia (17 de mayo). La declaración de Barcelona del 2011, completada dos años después en Sant Boi de Llobregat , siguen siendo la central del movimiento. Un movimiento que, sin ser de masas, ya no es anecdótico. Más adelante, se han consolidado las redes internacionales, como la alianza Menengage que reúne a miles de organizaciones de hombres de todo tipo, que acaba de crear una delegación en la Península Ibérica.

A partir del CIME, hemos visto diversos Congresos y Jornadas universitarias que marcan una cierta tendencia. Ahora bien, a mi entender, puede apreciarse un peligro de desvinculación de la Academia, por un lado y del activismo organizado por otro, sin demasiada conexión entre ambos mundos. El reciente Congreso de Elche sobre “Masculinidades e Igualdad” (abril 2019) , por ejemplo, podría ser un ejemplo de este peligro, puesto que dedicó dos días a diversas presentaciones de ponencias de estudiosos y solo una tarde al intercambio entre activistas. En principio ambos eventos estaban relacionados, pero el segundo espacio resultó insuficiente por precipitado. Sin embargo, también tenemos ejemplos de lo contrario, como las Jornadas organizadas por AHIGE en la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria el septiembre del 201 , en las que se combinó el intercambio de metodologías de trabajo con hombres con la presentación también de estudios sociológicos, antropológicos, etc.

Otra tendencia importante es la creciente profesionalización de los hombres que se dedican al trabajo social con otros hombres. Esto se manifiesta en la proliferación de cursos profesionales de todo tipo. Con muchas iniciativas desde el ámbito académico, como hemos dicho antes, pero también en el terreno de la intervención social: talleres y acciones con adolescentes en los centros de enseñanza; intervenciones con hombres parados en Madrid o Catalunya; también en las cárceles con internos; grupos de padres y grupos de crianza, etc. Todas estas iniciativas se acompañan con algunas tertulias y cinefórums abiertas al público, con mediana asistencia. Igualmente destaquemos los “Encuentros mixtos” de hombres y mujeres que anualmente AHIGE convoca desde hace tiempo. Pero estas actividades escasamente se difunden o llegan a los medios y a la sociedad.

Asistimos, por otro lado, a la aparición de auténticas ONG’s con muchos medios (como Promundo o CEPAIM) que entran a este trabajo, a imitación de lo que desde hace tiempo está sucediendo en América Latina (el colectivo “Hombres y Masculinidades” de Colombia, por ejemplo, funciona desde hace más de veinticinco años y ha conseguido llegar a millones de hombres e incluso ser citado a participar en los acuerdos de paz de La Habana con la guerrilla de las FARC) o bien los presentes en el Norte de Europa.
 

Los media se interesan por algunos hombres feministas

Otro fenómeno interesante y relativamente reciente es la aparición de hombres feministas muy presentes en los medios y muy conocidos públicamente, como por ejemplo Octavio Salazar, Miguel Lorente o Ritxar Bacete. El primero, profesor de Derecho Constitucional de la Universidad de Córdoba, autor de numerosos libros sobre temas de derecho (sobre la gestación subrogada, por ejemplo), sobre cine o dirigidos a jóvenes, es también bloguero, ciberactivista y colaborador habitual en medios de difusión estatal. Este tipo de hombres feministas mediáticos es nuevo y marca el final de una época en la que la queja habitual era la de la falta de referentes masculinos igualitarios.

La creciente y reciente oleada feminista ha acercado a numerosos chicos jóvenes al movimiento, aunque con dificultades para integrarse en las estructuras, quizá rígidas, de las asociaciones existentes. Muchos de estos chicos crean plataformas que aparecen, lanzan una acción −sobre todo se trata de acciones mediáticas− y más tarde se disuelven. No hemos conseguido todavía una escucha mutua entre el “viejo” movimiento y estos grupos de chicos jóvenes. Lionel S. Delgado alertaba recientemente del peligro de “adanismo” (2018a), de empezar desde cero continuamente, sin enlazar con la herencia del movimiento.

