en tus ojos
construí mi casa,
muerte más cierta que mi vida,
alejamiento.
Laia López Manrique
“Ayer exploté. Hoy explotaré, pero de otra forma. Y mañana explotaré como ayer. Mi gran tendencia a odiar a los profesores ha sido destapada de una forma muy drástica. Nunca allí ya será igual. Me han echado y yo no quería irme.”
“Siempre pienso en cómo seré yo dentro de veinte años, si estaré casada o no, si tendré hijos o no, donde viviré, si Rosalía y yo seguiremos juntas. O a lo mejor para entonces estoy muerta o algo por el estilo.”
“Vida nueva, mandamientos a seguir: 1) No fumar. 2) No infravalorarse. 3) No encariñarse por cualquiera. 4) No ser tan impulsiva. 5) Creer en los sueños. 6) Creer en mi vocación. 7) Tener seguridad en mí. 8) Tener siempre ilusiones. 9) Vivir el presente y no preocuparse por el futuro. 10) Mi vida es mía, mía será siempre. Depende de cómo la pinte, con o sin colores, participarán los demás en ella. Ah… y 11) No pasar tanto de mi familia.”
“Encontrar respuestas, orientaciones. Quiero comprenderme para así poder ayudar. Quiero encontrar respuestas, soluciones a este mundo. Todo esto dentro de mis posibilidades, empezando por mi familia e intentando llegar lo más lejos posible. ¡Quién sabe si algún día me voy de voluntaria!”
“1) La única que tiene el poder en esta habitación soy yo. 2) Quien entre aquí tiene que ser por aprobación mía. 3) Todos los animales serán bienvenidos menos los insectos. 4) Alguien que juzgue mi habitación será excluido. 5) Si piensas diferente a mi estás totalmente equivocado.”
“Ayer, día 26 de junio me empezó a crecer la teta derecha. ¡Dios mío! Dentro de una semana es mi cumple… bueno, hoy es lunes y mi cumple es el sábado”. “Hoy ha venido a comer papá. No me dejan hablar. ¡Qué rabia!”.
“Cuando nos conocimos yo era otra. A él le gustaba aquella Helena sin manías ni problemas, y ya ni hablemos de los problemas con su cuerpo. Me da miedo que me conozca, que me conozca y que no le guste. Siempre he tenido la teoría de que si alguien te conoce sabrá cómo hacerte daño. Es algo que siempre me ha hecho mi madre. Como me ha parido sabe dónde pinchar para joderme. Y no me da la gana.”
“Ojos marcianos entre ojos humanos. En el agua se reflejan nuestras mentes, observad al desconocido”.
“De pequeña es el único momento en que hice lo que tocaba: yo dormía, no lloraba y no comía mucho. Mi hermano no paraba de llorar por las noches, no dejaba dormir a mis padres, siempre tenía mucha hambre y daba mucho por el culo. Más adelante nos cambiamos los papeles.”
“Me siento sola. Ya no soy su mundo. Estoy sola. No tengo amigos. No lo tengo a él. Los celos me matarán. Los noto por dentro como una mala puta digestión de mierda. Sola sola sola sola sola sola sola sola sola sola sola sola sola sola sola sola sola sola sola sola sola sola sola sola”.
La exposición Culturas de dormitorio. Narraciones de adolescencia femenina, realizada por la artista visual Xiana Gomez Díaz (2015), exploraba las producciones que las adolescentes realizaban en la intimidad de sus habitaciones cuando cerraban la puerta a sus padres y al mundo. En estos fragmentos de diarios se expresa de forma clara y a veces cruda la intensidad emocional de esta etapa. Unas vivencias determinadas por las importantes transiciones personales que se viven en la adolescencia. Cambios corporales que dan paso a la sexualidad adulta; crecimiento de las capacidades mentales a partir del desarrollo cerebral; reajustes en la calidad de las relaciones en la familia con la aparición de la intimidad y el desarrollo gradual de la autonomía; transformaciones en la relación con los otros, con nuevas posibilidades de intercambio y la aparición de la aptitud para el compromiso; modificaciones en el lazo social, en la definición de los derechos y las obligaciones del nuevo rol en la sociedad.
Un proceso de transformación interna y social que, como sabemos, está caracterizado por duelos, ilusiones, conflictos, ansiedades de diferente índole y que conlleva un proceso de adaptación mutua entre el entorno y el individuo. A nivel interno este proceso se va a ir resolviendo a través de la formación de un nuevo sentimiento de identidad. Un sentimiento de identidad que, inspirándonos en Winnicott (1965), creemos que deberá ser “suficientemente bueno” (Tió, Mauri, Raventós, 2014) para permitir una sensación de estabilidad interna, situarse en el mundo desde un nuevo lugar y relacionarse con los otros.
Pero ¿qué entendemos por identidad?, ¿cómo se forma?, ¿qué cualidades o funciones tiene? Y ¿qué papel juega el entorno en su formación? Sobre estas preguntas quiero reflexionar en este artículo.
