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Desde mi perspectiva, en tanto que soy una psicoanalista que vive en Barcelona (España), en el mundo occidental más desarrollado, me gustaría compartir con los lectores algunas reflexiones sobre la facilidad con que podemos caer en actitudes autocomplacientes cuando hablamos del tema del colonialismo. Además de tener en cuenta ejemplos históricos como los del Imperio Británico ―que colonizó el territorio correspondiente a los cincuenta y tres estados que actualmente forman parte de la Commonwealth, o los de los países africanos colonizados por Francia o Bélgica, podemos referirnos a un ejemplo que nos toca muy de cerca: el de la colonización española de América Central y del sur, desde el Cabo de Hornos hasta la Alta California.

Cuando era estudiante de bachillerato en España, en el colegio nos enseñaban que el descubrimiento de América en 1492 fue una hazaña heroica de un puñado de hombres muy audaces que, tratando de encontrar una ruta para llegar a la India en dirección oeste, descubrieron un continente ignorado hasta entonces, con enormes riquezas minerales, una naturaleza exuberante y unos nativos a los que llamaron indios, porque estaban convencidos de que habían llegado a la India.

La aventura de este primer viaje financiado por la Corona de Castilla, con Cristóbal Colón al mando de tres carabelas y menos de cien hombres, que el 12 de octubre de 1492 llegaron a un continente desconocido, a la isla que llamaron San Salvador (actualmente Bahamas), fascinaba a nuestras jóvenes mentes.

Recuerdo mi emoción de preadolescente cuando recitábamos en clase de francés los versos que el poeta cubano José Mª de Heredia (1842-1905) escribió en francés, dedicado a “Los conquistadores”:

Comme un vol de gerfauts hors du charnier natal,
fatigués de porter leurs misères hautaines,
de Palos de Moguer, routiers et capitaines
partaient, ivres d´un rêve héroïque et brutal.

Ils allaient conquérir le fabuleux métal
que Cipango mûrit dans ses mines lointaines,
et les vents alizés inclinaient leurs antennes
aux bords mystérieux du monde occidental.
Como un vuelo de halcones que se alejan de sus fosas natales,
cansados de llevar con altivez su miseria,
de Palos de Moguer, capitanes y enrolados,
marcharon embriagados por un sueño heroico y brutal.

Iban a conquistar el fabuloso metal
que albergaba Cipango en sus lejanas minas,
y los vientos alisios inclinaron sus velas
hacia los bordes misteriosos del mundo occidental.[2]

Nuestra fantasía colonial nos enorgullecía porque habíamos sido protagonistas de una de las grandes aventuras de la humanidad: el descubrimiento del nuevo mundo. Era muy fácil pasar de la épica a la literatura fantástica del país de las maravillas. Obviamente, incluso en este poema de homenaje a los conquistadores, se hacía referencia a sueños brutales y fabulosas minas de metales, es decir, a la motivación básicamente económica de la aventura. Pero luego venía el paso de la búsqueda de lo material a la conquista espiritual. La aventura fue financiada por los Reyes Católicos y, junto con los conquistadores, viajaron muchos misioneros encargados de evangelizar a los denominados “indios”. No olvidemos que los españoles habían combatido durante siete siglos para liberarse de la invasión musulmana que había ocupado casi la totalidad de la península ibérica. El islam y el catolicismo ponían mucho énfasis en la obligación de los creyentes de luchar para invadir tierras y convertir a sus habitantes a la única fe verdadera.

El choque de civilizaciones y religiones en América fue impresionante en muchos lugares. Por ejemplo, en el caso de Méjico, la práctica de sacrificios humanos  rituales a gran escala impresionó mucho a Hernán Cortés y a sus hombres, y les dio una justificación para su lucha por convertir a los aztecas al cristianismo. Cuando los soldados españoles reemplazaban los ídolos aztecas cubiertos de sangre de verdad por imágenes de Cristo crucificado con sangre pintada, sentían que estaban contribuyendo al desarrollo del orden simbólico y promoviendo una civilización superior. Aunque lo cierto es que los conquistadores llevaban la cruz en una mano y la espada en la otra, y las conversiones al cristianismo eran muy forzadas. Es ilustrativo cómo llamaban a los nativos que se negaban a ser bautizados: los llamaban “energúmenos”, término de origen griego que en los primeros tiempos de la cristiandad se aplicaba a los que se negaban a recibir instrucción sobre la doctrina cristiana, a ser “catecúmenos”, y una vez bien adoctrinados, a bautizarse. Actualmente ya sabemos el significado que tiene la palabra “energúmeno”: una persona, furiosa, perturbada, violenta; pero hace muchos años se consideraba que el “energúmeno” estaba poseído por el demonio.

