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Sobre los sentimientos

Las ideas que tenemos sobre los sentimientos, su naturaleza, su comportamiento, sus consecuencias, han ido cambiando a través del tiempo. Sin embargo, en todo cambio continuado siempre hay algo que permanece. En el siglo I de nuestra era, el filósofo Epicteto decía en un libro sobre la moral: “El hombre no está trastornado por las cosas, sino por la visión que tiene de las cosas”. Veinte siglos más tarde suscribimos sus palabras. El tipo de emociones que nos despierta lo que ocurre en nuestro mundo, depende del significado que les otorguemos. Una misma frase, según la persona que nos la dirija, el tono en que lo haga y el contexto en el que se emita, la podemos considerar como una broma que nos haga sonreír o como un ultraje que ofenda nuestra dignidad.

El significado que atribuimos a los acontecimientos del mundo exterior (nuestra visión de las cosas) que nos conciernen de manera particular, nos provoca sensaciones internas que dan lugar a lo que denominamos emociones y sentimientos. Es de los procesos que dan lugar a ellos —y en especial, del amor— de lo que vamos a tratar en este artículo.

Para comprender fenómenos complejos —como los que tienen lugar en la mente humana— hay que traspasar las barreras existentes entre disciplinas científicas, porque la realidad no se nos presenta como parcelas sino como paisajes amplios. Por esa razón, desde la psicología se nos hace imprescindible el recurso a otras disciplinas para poder comprender los fenómenos que se nos muestran como falsamente simples en la vida cotidiana de las personas y en sus comportamientos con los demás. Los sistemas de pensamiento en los que nos basemos para estudiar fenómenos complejos no pueden consistir en sistemas lineales que solo nos permitan contemplar una de sus caras, puesto que, como decía Bachelar, lo simple no existe, solo existe lo simplificado. Esta es una de las razones por las que, para hablar de amor, empezaremos hablando de microbiología.
 

En los inicios de la vida 

Cuando nos encontramos ante un fenómeno difícil de entender, solemos recurrir al seguimiento de su evolución desde que se inicia hasta que desaparece o se estabiliza. Este procedimiento ha sido de gran utilidad en diferentes disciplinas como la historia, la física, la biología, la lingüística, entre otras, y también en la psicología. El estudio de la psicogénesis ha permitido, por ejemplo, describir los procesos que el pensamiento lleva a cabo para adquirir muchos de los conocimientos que se quieren transmitir en la enseñanza, pero también para averiguar el porqué de unas conductas en una determinada persona.

¿Es posible aplicar una metodología semejante para rastrear los orígenes del amor? De ser esto posible ¿podría aportarnos alguna novedad que nos permitiera ampliar los conocimientos que sobre él tenemos? No nos resistiremos a intentarlo recurriendo para ello a la biología.

En el siglo XIX Charles Darwin sorprendió a sus contemporáneos, para las creencias dominantes en aquel momento, con la extraña afirmación de que los seres humanos no habían sido creados como tales, sino que procedían de una rama especial de simios, que eran nuestros más remotos antepasados. Imaginar que los abuelos de los abuelos de los abuelos… de nuestros propios abuelos eran animales que vivían en los árboles fue, ciertamente, una idea difícil de concebir y mucho más aun de aceptar.

Pero hacia la mitad del siglo pasado, cuando las ideas darwinianas aún no habían sido aceptadas en los reductos más reaccionarios de países considerados como los más avanzados[1], aparecían ya nuevas teorías que iban aún más allá de la desarrollada por Darwin y que nos aportan datos muy valiosos para entender el origen de los sentimientos.

Darwin había ya apuntado la idea de que los animales poseían sentimientos, cosa que tampoco había sido bien aceptada en su tiempo y que aún sigue sin serlo plenamente en la actualidad[2] .
La invención del microscopio electrónico y el desarrollo de diversas técnicas de laboratorio han permitido contemplar los fósiles de los primeros seres vivos que habitaron nuestro planeta, las células procariotas, cuya aparición se sitúa, aproximadamente, entre tres mil setecientos y tres mil quinientos millones de años atrás. Estas células primigenias, a diferencia de las eucariotas, que aparecieron mucho más tarde, carecían de un núcleo que separara el material genético del resto del cuerpo bacteriano. Aquellos primitivos microorganismos se desarrollaron en una atmósfera que contenía compuestos energéticos, como metano y sulfuro de hidrógeno, que respiraban y a cambio excretaban oxígeno, un gas tóxico para ellos. Las condiciones ambientales eran realmente difíciles en una Tierra en continua transformación, sin embargo, consiguieron sobrevivir y extenderse ampliamente sobre el planeta a pesar de la dureza del entorno.

