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El hombre ha llegado a ser, por así decirlo, un Dios con prótesis;
bastante magnífico cuando se coloca todos sus artefactos,
pero estos no crecen de su cuerpo,
y a veces aún le procuran muchos sinsabores.

Sigmund Freud, El malestar en la cultura

Seis de abril de 2020. Empiezo a redactar este artículo sobre el malestar amoroso en la actualidad y su viva expresión, el like, de manera muy diferente a lo que podría haber imaginado hace cinco semanas, ya que mi propósito viene marcado por la situación traumática que todos vivimos: confinados y viviendo online gracias a las nuevas tecnologías. Internet es la luz en tiempos oscuros que permite jugar online con la familia, trabajar con los colegas, tener acceso a la cultura y otras diversas cosas. Brinda vitalidad, permite espacios de intercambio y de conexión. Mantenemos nuestros amores y afectos vitales online, incomparable alivio en medio del dolor que suponen unos días que huelen a muerte debido a la alarma producida por la pandemia del Covid-19, que está desatando una emergencia sanitaria, social, económica y cultural sin precedentes.

Las calles exhiben vacío, extrañeza, muerte. Los medios repiten en bucle cifras de infectados, de muertos a los que no se les puede rendir un adiós. La pantalla de la televisión muestra cómo se recogen los cadáveres, por ejemplo, en las calles de Guayaquil (Ecuador). A escasos metros de donde vivo, mi pista de patinaje, por delante de la cual hay que pasar para entrar a catorce salas de cine, está convertida en morgue. Contamos nuestros muertos. En España. En el mundo. Vivimos angustiados por la muerte de nuestros seres queridos y, por supuesto, por la propia. Todos andamos como hoja sobre una rama en otoño, como lo dice bellamente el poeta italiano Ungaretti: “si sta come d’autunno sugli alberi le foglie”. Todos parricidas o filicidas en potencia o/y en el imaginario. El cuerpo propio y el cuerpo del otro, amado, nieto, hijo, abuelo, amigo se torna potencial perseguidor, amenaza, contenedores de muerte.

En este mundo cotidiano donde la anormalidad ha devenido lo normal, huele a extrañeza, a ominoso, surgen iniciativas que implican unión generosa y solidaridad a favor del bien de la comunidad, en peligro a diario. Pero el Covid-19 mata, corta, desune, retomando la expresión propaga detención relacional. Hoy, el otro, su cuerpo, ha devenido enemigo. ¡Que se quede online! Hoy hay que ponerse una mascarilla, hoy hay que guardar las distancias y “quedarse en casa”, no tocar, no oler, no abrazar y vivir detrás de la pantalla la mayor parte del tiempo.

Libramos una guerra, dicen los políticos, contra un enemigo terrible, invisible, asesino del que no sabemos por el momento nada o casi nada, según los científicos. Hay que fiarse de los estadísticos ante el no saber científico. Así, entre muerte e ignorancia científica, bombardeados por datos y avalanchas estadísticas relativas a números de muertos e infectados, se torna difícil pensar.

Retomo mi reflexión sobre el amor en tiempos hipermodernos sobre un background donde algo podrían haber cambiado ciertas variables de manera abrupta: nuestra condición humana, mortal por definición y marcada por el desvalimiento inicial (Hilflosigkeit) de un día para el otro, nos es tirada a la cara, sin preaviso, traumáticamente en toda su crudeza. La fragilidad humana —global, corporal, emocional— ha venido en cuestión de días a abofetearnos, cuando precisamente es ella la que las nuevas formas de amor en boga fuertemente deslizadas hacia el narcisismo quieren obviar.