En este momento, pues, los tres temas sobre los que pivota el movimiento son la violencia machista, la sexualidad y la implicación de los hombres en los cuidados, comenzando por el de la paternidad. En este último sentido, cabe decir que la plataforma por los permisos de paternidad iguales a los de maternidad e intransferibles (PPIINA ) ha conseguido concretar en esta reivindicación una demanda que pretende favorecer la incorporación de los hombres al mundo de los cuidados, porque lo considera una palanca importante de transformación de las subjetividades masculinas. La paternidad fue durante mucho tiempo el caballo de batalla de muchos movimientos misóginos de padres separados, escondidos detrás de la pancarta de la llamada custodia compartida. Desde el movimiento de hombres respondimos con la idea de los “cuidados compartidos”. Hoy esta polémica, que en ocasiones fue dura, parece apagada y en muchas legislaciones autonómicas sobre este asunto se opta por inspirarse en el modelo catalán, que prevé un Plan de parentalidad previo a la separación y un servicio de mediación familiar.

Por parte de las instituciones −con la excepción ya citada de algunos ayuntamientos como el de Barcelona y otros y sobre todo de Gizonduz en Euskadi− y a pesar de las declaraciones de la ONU y la UE −que insisten una y otra vez en el necesario trabajo con chicos y hombres− no hay una política decidida y clara al respecto. Todo depende de las decisiones personales: si en un Ayuntamiento, por ejemplo, una concejala es sensible al trabajo con hombres, lo promueve, pero a menudo pasa lo contrario. En Cataluña, por poner un caso, la actitud de l’Institut Català de les Dones respecto a nuestro trabajo ha pasado de la abierta hostilidad, a las promesas de apoyo no siempre cumplidas.

En definitiva, ¿en qué momento estamos, pues, como movimiento? Yo diría que de alguna manera en el país somos como una seta, de cabeza desproporcionadamente grande en relación al cuerpo. Muchas iniciativas, como hemos visto, pero una escasa aún −aunque creciente− incidencia social. Seguimos teniendo el problema de cómo llegar a los hombres, de cómo recoger ese malestar del que antes hablábamos y convertirlo en palanca política de transformación social. Conseguir que se alcen esas voces colectivas y decididas, que interpelen al resto de los hombres, a los de la calle, pero también a los poderosos. Empezamos a ser reconocidos por una parte del movimiento feminista, no por todo él, razonablemente suspicaz con un colectivo como el nuestro que de alguna manera sigue siendo el de los privilegiados. Pero aún no somos reconocidos como interlocutores por el movimiento LGTBI+ y mucho menos aún por otros movimientos sociales, como el ecologista o altermundista.
 

Los cuerpos de los hombres

En esta segunda parte expondré brevemente algunos de los ejes conductores de las conversaciones entre hombres, aquellas que nos han tenido y tienen más ocupados. Y no puedo comenzar sino con el cuerpo, el cuerpo de cada uno de nosotros. Si en algo se ha notado y se nota el cambio de la condición masculina, es sin duda en lo corporal.
Empezamos por lo que denominaré “la dialéctica de los lavabos”. Desde pequeños nos enseñan a qué lavabo debemos ir, en un binarismo hombre-mujer socialmente muy marcado. Por cierto, es curioso ver de cuántas maneras se marcan las toilettes de hombres y de mujeres: desde las más convencionales hasta algunas muy simbólicas, de tal manera que resulta chocante ver la asociación de ideas de sus creadores. ¡He llegado a ver signos como un botijo y una jarra, una pipa y un pintalabios, etc! Bueno, el caso es mantener esa distinción, que no deja de asociar lo sexual con lo escatológico y con el género, muy interesante. En nuestro caso, el ir a los lavabos de hombres, el orinar de pie en un ritual casi colectivo con otros hombres, forma parte de nuestra iniciación y del aprendizaje (“Torrente” dixit) de que el pene es nuestro principal signo identitario. Por eso es tan rompedora la aparición pública y la reivindicación subsiguiente de las personas intersexuales, cuya genitalidad no está definida, porque rompe este binarismo que parecía ineludible.

Tradicionalmente el cuerpo masculino era un cuerpo deseante. Es decir que apenas se miraba a sí mismo, sino que miraba a los objetos de deseo, las otras, las mujeres, dentro de un imaginario normativamente heterosexual. Ha habido épocas de la Historia en las que los hombres han cuidado mucho su apostura, su apariencia, pero eran excepcionales: los “preciosos” del siglo XVII en Francia (Badinter, 1993, p. 27), los románticos del XIX, etc. En general, la moda masculina ha sido y es bastante conservadora y lo mismo se puede decir de la imagen corporal de los hombres. La aparición del higienismo a finales del siglo XIX empezó a cambiar este patrón poniendo en la palestra a los hombres ágiles, ligeramente musculados que mostraban su fuerza ya no en proezas o hazañas bélicas sino en conquistas deportivas, puesto que el deporte de alguna manera era una sustitución y en algunos casos preparación para la guerra. En nuestros museos tenemos estos modelos de chicos o de hombres, ya desde la época clásica griega. Y está claro que, aunque ahora haya un florecimiento del deporte femenino, este sigue ocupando mucha menos atención mediática. Los modelos dominantes, aquellos a los que se presta atención, son masculinos. En este terreno hay también una enorme brecha de género.

