Nuestra práctica psicoanalítica, definida como la «cura por el habla» par excelence, se centra en la capacidad básica de usar palabras. La capacidad de «hablar» de la propia historia, los sentimientos y las relaciones con los objetos, la permeabilidad entre el proceso primario y secundario y una organización psíquica cercana a la descripción clásica del funcionamiento neurótico han determinado los criterios de analizabilidad durante varias décadas, y todavía lo hacen hoy en día entre muchos, quizás la mayoría, de los psicoanalistas. La noción de un Yo unificado, que funciona en los niveles superiores de la organización y la capacidad de simbolizar son todavía, para la mayoría, una condición sine qua non para ser analizable. Y si bien estos son aspectos importantes a la hora de decidir sobre el tratamiento a proponer a nuestro potencial paciente, para muchos analistas ya no son las condiciones más fundamentales.
En An outline of psychoanalysis (1940 {1938}), en el capítulo dedicado a la Técnica del psicoanálisis, Freud escribe que para poder trabajar analíticamente con pacientes psicóticos, el Yo… «debe haber conservado una cierta coherencia y algunos fragmentos de comprensión de las exigencias de la realidad»… que no se pueden esperar del Yo en estados psicóticos: «Así descubrimos que debemos renunciar a la idea de intentar nuestro plan de curación sobre los psicóticos… renunciar para siempre o quizás solo por el momento, hasta que hayamos encontrado otro plan mejor adaptado para ellos».
No sé si podemos decir que hemos encontrado «algún otro plan» para curar los trastornos psicóticos o narcisistas (ni tampoco quiero parecer triunfante). Sin embargo, hoy sabemos mucho más sobre el Yo, su desarrollo temprano y su compleja estructura, por lo que las patologías consideradas ayer como no analizables pueden −según muchos analistas, entre los que me incluyo− ser analizadas hoy, en muchos casos también sin introducir los denominados «parámetros» descritos por Eissler (1953) en su memorable trabajo The effect of the structure of the ego on psychoanaytic technique. La psicoterapia de orientación psicoanalítica sustituye a menudo a lo que creo que sigue siendo, en muchos casos, el dominio de nuestro método psicoanalítico. A diferencia de quienes han introducido «flexibilidades» del entorno para tratar patologías no neuróticas, creo que el «camino real» para tratar los niveles primitivos, preedípicos y a menudo presimbólicos, ya sea en personalidades neuróticas o narcisistas y psicóticas, sigue siendo precisamente el marco psicoanalítico clásico. Esto implica alta frecuencia de sesiones que abarcan la mayor parte de la semana (para mantener y contener la regresión en una relación muy íntima), independientemente de que algunos casos requieran un trabajo en equipo simultáneo con la familia, la hospitalización o el uso de fármacos.
La idea de que había personas que no eran analizables según criterios nosológicos se ha vuelto progresivamente insostenible. Ciertamente algunos pacientes son analizables y otros no, lo que se aplica a un amplio espectro de psicopatología. He encontrado algunos pacientes psicóticos más analizables que ciertos neuróticos que podrían obtener mejores beneficios con una buena psicoterapia. [1] Entonces, ¿qué nos hace decidir si derivamos a alguien para un tratamiento psicoanalítico o si le aconsejamos que se someta a una psicoterapia? No hablaré de cuestiones concretas de la realidad, como la falta de inteligencia o el potencial para desarrollar un discernimiento, ni me detendré en los factores económicos, las circunstancias temporales relacionadas con la distancia o las condiciones de trabajo o, para el caso, la simple negativa a participar en una empresa tan larga y costosa. Excepto para decir que en mi opinión estos argumentos, aunque muy realistas, también pueden estar, y a menudo están, al servicio de las resistencias no solo en nuestros pacientes sino también en nosotros mismos como psicoanalistas por razones que tienen que ver con aspectos internos, como comentaré más adelante. Un aspecto importante y, creo que crucial, sin embargo, es la falta de confianza en nuestras herramientas psicoanalíticas que, de hecho, se han incrementado a través de la profundización de las intuiciones freudianas, como la extensión de la división del Yo más allá del fetichismo, y la inclusión de teorías parciales postfreudianas que permiten cubrir una gama más amplia de fenómenos patológicos que los formulados en los primeros tiempos. Me referiré a la experiencia de un grupo de investigación clínica que ha trabajado durante años en consultas de admisión y a cómo cada miembro, aunque esté de acuerdo con la hipótesis psicopatológica y las indicaciones de tratamiento, diferiría ampliamente en cuanto a la toma de tal o cual paciente en tratamiento. La postura personal del analista y la formación de una pareja de trabajo analítica juega un papel enorme y difícil de definir teóricamente.
Las teorías de las relaciones internas de objetos, el aumento del conocimiento sobre la organización psíquica temprana, así como sobre el significado y uso de nuestra contratransferencia, han modificado la idea de que los pacientes psicóticos no desarrollan la transferencia. Las teorías kleinianas y la experiencia clínica post-Kleiniana con psicopatologías severas se han centrado en la introyección de representaciones de objetos depositados como identificaciones primarias o secundarias en el Yo. Estos objetos internos se manifiestan en la transferencia a través de la proyección sobre el analista de representaciones del self o de objetos. La atención se ha centrado también en el complejo mecanismo de identificación proyectiva (un término ampliamente mal entendido y mal utilizado) como un mecanismo particular que ilustra formas de comunicación (o evacuación) de contenido psíquico intolerable.
Permítanme anticipar un ejemplo clínico para subrayar el modo característico de comunicación de algunos pacientes gravemente perturbados que hacen un uso masivo de las identificaciones proyectivas. M, una joven estudiante de Medicina, que entró en análisis tras un brote psicótico agudo, se levantó de repente del diván en un estado de gran excitación y empezó a pasar frenéticamente las páginas del libro de química que había traído con ella. Empezó a gritar «dos, oxígeno, nitrato, hidrógeno…» y varias otras fórmulas químicas. Me fui sintiendo cada vez más confusa y no podía entender qué elementos estaba tratando de reunir para comunicarse conmigo. De repente me di cuenta de que no podía recordar que el oxígeno y el hidrógeno componían la fórmula del agua (H2O), ¡aunque en la Facultad de Medicina había enseñado química! Mi ansiedad aumentó cuando me di cuenta de lo confundida que estaba y que apenas podía recordar la mayoría de los elementos químicos mencionados de manera tan desordenada por M. hasta que, espontáneamente, me encontré diciéndole: «Debe ser terrible sentirse tan confundida en tu cabeza». Me miró intensamente, se calmó y volvió a acostarse en el diván. La evacuación de contenidos psíquicos intolerables e indescriptibles a través de mi experiencia de contra-transferencia y al identificarme con la proyección de su confusión se transformó en una comunicación que me permitió interpretar su estado.
La atención clínica a las diferentes formas de comunicación nos ha llevado a considerar las vicisitudes de la simbolización que subyacen en las representaciones mentales y su expresión a través del lenguaje, así como a través de expresiones pre-verbales o no verbales. Tales consideraciones implican tener en cuenta no solo el modelo estructural de la mente descrito por Freud, sino también el primer tema formulado en la Interpretación de los Sueños. Este modelo destaca el predominio, durante el sueño, de procesos primarios que, a través de la regresión formal, «disuelven» el lenguaje en sus precursores más primitivos como las imágenes, los afectos y las sensaciones. También se centra en la función del Preconsciente no solo como una barrera entre consciente e inconsciente sino principalmente como el área donde las presentaciones de cosas vinculadas a las representaciones de palabras abren el camino a procesos secundarios y a discursos coherentes que son visiblemente desorganizados en las psicosis como en el caso de M. Sabemos de hecho que Freud consideraba los sueños como una psicosis parcial.
