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Cançó del matí encalmat

Salvador Espriu

El sol ha anat daurant
el llarg somni de l’aigua.
Aquests ulls tan cansats
del qui arriba a la calma

han mirat, han comprès,
oblidaven.

Lluny, enllà de la mar,
se’n va la meva barca.
De terra endins, un cant
amb l’aire l’acompanya:
“Et perdràs pel camí
que no té mai tornada”.

Sota la llum clement
del matí, a la casa
dels morts del meu vell nom,
dic avui: “Sóc encara”.
M’adormiré demà
sense por ni recança.
I besarà l’or nou
la serenor del marbre.

Solitari, en la pau
del jardí dels cinc arbres,
he collit ja el meu temps,
la rara rosa blanca.
Cridat, ara entraré
en les fosques estances.

Canción de la mañana encalmada

El sol ha ido dorando
el largo sueño del agua.
Estos ojos tan cansados
de quién llega a la calma
han mirado, han comprendido,
olvidaban.

Lejos, más allá de la mar,
se aleja mi barca.
De tierra adentro, un canto
con el aire la acompaña:
“Te perderás por el camino
que nunca tiene retorno”.

Bajo la luz clemente
de la mañana, en la casa
de los muertos de mi viejo linaje,
hoy digo: “Todavía soy”.
Me habré dormido mañana
sin miedo ni pesar.
Y besará el oro nuevo
la serenidad del mármol.

Solitario, en la paz
del jardín de los cinco árboles,
he recogido ya mi tiempo,
la rara rosa blanca.
Llamado, ahora entraré
en las oscuras estancias.

Adusto y grave, Salvador Espriu se nos ha presentado siempre como un poeta obsesionado por la muerte, casi fúnebre. Y, sin embargo, este bellísimo poema de las Cançons de la roda del temps, que ha cantado espléndidamente Raimon con una música que lo acerca y lo ilumina, es paradójicamente un canto extremo a la vida. Paradójicamente, porque el poema está cargado de referencias a la muerte, directas y claras: te irás por el camino que no tiene retorno, las letras doradas de tu nombre se gravarán sobre el mármol del cementerio, la casa de los muertos de tu viejo linaje… Todo en el poema nos recuerda, barrocamente, la proximidad y la inevitabilidad de la muerte. Y sin embargo, el poeta, este Salvador Espriu serio y meditabundo, se rebela con una fuerza extraordinaria. Cierto, me dormiré mañana, moriré, pero hoy todavía soy. E incluso cuando me duerma, cuando muera, lo haré sin miedo ni pesar. Extraño, porque la visión de la muerte asusta y apesadumbra. Pero el poeta puede enfrentarse a ella porque, solitario, en la paz del jardín de los cinco árboles, cogió ya su tiempo, la rara rosa blanca. Puede entrar en las oscuras habitaciones que le llaman con la sensación del deber cumplido.

El vitalismo de Espriu, tan paradójico como se quiera, ni niega ni oculta ni disimula la sombra de la muerte. Pero canta a la vida, porque la muerte todavía no ha llegado. Porque mañana no será, pero hoy todavía es. Pero, sobre todo, asume la muerte porque cree que ha tenido el privilegio de coger su rosa blanca, su tiempo de plenitud feliz, al que todo humano tiene derecho y que justifica y da sentido a toda su vida. ¿Cuándo tomó esta rosa, perfecta pero efímera? Él mismo nos responde: solitario, en el jardín de los cinco árboles. Es decir, en el jardín de la casa de su infancia, en el patio de Arenys de Mar, con sus cinco árboles plantados, donde las horas se hacían largas, el mundo era todavía nuevo y vivían todos los que hoy ya no están. Es haber vivido este momento de plenitud lo que permite enfrentarse a la muerte sin miedo ni pesar. Morir en paz.

Espriu se nos muestra así como un vitalista camuflado, como un exaltador del carpe diem, dispuesto a saborear la vida y a recordar sus buenos sabores. Pertenece así a una cierta tradición de la poesía catalana ―¿sólo de la poesía?― en la que este canto sensorial a la plenitud de la vida aparece casi por sorpresa en textos que simulan presagiar lo contrario. Es la tradición de los cantos espirituales de Ausiàs March o de Joan Maragall, que lo son todo, menos espirituales. Que son fundamentalmente carnales, materiales. Que se plantean peguntas sobre el espíritu etéreo desde el amor más directo a la vida sensorial, física, tangible. El Cant espiritual de Maragall es un ejemplo extremo. Un hombre enamorado de la vida empieza preguntándose: si el mundo ya es tan hermoso, visto con ojos humanos, ¿qué más nos puede ofrecer esta otra vida eterna prometida por la divinidad? El poeta ya querría una vida eterna, pero ésta. Como la que está viviendo. Y entiende su propia contradicción: querría parar el tiempo para hacerlo eterno, pero sabe que sólo la muerte detiene el tiempo. Y acaba con unos versos que se han multiplicado en millares de esquelas mortuorias, pero que no son en ningún caso resignados ni sumisos. Pide a Dios que cuando le llegue la hora en que se cierren sus ojos humanos le abra otros aún mayores. Y le sea la muerte un mayor nacimiento. Pero nacimiento a este mundo, corporal, extenso, humano. No a otro, etéreo e incorpóreo, que sería para él totalmente incomprensible. No en vano, el protagonista de un poema de Maragall muere rezando el Credo, pero se para precisamente cuando dice “creo en la resurrección de la carne”. No en la vida eterna, en la resurrección de la carne.

Ni Espriu ni Maragall “mueren porque no mueren”. Miran hacia la muerte. No la niegan ni la disimulan. Hablan de ella y con ella. Pero para decirle: mañana no seré, pero hoy todavía soy. No tengas prisa. Llega cuando tengas que llegar. Porque yo he vivido. He cumplido plenamente con la parte del trato. He exprimido a mi manera, cada uno a la suya, el regalo que se me hizo.

Vicenç Villatoro
Escritor y periodista.
Colaborador del periódico Ara.