La herencia emocional
Ramón Riera
Editorial Planeta, 2019
Al comenzar a escribir acerca de este nuevo libro de Ramón Riera, La Herencia Emocional, lo primero que deseo expresar es que en él se cumple un objetivo del movimiento que llevó a la creación de un nuevo psicoanálisis al que sus fundadores denominaron Psicoanálisis Relacional. El objetivo al que me refiero es el de que esta forma de psicoanálisis desempeñe una función terapéutica, no únicamente para quienes acuden al psicoanalista en busca de alivio para sus sufrimientos emocionales, sino también para el conjunto de la sociedad. El conocimiento de los temas que en este libro se tratan no solo será de gran utilidad para los profesionales del psicoanálisis o de la psicoterapia en sus diversas acepciones, sino que también llevará, tanto a ellos como al lector interesado, a una mejor comprensión de la dinámica emocional que se ha impuesto actualmente en la sociedad. Brevemente, pues, podemos decir que en este libro se nos muestra una nueva manera de comprender a la sociedad actual, las personas que en ella viven y a quienes acuden al terapeuta en demanda de ayuda.
El libro de Riera rebosa optimismo y fe en las posibilidades de la humanidad. No deja de tener en cuenta, ciertamente, los aspectos negativos y aun alarmantes, como son los tremendos efectos del cambio climático que avanza descontrolado y el apasionamiento desbordado que obscurece la razón. Pero el autor confía en los elementos positivos, basados especialmente en el cambio de valores, a los que luego me referiré, siempre acompañado de un fuerte componente emocional aunque, advierte, se presentan a nuestra consciencia como creencias que pueden expresarse verbalmente. A continuación me referiré a algunos de los puntos que creo de mayor interés, aunque solo unos pocos de ellos pueden tener cabida en una simple reseña.
Dado que el tema central del libro es el estudio y evolución de las emociones y valores, creo que resulta de interés tener conocimiento de que Riera define los valores como: «una mezcla de creencias y convicciones emocionales. Las creencias son ideas, y por tanto pueden pensarse y expresarse con palabras. En cambio, las convicciones emocionales se expresan a través de las reacciones emocionales espontáneas”. Esta manera de concebir los valores por parte de Riera contrasta vivamente con el convencimiento, legado por la Ilustración, de que el máximo valor que podían asumir los seres humanos es el de la racionalidad, perspectiva en la que se menospreciaban las emociones y sentimientos como un ruido de fondo al que no cabe prestar atención alguna. Riera nos habla de que para comprender el papel de los valores en nuestra sociedad actual debemos prestar atención a su evolución en el curso de la historia. Subraya que cuando la base de la actividad humana para su sustento era la agricultura, que siguió al período de los cazadores-recolectores, surgió la implantación de los valores jerárquicos según los cuales mucha gente debía obedecer a pocos, de manera que la obediencia y la cohesión del grupo constituían el valor fundamental avalado por una ley, con lo cual la obediencia quedaba sacralizada.
A lo largo de las páginas del libro Riera nos va describiendo que, despacio pero sin pausa, van abandonándose estos valores y aparecen otros muy vinculados al despertar del interés por las emociones. Y lo que subraya Riera es que las emociones siempre han existido, pero que cuando las condiciones de vida son extremadamente duras las emociones y los sentimientos no son útiles sino que sirven de estorbo, y entonces las disociamos, es decir, obramos y pensamos como si no existieran, con lo cual influyen poco en nuestra conducta. Gracias a los nuevos conocimientos que la humanidad va creando en la lucha por la vida, centrada básicamente en la alimentación y cubrir las necesidades elementales, va disminuyendo y se destensa el esfuerzo constante, decrece la disociación y hay tiempo para pensar y sentir, y este pensar y sentir nos lleva muy lejos de los valores tradicionales.
Riera pone de relieve que, en términos generales, estamos sumergidos en nuestros valores sin que seamos conscientes de ello, y tales valores permanecen invisibles si no reflexionamos profundamente, con ayuda o sin ella, acerca del por qué de nuestro comportamiento. Y concreta este autor que podemos considerar a los valores como una mezcla de creencias y convicciones emocionales que va evolucionado en el curso de la historia.
