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Felices los amados y los amantes y   
los que pueden prescindir del amor.
Felices los felices.
Jorge Luis Borges

Introducción

Enamorarse es una de las experiencias más potentes y dramáticas que vive el ser humano. Nuestra vida está marcada por esta pasión que garantiza la supervivencia de la humanidad. Este sentimiento que, a veces, se convierte en pasión cegadora está ampliamente descrito en las diferentes artes, estudiado en las ciencias y explorado por la psicología. Basándome en la obra de teatro de García Lorca Doña Rosita la soltera o el lenguaje de las flores, describiré el drama de las Rositas atrapadas en un amor idealizado que las condena a modo de soltería experimentada como “una vida sin fruto, sin objeto, cursi. ¿Hasta cuándo seguirán así todas las Doñas Rositas de España?”, tal como respondía García Lorca a una entrevista realizada después de su exitoso estreno en Barcelona en 1935.

Todas esas Rositas, no son solo el retrato prototipo de aquellas mujeres y hombres de los años treinta del siglo pasado, sino que aún en la actualidad pervive en el imaginario colectivo, menospreciados por su esterilidad o atrapados en un amor idealizado e imposible. Dependiendo de las culturas existe un mayor o menor prejuicio social que mira al hombre y mujer-no-casados como fracasados y frustrados en su anhelo de una relación afectiva, quizás porque no cumplen el rol biológico que les es destinado y o bien porque se impone la creencia de que representan la ruptura de un statu quo establecido. Esta dialéctica entre la cultura y los individuos impregna la psicología de esta emoción. ¿Es acaso que hombres y mujeres solteros son una amenaza para los roles socialmente establecido desde hace siglos?
 

A la espera del gran amor

En 1934, García Lorca, vuelve de Buenos Aires, Argentina, donde cosecha un gran éxito con su obra Bodas de sangre. En Granada frecuenta la vida social burguesa de aquel entonces. Con su extraordinaria sensibilidad observadora percibe un mundo sordo y ciego a la realidad de entonces. La proximidad de una Guerra Civil, el hambre y la injusticia de la época.

Basándose en una historia real, la de su prima Matilde, contrapone estos dos mundos a través de los personajes de esta obra. La sirvienta, leal y realista, que dice verdades claras y directas; las Ayolas (amigas de la protagonista), que representan los prejuicios de la sociedad burguesa y Rosita víctima de un amor romántico impenetrable a cualquier evidencia realista.

El argumento describe el devenir vital de Rosita prometida a un primo que debe partir por acatamiento paterno a Tucumán, ciudad en Argentina. Desde el día de su partida Rosita espera que vuelva para cumplir la promesa de casarse. Pasan los años, las cartas se van espaciando, la promesa de un casamiento se diluye, pasan otros pretendientes, pasan las amigas que crean familia. La vida de la protagonista transcurre, como dice García Lorca: “Rosita lleva una vida mansa, sin ruido, sin objeto, vive como una rosa en su caja de cristal”. Su mundo es un mundo de fingimiento, como si fuera feliz, aferrada a una fantasía de amor. Rosita es huérfana y vive con sus tíos, quienes crean una burbuja de sobreprotección tapando su desventura, y que la aleja del mundo que la rodea.

La obra se desarrolla en tres actos que corresponden a distintos momentos de la vida de Rosita, a través de los cuales vamos asistiendo a su desvitalización progresiva.

En el primer acto la ama dice de ella: “Es que todo lo quiere volando (…) se echa a volar y se nos pierde de las manos”. Su tía contesta: “Nunca me ha gustado contradecirla. ¿quién apena a una criatura que no tiene padres?”.

En el acto II ya han pasado diez años, Rosita aparece en escena y hace la fatídica pregunta de la que ya sabe la repuesta: “¿Ha llegado el cartero?”. Tanto sus tíos como ella disimulan, la verdad es evitada, no la pueden explicitar.

En el acto III ya han pasado otros diez años. Aparece diciendo: “Voy al invernadero”, metáfora de resignación, de final, de invierno en el corazón y en las expectativas. En este acto hay un monólogo desgarrador, en el que confiesa: “Pero es que en la calle noto cómo pasa el tiempo y no quiero perder las ilusiones (…) No quiero enterarme de cómo pasa el tiempo (…) Si no viera a la gente, me creería que hace una semana que se marchó (…) yo, lo mismo que antes, cortando el mismo clavel, viendo las mismas nubes; y un día bajo al paseo y me doy cuenta de que ya no conozco a nadie”.

Expresa una percepción dramática del paso del tiempo y de la negación en la que ha vivido, de su imposibilidad de incorporar las evidencias de una espera que nunca llegará. Se confiesa a sí misma: “no puedo gritar (…) con la boca llena de veneno y unas ganas enormes de huir, de quitarme los zapatos, de descansar y no moverme más, nunca, de mi rincón”. El rincón como refugio de una verdad demasiado dolorosa. No puede confrontarse con esta verdad del primo que no vuelve, como tampoco con la verdad de su orfandad tan disimulada por un entorno ficticio de flores.