Hace unas semanas, cinco exactamente en el momento de escribir estas líneas, todavía vivíamos con euforia el milagro de la hipermodernidad (Lipovetsky, 2006), verdadera “cuarta revolución” (Floridi, 2014), derivada del conjunto formado por las nuevas tecnologías, Internet y Big Data. Wuhan y su tempestad quedaban lejos. Todos conectados, más o menos aumentados, aunque solo sea prolongados por un smartphone que viene a terminar nuestros dedos y a alargar nuestro yo-piel psíquico y físico. Cuando incluso la carne humana puede mezclarse con la silicona de las love dolls, cuando la relación sexual puede desarrollarse online-on life y en Sillicon Valley se investiga sobre la posibilidad de devenir eternos, todo parece posible. El último día de febrero de 2020 en Madrid, como en el mundo occidental, todavía la ilusión de ser omnipotentes parecía posible. Esta era la tela de fondo sobre la cual reflexioné sobre el amor en la hipermodernidad. La omnipotencia es el disfrute máximo preferido por muchos al amor que inevitablemente vulnera, y como dice Coetzee, “se ha quedado tan anticuado como la máquina de vapor”.

En la hipermodernidad, como su prefijo lo indica, impera la desmesura por doquier: sobreexcitación, exceso de datos, de imágenes, de velocidad, de propuestas amorosas… y el ser humano desvalido al nacer, portador de la marca de la dependencia de su primer otro madre/padre para su desarrollo desde su neotenia, tiende a desafiar u obviar la realidad que le define y le limita. De ahí la tensión inevitable y permanente entre el desvalimiento y el deseo de poder; de ahí el pacto faustiano tan seductor que invita a cada cual a sentirse un pequeño Dios, aunque sea un instante, creándose online, recibiendo unos likes, nueva moneda del éxito en boga en las redes. Creándose ahora cuando quizá la sorpresiva crisis Covid-19 también viene a decirnos que hay que esperar, por ejemplo, a que se fabriquen mascarillas o a que lleguen los tests del Covid-19.

Es la era del consumo de vínculos en un mundo donde el otro del encuentro amoroso se ha tornado irrelevante, sustituible como si de una mercancía se tratara, o reducido al papel de propiciador de likes. Tenemos “otros” en cantidad. Ahora faltan mascarillas, no obstante; es decir, trocitos vulgares de tejidos. Paradójicamente, Covid-19 produce un hiperparón en la hiperaceleración. Analizando el vínculo amoroso en tiempos actuales, escribí en otro lugar la palabra am@r (Burdet, 2018), atravesada por la arroba, —verdadero atraco al buen uso de la lengua como metáfora facilitadora— para dar cuenta de la inserción de lo subjetivo y del cuerpo sensorial anclados en lo social, de la cultura digital con el afecto, del mundo interno y de la intersubjetividad. La arroba simbolizaba en este caso el paso de la relación a la conexión, del deseo y del amor a otro elegido por sus cualidades propias a favor de satisfacciones inmediatas y de un ideal imperante psicosocial que prefiere el goce sin tregua.

Es, siguiendo el hilo rojo de la relación al otro (u Otro simbólico de la teoría lacaniana) inmerso en la hipermodernidad (Lipovetsky, 2006) y de su articulación con el sujeto, que hablaré del vínculo amoroso hoy, cuando el otro como límite a la mesura y a la medida, está puesto a prueba.

Mi hipótesis central es que existe hoy un abismo entre la noción de la mesura y de la temporalidad impuesta por el otro, el amor al otro elegido por su diferencia y su calidad propia, y el ideal imperante de desabrocharse del otro, convirtiéndolo entonces en un otro sin cualidad, demasiado a menudo reducido al rol de propiciador de likes. Eros agoniza. El otro elegido por sus cualidades propias se ve relegado en nombre de un amor a sí mismo, de un yo ideal ya denunciado hace tiempo por la sociología con Ch. Lasch (1979) a la cabeza y ciertamente también por el psicoanálisis y su profundización en los estados llamados límite o borderline. Delicioso deslizamiento del amor hacia el amor a sí mismo, que siempre ha existido, pero que hoy se ha convertido en la máxima aspiración. Un nuevo orden amoroso idealizado marcado por el debilitamiento de Eros mientras Narciso canta a pleno pulmón, situación en la cual el otro ha devenido cada vez más banal, sustituible, como si de una mercancía se tratara. El follower deviene cada vez más lo que importa, y forma parte de la búsqueda de disfrute sin tregua y de manera inmediata. Impera el infierno narcisista, hecho realmente amenazante cuando Eros ya no implica la experiencia del otro en su alteridad (Kristeva, 1993) y desemboca sobre una crisis del ideal del yo y del superyó (por lo que suponen de limitación y de renuncia a la satisfacción). Yo es otro. Analizaré la puesta en jaque de esta evidencia: la crisis del amor —o su imposibilidad— siguiendo los siguientes puntos.
 