En mi intento de compartir con ustedes las ideas sobre los criterios de analizabilidad o más bien mis criterios de cuestionamiento de la «no-analizabilidad», con respecto a trastornos narcisistas y pacientes psicóticos, trataré tres temas. En primer lugar, una breve mención de las teorías que formulan de una forma más compleja el funcionamiento del Yo. En segundo lugar, una ilustración de lo que quiero decir con simbolización y por último, pero no por ello menos importante, ideas contemporáneas sobre el uso de nuestra contratransferencia. Estas cuestiones están estrechamente interrelacionadas entre sí y, por lo tanto, no se tratarán necesariamente por separado.
Finalmente, trataré de comparar dos casos clínicos de análisis para ilustrar mecanismos similares y diferentes en la psicosis y la neurosis; más específicamente, me ocuparé de los procesos de simbolización como parte de diferentes encrucijadas del desarrollo.
En un trabajo anterior sobre el Yo (Amati Mehler, 2001) hablé de las implicaciones clínicas de teorías que no solo revelan las características de la organización psíquica temprana, sino que también formulan la coexistencia en cada uno de nosotros de diferentes niveles de funcionamiento psíquico, tanto dentro del propio Yo como en relación con el resto de la estructura psíquica y la personalidad en general, y, finalmente, de la existencia de áreas narcisistas o incluso psicóticas, dentro de las organizaciones psiconeuróticas más frecuentes. Hanna Segal describió en algunos pacientes lo que ella llamó un «bolsillo esquizofrénico»: una parte psicótica encapsulada que coexiste con un Yo que por lo demás funciona bien; su tesis se acerca a la de José Bleger.
Bleger (1973) describió una parte regresiva no integrada de la personalidad llamada «núcleo aglutinado»…. «caracterizado por una estructura sincrética, en el sentido de una falta de discriminación o diferenciación entre el Yo y el no-Yo, entre los diferentes elementos de la realidad, las múltiples identificaciones y entre los diferentes objetos parciales y totales correspondientes a las diversas etapas del desarrollo». En virtud de la división, la parte más integrada del Yo puede madurar y desarrollar el sentido de la realidad. En otras palabras «…una parte psicótica de la personalidad es controlada en un intento de prevenir la desintegración psicótica».
Se plantea la cuestión de si estas conceptualizaciones imponen cambios en nuestro método y encuadre habitual, o si, por el contrario, mejoran nuestra función analítica y técnica al ampliar el alcance y contenido de nuestra comprensión y nuestras formulaciones interpretativas, situando así en el ámbito del debate actual los criterios tradicionales de analizabilidad. Muchos analistas, por ejemplo, sienten que un paciente psicótico no puede desarrollar una transferencia, lo cual es cierto si por transferencia entendemos solo la reactualización en el presente de las experiencias pasadas con respecto a las introyecciones parentales resultantes del conflicto edípico. A este respecto me gustaría citar a Joe y Anne Marie Sandler (1998), que en la Introducción de su último libro Internal objects revisited, escribieron:
«…es claro que se requiere una clarificación de los conceptos de objetos internos y de las relaciones entre objetos internos para que puedan integrarse más fructíferamente en la teoría psicoanalítica contemporánea. El psicoanálisis clásico limitaba la noción de objetos internos a las introyecciones, que se consideraban constitutivos del Superyó, descrito por Freud como si ocurriera a la edad de cinco años. (…) y el concepto de relaciones de objetos internos no fue considerado seriamente. Sin embargo, los psicoanalistas están pensando cada vez más en términos de tales relaciones internas y de su externalización como un componente importante de la transferencia. Además, esta externalización proporciona un estrecho vínculo entre la transferencia y la contra-transferencia (…) y cuanto más se sabe sobre las relaciones objetales, más se puede entender la interacción entre el paciente y el analista».
De hecho, nos permite «traducir» y descodificar diferentes formas de comunicación más regresivas, lo que nos permite tratar de manera significativa áreas de la organización mental que la teoría clásica no tenía en cuenta, a pesar de que las notables intuiciones de Freud en sus tres últimos ensayos sobre Splitting of the ego, en Construction in psychoanaysis y sus formulaciones en el Outline, allanaron el camino para tales desarrollos posteriores.
Todo esto merece ser explorado y discutido más a fondo, siendo sus implicaciones fundamentales no solo para el tratamiento de las llamadas «patologías actuales», sino también, en mi opinión, para nuestra filosofía de formación, en la medida en que estas áreas no neuróticas en cada uno de nosotros son inexorablemente desafiadas por nuestros pacientes y se crean así resistencias en el analista a menos que seamos capaces de utilizar nuestra contratransferencia al servicio del proceso analítico. He tratado en otro lugar cuestiones de formación y la necesidad de explorar y analizar en los futuros analistas precisamente aquellas áreas más primitivas que de otro modo podrían convertirse en puntos ciegos vulnerables incapaces de hacer frente, en la situación analítica, a la proyección e identificación proyectiva de sus pacientes perturbados.
Aunque nuestro mayor conocimiento debería haber introducido nuevos caminos para el tratamiento psicoanalítico de aquellas condiciones que han sido descritas como defectos del Yo, distorsión del Yo o alteraciones del Yo, debo decir que mientras repasaba parte de la literatura sobre el tema fue notable encontrar que algunas controversias de ayer y hoy tratan temas similares.
Mientras Freud formulaba sus tesis sobre el Yo, sus orígenes, su posición tópica y estructural, autores contemporáneos como Ferenczi, Federn y otros, sin mencionar los crecientes desarrollos kleinianos, ya estaban introduciendo conceptos que confirmaban o desafiaban teorías anteriores. Muchas de estas formulaciones y controversias pasadas que involucran la estructura del Yo y las diferentes opiniones acerca de la formación de la transferencia y la técnica psicoanalítica siguen siendo el centro de nuestra atención hoy en día.
Del mismo modo, también soy consciente de que el término «alteraciones narcisistas o del Yo», como es el caso del término «psicosis», abarca diferentes significados y una variedad de trastornos de la personalidad. Además, me temo que ni siquiera todos compartimos la misma opinión de lo que queremos decir cuando decimos «tratamiento o proceso psicoanalítico».
En su última obra maestra Análisis Terminable e Interminable (SE, vol. XXIII) Freud mencionó tres factores que fueron decisivos para nuestro éxito terapéutico: la influencia de la etiología traumática, la relativa fuerza de los instintos y «algo que hemos llamado una alteración del Yo». Estos tres factores están profundamente interconectados, pero aquí estamos preocupados por el Yo, que Freud consideraba la agencia psíquica con la que tenemos que hacer un pacto si planeamos realizar un análisis. Una cooperación de este tipo, afirmó, fracasa con los psicóticos. Sin embargo, Freud también escribió que toda persona normal es normal en promedio, y que [dice más adelante (ibidem p. 235)] «Su Yo se aproxima al del psicótico en alguna parte u otra y en mayor o menor medida….». La distancia o proximidad a uno de estos dos extremos −la psicosis y la normalidad− proporcionará una medida provisional de lo que se ha denominado «alteraciones del Yo».
Podríamos preguntarnos en este punto qué se incluye en este continuo entre la normalidad y la psicosis. ¿Nos referimos a las detenciones en el desarrollo del Yo o a los traumas? ¿Están los dos vinculados entre sí? ¿Nos referimos a una escisión, es decir, a una ruptura? ¿Las alucinaciones psicóticas derivan de una regresión formal a los procesos primarios como en los sueños?