Los trabajos de la microbióloga estadounidense Lynn Margulis pusieron en evidencia el particular comportamiento de estas bacterias que hizo posible que, en condiciones tan difíciles, no solo sobrevivieran, sino que prosperaran hasta el punto de conseguir extenderse por diferentes lugares del planeta. Uno de los grandes aciertos de Margulis fue el no limitarse a estudiar las características bioquímicas de las procariotas, sino el ir más allá, observando su comportamiento y las consecuencias de las mismas.

Estos microorganismos, en contacto con el medio, se fueron diferenciando y adquiriendo nuevas características somáticas como, por ejemplo, desarrollar flagelos que les permitieran desplazarse rápidamente en el medio líquido en que habitaban o extraer energía de la luz solar a través de la fotosíntesis. Una de sus características más relevantes era su costumbre de intercambiar genes entre ellas mediante un pilus, estructura tubular a través de la que se interconectaban transfiriéndose el nuevo material genético que hacía que la bacteria receptora adquiriera las características de las que el material genético era portador. Margulis no solo estudió, sino que también filmó estos comportamientos en las procariotas, la clave de cuyo éxito fue, y sigue siendo, la cooperación. Sin este generoso intercambio genético difícilmente hubieran podido sobrevivir tantos miles de millones de años, con lo cual, nosotros no estaríamos ahora aquí. Las bacterias que llevaban a cabo estos intercambios genéticos no se limitaban a hacerlo con aquellas que son consideradas de su misma especie por los biólogos, sino que, haciendo caso omiso de los límites entre especies marcados por éstos, las indisciplinadas bacterias traspasaban sus genes indiscriminadamente a cualquier bacteria de su entorno que lo necesitara y siguen haciéndolo en la actualidad.

La cooperación bacteriana no termina aquí. Para no extendernos demasiado, nos basta recordar la endosimbiosis, descrita también por Margulis y Sagan (1986) a través de la cual, una vez más, las bacterias recurren a la cooperación para formar un nuevo organismo, la célula eucariota, remotísima antepasada de las células que constituyen nuestro cuerpo y el de los demás animales[3].

Muy atinadamente Margulis afirma: “Se ha hablado mucho más de la competencia, en la que el fuerte es el que vence, que de la cooperación. Pero determinados organismos, aparentemente débiles, a la larga han sobrevivido al formar parte de colectivos, mientras que los llamados fuertes, que no han aprendido nunca el truco de la cooperación, han ido a parar al montón de desecho de la extinción evolutiva.”[4]

Si es cierto que los inicios de la vida de un ser humano influyen en cómo va a vivirla, nada nos impide suponer que los inicios de la vida en nuestro planeta han de influir en cómo ésta se ha ido desarrollando.
 

La cooperación, una propiedad de la vida

Si el estudio de los orígenes de la vida nos resulta de gran interés es porque una de las propiedades de la vida es su capacidad de reproducirse. Pero la reproducción no se limita a los aspectos puramente “somáticos” sino que se extiende también a los conductuales.

Nuestro cuerpo está formado por células eucariotas de muchos tipos y es evidente que todas ellas tienen la capacidad de cooperar. Esta capacidad se pone de manifiesto en cualquiera de los órganos de nuestro cuerpo, puesto que, si las células que lo componen no cooperaran, el órgano en cuestión no podría funcionar. Pero, además, los diferentes órganos cooperan entre sí para que el organismo funcione, aunque estén formados por células muy diferentes. Conservan, pues, la propiedad de cooperar que, al igual que en las procariotas, posibilita y hace prosperar la vida.