El Hikikomori. Renegar de la experiencia de la otredad

En un lado extremo podemos ubicar un fenómeno novedoso representado en Japón por los hikikomoris, para los cuales (Godart, 2017) “morir de pantalla es más fácil que morir de amor”. Para ellos, el otro está absolutamente barrido de una vida que se desarrolla en exclusividad online. Se podría leer el fenómeno como exponente puro del deseo de no deseo (Aulagnier, 1975), forma de pulsión de muerte; o como refugio psíquico (Steiner, 2013). El hikikomori es el vivo exponente de una avería en el deseo vital. Así, con mayúsculas, el Otro simbólico de la teoría lacaniana, o el otro, están ausentes. En este caso, “yo ya no es otro” y “morir de pantalla” (Pommier, 2018) se torna más fácil que morir de amor en una alienación con personajes virtuales y una pérdida de vínculos extrema. El hikikomori es el exponente de la versión absoluta de un amor a un otro deshabitado.
 

Un nuevo orden amoroso: am@r

No hay sujeto psíquico sin un primer otro, la madre, desde la vida intrauterina y luego desde el corte del cordón umbilical, sin el cual la cría humana absolutamente desvalida, marcada por su neotenia, no podría sobrevivir. Otro-madre propiciador de la primera fuente de satisfacción, de placer y, por lo tanto, de amor, así como de frustración soportable. El ser humano anda pegado a su primer objeto. En un primer momento la diada madre-bebé tiene que ver con un estado de fusión que pronto tendrá que dar paso a la situación de un no-yo, y más adelante de un yo y otro. El niño freudiano tiene que pasar por diferentes fases de desarrollo: oralidad, analidad, Edipo, que implican elaboraciones de duelos dolorosos, hasta poder llegar a la adolescencia, momento donde la elección amorosa supone la renuncia a los primeros objetos parentales de la infancia y el poder reconocer y desear a otro por sus cualidades intrínsecas, su otredad. Desde un punto de vista pulsional, es el primer otro, la madre, que está encargado de ligar las excitaciones primarias, de calmar los primeros dolores necesarios y normales de vida y de muerte, es decir, de metabolizar y calmar al recién nacido, de modo que sus dolencias y excitaciones corporales se tramiten, se metabolicen adecuadamente. En este sentido, la madre es la que ayuda a la ligazón de las pulsiones de vida y de muerte. Estamos en los momentos iniciales de la vida, mundo de sonido, de sabores, de olores y de tacto que no recordamos nunca, pero que no por ello serán menos fundamentales porque este mundo sin palabra ni memoria deja huellas en el psiquismo, huellas que solo podremos eventualmente conjeturar o construir durante una cura analítica.

Pensar en la cuestión de los orígenes siempre es tarea ardua. Las huellas son los primeros elementos sobre los que se van a asentar las representaciones ulteriores. Según Aulagnier (1975), el psiquismo tendría de inmediato la tarea de brindarse a sí mismo una representación de su funcionamiento; es aquello que llamaba “función autoteorizante” del psiquismo vía pictogramas, por ejemplo.

A la par del cuidado corporal, los padres atraviesan al infans con su discurso, su propia conflictiva inconsciente, es decir, con mensajes que resultarán enigmáticos (Laplanche, 1992) para el psiquismo inmaduro del pequeño.