En el Outline, Freud (1940 [1938]) escribe: «Un sueño… es una psicosis… de corta duración… y aprendemos de él que incluso una alteración tan profunda de la vida mental como ésta puede deshacerse y puede dar lugar a la función normal. ¿Es demasiado audaz, entonces, esperar que también sea posible someter las temidas enfermedades espontáneas de la vida mental a nuestra influencia y lograr su curación?».
Esto está conectado con la relación del Yo con el resto de las instancias o agencias psíquicas. Mientras que la afirmación anterior de Freud nos llama la atención sobre la importancia de tener en cuenta la primera tópica de la mente[2], un punto crucial en la teoría psicoanalítica fue cuando Freud formuló el modelo estructural [en su ensayo El Yo y el Ello (1923)] que define las tres agencias de la mente: Yo, Superyó y Ello. Las interacciones del Yo con las tensiones internas que provienen del Yo y del Superyó, por un lado, y la presión que proviene del mundo exterior, por otro, colocan al Yo en el centro del conflicto entre las demandas instintivas y las demandas del principio de realidad. Según las demandas del Ello y del Superyó, dice Freud (1938) que la organización del Yo puede ser alterada, o si se separa de la realidad «se desliza hacia abajo, hacia la psicosis (…) la causa precipitante del brote de una psicosis es que la realidad se ha vuelto intolerablemente dolorosa o que las pulsiones se han intensificado de forma extraordinaria…'». Para poder trabajar con estos pacientes, el Yo «debe haber conservado una cierta coherencia y algunos fragmentos de comprensión de las exigencias de la realidad».
El problema de la relación del Yo con la realidad hizo que Freud y la comunidad psicoanalítica revisaran este tema muchas veces. El propio Freud tuvo que hacer frente a esta cuestión al tratar con las dos realidades contradictorias del fetichista en virtud de un Yo dividido: una parte del Yo reconoce que la madre no posee un pene mientras que otra parte del Yo niega tal percepción. Así pues, dentro del Yo coexisten dos realidades contradictorias. Strachey nos recuerda en una nota que el problema de la división del Yo fue continuar ocupando a Freud (1940a) en sus últimos años cuando extiende la idea de la división del Yo más allá de los casos de fetichismo y hacia la neurosis en general, lo cual es particularmente relevante para nuestra discusión sobre el Yo y la realidad psíquica interna. Lo más relevante en la descripción de Freud es que el Yo Spaltung es consecuencia de dos tendencias contrarias que, en casos de perversión y psicosis, se encuentran coexistiendo intrasistémicamente −es decir, dentro del Yo− mientras que en la neurosis una de estas tendencias pertenece al Yo y la otra al Ello. Este tema es uno de los legados más importantes de Freud en nuestros esfuerzos actuales.
Arlow y Brenner en su artículo The psychopathology of the psychosis: a proposed revision (1970) han descrito situaciones clínicas en las que un brote psicótico severo y/o un sistema delirante fuertemente organizado pueden coexistir con algunas funciones del Yo intactas. Escriben:
«…los últimos conceptos de la teoría estructural de Freud, particularmente los conceptos de conflicto, ansiedad y regresión defensiva de las funciones del Yo, explican los fenómenos clínicos de las psicosis mejor que los conceptos anteriores de decatexis y recatexis libidinal.»
Además, estos autores afirman que:
«Se han publicado muchos informes de casos que indican que las transferencias pueden darse y de hecho se dan en la esquizofrenia. Estas transferencias pueden ser transitorias, volátiles, inestables y cargadas de agresividad, pero representan, sin embargo, el mismo proceso fundamental que puede reconocerse en la transferencia de pacientes neuróticos, es decir, el desplazamiento sobre la imagen del analista de las catexis instintivas originalmente investidas de objetos infantiles. Las dificultades inherentes al manejo de la transferencia de la psicosis residen en la incapacidad del Yo del paciente psicótico para hacer frente al peligro instintivo masivo y a la ansiedad que engendra. Negar o suprimir cualquier manifestación de implicación en la transferencia puede ser la defensa de elección del asediado Yo del paciente psicótico, quiero añadir que la del analista también, pero esto no debe ocultarnos el hecho de que en las psicosis se desarrollan relaciones de transferencia reales e intensas…» y que «en la psicosis las funciones del Yo de percepción y juicio, junto con muchas otras funciones del Yo, pueden conservar su autonomía en un grado considerable.»
Weiss (1953), señala que algunas identificaciones determinan las características del Yo y pueden consistir en la inclusión en el Yo de un objeto para que el Yo sienta ese objeto como parte del self; una afirmación importante que uno de mis casos −el actor psicótico descrito más adelante− ilustra claramente.
No puedo detenerme más en estos asuntos, pero solo quiero enfatizar el papel de las representaciones de objetos internos porque tienen consecuencias de largo alcance, ya que estas representaciones de self-objetos varían de acuerdo con los diferentes niveles de formación de los límites de los self-objetos, e implican el complejo significado conceptual de las «identificaciones», tal como lo mencionaron anteriormente los Sandler. Y en virtud de lo que sabemos hoy en día de las primeras interacciones indiferenciadas entre padres e hijos que coinciden también con la indiferenciación estructural, tenemos que admitir que estos precursores preedípicos tempranos de identificaciones más maduras «son llevados al Yo». Se refieren a experiencias sensoriales y psicofísicas funcionales arcaicas relacionadas con los objetos primarios. En el análisis revelan su estrecha relación con las etapas de las primeras representaciones mentales que carecen de simbolización suficiente y que están ligadas a sensaciones corpóreas que juegan un papel en la enfermedad psicosomática o en los delirios corporales, como lo manifiesta el paciente psicótico al que me refiero a continuación. Durante uno de sus variados y complejos sistemas delirantes visualizó el universo dentro de su cabeza como una enorme vagina, también alucinó que era como un pene-misil que tenía que atravesar muchos cielos diferentes que eran vaginas. La última por la que tuvo que pasar, para ser libre, fue la vagina de su madre. Los elementos de estar atrapado en el cuerpo de la madre, la necesidad de separarse, de nacer representados y anunciados en nuestro trabajo analítico supuso la posibilidad de un nacimiento psicológico a medida que analizábamos dicho material durante los intervalos de sus estados de delirio. Fue capaz de comprender su contenido, lo que le hizo sentir invadido y destruido desde dentro.
He tratado de ilustrar, de manera un tanto reducida, diferentes modelos de organización psíquica que, a la vez que utilizan, amplían o modifican las conceptualizaciones freudianas, ponen de relieve algunos rasgos que diferencian el Yo del pasado del Yo que podríamos imaginar hoy. La simbiosis puede ser vista como una fase fisiológica de desarrollo o como un modo patológico de relación. Según algunos autores, si se utiliza como defensa, evita la fragmentación del Yo y las ansiedades de aniquilación. La separación y la alteridad, es decir, el reconocimiento del Otro significativo como separado, amenazan la cohesión del Yo. En general, la represión −incluso cuando es apropiada− se menciona menos hoy en día cuando se describen las patologías del Yo que favorecen los mecanismos de división. Por supuesto, debería haber mencionado las formulaciones más interesantes de Bion y sus contribuciones a la comprensión del funcionamiento psíquico temprano, así como la aterradora experiencia de los objetos bizarros en relación con la fragmentación psicótica, pero tendré que dejar esto para una ocasión futura.