La coraza de los guerreros −fijémonos en esta palabra, puesto que indica que su función era salvaguardar el corazón− se substituye poco a poco por la coraza muscular de los pectorales atléticos. Parece como si una y otra tuvieran la función de proteger las vísceras de los varones, el lugar de nuestra vulnerabilidad. En nuestra era, la de los gimnasios y donde el deporte se ha convertido para millones de personas en una especie de nueva religión, este modelo se extiende como la pólvora. El hombre que muestra los pectorales hasta extremos exagerados y el metrosexual son hombres narcisistas, que gustan de mirarse al espejo y que esperan ser deseados.

La irrupción pública del imaginario gay contribuye a que giremos la vista sobre nuestro cuerpo y sintamos que puede ser también objeto de deseo. En realidad, aunque se presente como tal, no se trata sólo de “cuidarse”, de sentirse bien, sino de atraer miradas. ¿Estamos, pues, en una nueva época “preciosa”? Quizá. Lionel S. Delgado, que es un chico muy joven, en un artículo reciente, habla aún de la condena del cuerpo masculino: “Nuestra condena está en no ser objeto, sino sujeto” (2018c). De deseo, se entiende.

Los Madelman serían los juegos para niños propios de nuestra época. De movimientos sincopados, rígidos, aptos para hombres activos, aunque sea en actividades no necesariamente guerreras. Como los movimientos que nos enseñaban en la “mili” (¡lo llamaban “formación”!), como los que exigían a los trabajadores de las industrias de montaje y que Charlot caricaturizó maravillosamente en el film “Tiempos modernos”. También los deportes exigen movimientos rápidos, “productivos”, adecuados a ser eficaces en la “lucha” por el triunfo. Aún recuerdo las burlas que sufrían los corredores de marcha atlética por sus movimientos de caderas que algunos consideraban “poco masculinos” ¡Hasta qué extremo llega la “policía de género” sobre los cuerpos de los hombres! ¿No es bien visible la dificultad que aún tienen los deportistas de élite que son gays para “salir del armario”?

La Educación Física de las escuelas principalmente nos enseña a movernos así. Solamente una observación: ¿por qué la danza no se considera educación física, por qué la danza ocupa un papel tan secundario en las escuelas, por qué hay tantos hombres torpes en el baile?

La sexualidad masculina normativa, reducida brutalmente a penetración y a coito, deja la mayor parte del cuerpo fuera. ¡Cuánto campo por explorar, cuántos rincones de nuestra piel a descubrir! En el porno, escuela de aprendizaje de la sexualidad de muchos jóvenes, parece como si follar fuera un trabajo y la eyaculación −masculina, por supuesto, pero a veces incluso la femenina−, exhibida como trofeo, su salario. Es decir, ni en esta relación nos podemos permitir el dejarnos ir, incluso el dejarnos hacer o penetrar sin sentir la necesidad de ser el protagonista. Debemos estar siempre “dispuestos” y la prostitución, entre otras cosas, se vende como la respuesta a estas “necesidades sexuales perentorias” o compulsivas que tenemos, se supone, los hombres. Recordemos como el film Shame (2011) exploraba la adicción de un hombre al sexo como una condena brutal.

La sexualidad masculina queda, entonces, reducida a mera “descarga”, donde el otro o la otra es simplemente un receptáculo, que no existe como tal sino en cuanto su satisfacción alimenta la propia. Y el hombre se mueve, pues, en una dualidad casi psicótica, bipolar, entre las figuras de la “bestia” y el “caballero” (Delgado, 2019).
El hacer de hombre es, por tanto, una continua performance. Una representación que se hace sobre todo delante de los otros hombres. En todo caso, existe ese personaje que llevamos puesto y que no nos deja vivir el momento. Es como si esta forma de contemplar la sexualidad se repitiera clónicamente en otras relaciones: tenemos que penetrar (“pene-trar”) cuerpos ajenos, intimidades, invadir espacios, conversaciones ajenas, países, continentes, etc. Esta es una parte de la historia que hasta ahora hemos ido construyendo los hombres.