La calidad del objeto primario madre es fundamental para permitir que se organice el psiquismo infantil. El objeto suficientemente bueno (good enough) descrito por Winnicott (1971) es una madre que va a permitir que se organice el núcleo del ser, su espacio interno, su sense of being o sentimiento de existir. El recién nacido es reflejo táctil, oloroso, visual, sonoro, kinésico de su madre. En este tiempo inicial, fusional y postfusional con la madre (o el padre) antes de la diferenciación sexual anatómica (núcleo del yo ideal), ésta refleja al bebé y el bebé refleja a su madre, que lo refleja a su vez. Primer juego especular donde el hijo se va a reconocer, primera mirada que el niño también va a conocer. “Yo es otro”, en el sentido de que el yo se va creando gracias al psiquismo del primer otro adulto y llevará de por vida el sello de este otro. En este sentido, la libertad y la construcción psíquica son fruto de un largo trabajo, de la elaboración de duelos, de un trabajo incesante de identificaciones y desidentificaciones, entre el yo y el otro.

Es la madre que le dice al hijo, mirando su imagen en el espejo (Lacan, 1949), “éste eres tú”, y le constituye entonces como yo separado de ella, yo feliz de reconocerse. Este narcisismo es necesario y estructurante para la vida psíquica. La consciencia de sí y la formación del yo se realizan gracias a la acción peculiar de la mirada de otro sobre un yo cuerpo (Freud, 1923), verdadero acto fundador, creativo, que deja su sello a la par que da vía libre para poder empezar un camino propio. Hecho paradójico, pues se necesita del otro, de sus cuidados, de la mirada y de que le toquen, a la par que esta extrema dependencia de los primeros tiempos también constituye una herida a la omnipotencia del yo. Herida sana, soportable y estructurante, o herida insoportable en caso de objetos parentales fallidos, es decir, que no hayan podido ni pensar, ni mirar a su bebé. El fallo de la mirada estructurante del otro producirá la necesidad de querer ser mirado por el mundo entero, mendigando miradas y amor a sí mismo. A mayor falla para una construcción sana de un reservorio narcisista suficiente en los orígenes de la construcción del psiquismo, mayor riesgo de estados límite, de trastornos narcisistas, de megalomanía, de sobreestimación de los deseos propios, y también mayor dificultad para amar, pues el poder amar a otro supone disponer de un reservorio narcisista de vida estructurante suficiente de base para ello.

El volver sobre estas consideraciones teóricas se torna vital para tomar consciencia de cómo hoy se ha invertido el orden, y cómo la fase del amor al otro, considerada como “superior” por Freud, anda de capa caída en nuestra sociedad mientras el amor a sí mismo se ofrece como primera meta. Cuando Eros ya no ofrece la posibilidad del otro en su alteridad, amenaza de nuevo el infierno de lo mismo. Triunfa el amor a sí mismo en nuestra sociedad “líquida” (Baumann, 2003), donde el yo no quiere de otro, al que prefiere reemplazar con el máximo placer inmediato que supone lo que he llamado el autoengendramiento (Burdet, 2018).
 

Autoengendramiento

El autoengendramiento implica un fenómeno de autocreación delicioso de un sí mismo online que se exhibe en las redes, sea el tiempo de un segundo, hambriento de likes. Es una ovación al yo que se infla majestuosamente, tiende a devenir todopoderoso y, paradójicamente, es frágil, pues precisamente se vive a expensas de los likes propiciados por el otro, a menudo desconocido y reducido a esta función y/o a la de follower. En vez de morir de amor, hoy uno puede morir de likes o de su ausencia. El yo ideal vinculado a la grandiosidad infantil comparada con los pueblos primitivos se impone y este yo ideal es visto con nitidez como la búsqueda de la completud fálico-narcisista, lo que sería el movimiento “auto” que subyace a esta versión actual de self made man.

El like, como la flor de narciso que crece después de que Narciso se ahogue en su propia imagen en el texto de Ovidio, comparten el haber salido del orden humano. Ambos pertenecen a otros mundos, el de la flora, el de infoesfera. No sienten.

Like significa “como si”, “me gusta”, “querer”; es la nueva moneda amorosa propuesta por Facebook primero, en las antípodas del amor, como señal de aprobación online. He elegido el like para desarrollar ciertos focos de malestar en la hipermodernidad relativos al vínculo amoroso, a la riada de imágenes, a nuestra propia entrega como dato y a nuestra fantasía de autocreación.