Llego ahora a las vicisitudes de la función simbólica. El lenguaje, que es un tema central en el encuentro psicoanalítico, se encuentra en el corazón de las encrucijadas del desarrollo humano y de la organización psíquica, tales como el proceso de diferenciación de los self-objetos y las ansiedades de separación, que van desde las ansiedades de aniquilación temprana hasta las ansiedades de separación más maduras que tratan con la dependencia. Exploré en otro lugar (Amati Mehler, 1998) la «psico-arqueología» del lenguaje a través del estudio de las palabras como signos que denominan cosas, y palabras que simbolizan un mundo perceptivo y afectivo que es específico de cada individuo. El mundo «experiencial» de las relaciones primarias entre objetos está ligado a las palabras y a la forma en que se utilizan para construir un discurso. Las vicisitudes del desarrollo de la función simbólica implican la transición de lo concreto a lo abstracto, de lo corporal a lo mental, y de los vínculos entre la representación de cosas y la representación de palabras que implican experiencias psicosensoriales tempranas tan bien descritas por el doctor Greenacre.
Entre los autores que han prestado atención a las vicisitudes de la función simbólica, me gustaría referirme a Frances Tustin porque a través de su trabajo con niños autistas ha elaborado un modelo muy útil del desarrollo de la capacidad de usar símbolos, que es una parte integrante de la adquisición del lenguaje. Describe tres etapas de las vicisitudes del logro simbólico: 1) Una fase «como si» que conduce a 2) Representación pictórica y 3) Representación simbólica. A este respecto, solo puedo hacer un breve resumen.
1) Fase «como si»: Para el niño, en el estado de funcionamiento «como si» los objetos, que sabemos que son diferentes, se equiparan en base a sentir lo mismo en la boca del niño o en su mano o en su piel. Así, el dedo, el puño, un botón, el pomo de la cuna….. el pezón, la tetina del biberón, son todos iguales entre sí. Un bebé con la mano apoyada en el brazo de la madre mientras esta le da de comer difícilmente distinguirá entre su mano, el brazo de la madre o la cuchara. Hanna Segal (1957) ha dado el nombre de Ecuaciones Simbólicas a estos primeros precursores de la formación de símbolos. Veremos el importante papel de las ecuaciones simbólicas en pacientes psicóticos e ilusos como el que voy a presentar que es actor, y que en su ilusión de la guerra de las galaxias, equiparó el significado de las estrellas (del cielo) con la palabra «estrella» que designa a sus colegas actores escénicos. En esta fase «como si» hay poca o ninguna sensación de separación corporal que pertenezca al estado de fusión madre-hijo.
2) Representación pictórica: Cuando en la fase pictórica aparece alguna separación entre el cuerpo y los objetos, podemos ver que los niños pueden garabatear algo en un papel y darle un nombre, o darle un nombre a su manta, aunque en parte se encuentra en el ámbito del espacio transicional winnicottiano «yo-no yo».
3) Representación simbólica: El símbolo es diferente del objeto que está representando y puede nominar un objeto o cosa en su ausencia. Por lo tanto, la palabra «gato» no representa la forma de un gato, como lo haría un pictograma.
Para describir este proceso con más detalle, cuando un bebé ve un «gato» que la madre denomina como tal por primera vez, es decir, un gran gato negro, el bebé puede considerar que la palabra «gato» representa a un gran gato negro hasta que nuevas experiencias (representaciones de cosas) añadan más significado a la representación de la palabra. Después de ver un gran gatito blanco y quizás otro gris, la evocación de la palabra «gato» en la mente del niño en crecimiento ya no representará el primer gato concreto que vio. La palabra «gato» se convierte en el símbolo de una categoría, representando varios tipos de gatos y es un precursor de la capacidad de usar conceptos abstractos para pensar. Debo explicar que no estoy usando aquí la palabra símbolo como Freud había formulado en la Interpretación de los sueños, donde se refería a los símbolos como representantes del contenido sexual, por ejemplo, interpretando un paraguas como representante del pene.
En el curso del desarrollo, las huellas mnémicas correspondientes a las diversas representaciones de cosas y palabras se entrelazan en una compleja red asociativa revelada por la libre asociación. Los afectos y las defensas que acompañan a su codificación recorren caminos que condicionarán el destino de la representatividad, la memoria y el recuerdo, así como el lenguaje que vehicula el pensamiento. Las vicisitudes de desarrollo de la simbolización y la vinculación de las presentaciones de cosas a las presentaciones de palabras cubren la extensión del pensamiento de Freud desde el principio hasta el final de su obra cuando se refiere a ella como la «antítesis entre los procesos primarios y secundarios…». (Freud, 1937, página 225). Las representaciones de cosas, relacionadas con sensaciones, afectos e imágenes visuales dentro de la red cada vez más compleja de asociaciones multisensoriales, no siempre se conectan con las palabras (ellas mismas conectadas con algo más que la fuente acústica) ni se abren camino hacia una expresión verbal.
Lo que ha ocupado mis reflexiones en los últimos años desde el punto de vista clínico y teórico se refiere a una doble cuestión relacionada con la centralidad del lenguaje en nuestra práctica: por un lado, el problema de los vínculos y la integración entre los diferentes códigos internos y niveles de organización psíquica que toca los complejos temas de la representatividad −explorado en el trabajo de Freud (1900) sobre los sueños− y la progresión de lo pre-verbal, así como de lo no verbal, hacia la expresión y la comunicación en el curso del proceso analítico. Esto implica la comprensión de las vicisitudes normales y patológicas de la función simbólica. Cuando se trata de perturbaciones narcisistas o de pacientes traumatizados nos encontramos, según la definición de A. Green, con «rastros de inconsciente en forma de agujeros psíquicos» que pueden ser percibidos a través de nuestra escucha psicoanalítica del discurso particular del paciente.
Como se mencionó anteriormente, el psicoanálisis contemporáneo nos confronta con la relevancia de nuestra contratransferencia en la descodificación de contenidos pre o no verbales en nosotros mismos y en nuestros pacientes durante el proceso psicoanalítico. De hecho, la profundización del concepto de contratransferencia ha ampliado para muchos de nosotros la gama de pacientes que podemos tratar analíticamente. «Metodológicamente, la contratransferencia es una hipótesis que el terapeuta crea en su campo de trabajo… no una certeza, sino una hipótesis de trabajo que debe ser utilizada para pensar. Los pacientes psicóticos transmiten sentimientos intensos a través de mecanismos como la proyección, la identificación proyectiva, los mensajes paradójicos, la fonología o la música de la voz, las frases rotas o las perturbaciones sintácticas y semánticas, etc…» según D. Rosenfeld (1992). Ya he mencionado anteriormente el caso de M, la estudiante de medicina que tuve en análisis durante cinco años y la forma en que las experiencias que ella no pudo describir a través de una narrativa coherente invadieron mi mente. Por cierto, lo último que supe de ella es que se había convertido en una dentista de éxito.
Creo que la teoría psicoanalítica de la mente es la mejor que tenemos, y pocos analistas negarían que proporciona las herramientas para entender a los pacientes borderline o psicóticos. Pero también sabemos que pocos analistas considerarían que nuestras herramientas, encuadre y método psicoanalíticos son apropiados. Como ya señalé anteriormente, creo que una de las principales razones para considerar a estos pacientes como no analizables tiene que ver con el profundo impacto psíquico o incluso las reacciones psicosomáticas que tales procesos analíticos provocan en nosotros. Algunas de mis propias experiencias clínicas (Amati Mehler, 2000) que intentaré describir esta tarde, me han confrontado de forma intensa con esto. Por otro lado, solo una relación muy íntima y cercana es capaz de fomentar el proceso necesario de resignificación del material arcaico no simbolizado a través de la transferencia psicótica que habita en nuestra contratransferencia.