La conquista y colonización de aquellas tierras se justificaba ideológicamente como el ejercicio de una función civilizadora. En realidad, Cortés, por ejemplo, que solo  contaba con quinientos soldados y cien marineros (además de unos treinta caballos y diez cañones), solo  pudo conquistar el poderoso imperio azteca en Méjico, y su capital, Tenochtitlán, que tenía doscientos mil habitantes, porque consiguió el apoyo de miles de guerreros de diferentes grupos étnicos que querían liberarse del brutal dominio azteca.

El imperio español consiguió ocupar el lugar del imperio azteca gracias a una combinación de factores: la fuerza de las armas, la diplomacia, la astucia, algunos golpes de suerte, y el miedo a las epidemias que generaban los recién llegados en una población nativa que no estaba inmunizada.

El colonialismo se presentaba como un impulso benigno que creaba instituciones e infraestructuras, que garantizaba la ley y la propiedad privada, de acuerdo con los valores civilizados occidentales. Así pues, las fantasías coloniales a las que se refiere el título de este artículo pueden entenderse como fantasías en la medida en que se basan en la idea de que el otro, y el territorio del otro, es tuyo, y puedes ocuparlo y denunciarlo porque es inferior ―menos eficiente, menos racional y/o menos completo en cierto sentido―.

En realidad, la colonización española, mientras duró, dio lugar a nuevas sociedades basadas en el cruce de razas de blancos, indios y mestizos, jerárquicas, pero también entrecruzadas, a diferencia de otras sociedades coloniales donde las mezclas fueron proscritas socialmente durante siglos. Aunque no cabe duda de que hubo violencia y crueldad en muchos momentos de la conquista y colonización de América Latina. Se han escrito muchas historias (más o menos fiables) desde que el fraile dominico Bartolomé de las Casas escribió su Breve relación de la destrucción de las Indias (1552) hasta hoy, dando lugar a la llamada “leyenda negra”, difundida amplia e interesadamente por las potencias coloniales rivales, especialmente las que ahora podríamos incluir en el acrónimo WASP (blancos, anglosajones, protestantes).

En una encuesta de 2014, el cincuenta y nueve por ciento de los británicos declaraban que estaban muy orgullosos del Imperio Británico, y el diecinueve por cien estaban avergonzados. Probablemente este sentimiento de añoranza de un pasado imperial idealizado explica la reacción de votar a favor del Brexit sin calibrar adecuadamente la realidad actual del mundo. Los españoles debemos evitar caer en la trampa narcisista de enorgullecernos de que haya seiscientos millones de hispanohablantes como resultado de trescientos años de colonización en América. Y no hay nada mejor que estudiar historia para combatir tanto las fantasías coloniales narcisistas como los autorreproches injustificados. Y tener presente que cuando llegó la independencia de los países de América Latina, en el siglo diecinueve, solo el quince por ciento de la población hablaba español: el resto hablaban lenguas indígenas.

Los que emprendieron una campaña para exterminar estas lenguas fueron los criollos independentistas, que convirtieron al español en la lengua de la nueva élite. Como dice el actual director del Instituto Cervantes, Luis García Montero:

Debemos evitar cualquier tipo de nostalgia imperialista: somos el ocho por ciento de una inmensa comunidad de hablantes, y podemos estar contentos con la facilidad con la que podemos comunicarnos sin ninguna pretensión de superioridad lingüística, pudiendo compartir y disfrutar de nuestra maravillosa literatura, escrita a ambos lados del océano atlántico, sin tener que traducirla (García Montero, 2019).

En marzo de 2019, España se vio involucrada en una controversia cuando el actual presidente de Méjico, Andrés Manuel López Obrador, anunció que iba a escribir una carta al rey de España pidiéndole que pidiera perdón por los “abusos” cometidos en Méjico, porque “no había sido el encuentro de dos culturas, sino una invasión”. Esto desencadenó una controversia sobre si el actual rey constitucional de España tenía que pedir perdón por la conquista y colonización del siglo XVI, llevada a cabo bajo el mando de reyes absolutos que mandaban “por la gracia de Dios”. Como si se pidiera al actual gobierno italiano que pidiera perdón por haber invadido la península ibérica, haberla convertido en una colonia del imperio romano, y habernos impuesto el latín como lengua obligatoria.

Este tipo de controversias me lleva a pensar que nos es mucho más fácil detectar actitudes coloniales y su transmisión violenta en otros que en nosotros mismos. Cuando nos sentimos juzgados y atacados nos volvemos paranoides, y cuando estamos en posiciones paranoides nos volvemos gregarios y proyectivos. La identidad individual se diluye con facilidad sorprendente en un “nosotros” frente a “ellos”, e inmediatamente nos sentimos impelidos a lanzarnos a la carga… aunque sea solo en una discusión. Freud ya lo dijo cuando, en su obra clásica Psicología de las masas y análisis del yo (1921), reflexionó sobre lo que llamó las “masas psicológicas”, que se caracterizan por la falta de libertad de pensamiento de los individuos que las integran, la inhibición colectiva de la función intelectual, la intensificación de los afectos por contagio, la fascinación por compartir una fe intensa en una idea, y el predominio de las emociones sobre el pensamiento racional y crítico:

Las multitudes nunca han conocido la sed de la verdad. Piden ilusiones, y no pueden renunciar a ellas (Freud, 1921).