Hay malestar novedoso en cuanto que se está pasando del discurso a la imagen. En estos casos, la libido se ha retirado del objeto y ha vuelto al yo. Por el lado del sujeto en demanda exhibicionista o del objeto que mira, hay una avería del discurso convertido en peau de chagrín (piel menguante).

El nuevo objeto de amor identificado con el propio yo, en este caso, realiza la fantasía omnipotente de crearse a sí mismo y de sentirse Dios por unos minutos, y es paradójicamente frágil, pues se encuentra a merced de una nueva moneda amorosa: los likes. ¿Neorrealidad traumática (Ahumada, 1998), filosofía para maniquíes (Floridi, 2014) o intento creativo de ligazón de huellas, quizá, en busca de sentido?

A mi entender estamos ante una solución llamada fetichista perceptiva omnipotente, carente en gran medida de representación verbal (Puertas, 2017) y frente a una deriva narcisista diferente de lo postulado por Freud (1914), pues lo que se muestra de sí son imágenes construidas, retocadas, elegidas previamente desde un yo, unos afectos, un inconsciente y unos ideales con fines sociales, base de lo que va a ser reenviado desde la mirada de los otros, lo cual nada tiene que ver con el reflejo de uno que se mira a sí mismo simplemente como en el mito de Ovidio retomado por Freud. Es decir, que lo que se ofrece para la construcción del sí mismo (moi) online, difiere del yo (je), y es una representación más cercana al campo imaginario que al campo simbólico en términos lacanianos. El self, a su vez, se va a reverberar, va a ser parte de un juego interespecular y buscar likes que vienen a ovacionar a una reacción fabricada ad hoc que dista mucho del yo de uno. ¿Cuánto de uno se pierde en esto?

Desde la clínica podemos pensar que “las nuevas enfermedades del alma” (Kristeva, 1993) puedan presentar riesgos de fragmentación, dificultades en la creación del sujeto. Quizá cuestiones que están emergiendo recientemente como el poliamor y las polipertenencias de todo tipo estén vinculadas con este fenómeno.

La pasión por lo numérico en paralelo al autoengendramiento, el individuo moderno se nutre de datos y produce infinidad de datos. Al construir una vida online cada vez que aprieta una tecla, construye un self, un yo digital donde el nuevo yo social tiene que ver con el saber digital.

Autoengendramiento y datamanía, Archieve Fever, según la acertada publicación de Derrida (1995), van unidos en cierto punto (Johansen, 2019). Esta sería una nueva cara de la libertad hoy. Verdadera paradoja: el ser humano que se desea libre de un otro recurre a la fantasía de una autoproducción pasando de una alienación estructurante (descrita anteriormente) a la autoalienación, entregándose como dato para cualquiera de los gigantes llamados Netflix, Facebook, Amazon u otros que nos comparan con millones de utilizadores que no conocemos y nos influencian. Es una suerte de perversión. “Somos valorados/amados y abusados a la vez” (Johansen, 2019). ¿Estaremos en una psicología bajo leyes de mercado? Parece que parcialmente sí. Vean las páginas de contacto, los cruces que opera Facebook con cualquier otra aplicación. “Es una condición antropológica que emerge, que trata de dominarnos, de no abandonar nada al azar (…), se llama la transparencia permanente de la vida vivida en el presente y por todas partes» (Johansen, 2019).

La crisis del Covid-19, aunque está en sus inicios, pone énfasis sobre varios cambios paradigmáticos: es el informático quien se está convirtiendo en especialista, quitándole el puesto al médico o al epidemiólogo. ¡No digamos del psicoanalista! ¿Big data devendría el nuevo rey en medio del malestar? Estamos todos vigilados a través de la digitalización de nuestros teléfonos, y esto retoma, a nivel de las relaciones amorosas, mi tesis anterior según la cual esta crisis actual “la digitalización, toda la cultura del `me gusta´ suprime la negatividad de la resistencia”, como lo dice tan acertadamente Byung Chun Han (2020).