Permítanme incluir aquí una viñeta clínica que Riccardo Steiner presentó en un panel que organizamos sobre problemas relacionados con la simbolización, y a quien agradezco que me permita citarla. Aunque Steiner (ibidem) nos advierte correctamente que la contratransferencia «no es un instrumento exacto… a veces incluso arriesgado y que si se usa indiscriminadamente aumenta la omnipotencia y la omnisciencia del analista», da algunos ejemplos interesantes de cómo puede ponerse al servicio de la comunicación analítica. Describe la voz y la entonación de un paciente que durante la sesión «comenzó a fundirse en un susurro hipnótico». Por entonación, Steiner se refiere a un campo semiótico más amplio de mensajes no verbales y para-verbales en el que intervienen otros sentidos además del auditivo: «… la entonación pertenece al cuerpo vivo». Recordemos aquí a Anzieu (1979) quien considera que en la voz se encuentra la proyección de lo que Freud ha llamado el Yo corporal que precede al Yo propiamente dicho. Para volver con la paciente de Steiner: «De vez en cuando se escuchaban algunos sonidos vocales («um, kh, mm», etc.) como si la paciente estuviera señalando que estaba allí. El analista sintió que debe haber algo muy angustiante que la obligó a comunicarse de esta manera…». No puedo entrar en muchos detalles, pero lo que es relevante para nuestro discurso son los intentos del analista de ayudar a la paciente a entender las razones inconscientes que hay detrás de su modalidad comunicativa que parecían expresar una necesidad que el analista interpretó diciendo: «que alguien más, yo, debería hacer algo o sentir y pensar por ti, poniéndolo en palabras». Con el paso del tiempo, el analista tuvo una sensación de asfixia y notó que comenzaba a sentir una irritación en el dorso de sus manos. Al principio pensó que el rascarse las manos de forma automática era quizás una forma de mantenerse despierto durante una sesión particularmente difícil cargada de susurros y silencios. El analista interpretó la situación diciendo a la paciente que era como si estuviera envuelta en una especie de corsé rígido que la irritaba cuando los sentimientos se atascaban y poco podía salir. Nos cuenta que lo dijo con una voz que intentaba transmitir su propio intento de «imaginar y sentir que algo más allá de las palabras» que estaba intentando transmitirle. Estamos claramente lejos de la técnica clásica descrita principalmente como el análisis e interpretación de la resistencia y la represión de los deseos pulsionales. Sin embargo, el analista está utilizando interpretaciones (en una estrecha interacción entre las reacciones de transferencia y contra-transferencia) dentro de un encuadre clásico, pero aquí hay un tipo diferente de escucha psicoanalítica y una gama de interpretaciones que abordan modos arcaicos (expresiones para-verbales y pre-verbales o concretas) de funcionamiento. Volviendo a la paciente de Steiner: «la paciente se animó de repente y por primera vez habló de «un viejo problema» que nunca había mencionado antes o durante las entrevistas de admisión. Ella había padecido un eczema severo desde el nacimiento y asma relacionado con experiencias primitivas, entre ellas, el embarazo de la madre de su hermano. A lo largo de su infancia, sus padres reaccionaban a sus ataques con pánico severo. La paciente dijo: «Me quedé terriblemente callada cuando sentí que los ataques de asma venían como un asesino, algo que te absorbe por dentro, el corsé rígido como tú lo llamabas, pero dentro de mi pecho, mis pulmones…».
Es bastante peligroso trabajar con tales niveles primitivos, y la contratransferencia puede ser un expediente bastante arbitrario, especialmente en caso de pacientes con trastornos narcisistas o con núcleos psicóticos. Esto, como he dicho antes, se debe a que las comunicaciones inconscientes primitivas a menudo no nos libran de fuertes reacciones emocionales o somáticas, o de resistencias y defensas que favorecen los bloqueos en el proceso.
Todas estas cuestiones también se refieren a las complicadas cuestiones relacionadas con la forma en que formulamos las interpretaciones para facilitar un vínculo entre el funcionamiento de los procesos primario y secundario, permitiendo que surjan nuevos significados dentro de la interacción entre transferencia y contratransferencia. Esto requiere que unas de nuestras principales reglas psicoanalíticas, a saber, la de la libre asociación (desafortunadamente bastante descuidada en gran parte del psicoanálisis contemporáneo) y la atención libremente flotante estén constantemente operando para permitir el trabajo microscópico de desvelar, traducir y encontrar nuevos significados mientras se tejen conexiones a través de las diferentes estratificaciones de la organización psíquica.
Rizzuto habla de la importancia de la voz del analista, y de la forma en que esta voz «toca» al paciente en la etapa de desarrollo en la que se siente, para poder llegar contemporáneamente al individuo en la etapa desde la que se está defendiendo al self y al adulto real. De esta manera, Rizzuto pretende devolver a los pacientes a sus raíces semióticas y semánticas afectivas del proceso primario, basadas en sus memorias corporales y en los objetos que han sido internalizados.
Casos Clínicos
Ahora intentaré comparar más detalladamente dos casos clínicos de análisis −uno que se refiere al paciente psicótico que he mencionado antes y otro a un paciente neurótico− donde me parece que, independientemente de su diferente clasificación nosológica, los mecanismos primitivos relacionados con la mayoría de las formas arcaicas de funcionamiento eran relevantes en ambos; un área de funcionamiento que excluye la tridimensionalidad tras la formación de un espacio interno con límites que delimitan el Yo y el pavimento de la senda desde el proceso primario hasta el secundario. Sin embargo, las vicisitudes del funcionamiento pre-simbólico y simbólico eran muy diferentes.
Llamaré al paciente psicótico P y al paciente neurótico N.
P era un actor en el que los períodos de pseudonormalidad se alternaban con graves crisis de pánico delirante que se producían regularmente y con la misma modalidad específica. Cada vez que se acercaba el momento de interpretar el papel de un nuevo personaje, P se volvía más silencioso durante las sesiones y, en especial durante los tres primeros años de análisis, más ausente. Se sumergía tan completamente en el papel y en la trama de la obra que su apariencia física, así como sus gestos y su actitud psicológica cambiaban. Al sentirse totalmente identificado en el personaje de este papel, ya no era él mismo, sino el personaje de la obra. Los límites entre la ficción y la realidad se fueron anulando y el espacio entre la realidad interna y la realidad externa en el que se sitúa la ficción se derrumbó (Amati Mehler, 1982).
Me viene a la mente una obra de Chiozza sobre la ficción en la que este autor describe ciertas vicisitudes de Lawrence Olivier en el papel de Hamlet. Dijo que si realmente se creía que Olivier era Hamlet, entonces uno se comportaría como Don Quijote y subiría corriendo al escenario para evitar el asesinato. Si, por el contrario, solo se veía a Olivier en el escenario, entonces uno se enfadaría por haber pagado la entrada. Debe haber un campo intermedio para poder ver tanto a Hamlet como a Olivier. Creo que lo mismo −ser capaz de ver o experimentar a ambas personas− es válido también para un actor.