Luego comparó el fenómeno de las masas en el terreno político con el fenómeno religioso, lleno de sentimientos de amor y odio, aunque se presente como un ideal de salvación:

Al final, toda religión ha de ser dura y sin amor hacia todos los que no pertenecen a ella. Al final, toda religión es una religión de amor a sus fieles y, por otra parte, es cruel e intolerante con los que no la reconocen (Freud, 1921).

Actualmente, ante la evidencia de la globalización, la interculturalidad en nuestras sociedades, los cambios en las relaciones entre hombres y mujeres, entre padres e hijos, entre profesores y alumnos, entre médicos y pacientes, también podemos reaccionar con actitudes defensivas y supremacistas con mucha facilidad.

Acabaré refiriéndome a un concepto de Michael Balint, un psicoanalista que trabajó mucho con grupos de médicos para tratar de comprender las dificultades que éstos encontraban en su relación con los pacientes y con todos aquellos implicados en su cuidado: el concepto de función apostólica. Balint, irónicamente, comparaba la actitud de muchos médicos en su relación con los pacientes a la de los misioneros de la época colonial con los nativos a los que pretendían evangelizar:

Cada médico tiene un conjunto de creencias muy firmes respecto a qué enfermedades son aceptables y cuáles no; qué grado de sufrimiento, de dolor, de miedo y de privación debe tolerar un paciente y a partir de qué momento tiene derecho a pedir ayuda o alivio; cuántas molestias puede crear el paciente y a qué personas o instituciones, etc. Estas creencias casi nunca se verbalizan explícitamente, pero están muy arraigadas. Impulsan al médico a hacer todo lo posible para convertir a todos los pacientes a su fe, a hacerles aceptar sus estándares y estar enfermos o sanos de acuerdo con ellos (Balint, 1957).

La función apostólica tiene mucho que ver con la formación recibida por todos los médicos y con el lugar que ocupa el médico en la sociedad. La dificultad para empatizar con pacientes pertenecientes a una clase social o una cultura diferente de la del médico, la imposición de repertorios ideológicos al paciente sin tener en cuenta sus auténticas necesidades son resultados de la función apostólica.

Voy a acabar invitándonos a todos a practicar un autoexamen permanente sobre en qué medida nuestras actitudes en la relación con los otros implican algo de función apostólica, aunque pensemos que actuamos solo por sentido común. Lo que consideramos de sentido común tal vez no es tan común, y a veces vamos de sorpresa en sorpresa ante las reacciones de aquellos que no encuentran convincente nuestro discurso.

Los psicoanalistas, pertenecientes al mundo cultural occidental, ¿podemos practicar el autoanálisis y revisar las manifestaciones de lo que podríamos llamar la psicopatología de nuestro colonialismo cotidiano? ¿Podemos reconocer los límites de nuestra comprensión de los fenómenos que analizamos? ¿Podemos llegar a ser conscientes de nuestros sesgos basados en nuestro etnocentrismo inconsciente? Podríamos decir que solo si mantenemos la mente abierta y estamos dispuestos a aprender de los otros seremos capaces de evitar caer en el riesgo de la autocomplacencia que he mencionado al principio de esta breve reflexión.

Referencias bibliográficas

Balint, M. (1957), The doctor, his patient and the illness, Londres, Pitman Medical.

Freud, S. (1921c), “Group psychology and the analysis of the ego”, Standard Edition, vol. 18.

García Montero, L. (2019), Entrevista publicada en La Vanguardia, 29 de marzo.

Resumen

Describo el contexto histórico del colonialismo, sobre todo el de España, respecto a América durante los siglos XV-XIX. Y me pregunto si nosotros, como psicoanalistas, pertenecientes al mundo cultural occidental, seremos capaces de practicar el autoanálisis y revisar algunas manifestaciones de lo que podríamos llamar la “psicopatología de nuestro colonialismo cotidiano”.

Palabras clave: fantasías coloniales, contexto histórico, supremacismo defensivo, función apostólica.

Abstract

I describe the historical context of colonialism, mainly from Spain towards America, during the XV-XIX centuries. And I ask whether we, as psychoanalysts, belonging to the Western cultural world, would be able to practice self-analysis and review some manifestations of what we might call the “psychopathology of our everyday colonialism”.

Key words: colonial fantasies, historical context, defensive supremacism, apostolic function.

Neri Daurella de Nadal
Psicóloga especialista en Psicología Clínica,
Psicoanalista, miembro de la SEP-IPA y de IARPP.
neri_dau@hotmail.com
[1] Este artículo es una versión revisada de la primera parte de una ponencia presentada conjuntamente con Eileen Wieland en el Simposio de Psychoanalysis and Politics.

[2]Traducción de Neri Daurella.