La capacidad de cooperación coincide con la aparición de los primeros seres vivos en nuestro planeta y es una condición imprescindible para que la vida pueda subsistir, razón por la cual es lícito considerar la cooperación como una propiedad de la vida, de la misma manera que también lo es la organización interna, la capacidad de reproducirse o la de obtener energía del mundo que nos rodea.

A través de millones de años de evolución en los que han ido apareciendo y extinguiéndose millones de especies de seres vivientes, mientras otras sobrevivían y evolucionaban, la cooperación ha ido también evolucionando con ellas y cobrando formas diferentes, desde la copulación para dar origen a nuevas vidas hasta la constitución de ejércitos que pueden acabar con ellas.

No siempre la cooperación tiene como finalidad conservar y mantener la vida, ya que lo cierto es que esta propiedad tiene sus luces y sus sombras. Pese a ello, sigue siendo imprescindible para construir pueblos, ciudades, naciones y civilizaciones diversas y para llevar a cabo proezas tecnológicas como llegar a la Luna o construir el amplio edificio mental de la ciencia.

Los cambios que ha experimentado la cooperación son paralelos a los cambios que han sufrido las diferentes especies animales y vegetales a lo largo de la evolución, adaptándose a las características de cada nueva especie. Existen, pues, multitud de formas de cooperación. En la especie humana esta propiedad se ha diversificado, tomando formas muy diversas.
 

El amor una particular forma de cooperación

Se ha dicho, no sin razón, que el ser humano está hecho de la misma materia que el universo. Esta materia, convenientemente transformada y organizada, es capaz de pensar, sentir y amar. Dicho de otro modo, es capaz de autoorganizarse y de cooperar de maneras muy diversas con los seres de su entorno. A una particular forma de cooperación es a lo que llamamos amor. Desde esta perspectiva, el amor derivaría de aquella propiedad consustancial a la vida que, junto con ella, nos legaron las primitivas bacterias procariotas[5]. Que es necesario para la supervivencia humana y la de otros mamíferos, lo demuestran las conocidas observaciones llevadas a cabo en orfanatos por René Spitz —y otros posteriormente— y los experimentos con monos realizados por Harry Harlow. La cooperación es una necesidad humana que viene de muy lejos, se trata de una herencia multimilenaria, sin la cual, no sobreviviríamos. Lo que llamamos amor es una particular forma de cooperación —arraigada en el imaginario colectivo humano— cuyos remotos antecedentes se encuentran en los primeros seres vivientes que habitaron nuestro planeta y está presente en todas las demás formas de vida derivadas de ellos. Como cualquier otra de las propiedades que son inherentes a la vida, ha experimentado grandes transformaciones al atravesar las múltiples vicisitudes inherentes a su paso por las diferentes especies animales que nos precedieron y que forman la larga cadena (con muchos eslabones todavía ignorados) que nos une a las procariotas.
 

El amor no es un sentimiento

El término amor tiene una gran variedad de acepciones que corresponden a sus diferentes significados. Podemos hablar de amor cuando nos referimos a los sentimientos que unen a los padres con sus hijos y viceversa, pero también podemos referirnos a él para hablar de los sentimientos que experimenta una mujer por su esposo, un amante por su amada, un poeta por la poesía o una persona por su perro. También hablamos de personas que aman la filosofía, la ciencia, el arte, la política o a un sinfín de seres, de objetos y de ideas que sería interminable enumerar. Muchos de estos tipos de amor son compatibles entre sí, pero no todos. Se puede amar a más de una hermana o hermano, a más de una hija o un hijo, a más de una amiga o amigo, pero no se considera adecuado, en nuestra cultura, amar a más de un marido o esposa, ni a más de una pareja sentimental. Las normas sociales determinan, al menos en parte, a quién y cómo se debe amar.