La imagen corporal del hombre se nos enseña que ha de ser, pues, activa, siempre dispuesta también, pero no solo, en lo sexual. Hay dos zonas del cuerpo especialmente importantes: los genitales y el culo. Los primeros son como un “fractal” de todo el cuerpo y de toda la dimensión masculina: un pene para pene-trar y dos testículos. Testículo es diminutivo de “testa”, cabeza, y eso quiere decir que nuestras dos cabecitas piensan y muchas veces lo hacen desvinculadas del cerebro. La penetración se considera algo propio de los hombres, armados desde muy antiguo con palos, lanzas, espadas, cuchillos o bastones siempre considerados como símbolos de poder. Desde antiguo ya los romanos consideraban la actividad sexual “activa” de los hombres como la propia de los ciudadanos y la pasiva como la de los esclavos y prostitutas.

El culo, en cambio, es la zona tabú, aquella prohibida, intocable. Los insultos lo dicen claramente: cuando envías a alguien “a tomar por culo” es lo peor que le puedes desear. Las prostitutas, en cambio (la obra de Núria Güell “De putas. Un ensayo sobre la masculinidad”, con declaraciones de algunas de ellas así lo corroboran) nos dicen que uno de los deseos profundos de muchos hombres es el de ser penetrado. Algo que socialmente los coloca fuera de la norma y eso incluso parece que ocurre en las parejas gays) marca un cierto carácter femenino en quien lo expresa, cosa que él siente que lo deja fuera de la comunidad de los hombres “de verdad”.

El cuerpo de los hombres se convierte, así, en la expresión de la fortaleza, de la ocultación de la vulnerabilidad. El “talón de Aquiles” clásico nos ilustra de que incluso el máximo guerrero, Aquiles el invencible, tenía allí su punto vulnerable. En Gran Bretaña, una revista de referencia sobre la temática de la condición de los hombres, fundada en 1978, se titulaba por eso así, “Achilles Heel” y se definía como “an anti-sexist magazine for a men’s politics”.

En las relaciones corporales entre hombres es donde socialmente podemos observar un cambio evidente. Tradicionalmente los hombres no se tocaban o cuando se abrazaban lo hacían dándose golpes para hacer gala de hombría. El rito de darse la mano implicaba decir al otro que uno no iba armado. Es decir, en principio otro hombre es un posible rival, ante el que mostrarse precavido. El fantasma de la homosexualidad y la homofobia están presentes cuando dos hombres se saludan, el definirse como hombre equivale a definirse como no mujer y no homosexual, siempre en negativo.

Ahora, sin embargo, cada vez hay una mayor expresión corporal del afecto entre hombres, pero las trabas no han desaparecido del todo. En muchos ambientes aún no está normalizado que dos amigos se saluden con un beso, por ejemplo. En los grupos de hombres, uno de los aspectos en los que insistimos más es el trabajo corporal, el trasladar al cuerpo la confianza hacia los otros, el dejarse ir, el bajar la guardia. Es curioso comprobar cómo existe este deseo de proximidad física con otros hombres, deseo que se manifiesta en ocasiones especiales, como las fiestas o el carnaval, o bien en los partidos de fútbol después de marcar, cuando los jugadores se echan encima unos de otros e incluso a alguien se le escapa, ay, tocarle el culo al compañero.

Debería estar claro que este modelo impuesto deja fuera a la mayor parte de los hombres reales. Los hombres obesos, los deformes, los no musculados, los “impotentes” (fijémonos en qué se centra la “potencia” masculina), los que tienen alguna dificultad motora. Pienso en el grupo de lo que ellos mismos llaman “diversidad funcional”, cuyo movimiento, además de reclamar su derecho a la asistencia, planta cara al “capacitismo” imperante. También quedan fuera los hombres mayores, convertidos en invisibilizados. Tenemos dificultad para aceptar el envejecimiento, la decrepitud. Y la enfermedad. Lo dicen las estadísticas: a los hombres nos cuesta ir al médico, vamos muchas veces tarde, porque ir al doctor implica reconocer una debilidad. Esto evidentemente se vuelve en contra de nosotros en forma, entre otras cosas, de una menor esperanza de vida. Existe una especialidad médica, la ginecología, a la que las mujeres acuden sin vergüenza. En cambio, la equivalente masculina, que sería la andrología, a menudo se esconde bajo el apelativo más general de “urología”. ¿Por qué? Porque reconocer un problema andrológico, es decir, relacionado con los genitales, aún provoca vergüenza en muchos hombres. Mientras hay campañas públicas insistentes en que las mujeres se hagan la prueba de la mamografía, no existen para que los hombres mayores de cincuenta años revisen su próstata regularmente.