Tampoco puede gritar con esa boca llena de veneno. Hay que silenciar sentimientos que no pueden ser tolerados ni por ella misma ni por su entorno social, se ha de vivir como si. Creando otra realidad, negando tanto la traición del primo como la violencia social de entonces. Esa boca llena de veneno que no puede gritar imposibilita el duelo, esa rabia que no puede expresar, esa rabia contra el amor que la traiciona. Esta evidencia ultrajante la lleva a confinarse en su rincón, museo de sus recuerdos. Encontramos dos comentarios que describen este uso de los recuerdos, no como una experiencia vivida si no como algo que detiene y paraliza el futuro.

Rosita lo confiesa: “No hay cosa más viva que los recuerdos”. El ama, personaje realista llena de sentido común, nos lo explica: “Ayer me tuvo todo el día acompañándola en la puerta del circo, porque se empeñó en que uno de los titiriteros se parecía a su primo. (…) No se parecía en nada (…) pero ella lo achaca todo al otro. A veces me gustaría tirarle un zapato a la cabeza”. Este empecinamiento de dar la espalda a lo evidente —el titiritero es el primo— exaspera a la ama, quizás “sacudiéndole la cabeza” la puede expulsar de esa burbuja protectora, delirante y empobrecedora en que vive Rosita y las Rositas empeñadas en el amor romántico no correspondido.

Rosita lucha activamente contra las evidencias de la realidad, persiste en los recuerdos, en su creencia a costa de llevar una vida anodina.

El duelo que ineludiblemente tendría que enfrentar la protagonista y que no puede es recordado por el ama: “no quiero que esté usted como el primer día. Hace ya seis años (…) ¡Bastante lo hemos llorado! ¡A pisar firme, señora! ¡Salga el sol por las esquinas! ¡Que nos esperan muchos años todavía cortando rosas! (…) Están muertos, vamos a llorar, se cierra la puerta”. La voz de la realidad, del sentido común, de la aceptación y la posible elaboración está bien descrito en estas intervenciones del ama. En cambio, Rosita dice: “Es querer y no encontrar el cuerpo; es llorar y no saber por quién se llora, es suspirar por alguien que uno sabe que no se merece los suspiros. Es una herida abierta que mana sin parar un hilito de sangre”.

A través de la tía tenemos otro modo de enfrentar el duelo. Se enfada con el marido muerto: “¡Viejo tonto! Pusilánime para los negocios. ¡Chalado de las rosas! (…) ¡El manirroto! ¡El débil!”. Este comentario nos muestra una transformación en ella. Ya no se siente sujeta a la presión social que impone lo que se debe hacer o cómo reaccionar.

Duelos diferentes: uno que puede cerrar puerta, otro que queda como una herida abierta y otro que puede enfadarse y tener un retrato no idealizado del marido.

Rosita sabe y no sabe. Así lo dice: “Yo lo sabía todo. (…) Cada año que pasaba era como una prenda íntima que arrancaran de mi cuerpo”. A lo que la tía le responde: “Te has aferrado a tu idea sin ver la realidad y sin tener caridad de tu porvenir”. “Soy como soy. Y no me puedo cambiar”, asegura Rosita por su parte. Tiene la férrea y desamparada convicción que nadie puede entenderla y añade: “nunca me podríais ni entender ni quitar esta mano oscura que no sé si me hiela o me abrasa el corazón cada vez que me quedo sola”. Aquí expresa de manera desoladora esa carencia básica marcada por su orfandad. Ante este dramático evento, los tíos la sobreprotegen ahorrándole el necesario dolor, creándole una jaula dorada que poco a poco se convierte en invernadero donde congela su vida.

La tía se ofrece como modelo de identificación para “que me veas vivir, para que aprendas (…) las mujeres de estas tierras (…) no hablamos y tenemos que hablar”. El ama continúa reforzando lo que la tía plantea: “Tu hablas, te desahogas, nos hartamos de llorar las tres y nos repartimos el sentimiento”.

Pienso que es una clara alusión a nuestro oficio como psicoanalistas. Lo que no se habla, lo que no se representa, encuentra otras vías de expresión sin duda limitantes y empobrecedoras como el caso de la protagonista. Establecer un marco íntimo donde se establece un diálogo significativo con alguien que sí entiende “esa mano oscura que hiela o abrasa el corazón es la posibilidad de abrir nuevas posibilidades, como dice el ama: “Salga el sol por las esquinas”.

A pesar de los reclamos del ama, de las recomendaciones de la tía y de que en parte ella misma sabe, Rosita se instala en perpetuar su ilusión todavía viva a pesar de todo.