La gran cantidad de acepciones del término amor pone en evidencia el amplio abanico de significados que podemos atribuirle y la gran variedad de sentimientos que encierra. Pero no es el carácter polisémico de la palabra lo que hace que no debamos considerar el amor como un sentimiento, sino el hecho de que nunca se da un sentimiento amoroso aislado ni independiente de otros sentimientos que son concomitantes. Todas las sensaciones amorosas aparecen juntamente con otras, ya sea de manera ocasional o permanente. Lo que llamamos amor va siempre acompañado de diversos sentimientos, según la persona que los experimenta, según el momento en que se encuentra la relación, según a quien o a qué van dirigidos, según la cultura en la que se viva y según una gran cantidad de variables tanto individuales como sociales[6] . El amor puede incluir sensaciones y sentimientos de ternura, de entrega, de felicidad, de placer, de cuidado, de protección, pero también puede integrar celos, rivalidades, envidia, rencor, deseo de dominación y otros muchos, tanto de tipo agradable como desagradable.

Es debido a ese complejo polisentimental que creemos que el amor no debe ser considerado un sentimiento sino un conjunto o complejo de sentimientos que pueden variar, y de hecho varían, a lo largo de una relación amorosa. La idea predominante en el amor romántico según la cual una pareja debe conservar a lo largo de toda la relación —o incluso de toda la vida— los mismos sentimientos que en los inicios, son causa de múltiples decepciones y de no saber que el amor (es decir, el complejo de sentimientos amorosos) tiene necesariamente que cambiar si quiere permanecer vivo, ya que, como cualquier cosa viva, necesita evolucionar y adaptarse de manera flexible a los cambios que necesariamente ocurren en la vida de las personas y en el medio en el que se desenvuelven. Los diferentes sentimientos, que constituyen el contexto sentimental de lo que denominamos amor, cambian con el tiempo y es necesario que así sea si se quiere que siga existiendo.

Ni un sentimiento ni una idea se dan nunca aislados sin un contexto que les dé sentido, sino formando sistemas de conjunto, asociados a otros sentimientos y a otras ideas, de la misma manera que sentimientos y pensamientos también están íntimamente relacionados. “Todo está relacionado con todo”, decía Pascal. Y añadía: “y recíprocamente”. Las limitaciones de nuestro pensamiento nos obligan a recortar los fenómenos del todo, del que forman parte, para poderlos estudiar de uno en uno, pero es necesario que, después de hacerlo, los devolvamos a su contexto natural y nos atrevamos a adentrarnos en el fascinante terreno de la complejidad.
 

 Cómo construimos pensamiento

 En cierta ocasión un hombre contaba a su psicólogo que había conocido a una mujer de la que se había enamorado profundamente. El psicólogo le pidió que explicitara las características que hacían de aquella persona el objeto de su amor. El hombre le contó con gran ilusión lo extrovertida que era, cómo le llenaba el oírla hablar con tanto entusiasmo y franqueza, su vitalidad y su alegría. Pasó el tiempo y, un buen día, el paciente acudió de nuevo al psicólogo preso de desánimo y consternación y le contó que iba a romper su relación con la mujer que tanto entusiasmo le provocara. El psicólogo le pidió que le explicara qué motivaba su deseo de ruptura. “No puedo soportarla –dijo el paciente- no para de hablar, dice cosas sin pensar que pueden ofenderme, continuamente está queriendo ir de un lugar al otro y se ríe por las cosas más tontas.”

Al principio de conocerla, el hombre enamorado atribuía un significado agradable a cada una de las características que destacaba en su pareja, pero al cabo de un tiempo, otorgó a las mismas características significados muy distintos que, convenientemente relacionados unos con otros, le llevaban a la conclusión de que no podía soportar a la mujer de la que se había enamorado.

Este sencillo ejemplo nos sirve para introducirnos en la Teoría de los Modelos Organizadores[7] que permite describir aquellos procesos dinámicos que tienen lugar, de manera constante, cuando pensamos y cuando sentimos. En el mencionado ejemplo podemos observar cómo el hombre enamorado selecciona una serie de datos que le parecen importantes para describir a la persona que ama. A cada uno de ellos atribuye significados positivos basados en las sensaciones y emociones que le provocan. El hombre se apoya en el conjunto de datos seleccionados, con los significados que él mismo les ha atribuido, para explicar el porqué de su amor. Hay, sin duda, otros posibles datos sobre aquella persona, que hubiera podido aportar pero que no menciona, ya que no parecen ser significativos para él en aquellos momentos. Los diferentes datos mencionados con las sensaciones y emociones que le provocan (sus significados), reunidos todos ellos (organizados) constituyen el conjunto de representaciones mentales, partiendo de las cuales llega a la consecuencia (implicación) de que ama a la mujer que describe. Con el tiempo cambia el significado que atribuye a los datos y esto le conduce a conclusiones muy diferentes de las que expuso inicialmente.