Quizás sea este el momento para señalar que Riera, para darnos a conocer mejor tanto los valores antiguos como los modernos, emplea numerosos relatos o historias a través de los cuales se traslucen las creencias y valores que configuran la vida de los personajes que en ellos aparecen. El espacio propio de una sencilla reseña no me permite transcribir algunos de ellos. Pero sí que a continuación me referiré a determinadas cuestiones de particular importancia, centradas en el interés por las emociones, que se plantean en las páginas del libro.
Se nos habla en ellas de la manera como los humanos, en nuestra lucha por la supervivencia y nuestro mayor desarrollo, hemos aprendido a conectar con nuestra subjetividad, y esta conexión nos ha llevado a la consciencia de la intersubjetividad y, por ende, a la capacidad de sentir con el otro, a la empatía, que nos permite sufrir con el otro y alegrarnos, cuando es el caso, con él. La empatía ha permitido a los seres humanos formar grandes grupos cohesionados, con comunidad de objetivos y avanzar en el camino de nuestra evolución.
Un punto de particular interés que plantea Riera es el del consuetudinario mandamiento, hasta hace no muchos años aceptado plenamente por todos sin objeción alguna, el de que los hijos deben amar a los padres. Riera recoge aquí un sentimiento que lleva algún tiempo flotando ya en el ambiente, que es el que de los hijos deben amar a los padres si éstos se lo merecen, como creo que tal es en la mayor parte de los casos, pero no cuando falta este merecimiento. No me cabe duda de que todos los terapeutas hemos asistido a pacientes cuyo sufrimiento se ha visto agravado por comportamientos inaceptables por parte de los padres y, evidentemente, los relacionalistas no seguimos la pauta propia del psicoanálisis convencional de despreciar esta realidad externa y culpabilizar al paciente, sino la de ayudarle a comprender el por qué de sus sentimientos negativos.
Una triste situación es la que nos describe Riera cuando hace referencia a la enorme tragedia que significa para los padres la muerte de un hijo. En tiempos pasados, antes del actual desarrollo de la medicina y de la aparición de las vacunas, la mortalidad infantil era tan grande que los padres ya estaban preparados de antemano acerca de esta posibilidad, y piensa que por ello, en general, tendían a vincularse menos con los hijos. Pone como ejemplo a Montaigne, en el siglo XVI, quien fue padre de seis hijos de los cuales solo uno sobrevivió, y en sus memorias escribe que “había perdido dos o tres hijos”. En la actualidad, con las poderosas medidas higiénicas y profilácticas de las que disponemos, los padres descartan de entrada este terrible acontecimiento, se vinculan muchísimo con sus hijos, por regla general, y este enorme amor hace que si son víctimas de esta inesperada fatalidad su dolor es tan enorme que en algunos casos sobreviene un bloqueo emocional que puede simular la ausencia de dolor, y el terapeuta ha de entender que detrás de esta aparente insensibilidad se esconde un desgarrador sufrimiento que únicamente con su ayuda podrá ser elaborado y asumido para que estos padres puedan continuar viviendo en paz consigo mismos y cuidando de otros hijos, si es el caso.
Nuestra vida es contingente, siempre expuesta a lo inesperado, al sufrimiento, a la enfermedad, a los fracasos y a la muerte que llegará más tarde o más temprano. Por esto Riera nos habla en otras páginas de la necesidad de dar sentido a la vida. Si falta éste, sin objetivos que ilusionen y nos empujen a seguir viviendo, aparece el tedio, el aburrimiento vital, el sentimiento de vacío que tantos tratan de compensar con el consumismo desenfrenado, las luchas por el poder, las drogas, las perversiones y, en ocasiones, el suicidio. Me parece oportuno transcribir aquí sus palabras acerca de esta cuestión: Hemos de construir los valores sobre lo que está bien y lo que está mal. En resumen, hemos de construir los criterios y las convicciones emocionales que nos harán sentir que la vida, aunque debamos morir, vale la pena. Y para ello es menester que, como más adelante nos expone Riera, seamos conscientes de nuestra vulnerabilidad y la aceptemos, porque ello nos prepara mejor para nuestra contingencia y nos hace más humanos y, además, nos libera de autoengaños y de una presumible fortaleza que con frecuencia conducen al desastre.
Ya no puedo seguir comentando muchas otras interesantes situaciones de la vida que en este libro se nos presentan. Solo puedo mencionar que en la última parte del libro Riera realiza un profundo estudio de algunos aspectos de la personalidad de Salvador Dalí quien, dice Riera, sufrió el drama de nacer nueve meses después de la muerte de su hermano.