Este exceso de datos, de archivos, paraliza y colapsa nuestro pensamiento. Nuestra mente produce datos donde tanto el inconsciente como los afectos o el género están implicados. Lo que subimos a Facebook no es solo un dato frío, o un hecho de memoria (Ihanus, 2007), en realidad lo que se escoge es algo que está sobreinvestido por nosotros.

Esto implica una serie de paradojas: nos hacemos transparentes, sabemos que entregamos algo propio y que nos pueden vigilar, pero aun así, lo hacemos probablemente debido al placer de sentirse miembro de la comunidad grandiosa universal. A más fotos, más mensajes y más datos producidos. Podemos albergar la ilusión de un empiece eterno, de un no morir nunca en una suerte de melancolización. ¡Ahora nos ama Google, que no siente! Pero a una parte de nosotros le encantan los datos, las imágenes, como si dijeran que si hay dato, no existe duda. La fantasía en boga según la cual lo medible es científico y cierto, se cumple aquí. Quizás también el formar parte de un todo se torne tranquilizador, apaciguador, en el sentido también de hacernos creer que pertenecemos a un sistema que nos excede, mucho más grandioso que nosotros. Oscilaremos entre el terror al data y la pasión por ello, que aleja lo afectivo y la vulnerabilidad. Pero el peligro está claramente expuesto por Harari (2018): “los algoritmos de macrodatos pueden crear dictaduras digitales en las que todo el poder está concentrado en manos de una élite minúscula al tiempo que la mayor parte de la gente padezca no ya explotación, sino algo mucho peor, irrelevancia”. La libertad es una noción fundamental del relato liberal, y la Inteligencia Artificial (IA) no tiene ni idea de libertad o no.

En consonancia con la fe tranquilizadora en la posibilidad de cuantificar todo, las conductas y reacciones humanas incluidas, surge una crisis creciente del discurso apuntada hace años por Lyotard (1979), hecho que se ve incrementado en la actualidad por las riadas de imágenes que corren a la par de un nuevo fenómeno alentado desde lo social y que consiste en la fantasía de la autocreación de sí mismo online, en las redes, con fines empresariales, pero con un mensaje novedoso, que quiere que uno ya sea libre de ser lo que quiera.

¿El lenguaje cada vez más fotográfico, pobre y a menudo mudo de palabras estará hablando de un sufrimiento que ya no se sabe decir o que ni siquiera es consciente de su malestar? ¿Estaremos ante un nuevo enmascaramiento de nuestro malestar a través de la fantasía omnipotente de dominar el mundo al entrar en conexiones diversas con la satisfacción de pertenecer a un sistema global, grandioso, planetario, pagando el ligero arancel de convertirse uno mismo en un dato? ¿De qué libertad se trata? Como si esta fuera un hecho caprichoso, volitivo, limitado a algo tan sencillo como: “quiero ser esto, y como soy libre, lo hago”, desafiando tanto las leyes evolutivas de la construcción psíquica, como las leyes que regulan la sociedad.
 

De la pasión revolucionaria por las imágenes

Todos mandamos imágenes y recibimos imágenes, a todas horas. Riadas de imágenes, “furia de las imágenes” (Fontcuberta, 2016) que implican “un orden visual distinto” donde habitamos y que nos habita. La magnitud de la cantidad de iconos nos desborda, elimina nuestra capacidad para pensar. Novedosa “iconoesfera” como patología cultural. Todos convertidos en Homo fotograficus acentuamos nuestros aspectos exhibicionistas voyeuristas en detrimento del verbo y del discurso. Esta sería una manera de pensar el fenómeno. Las imágenes, en avalancha, en riadas, nos miran con mirada interrogante. Sustituyen cada vez más los discursos; desbordan y sorprenden en un presentismo sin tregua (Burdet, 2018) y de una aceleración imparable. ¿Sustituyen también al amor deficiente que entonces viene a mendigar a través de imágenes un like soñado?