No hay en el pensamiento humano ideas aisladas y desprovistas de contexto, sino organizadas en sistemas de conjunto. La organización no obedece a las leyes de ninguna lógica considerada universal, sino que posee una coherencia interna de carácter totalmente subjetivo.

Damos un significado personal a nuestras experiencias, elaborando sistemas de pensamiento consistentes en la selección, significación y organización de los elementos que nos parecen relevantes de los acontecimientos. A estos sistemas los denominamos modelos organizadores.

Los modelos organizadores reflejan aquello que cada persona considera que es la realidad, en base a la cual siente, actúa y organiza su vida. Para conocer el funcionamiento cognitivo-emocional humano necesitamos apoyarnos en una teoría capaz de dar cuenta, a la vez, de los cambios y de la permanencia (Heráclito y Parménides deben darse la mano) pero también de la complejidad que supone el estudio conjunto de los aspectos cognitivos y emocionales del pensamiento. Estas son algunas de las características de la Teoría de los Modelos Organizadores, en la que trabajamos desde hace décadas.
 

Los significados del amor

El complejo sentimental de pareja (al que para abreviar denominaremos “amor”) no está constituido, en cada persona y en cada momento, por los mismos sentimientos. Los ingredientes sentimentales que componen este complejo forman parte de las convicciones que cada cual tiene sobre cómo debe ser una relación amorosa. En algunos casos, por ejemplo, puede ir acompañado del predominio de sentimientos de ternura, de cuidado, de complicidad, de alegría, de deseo sexual, mientras que en otros casos pueden predominar sentimientos de posesión, de celos, de dominio, de miedo a la pérdida, de necesidad de controlar a la pareja. Todos estos estados sentimentales van ineludiblemente acompañados de pensamientos que dotan de significados y que dan lugar a valoraciones de las conductas propias y de la otra persona.

En un trabajo que realizamos con un grupo de treinta jóvenes universitarios de ambos sexos[8] pudimos constatar cómo, al confrontar sus ideas sobre el amor con las de sus compañeros y compañeras, descubrían con sorpresa que eran muy diferentes en muchos aspectos y que algunos de aquellos sentimientos y conductas que unas personas consideraban naturalmente inherentes a cualquier “verdadera” relación amorosa no eran consideradas como tales por todos los miembros del grupo. Les sorprendió constatar, por ejemplo, que los celos, que algunas personas valoraban como el inconfundible indicio de la existencia de amor, significaba para otras una prueba de desconfianza en la otra persona, incompatible con el amor “verdadero”.

Sin embargo, la mayoría de las personas participantes tenía la profunda convicción de que compartía con su pareja la misma manera de concebir el amor y que tenía las mismas expectativas con relación a la conducta de la otra persona. Estas convicciones dan lugar a grandes frustraciones en quienes piensan así y provocan no pocos conflictos que pueden resultarles muy dolorosos. Esto pone en evidencia que las formas de concebir el amor, en personas pertenecientes a una misma cultura, pueden ser muy diferentes, dependiendo de muchos factores que dan lugar a la construcción de modelos organizadores muy variados. Pero dado que los modelos organizadores reflejan lo que cada cual cree que es “la realidad”, a muchos individuos les resulta sorprendente que su realidad no sea compartida por las demás personas.

Esta diversidad de significados atribuidos al amor y las diferentes formas en las que estos significados se organizan en el conjunto de representaciones mentales que constituyen los modelos organizadores, refleja las múltiples formas que toma el amor erótico entre los individuos pertenecientes a una misma cultura.

Si ampliamos el objetivo de nuestra cámara, de manera que nos permita contemplar las diferencias que se dan entre culturas separadas en el espacio y en el tiempo, observamos diferencias que nos pueden parecer sorprendentes.