El cambio de identidad de P era tan perfecto que fue muy solicitado por directores de cine o teatro, especialmente para papeles muy dramáticos con temas existenciales que lo hacían sentir atormentado por emociones violentas. En el momento en que la realidad del papel que desempeñaba se convertía en su propia realidad, P se hizo ilusorio; entró en un estado de pánico espantoso y se veía obligado a interrumpir su trabajo antes o inmediatamente después de subir al escenario. [3] Las fases intermedias entre los episodios delirantes nos dieron la oportunidad de analizar las expresiones presimbólicas, su creatividad profesional, los problemas de individuación-separación, la formación de los «límites del Yo» capaces de discriminar lo real de lo no-real y, finalmente, el área de lo «como si» en el sentido de juego-pretensión tal como fue formulado por Winnicott y otros. Creo que la relación entre todos estos fenómenos y la forma en que están vinculados entre sí me ha sido ilustrada en parte en el curso de este análisis. (Una descripción más detallada de su análisis ha sido publicada en otra parte (ibídem, 1982)).
Debo decir que hubo una circunstancia particularmente favorable y de gran relevancia: la relación de P conmigo nunca vaciló, ni siquiera durante sus delirios persecutorios; y también durante todos sus estados de confusión siempre me reconoció como lo que él llamaba un «ancla» que garantizaba un vínculo con la vida y la realidad que sentía que se le escapaba y lo dejaba presa de los monstruos internos que lo atormentaban.
En general, los pacientes delirantes que son capaces de establecer una relación analítica nos muestran cómo la ilusión y las alucinaciones se construyen a partir de experiencias que, por no haber llegado a procesos secundarios o por haber regresado a procesos primarios que funcionan como en los sueños, requieren que, además del trabajo de interpretación, se facilite la traducción o descodificación de las comunicaciones presimbólicas y, en consecuencia, se fomente un camino hacia la consecución de una representación a la que me refiero con el término de mentalización. Este proceso, más aún que en el caso del paciente neurótico, sólo puede tener lugar a través de una relación terapéutica. Al dar un nombre y una razón a sus pánicos innombrables, la devastación y desintegración de la estructura mental de P se vio disminuida y fue posible para él volver a formar parte del proceso de integración y crecimiento.
El padre de P había sido violento, jugador y a menudo ausente, pero idealizado por el niño como fuerte y viril. Su madre, casi veinte años más joven que el padre, tenía una relación tierna, seductora, intrusiva y exclusiva con el paciente. Cuando era niño, P solía ir al cine con su madre, quien idealizaba y se entusiasmaba con los personajes de la pantalla. El juguete favorito de P era un pequeño teatro, con el que jugó durante horas, interpretando papeles, inventando historias y utilizando el escenario como un lugar donde vivir sin enfrentarse a la realidad, en contacto con el mundo idealizado de su madre.
La idea nuclear de su delirio tenía que ver con la falta de límites entre él y los demás, entre su cuerpo y las cosas, entre la gente real y los personajes. Imaginó que era capaz de incorporar en self a alguien a quien admiraba o envidiaba −normalmente al productor o a otro actor− para poder tener a la otra persona y todas sus cualidades dentro de él. Al mismo tiempo, y por la misma razón, temía un ataque penetrante de otra persona (generalmente hombres); detrás de esta aparente fachada homosexual se escondía la devastadora intrusión de una figura arcaica e indiferenciada.
La regresión (formal y temporal) y la desintegración lo llevaron a niveles primitivos donde grandes porciones de su personalidad habían quedado atrapadas en estados presimbólicos de fusión fantaseada con las cosas y con el omnipotente objeto primario. Me refiero de nuevo a Tustin, quien nos recuerda que para utilizar símbolos debe existir la capacidad de distinguir entre el mundo interno y el externo. También aclara que la fase «como si» no debería identificarse con el concepto de Deutch de «como si» o con el de Winnicott de «como si fuera» con el que estoy tratando ahora mismo. Mi paciente osciló desde la fase de «como si» de Tustin, equivalente a la ecuación simbólica de H. Segal, hasta intentar, a través de su profesión, cumplir con el «como si fuera» de Winnicott, equivalente al juguetón «representa que». Lo que prevalecía durante su ruptura eran los mecanismos de funcionamiento psicofísico (sensorial), en la frontera entre cuerpo y mente, entre lo concreto y lo protomental. Los procesos de mentalización de P se perdían en el camino en objetos y pensamientos extraños. Los delirios impedían y sustituían la capacidad de tener fantasías. Sus funciones simbólicas se desorganizaban.
Durante ciertos estados delirantes, P sintió que todos sus órganos reales fueron sustituidos por órganos falsos hechos de plástico o celuloide. Sentía como si estallaran guerras internas, con sensaciones corporales y viscerales muy intensas, entre los invasores (empeñados en la destrucción) y los defensores de sus órganos reales, entre los que se encontraba el analista. Cada vez que un órgano suyo era «plastificado», el analista lo desplastificaba y restauraba su calidad de vida orgánica. Este sentimiento suyo de que yo estaba dentro de él nos permitió trabajar juntos sin perder nunca el contacto, incluso en los momentos de mayor locura. Como mencioné anteriormente, me experimentó como un salvador dentro de él (un objeto interno), así como un objeto externo con el que se mantuvo en contacto y, de hecho, me hizo sentir como si fuera el último eslabón con la realidad y la cordura por la que luchó tan arduamente.
P siempre me ha sorprendido por su capacidad de hacerme comprender, en las distintas etapas, el contenido, el significado y las sensaciones (a menudo corporales) que subyacían a sus alucinaciones. En cierto modo, logramos «trabajar en equipo» para entrar en los delirios, pero también para salir de ellos. Solo para darles una pista del tipo de material que habitaba en nuestras sesiones, él visualizó el universo como una enorme vagina o como una serie de cielos-vagina de las cuales la última en atravesar −como un pene-misil− para salir, era la vagina de su madre. El delirio estaba relacionado con su entrada o salida de la vagina de su madre, conectado y condensado con la entrada en el cuerpo de la madre o el nacimiento final (también psicológicamente en lugar de estar atrapado en la vagina delirante).
Otro de sus sistemas ilusorios que ilustra quizás aún más poderosamente esta pérdida de límites y la desorganización de la función simbólica con una prevalencia de ecuaciones simbólicas, consideraba lo que yo describiría como «guerras de las galaxias». Visualizó una guerra entre diferentes estrellas (aquí el significado de las estrellas no solo era el de «cuerpos celestes», sino también el de las estrellas como actores) con las que estaba en conflicto, que quería controlar con ataques envidiosos, o de las que temía ser perseguido y destruido. El tiempo no me permite profundizar en el trabajo analítico en detalle, ni describir los meses invertidos en la comprensión y traducción del hilo conductor compuesto por infinitos eslabones de «ecuaciones simbólicas», muchos de los cuales solo podrían ser descifrados posteriormente a medida que avanzaba el proceso analítico. De hecho, después del tercer año de análisis, las fantasías fueron sustituyendo gradualmente a las alucinaciones.
Cuando no estaba delirando, P dijo, con considerable profundidad y perspicacia, que su desesperada búsqueda de un padre y su complacencia con los directores lo llevaron a sentirse completamente invadido y poseído. Solo que en esta etapa caería en una trampa de fusión con la madre arcaica, en un estado de casi total indiferenciación con el mundo exterior y pérdida de límites entre fantasía y realidad.