La propaganda de las clínicas dedicadas a tratar la disfunción eréctil nos indican la existencia de una auténtica pandemia. Está por investigar qué relación hay entre esta pandemia y el desconcierto, descolocación o crisis de identidad de muchos hombres. Porque parece que los hombres en general cuando somatizamos un malestar lo hacemos también en esta zona de nuestro cuerpo.

Liberar el cuerpo masculino, pues, habría de ser una necesidad sentida. Cuidarse de verdad, para sentirse mejor uno mismo. Acercarse a las expresiones del cuerpo no productivas, más creativas, más placenteras. Nos queda aquí aún mucho camino por delante. Dejar de lado el “personaje”, la careta, el miedo de ver qué es lo que hay debajo de esta, quiénes somos realmente y qué realmente deseamos como humanos que somos.
 

El relato heroico oculta un vacío insoportable

Todo lo hecho, lo escrito, lo creado por hombres cobra desde el principio, por el hecho de hacerlo nosotros, un valor extra. Yo diría que este mismo escrito corre peligro de caer en este engaño. Practicar el mansplaining, es decir, explicar a una mujer lo que ella ya sabe o incluso lo que ella misma ha escrito; demostrar, sobre todo ante otros hombres algo que se pueda considerar extraordinario o “heroico”, aunque sea haber conseguido montar un mueble de Ikea, forma parte de esa “performace” de la que antes hablábamos. Es un estrés continuo, ese ansia, esa “necesidad” de tener que demostrar continuamente que se es hombre.

Desde siempre los hombres hemos escrito relatos heroicos, especialmente en la tradición occidental. El heroísmo muchas veces se demuestra en los campos de batalla, pero también en las aventuras, en la necesidad continua de ir siempre “más allá”. Algunas de ellas interesantes, que han abierto mundos nuevos, pero otras olvidables, siempre marcadas por la excepcionalidad, por estar situadas fuera del contexto habitual. Nos faltan “héroes” cotidianos, pero que no se hagan el héroe porque hagan lo que ellas simplemente han hecho desde siempre.

En palabras de Almudena Hernando, una prehistoriadora y antropóloga, autora de “La fantasía de la individualidad”(2012), esa continua necesidad de reconocimiento marca un vacío interior muy importante. Ese vacío forma parte del núcleo de la masculinidad. Por eso esa necesidad continuada de taparlo con hechos heroicos siempre hacia fuera, de protegerlo con corazas de todo tipo. En el fondo, nos da miedo mirarnos adentro y conectar con este agujero interior. Que al quitarnos la máscara, detrás esté el hombre sin rostro. Porque, además, en las palabras de esta autora, ser hombre es sentir “una dependencia no reconocida”. Es decir, sentirse necesitado de los demás, como humanos incompletos y vulnerables que somos, pero no poder reconocerlo. Los psicoanalistas quizá lo expliquen en términos de la ruptura con el vínculo materno, pero desde pequeños aprendemos a aguantar, a no manifestar según qué sentimientos, a no pedir ayuda, a hacer ver que somos omnipotentes. Cosa imposible e irreal, por supuesto.

Podríamos decir que ser hombre de esta manera es vivir en una bomba a punto de explotar. Y que explota cuando y con quien no toca. Las adicciones que nos ayudan a desensibilizarnos, las conductas de riesgo (en el trabajo, en la carretera; no en vano la mayor parte de los accidentes laborales y de tráfico tienen protagonistas masculinos) en una especie de “impulso de muerte”, todo nace de este vacío que no nos permiten, que no nos permitimos sentir.
Luego está la figura del “Atlante”, aquel personaje mitológico que sostenía el cielo con la espalda. Esa figura que nos dice continuamente que hemos de ser sustentadores, protectores, proveedores. Esto en principio puede parecer positivo, pero el lado oscuro es no poderse permitir desfallecer, dudar, pedir ayuda, apoyarse en otros. Además, ¿quién puede ser capaz de sostener el cielo, de tener esa responsabilidad, además en solitario? Es el hombre encorvado por ese peso, el hombre que −como Jesucristo en la cruz− se inclina y en su estertor maldice su suerte. En pequeño formato, no tan heroico, es la figura, más que nada patética, de aquel hombre que siempre quiere tener la razón y decir la última palabra, la del que se empeña en gestas que le sobrepasan. Una viñeta de “El Roto” lo expresa mejor con una imagen: se ve un hombre de espaldas, herido y jorobado, que dice: “ir siempre cargado de razón me destrozó la espalda”.