“Ya perdí la esperanza de hacerlo con quien quise con toda mi sangre, con quien quise y… con quien quiero. Todo está acabado… y, sin embargo, con toda la ilusión perdida me acuesto, y me levanto con el más terrible de los sentimientos, que es el sentimiento de tener la esperanza muerta. Quiero huir, quiero no ver, quiero quedarme serena, vacía… (…). Y sin embargo la esperanza me persigue, me ronda, me muerde; como un lobo moribundo que apretase sus dientes por última vez”.

Se siente prisionera de una esperanza entre muerta y moribunda, encerrada en sí misma, haciendo oídos sordos a lo que dicen. No tuvo ni tiene una relación de confianza y segura, y así lo dice: “Dejarme como cosa perdida (…). Soy como soy y no me puedo cambiar (…). Lo que tengo por dentro lo guardo para mí sola”.

Comunicarse en diálogo íntimo y significativo, confiando en el otro, es arriesgarse a dejar creencias ilusorias. Ella no está desconectada de la verdad: “Yo lo sabía todo (…). Y sin embargo la esperanza me persigue”. Es saber y no saber, ver y no ver, pero la alternativa es enterarse de sus pérdidas, que es huérfana, que el novio no vendrá y esto no es asunto fácil.
 

Tocados por la flecha de Cupido

Rosita, personaje lorquiano de la España previa a la Guerra Civil, es el paradigma de hombres y mujeres secuestrados por un amor idealizado que lleva a renunciar a una vida vivida.

Rosita es huérfana: suponemos carenciada de esas primeras experiencias que sientan las bases de la confianza. Digo suponemos por la manera que se aferra a la idealización. Es la búsqueda y la expectativa de reconstruir esa primera relación que el destino le arrancó.

Podríamos decir que las Rositas atrapadas en una relación como esta es la eterna expectativa de encontrar aquello perdido.  Lo perdido que queda enquistado impenetrable a cualquier evidencia que lo cuestione.

El mito del amor romántico está representado por Cupido en la mitología latina como el dios del deseo amoroso. Se lo representa como un niño con los ojos vendados. No es casual esta representación. Es una representación de lo infantil y que no puede ver la realidad del objeto del amor.

Tocados por la flecha de Cupido que, sin consultar, nos sorprende, nos hace que queramos estar apasionadamente con el otro, poseerlo. Es algo que nos ocurre, que nos asalta y va más allá de nuestro control. No escogemos con quien tiene sentido tener una relación como consecuencia de una elección razonable, escogemos por otra lógica que no hace referencia al bienestar o a la felicidad. Desde este punto de vista es una emoción intensa que nos esclaviza. La locura del amor se hace evidente cuando perdemos la capacidad de evaluar de forma real a nuestro amado. ¿Este amor es amor si entendemos el amor como una emoción por la cual damos y recibimos bienestar?

Los humanos tenemos la necesidad de sentirnos vinculados, de expresar y recibir ternura, complicidad, comprensión, y ésta nos empuja a buscar un compañero íntimo para el transcurrir de la vida. Esta necesidad no empieza cuando dos adultos se conocen, empieza en nuestra infancia y es cuando se construyen los patrones de relación que quedan como sellos en nuestra vida. Construimos la relación amorosa según este modelo previo y que es inconsciente.

Si imaginamos a la otra persona con aquellos aspectos que deseamos o esperamos nunca la experiencia amorosa puede dar paso a la intimidad, a la experiencia íntima de conocer y entender al otro. ¿Pero qué es entender al otro? Es, en definitiva, el reconocimiento del otro tal como es. Es cuidar del otro sin sacrificar los propios intereses.  Es una cuestión de dos, hay una mutualidad en el cuidado, en la complicidad, sintonías y reconocimientos de la identidad del otro.

Yasmina Reza, en su novela Felices los felices, dice: “La formación de parejas es una estrategia ante la soledad de la muerte. Es una estrategia que los humanos han inventado para evitar estar solos ante la cuestión del destino”.

No pretendo dar una explicación acabada de este sentimiento tan complejo. Lo que he planteado a través del análisis de la obra de García Lorca es un intento de abrir camino, caminos para entender un poquito más este sentimiento que determina nuestras vidas. Si tenemos expectativas idealizadas que corresponden a las propias necesidades subjetivas nuestra experiencia será siempre vivida con un sentimiento de fracaso o de insatisfacción en relación con nosotros y/o al otro.

De cómo pensamos o evaluamos la experiencia amorosa depende nuestra historia. En la medida que tengamos una mirada más sutil sobre el amor y sobre nuestra historia podemos discriminar con más detalle y nuestra autobiografía puede ser más interesante.
 

Referencias bibliográficas

Garcia Lorca, F. (1968), Obras completas, Madrid, Aguilar.

Reza, Y. (2014), Felices los felices, Barcelona, Anagrama.
 

Palabras claves: Federico García Lorca, amor romántico, Doña Rosita, experiencia amorosa, duelo.
 

Eileen Wieland
Psicóloga clínica,
Psicoanalista SEP-IPA,
eileen.wieland@gmail.com