Permítanme ahora presentarles brevemente a N («un paciente que he descrito en otra parte con más detalle») que vino a analizarse porque se sentía confundido, estaba perdiendo la memoria y ya no podía reconocerse a sí mismo. Era un hombre muy exitoso en lo profesional, brillante, sensible y capaz de pensar profundamente en sí mismo y en los demás. Le preocupaba su creciente incapacidad para establecer conexiones entre las cosas o personas y sus nombres, entre las personas y sus historias o las relaciones entre ellas. A pesar de las apariencias, todo esto no tenía ninguna cualidad psicótica. Privado de deseos o sentimientos, no pudo darse una dimensión histórica en el pasado, en el presente o en el futuro. Él dijo: «Ya no puedo ser protagonista de mi propia historia interna».
N había pasado largos períodos de tiempo en el extranjero por motivos de trabajo y siempre había logrado adaptarse fácilmente a diferentes culturas e idiomas (su caso se describe en nuestro libro The Babel of the unconscious: mother tongue and foreing languages in the psychoanalytic dimension (Amati Mehler, J, Argentieri, S. y Canestri, J., 1993) en relación a lo que él describió como sus diferentes personalidades multilingües). Estaba muy apegado a sus padres y contactaba con ellos a diario. Despreciaba defensivamente a su madre, considerándola totalmente sumisa a su padre, por quien tenía gran consideración. Su matrimonio se estaba rompiendo y antes de que terminara en divorcio, N se enamoró de otra mujer, y en esta etapa todo su activo interno estaba abrumado por profundas ansiedades de separación y crisis de impotencia sexual.
Hacíamos cinco sesiones de análisis a la semana con gran regularidad, a pesar de sus muchos otros compromisos y de sus frecuentes viajes. N solía cambiar de continente y hábitos fácilmente, casi como si los lugares y las personas, así como varios idiomas, fueran intercambiables. Llevaba una pequeña bolsa como si fuera su «casa móvil» hasta que empezó a entrar en contacto con las defensas que había construido para negar las ataduras o separaciones. Ahora, dijo, era como si su «equipaje» se hubiera hecho más pesado y ya no pudiera viajar ni desprenderse tan fácilmente como antes de la gente y de los lugares.
Durante las sesiones N estaba muy a gusto. Hablaba de todo sin vergüenza ni resistencias −¡un campeón de la libre asociación!− como si hablara consigo mismo, o mejor dicho, como si yo fuera él mismo. Sentí como si mi presencia no fuera fundamental para el paciente, o incluso ni percibida por él. No había lugar para las interpretaciones y menos aún para las interpretaciones de transferencia. Sentí como si hubieran estado fuera de lugar y fuera de tiempo. A veces tenía la impresión de que estaba siendo completamente seducido por este interesante «niño maravilla» que exponía todo sin barreras. [4]
Esta seductora cualidad de hablar, que se remonta a la época de su infancia, cuando pasaba largas tardes hablando íntimamente con su madre en su cama, me ayudó a entender mi propia contratransferencia. Me hizo sentir atrapada en el mundo encantado, inmóvil y fusional que él mismo había experimentado con su madre, anunciando nuestro trabajo a través de los dolores de la separación-individuación.
Las relaciones de N con las mujeres se caracterizaban por el hecho de que una mujer era muy parecida a otra. Lo que buscaba era una situación −siempre la misma− en la que un objeto indiferenciado, fuente de contacto puro y de calor sensual, le permitiera establecer una relación con un objetivo (el del contacto físico) más que con el objeto. Aunque buscaba principalmente estas situaciones específicas de fusión, tenía miedo de quedar atrapado en una relación más exclusiva.
Cuando se enamoró profundamente de X, su impotencia sexual pasó a primer plano. Normalmente no hablaba durante el coito, pero con X hablaban mucho y ella insistía en ser penetrada (aunque N había tratado de convencerla de que la penetración era sólo una opción). La integración de la experiencia del contacto carnal con el excitante contacto hablado con un objeto que no podía controlar, tuvo el efecto de un detonador explosivo. Podemos ver aquí el impacto de la emocionante charla del pasado en la cama con la madre en la presente situación íntima con X, y en mi experiencia de contratransferencia de ser seducida e inmovilizada por su fascinante charla.
Cuando su relación con X comenzó a romperse, N tuvo que enfrentarse, tanto en la vida real como en el análisis, a serias ansiedades de separación y de pérdida de sí mismo. Retrocedió, lloró continuamente, y durante varios meses dejó de trabajar mientras que, con gran dolor, trabajó duro en el análisis.
No puedo dar un relato detallado de uno de los largos sueños de mi paciente que demuestra el drama de la supervivencia que tiene lugar alrededor de la definición y el reconocimiento de los límites entre el self y el objeto. Se trataba de una clínica médica en la que veía a las mujeres acostadas junto a sus bebés. Pero no estaba seguro de si lo que estaba cerca de los cuerpos de la madre eran órganos, o tal vez sus bebés. (En sus asociaciones con el sueño, había una constante superposición y confusión entre los órganos maternos y los suyos propios, o entre los penes y los bebés, y no estaba claro si estaban dentro o fuera de los cuerpos de las madres).
Mientras P sentía concretamente que sus órganos internos estaban en peligro y poseídos por otros, la confusión de N sobre si estaba separado del cuerpo de su madre y si era su bebé o su pene, se convirtió en el escenario de un sueño más que en el de una desilusión. El desdibujarse los límites tópicos, estructurales y dinámicos de la organización psíquica de P, que dan lugar a una pérdida del sentido de la realidad en vigilia, fue representado en el caso de N durante el sueño y gracias al trabajo de los sueños y a la prevalencia total de los procesos primarios.
Permítanme una breve digresión. He tratado en otra parte de la impotencia masculina (en relación con este paciente) (Amati Mehler, 1991). No puedo entrar en más detalles aquí excepto para mencionar que en tales casos lo que pienso que ha sido pasado por alto y a menudo descuidado en el proceso analítico es la dificultad de integrar intrapsíquicamente los niveles de las experiencias fusionales con las experiencias genitales, las cuales son esenciales en la relación amorosa con el objeto. Creo que la dificultad radica en alcanzar la capacidad de tolerar la regresión (sin el temor de fusionarse para siempre y sin delirios como le sucedió a P), y de entregarse en la relación genital al afecto erótico sensual primario incrustado en la experiencia de fusión oceánica y totalizadora donde no hay límites entre el self y el objeto. Este acontecimiento primario de la vida está marcado por experiencias concretas y corporales cuyas configuraciones infantiles polimorfas pueden o no integrarse en la genitalidad al servicio de una sexualidad más madura. Lo que quiero enfatizar es que si estos niveles tempranos no hubieran sido trabajados, o si el análisis se hubiera concentrado principalmente en los niveles neuróticos de la ansiedad de la castración fálica, el análisis habría perdido el punto.
Pero volvamos a las neurosis y las psicosis: ¿por qué N no se convierte en presa de la ilusión delirante cuando −como P− se enfrenta a la amenaza de perder los límites del Yo? ¿Por qué N busca pero también tiene miedo de perderse en un espacio confinado y devorador del que se defiende permaneciendo fuera, mientras que P no puede defender su espacio interno de ser invadido, o verse a self como distinto del espacio externo que siente que es ilimitado y peligroso?
Dentro de los primeros procesos mentales que están íntimamente entrelazados con los procesos de separación, creo que debemos diferenciar, por un lado, los procesos de separación o cesura y diferenciación entre la «cosa» concreta y el símbolo que la representa, y por otro lado, aquellos procesos de separación que conducen a la individuación y al reconocimiento del objeto como el otro, distinto y separado del yo (Corradi, 1980). Estos dos tipos de procesos son tanto paralelos como íntimamente ligados entre sí: uno es intrapsíquico, el otro es interpersonal.