El amor, que nos parece hoy día un ingrediente necesario para comprometerse en un matrimonio, ha sido considerado un factor irrelevante durante siglos, tanto en la cultura de la Grecia clásica como en la romana. En la Edad Media predominaba la misma tendencia, en tanto que el amor, cultivado fuera del matrimonio, daba lugar a relaciones extramatrimoniales que no amenazaban los intereses económicos y políticos que sustentaban los matrimonios de conveniencia.

En la historia del matrimonio se han dado casos que nos pueden parecer muy curiosos ya que, en algunos, no solo no se precisa amor para contraerlo, sino que tampoco hace falta un conyugue. Tal es el caso de un tipo de matrimonio que se practicaba en el siglo XIX en un lugar de China. Las jóvenes productoras de seda del delta del Cantón querían mantener su independencia económica y no someterse a un matrimonio acordado por sus padres, con un hombre que, con frecuencia, ni siquiera conocían. No podían, sin embargo, aunque se ganaran la vida trabajando, permanecer solteras, ya que la ineludible costumbre era casar a las hijas para fortalecer los lazos entre las familias de los contrayentes, a cuyas ventajas los padres no querían renunciar.

La solución que tenían las jóvenes para conseguir su independencia consistía en recurrir a una antigua costumbre, según la cual los padres de la muchacha podían entregar a su hija en matrimonio al difunto hijo soltero de una familia, con la cual podían así establecer lazos de parentesco. A la ceremonia que unía a la contrayente con el espíritu del difunto, se la llamaba “casarse con una lápida”.[9] Conseguir este tipo de matrimonios representaba una gran suerte para una joven, ya que le daba la libertad de vivir de su propio trabajo, sin tener que obedecer a ningún marido. Por esta razón, parece ser que los difuntos solteros —que eran escasos— iban muy buscados.

En Europa, entre finales del siglo XVIII y principios del XIX, empezaron a cristalizar una serie de cambios económicos y sociales importantes que permitieron eludir la costumbre de contraer matrimonio obedeciendo a los deseos paternos, habitualmente basados en cuestiones económicas y de poder. La progresiva independencia económica de los jóvenes del amplio círculo familiar facilitó que éstos se adjudicaran el privilegio de elegir a su pareja. Es en esta época en la que se suele situar la aparición del amor romántico que, según un trabajo que llevamos a cabo en la primera década de este siglo[10], es el modelo de amor en el que todavía se basan la mayoría de los jóvenes de este segundo milenio.
 

 Mirando hacia el futuro

Al iniciar este artículo nos preguntábamos si rastrear los orígenes del amor podría aportarnos alguna novedad que nos permitiera ampliar los conocimientos que sobre él tenemos. De todas las razones que hemos expuesto, podemos inferir que las formas que toma lo que llamamos amor, depende de múltiples factores como, por ejemplo, a qué y a quién van dirigidos, de los otros sentimientos que constituyen su contexto y también de los modelos organizadores que cada cual haya elaborado de todo ello. Estos modelos, que describen la forma como se van construyendo las representaciones que tenemos del mundo que nos rodea —es decir, de lo que consideramos que es la “realidad”— van evolucionando y modificándose con el tiempo, lo cual, supone que también cambian nuestras verdades y nuestras evidencias y, junto con ellas, nuestros sentimientos.

Estos cambios pueden darse de manera espontánea —sin intervención externa intencional— pero también pueden hacerlo mediante una intervención educativa o psicoterapéutica. En el caso de la intervención educativa se está actuando también de forma preventiva. En el momento actual se está tomando conciencia de la necesidad de introducir en los currículos escolares la educación emocional, puesto que, como hemos podido poner en evidencia, el alumnado dice utilizar con mucha menos frecuencia los conocimientos adquiridos en los centros de enseñanza (aquellos contenidos en las materias curriculares) que los que necesita para resolver los problemas interpersonales que se presentan en su vida cotidiana y respecto a los cuales no ha recibido ninguna formación en los centros de enseñanza[11].

Si, como creemos, el amor tiene sus orígenes en la cooperación primigenia celular, que hizo que la vida evolucionara y se extendiera sobre el planeta, debe ser considerado como una propiedad de la vida de cuyo conocimiento no debe privarse a las nuevas generaciones, sino que debe formar parte importante de una ética cuyo desarrollo nuestra sociedad necesita urgentemente.
 