“La imagen y el amor nacieron abrazados, de tal manera que, si el amor se niega, la trampa del amor se cierra sobre aquel que lo mira (…). Aquel que desaparece en la pantalla ignora que está ‘perdido para el amor’” (Pommier, 2018). Quizá la expresión más cruda y aparentemente inocente de la representación hipermoderna de este sufrimiento es el like. El like es la firma de la imposibilidad del amor, del amor que se negó.

Esta sería una primera aseveración: todo psiquismo que no ha podido tener una mirada y un pensamiento suficientemente bueno, amoroso, en el sentido de haber podido ser pensado por sus objetos originarios, es decir, los padres, tiene la necesidad de tender a apoyarse sobre otros objetos sustitutivos en lo real o en el mundo virtual. Se busca lo que no hubo, amor, poder ser pensado por otro: muchos likes, entonces compensatorios de los fallos en la constitución de lo originario. En este sentido, la creación del sí mismo pidiendo likes, o la desaparición en lo virtual, se leen y escuchan como expresiones novedosas de gritos de dolor tempranos no escuchados. El expresarse en imágenes puede ser un fenómeno regresivo, un neolenguaje defensivo y patológico, pero según el caso también puede ser un fenómeno creativo (Anzieu, 1977,). Fenómeno muy complejo que invita a reflexionar.

La obra, en este caso la fotografía, podría “expresar afectos y representaciones, o evacuarlas, siguiendo el modelo del psiquismo materno deficiente” (Green, 2007), pues el defecto de simbolización en ciertas personas alimenta la creatividad. Entonces, según este enfoque, también existiría la hipótesis de entender la creación online, sin juzgar la calidad, como una obra de arte en el sentido de creativa. Didier Anzieu, hablando de la creatividad, dice: “La obra es la afirmación narcisista de la libertad psíquica de los humanos frente a la ineluctable necesitad externa (…). Cada creador (…) lo deviene por la necesidad de un acto de alguna manera gratuito y con el fin de inscribir en una obra el sueño, o la voluntad de escapar a los límites de su vida individual, véase de la condición humana” (Anzieu, 1977).

Conmovedoras consideraciones que apuntan, por un lado, a un intento de ligar las huellas quedadas en lo más profundo de lo experimentado precozmente de uno en el acto creativo, que quizá también desee inscribir algo, como lo hace un tatuaje en la piel. Neolenguaje claramente. ¿Podrá abrocharse posteriormente a una representación, llenando la carencia discursiva de un dolor que se ignora, de algo interno que puja por expresarse?
¿Estaría siempre en el fondo de nuestro deseo de mostrar, hoy con herramientas revolucionarias a nuestro alcance, esta búsqueda nuestra sobre lo que, en nosotros, quedó sin palabra o fuera de ligazón?

Le dejo la palabra a Pascal Quignard (1994), cuya bella prosa describe con delicia el tema: “Todos procedemos de una escena en la que no estuvimos. El ser humano es aquel a quien le falta una imagen, que cierre los ojos o que sueñe de noche, que abra los ojos y observe atentamente las cosas reales en la claridad que desprende el sol, que su mirada se aparte o se pierda (…) el hombre es una mirada deseante que busca otra imagen deseante detrás de todo lo que ve” ¿Podríamos hacer, parafraseando a McDougall (1978), un alegato para una cierta anormalidad y considerar la libertad creadora, necesariamente narcisista, como un mal menor para soportar nuestra humana condición y salirnos de ella, hecho extensible a los casos de déficit narcisista también? ¿Libertad creadora o uso patológico de la tecnología para compensar déficits narcisistas? Habrá que ver en cada caso. ¿Hasta qué punto no se podrían confundir esos dos planos?

Volviendo a la creación de un sí mismo online, ¿cómo considerar la cuestión? ¿Posición creativa, lógicamente narcisista, ayudante de la vida, como intento de ligazón o de inscripción, o un delirio narcisista que barre al otro del universo propio?