Lo que más se acerca a las «cosas» son esas «experiencias mentales primitivas del cuerpo» dentro del área de una organización parcial que precede al funcionamiento simbólico, al pensamiento verbal y a la capacidad de abstracción (un campo ampliamente explorado por H. Segal y por F. Tustin). Creo que la importancia de entender esta encrucijada de desarrollo está representada por el amplio alcance que proporciona para tratar de visualizar un mapa explicativo de la organización de las llamadas áreas de funcionamiento psicótico de la personalidad, incluso en personas que no son psicóticas; áreas que pueden y necesitan ser resignificadas en el análisis.
Desde luego, los delirios son hechos mentales, pero a menudo se refieren a sensaciones corporales que solo a veces encuentran palabras para ser dichas. Se relacionan con percepciones que determinan en la mente el sentido de ruptura total del mundo mágico y omnipotente en el que se basaba originalmente el sentido del yo, y se produce un estado de ansiedad catastrófica no mentalizable.
Todavía no hay suficiente espacio psíquico interno con límites precisos del self para permitir que el individuo represente su cuerpo o a sí mismo como algo distinto del espacio externo que siente que es ilimitado y amenazante; y esto nos es revelado puntual y dramáticamente por aquellos pacientes psicóticos que son presa de los delirios cósmicos y del terror de perderse en el espacio. (Por cierto, esto caracteriza específicamente la agorafobia que llevó a Freud a distinguir esta fobia en particular de aquellas otras que respondían a la descripción clásica de la formación de síntomas neuróticos).
La necesidad de mantener un estado de supervivencia a través de la búsqueda continua de contacto estaba presente en P y también en N, pero se manifestaba dentro de dos organizaciones psíquicas claramente diferentes. N se mantuvo alejado de las emociones perturbadoras, de las cosas y de su cuerpo, o al menos mantuvo estas áreas separadas y compartimentadas. Cuando sus defensas comenzaron a desmoronarse en el análisis y en su relación con X, entonces también su cuerpo se convirtió en la expresión real de su incapacidad para pensar en sí mismo como separado, y con la capacidad de penetrar y, al mismo tiempo, ser penetrado por el objeto reconocido como distinto del Yo, sin perderse para siempre. Sin embargo, por medio de no pocas divisiones, la organización psíquica de N le había permitido funcionar exitosamente en varios campos en los que las relaciones sentimentales íntimas no estaban involucradas. El crecimiento de N se había visto obstaculizado en los procesos de separación y diferenciación interpersonal del objeto.
Por otro lado, en el caso de P, toda su personalidad fue superada por la catástrofe originaria, y ni siquiera un estado ilusorio pudo salvarlo de la sensación de desmoronarse (fragmentarse) y perderse en el espacio. Mientras que a nivel de fantasías inconscientes y sin perder el sentido de la realidad, N logró la unión simbiótica con innumerables criaturas indiferenciadas, P, en lugar de poder hacer fantasías, alucinó que era concretamente el otro o el personaje. Y aquí es donde la regresión de P lo llevó, porque su desarrollo, contrariamente al de N, había sido obstaculizado en una etapa anterior a la de la separación entre el self y el mundo exterior, entre la fantasía y la realidad. Para él, identificarse con el otro significaba concretamente entrar en el otro, o ser penetrado concretamente. Habló de objeto-cosas como si fueran una y la misma cosa que su cuerpo, en un estado donde la cosa o el otro no está discriminada del cuerpo concreto, o la sensación real de la memoria de la misma. Fue invadido por ecuaciones simbólicas, y el colapso de la relación entre representación-cosa y representación verbal fluyó hacia el reino del proceso primario. El terreno intermedio y transitorio de juego, fantasía y ficción (en el que N nunca se perdió porque siempre logró negociar entre lo subjetivo y lo objetivo), para P representaba la fascinación del paraíso infantil perdido que compartía con su madre, la razón de su éxito profesional, pero también la trampa fusional que lo llevó finalmente al colapso psíquico. Cuando era víctima de su colapso, su capacidad para fingir se volvía delirante. [5] En conclusión, aunque estoy lejos de proponer una visión triunfalista de las patologías severas, al menos intentaría que nos animáramos a no excluir de nuestra práctica profesional y disciplinar la exploración psicoanalítica de aquellas patologías que han sido descartadas a priori, y que, por el contrario, podrían enriquecer aún más nuestro conocimiento de la compleja organización psíquica, fomentar una mayor gama de competencias psicoanalíticas y convertirse en una fuente de resignificación clínica no solo para nuestros pacientes, sino también para nosotros mismos como analistas.
(Traducción de Carme García Gomila y Anna Caridad Romera)
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Jacqueline Amati Mehler
Analista didacta y supervisora de la Asociación Psicoanalítica Italiana.
Formada en Psiquiatría del niño y el adulto en Harvard Medical School.
e-mail: jacqueline.mehler@tin.it
[1] Me doy cuenta de que las declaraciones anteriores plantean una nueva cuestión debatida que personalmente considero crucial; a saber, la diferencia (que muchos consideran hoy como obsoleta) entre la psicoterapia orientada psicoanalíticamente y el psicoanálisis propiamente dicho. Además del desenfoque resultante de los límites metodológicos y epistemológicos respectivos entre el psicoanálisis y la psicoterapia psicoanalítica, siempre me he preguntado, como parte de mis reflexiones a lo largo de los años y en mi práctica psicoanalítica, si estamos prestando un buen servicio al psicoanálisis, a nuestros alumnos o a nuestros pacientes potenciales. De ninguna manera estoy insinuando que la psicoterapia es menos valiosa que el psicoanálisis; en absoluto: una buena psicoterapia orientada psicoanalíticamente es a menudo mucho más difícil y requiere habilidades técnicas específicas que no todos los analistas poseen.
[2] Me gustaría recordarnos el cambio significativo en el tratamiento de pacientes psicóticos cuando pueden recuperar nuevamente la capacidad de soñar.
[3] Una vez P estaba acostado en el diván, inusualmente inmóvil, como paralizado por el terror; cuando de repente se dio vuelta, presionando las manos a los costados, como si alguien lo hubiera apuñalado por la espalda. En ese momento estaba ensayando una obra de teatro en la que su personaje fue apuñalado hasta la muerte. (Aquí, evité la tentación de una interpretación de transferencia que pensé que podría haber sido catastrófica).
[4] También debería decir que compartimos muchas experiencias transnacionales y multilingües de las que era más consciente que mi paciente. De hecho, tuvo una reacción persecutoria grave cuando interpreté algo que dijo en un idioma que pensó que no podía entender.
[5] Con referencia a la relación alterada entre representaciones de cosas y representaciones de palabras en psicosis, Freud (1915) afirmó que lo que determina las sustituciones (el resultado de condensaciones y desplazamientos) no es la similitud entre las cosas nombradas, sino la similitud de las palabras utilizadas para nombrarlas. Como mencioné antes, durante uno de sus estados delirantes cuando P se sentía como una constelación, usó la palabra «estrella», pero también se refería a una estrella en el sentido teatral, un actor o un personaje; en consecuencia, cuando describió una batalla entre las estrellas-actores, el suyo no fue un discurso metafórico o simbólico (como podría haber sido en el caso de N), sino una sensación de estar abrumado por una aterradora y devastadora «guerra de las galaxias» que estaba teniendo lugar dentro de su cuerpo, ahora todos uno con el espacio externo ilimitado. Hanna Segal nos dio un claro ejemplo de este tipo … donde prevalecen las ecuaciones simbólicas.