Y la violencia. Esta violencia hacia dentro que se transforma en violencia hacia fuera, hacia los demás, empezando por otros hombres y siguiendo con las mujeres, en una espiral interminable y autodestructiva. Esa desesperación con la que algunos hombres viven la creciente independencia de las mujeres, su libertad, como si fuera una traición. Porque sabemos que las necesitamos, que nos hacen falta sus cuidados, pero nos resistimos a verlas como personas iguales. Ellas también son sujetos deseantes, sujetos necesitados de cuidados. En nuestro fuero interno tenemos grabada a fuego esa idea de que los cuidados y los deseos no pueden ser recíprocos. Y pueden serlo, han de serlo.

El psicólogo Ernesto Sinatra en su libro clave “Nosotros los hombres. Un estudio psicoanalítico” (2003) nos sorprende con humor diseccionando los hombres, atrapados en sus obsesiones. Partiendo de la afirmación de que “ya no quedan hombres” y de la decadencia de lo viril, nos presenta algunas de sus historias clínicas en las que aparece la crueldad que conlleva la obsesión, el magnífico ejemplo que él pone en su libro sobre el “goce de la cucaracha”, el goce que experimentamos cuando chafamos un insecto que nos resulta asqueroso. Este vínculo, pues, entre crueldad y obsesión que estaría en el centro de la subjetividad masculina.

El poder, el dominio sobre otros es también una forma de tapar el pozo oscuro de nuestras vidas, aquél que nos conecta con nuestra finitud, con la muerte. Intentar superar la propia inseguridad −que no nos permitimos manifestar−, hacer ver que somos gigantes subiéndonos a los hombros de los demás. Por eso, el poder nos traspasa, atraviesa todo nuestro ser, nuestro cuerpo. Nos dificulta ver a los demás como otros semejantes. El filósofo coreano-alemán Byung Chul Han (2014) explica nuestra sociedad como sumida en el narcisismo y la autorefencia, donde el otro no existe como tal, sino solo como pedestal para subirse encima. Es “la expulsión de lo distinto” (Han, 2016). Pero esa invisibilización del otro (y sobre todo, la otra, en palabras de Simone de Beauvoir, 1949) aniquila el eros, el deseo de conectarse con el no-yo, de salir de uno mismo. Así el círculo se cierra y el artificio que comenzó para tapar el vacío acaba siendo un torbellino que nos arrastra hacia abajo, sin dejar de dar vueltas alrededor del agujero negro central. Es la epidemia de la depresión. Por eso en la esencia de la dominación masculina hay este aliento de muerte. Sin ir más lejos, vemos este mecanismo en los movimientos neofascistas, xenófobos y racistas. Pero si le damos la vuelta, ¡qué identidad tan débil la masculina, aquella que necesita de tamaño artificio para sustentarse, siempre en equilibrio inestable!

En palabras de Han, “la forma de curar esa depresión es dejar atrás el narcisismo. Mirar al otro, darse cuenta de su dimensión, su presencia” (2014). Ser conscientes de ese vacío, desactivar la espoleta de la violencia interior que se manifiesta como destructiva también hacia fuera, dejarnos en paz y dejar en paz al mundo, a las mujeres, a las criaturas, al medio. Vernos a nosotros mismos como un grupo en el que, con las bellas palabras de un verso de Quevedo, “el ciego lleva a cuestas al tullido”.

Pero cuidar de los demás no es fácil. Significa abrirse a sus necesidades, dejar de lado la obsesión por el control y por el propio ego. Para muchos hombres la experiencia de la paternidad es una escuela de cuidados, siempre y cuando la despojemos de toda la parafernalia heroica, porque a veces, como dice Octavio Salazar (2017) parece que los “nuevos padres” sean otra especie de héroes, porque, como decíamos atrás, los hombres tendemos a mancharlo todo de esta capa de heroicidad, cuando hacemos lo que nos corresponde y menos de lo que siempre han hecho las mujeres. Pero la experiencia de la paternidad nos sitúa a los hombres ante la evidencia de este lazo privilegiado, corporal entre madre y criatura. Es decir, nos desplaza del centro, nos sitúa en un lugar de apoyo que, si lo elaboramos, nos ayuda a ver que nuestro mundo no es “el” mundo, sino una parte, que somos parciales y que lo podemos vivenciar sintiendo lo que los italianos llaman “terciaridad”.