Referencias bibliográficas 

Damasio, A. (2018), El extraño orden de las cosas, Barcelona, Destino.

Guerrero, R., Margulis, M., Berlanga, M. (2013), Simbiogénesis: the holobiont as a unit of evolution, Microbiology, núm. 16, pp 133-143.

Harlow, H.F. and Zimmermann, R.R. (1959), Affectional Responses in the Infant Monkey, Science, vol. 130, núm. 3373, pp. 421-432.

Mancuso, S. y Viola, A. (2013), Sensibilidad e inteligencia en el mundo vegetal, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2015.

Margulis, L. Y Sagan, D. (1986), Microcosmos, Barcelona, Tusquets, 2008.
Moreno Marimon, M., Sastre G., Bovet M., Leal, A. (1998), Conocimiento y cambio. Los modelos organizadores en la construcción de conocimiento, Barcelona, Paidós.

Moreno Marimon, M., Sastre, G. (2010), Cómo construimos universos. Amor, cooperación y conflicto, Barcelona, Gedisa.

Moreno Marimon, M., Sastre. (2015), Amor y política, Barcelona, Icaria.

Moreno Marimon, M., Sastre Vilarrasa G. (2020), Por qué vemos dinosaurios en las nubes. De las sensaciones a los modelos organizadores del pensamiento, Barcelona, Gedisa (En prensa).

Sastre, G., Moreno Marimon, M. (2002), Resolución de conflictos y aprendizaje emocional, Barcelona, Gedisa.

Sastre, G., Moreno Marimon, M., Leal, A., Amorim V. (2016), Amor, educación y cambio. Modelos organizadores y aprendizaje, Barcelona, Icaria.

Spitz, R., (1980), El primer año de vida del niño, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica.
 

Resumen

Este artículo sitúa los orígenes del amor en la cooperación celular primigenia que hizo que la vida evolucionara y se extendiera sobre el planeta. Con ello nos recuerda que la cooperación humana es una herencia multimilenaria de la que, tras múltiples vicisitudes, se derivan los sentimientos amorosos. La cooperación humana forma parte de una ética que afecta tanto la vida singular de las personas como la de los pueblos.

Palabras clave: amor, cooperación, modelos organizadores, representación, significación.
 

Abstract

This article situates the origins of love in the primeval cellular cooperation that made life evolve and spread over the planet. It reminds us that human cooperation is a multi-millennial heritage from which, after multiple vicissitudes, love feelings are derived. Human cooperation is part of an ethic that affects both the unique lives of individuals and populations.

Keywords: love, cooperation, organizing models, representation, meaning.
 

Genoveva Sastre Vilarrasa
Profesora Emérita de la Universidad de Barcelona.
Genosastre2@gmail.com

Montserrat Moreno Marimon
Catedrática Emérita de la Universidad de Barcelona.
morenomarimon@hotmail.com
 

[1] Como era el caso de EEUU, en algunos de cuyos colegios estaba vedado hablar de la teoría de la evolución de las especies.

[2] Sin que se haya aceptado plenamente que los animales poseen sentimiento, ya se está demostrando experimentalmente que también las plantas están dotadas de ellos. Esto implica necesariamente ampliar la acepción del término “sentimientos” (Mancuso y Viola, A. 2013)

[3] Véase Guerrero, R. Margulis, M. y Berlanga, M. (2013)

[5] Esta afirmación requiere, sin duda, una explicación más amplia para no incurrir en salto semánticos. Para más información, véase Sastre Vilarrasa, G. y Moreno Marimon, M (2002); Moreno Marimon, M. y Sastre Vilarrasa G. (2015)

[6] Para profundizar en estas ideas, véase Moreno Marimon, M. y Saste, G. (2010)

[7] Moreno Marimon M,M., Sastre,G., Bovet, M., Leal, A. (1998)

[8] Véase Sastre, G., Moreno Marimon, M., Leal, A. y Arantes, V. (2016)

[9] Cootz, S (2005)

[10] Moreno Marimon y Sastre (2010)

[11] Moreno Marimon, M. y Sastre, G., 2010