¿Cómo queda la imagen deseante hoy? La imagen ha venido a dominar nuestro mundo, desde luego desde una expresión predominante del ello, del inconsciente no simbolizado, del gesto quizá afectivo sin mediación del pensamiento elaborado. Podemos decir, sin temor a equivocarnos, que la comunicación pasa por una fantasía recortada, un simbolismo también recortado y una explosión del sentir menos metabolizado, de las huellas del ello, huellas de estos pictogramas que cada uno de nosotros tiene en su interior y que salen en cada momento, pero viene a engrosar un yo, a inflarlo y a exhibirlo.
 

Conclusión

En estas reflexiones, he querido pensar la crisis del vínculo amoroso en tiempos del like. Pero en plena hipermodernidad, la hipercatástrofe que supone la crisis del Covid-19 viene a plantear más cuestiones que de momento no pueden ser contestadas. Pero si la datamanía como nuevo ideal se está mezclando con los afectos, si la temporalidad del presentismo se ve abruptamente truncada por un principio de realidad tan banal y aplastante como esto: “necesitamos mascarillas y no hay, necesitamos tests y no hay”, ¿cuáles son los cambios esperables? Hay que esperar. ¿Cómo la crisis viral va a afectar a las relaciones afectivas, amorosas, puesto que no para de poner capas separadoras entre uno y otro, llámese mascarilla, distancia social, pantalla, o pánico a la muerte? Si Narciso cantaba a pleno pulmón y se prefirió las delicias de sentirse defensivamente y a menudo Homo Deus, ¿cómo se reaccionará psíquicamente ante esta afrenta narcisista inevitable que supone de principio de realidad y de retorno a la humildad, la vulnerabilidad, el homo sin Deus? Habrá que hacer una cosa que se nos olvida cada vez más en tiempo del clic, pero que el psicoanalista sabe bien: esperar, esperar para poder pensar en un après coup.
 

Referencias bibliográficas

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Winnicott, D.W. (1971), Playing and reality, Londres, Tavistock Publication.
 

Resumen

Eros agoniza mientras Narciso triunfante canta victoria, fascinado consigo mismo, narcisización de los vínculos amorosos en tiempos hipermodernos. Like se torna símbolo del amor y del discurso que se niegan. Surge la huida de la experiencia fragilizante del otro amado por sus cualidades propias; proliferación de recursos defensivos como el autoengendramiento online, el hambre de likes, el consumo de relaciones como de mercancías. Afirmaciones que suponen deslizarse hacia un lado mortífero donde impera la desligazón de las pulsiones de vida y de muerte, y la desobjetalización.

La autora muestra, en un texto escrito desde el confinamiento marcado por la crisis del Covid-19, cómo hemos pasado de la relación a la conexión, del amor y del deseo del otro a una preferible visibilidad o al disfrute y goce sin tregua en una temporalidad marcada por el presentismo, la aceleración, y la crisis del discurso y el reino de la imagen y los datos. El artículo cuestiona diversas caras de un narcisismo enfermizo.

Palabras clave: narcisismo, otro, objeto, amor, ligazón, temporalidad, ideal, límite, Covid-19
 

Abstract

Eros agonizes while Narcissus, as a prototype oneself‘s love, triumphantly sings victory. Narcissization of the love bonds in hypermodern times, appears. Like as a symbol, signs the denial that refuses love and discourse, while love becomes a dangerous experience: The other is not loved anymore for its quality and value. Defensives resources such as self – online procreation, the hunger for likes, the consumption of relationships like merchandise are blooming. Affirmations meaning the sliding towards a deadly side, desobjectalizating function, where the rupture in the bound between life and death drives, prevails.

The author shows, in a text written during the confinement marked by the Covid-19 crisis, how the relationship are replaced by connections, how social visibility and constant enjoyment love are preferred in a society marked by a presenteism’s temporality , acceleration, as well as the crisis of the discourse in the kingdom of image and data. The article questions various faces of an aching and deadly narcissism.

Keywords: narcissism, other, object, love, bond, temporality, ideal, limit, Covid-19
 

Martina Burdet
Psicoanalista APM-SPP-IPA.
martinaburdetdombald@gmail.com