¿Se puede suspender la ley de la dominación masculina? se pregunta Pierre Bourdieu (1998). ¿Puede ser el amor una excepción, la única, pero de primera magnitud, de esta ley? En un bellísimo postscriptum de su libro capital, “La dominación masculinaital, “La dominación ellísimo nica, pero de prim:

“la suspensión de la fuerza y de las relaciones de fuerza que parece constitutiva de la experiencia del amor o de la amistad. Ahora bien, en esta especie de tregua milagrosa en la que la dominación parece dominada o, mejor aún, anulada, y apaciguada la violencia viril (como se ha establecido muchas veces, las mujeres civilizan al despojar las relaciones sociales de su grosería y brutalidad), se ha terminado la visión masculina, siempre cinegética o guerrera, de las relaciones entre los sexos; terminadas también las estrategias de dominación” .

Está claro que aquí no se refiere al llamado “amor romántico”, que para él sería otra forma de violencia simbólica, sufrida sobre todo por las mujeres. El autor se refiere a lo que llama “la economía de los intercambios simbólicos, cuya forma suprema es el don de uno mismo, y del propio cuerpo, objeto sagrado, excluido de la circulación mercantil” (ibidem). Todo lo contrario a los intercambios amorosos concebidos como mercancía en el seno del neoliberalismo vigente. O del amor “venal o mercenario”, auténtico oxímoron. El amor puede ser una vía de liberación de los hombres encerrados en su laberinto de Minotauro, porque el amante “abdica, como él mismo, de la intención de dominar. Entrega libremente su libertad a un dueño que le entrega también la suya propia, coincidiendo con él en un acto de libre alienación indefinidamente afirmado” (ibidem).

Si ya los clásicos ensalzaron el valor de la amistad entre hombres como vía de enriquecimiento mutuo y placentero de reconocimiento del otro, más recientemente en la historia occidental la invención del amor, vivida de otra manera en otras culturas, puede ser, según el autor, un camino para superar el narcisismo obsesivo y depresivo. Si no sonara demasiado cursi -porque la palabreja “amor” ha sido prostituida, como tantas otras-, diríamos que aprender a amar es, pues, una vía de liberación de los hombres.

Amar, sin embargo, implica reconocer, empezando por el reconocimiento básico (aquel que nos dice que venimos de mujer). Por eso el reconocimiento de las aportaciones de las mujeres que han sostenido la vida -entre ellas, la nuestra propia- es el principio del camino (Deriu, 2006). Tenemos aún muy metido dentro el mandato de la ruptura adolescente con la madre, una herida que tenemos que sanar para abrirnos a amar a otras personas y al mundo.
 

La fraternidad excluyente

Ya Virginia Woolf en “Tres guineas” (1938) pintó un retrato de lo masculino desde fuera, como algo ridículo, con sus rituales, desfiles, etc. Por primera vez algo que siempre se había considerado solemne y respetable se veía desde otro prisma. Y se trataba de algo tan esencial como la guerra, que en esos momentos se estaba preparando en toda Europa. Su interlocutor le pedía que contribuyera económicamente a un fondo pacifista y ella le responde situándose fuera del simbólico de la guerra y del antimilitarismo, poniendo el foco en las cuestiones que afectaban a las mujeres.

Era su manera de remarcar que las guerras, que lo militar era una creación de una manera de ver el mundo propia de los hombres, a la que ella se sentía ajena. Los uniformes militares, evidentemente lo que pretendían (y pretenden) es anular las individualidades en una masa uniforme fácilmente manipulable. Tratan de marcar un “nosotros” frente a un “ellos”, en un esquema binario que concibe que la única solución a cualquier conflicto pasa por la aniquilación de los otros, su sometimiento. O nosotros o ellos.

Esta manera de ver el mundo lo vemos reflejada en innumerables micro ejemplos: las bandas, pandillas, maras, manadas, grupos de hooligans, etc., hasta llegar a los nacionalismos identitarios que se definen siempre en contra de los otros. Ya no solamente hay el miedo al otro del que hemos hablado antes, sino el cultivo sistemático del odio al otro. O por lo menos su menosprecio. El racismo, la colonización, la aniquilación de culturas enteras son el resultado de todo este mecanismo. Nos apoyarnos en otros hombres, a los que llamamos “compañeros” o “hermanos” (o cofrades o nombres similares) para, otra vez, intentar suprimir la sensación de incompletud que nos hace difícil soportar la soledad. Pero si le añadimos el componente de crueldad del que antes hablábamos, el resultado es siempre violento.

Sometimiento, dominación, exclusión, la bases del sistema patriarcal que hemos creado desde hace milenios los hombres. Un edificio que a veces parece que se viene abajo, pero que siempre acaba aguantando y se mantiene. Muchas mujeres ya hace tiempo que le niegan su reconocimiento, que intentan vivir sus vidas al margen, pero aún demasiados hombres le dan apoyo, lo sustentan. Por miedo a lo desconocido, por interés, pero dan soporte a un sistema criminal que destroza vidas, también las nuestras.

Hay un episodio de la historia que se considera fundacional de la modernidad en Occidente. Cuando los diputados de la Asamblea Constituyente francesa en 1789 escribieron la “Declaración de derechos del hombre y del ciudadano”, lo hicieron despojando de la ciudadanía a mujeres y esclavos y basándola en el derecho de propiedad. Todos hemos visto el cuadro de los diputados de la asamblea nacional −todos hombres, más allá de las divisiones por estamentos− levantando la mano para jurar. Una imagen de unanimidad contra los excluidos y las excluidas. Y no es broma. Poco tiempo después, cuando Olympe de Gouges se atrevió a proclamar la declaración de los Derechos de la mujer y de la ciudadana, la respuesta fue fulminante: fue guillotinada “en nombre de la libertad”. ¡Cuántas veces la ideología ha servido para cubrir estas exclusiones!

Abundamos, pues, en lo mismo. Detrás de estas exclusiones hay un miedo a conocer y reconocer al diferente, al otro. Una manera de funcionar empobrecedora y limitadora, porque sin apertura a lo nuevo no hay avances. La bandera arco iris del movimiento lgtbi lo dice claramente: el mundo es diverso, la diversidad (de todo tipo, cultural, sexual, ecológica…) es riqueza. Parafraseando a los Black Panther, ¡lo queer, lo raro es bello!
 

Conclusión. La necesidad de una voz colectiva

Si conseguimos transformar este malestar difuso ante esta manera de vivir que ya vemos que es obsoleta, limitadora, responsable de gran parte del sufrimiento y dolor que hay hoy en el mundo, en voces masculinas plurales y diversas, pero firmes denunciando esta ignominia; si lo hacemos aprendiendo y reconociendo el trabajo de las mujeres feministas, que hace tiempo que lo llevan haciendo; y de la mano de otros movimientos sociales emancipadores habremos contribuido a abrir una esperanza en la Humanidad. Es nuestra responsabilidad. Si no, nuestro silencio nos hace cómplices.
 

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Resumen

El autor defiende la necesidad de que se alcen de forma colectiva voces masculinas que confronten el sistema patriarcal. Muestra esta necesidad pasando revista al movimiento de hombres por la igualdad en nuestro país y sus enlaces a nivel mundial.

A continuación detalla una serie de aspectos de la condición masculina que las hacen más que nunca necesarias. Empezando por los efectos que la masculinidad tradicional está teniendo sobre los cuerpos, las experiencias y las relaciones de los hombres. Y continuando con las consecuencias que tiene sobre el resto de la humanidad y sobre el mundo. Es más que nunca necesaria la superación de la violencia destructiva, de la sexualidad compulsiva, de este impulso de muerte que lleva dentro de sí esta masculinidad aún dominante. Y hacer emerger más claramente otras formas de vivir como hombre que ya están entre nosotros. Formas de vivir que tienen que proyectarse en lo público y de forma colectiva.

El autor acaba citando a Pierre Bourdieu y apostando por el amor como vía de liberación masculina. Un amor que se base en el reconocimiento de lo que las mujeres han aportado al sostenimiento de la vida.

Palabras clave: masculinidades, igualdad, género, cuerpo, sexualidad, fraternidad.
 

Juanjo Compairé García
Miembro de la AHIGE (Homes Igualitaris).
jjcompaire@gmail.com