La identidad
La identidad es un concepto fronterizo que se define entre lo individual y lo social (Ferrer, 2008). Dos de las acepciones que da el Diccionario de la RAE para su definición hacen referencia a esta dualidad: “Conjunto de rasgos propios de un individuo o de una colectividad que los caracterizan frente a los demás” y “conciencia que una persona o colectividad tiene de ser ella misma y distinta a las demás”. La identidad es algo que nos define y diferencia de los otros. Puede ser vista desde fuera o desde dentro. Los individuos pueden ser vistos desde fuera definiéndolos por la identidad que les atribuimos. Pero desde dentro, desde el punto de vista subjetivo prefiero referirme al sentimiento de identidad.
Pienso que hablar de sentimiento de identidad nos remite más eficazmente a la clínica y nos aleja del riesgo de cosificar una abstracción como lo es el concepto de identidad o tantos otros que utilizamos como abstracciones o metáforas para explicarnos el funcionamiento mental. Las personas pueden expresar sus sentimientos de vacío, de irrealidad, de inseguridad, de culpa, de vergüenza… La identidad como expresaba esa adolescente en su diario, “En el agua se reflejan nuestras mentes, observad al desconocido”, no es un ente concreto, los sentimientos sí que lo son, existen. La complejidad de lo que podemos llamar nuestra identidad es incognoscible en su totalidad. Como señala Lola López Mondéjar (2018), buscamos un sentimiento de identidad como estabilización interna y, a la vez, como íntima necesidad de reconocimiento sin la cual la identidad sería solo un delirio alejado del vínculo con los otros. ¿Quién soy yo? ¿Qué soy yo? ¿Cómo soy yo? ¿Quién soy para el otro? El sujeto en la adolescencia necesita responderse a estas preguntas para situarse de una forma diferente en el mundo y poder relacionarse. La vivencia íntima y la relación con los demás contribuyen a una construcción narrativa sobre nuestra identidad que nunca agota la realidad de lo que somos y que, como señala la misma autora, será más o menos capaz de reconocer nuestras contradicciones, diversidades e incoherencias en función del grado de “locura” que seamos capaces de soportar. El aforismo griego “conócete a ti mismo” marca, pues, un desiderátum imposible de cumplir en su totalidad.
Pero el sentimiento de identidad también incluye procesos inconscientes. Procesos que nos determinan y a los que también somos sensibles. Cuando observamos, por ejemplo, a un o a una adolescente escoger a uno de sus iguales por unas determinadas características para hacerlo sentir mal a través del acoso y el maltrato, pensamos que necesita externalizar un aspecto de sí mismo que le impide conseguir ese sentimiento de identidad suficientemente bueno. Mediante una identificación proyectiva lo coloca en el otro para confirmar la fantasía inconsciente de que eso no forma parte de sí mismo. “El miedo, la fragilidad, la debilidad ya no forman parte de mí”. Y una vez depositado en el otro se ataca por lo odioso que resulta.
El sentimiento de identidad, por otro lado, no es algo que en algún momento de nuestra vida se hace fijo e inmutable. Sabemos que nos desarrollamos en constante interacción con nuestro entorno, y si bien en la adolescencia se produce una transformación fundamental entre la identidad infantil y la adulta, nuestra identidad continúa toda la vida en proceso de transformación, aprendizaje y adaptación con el entorno, y puede sufrir nuevas crisis en función de determinados acontecimientos vitales y del paso del tiempo. Todo esto, por supuesto, siempre y cuando la psicopatología no destruya la porosidad de las membranas (Bion, 1962) que separan nuestra mente de los otros y las convierta en un muro rígido, cerrado defensivamente al intercambio con el otro y, por ende, a la evolución.
Nuestro trabajo psicoterapéutico con adolescentes nos ha permitido definir una serie de características que el sentimiento de identidad debe alcanzar en esta etapa para cumplir satisfactoriamente su función de ofrecer estabilidad interna y permitir la relación con los demás (Tió, Mauri, Raventós, 2014). Hemos definido estas características a través de los conceptos de coherencia, continuidad, realidad y autoestima, que en este trabajo desarrollaré con más detalle.
La construcción del sentimiento de identidad en el desarrollo infantil
La maduración adquirida a lo largo del desarrollo infantil es la base de las capacidades que el adolescente necesita para afrontar los procesos de cambio de la etapa. El equipaje con el que llega a la pubertad determinará en buena medida su transición adolescente. Su capacidad de contención y de regulación emocional, sus habilidades empáticas y comunicativas, su desarrollo cognitivo y su capacidad de representación simbólica, su modalidad de apego en la relación, sus identificaciones, los niveles de disociación a los que haya tenido que recurrir, su curiosidad, su sensibilidad y capacidad de exploración, son desarrollos adquiridos a través de la relación con sus entornos de crianza. Sus déficits estarán en la base de muchos de los comportamientos defensivos que pueden aparecer en esta nueva etapa.
La inmadurez cerebral con la que nace el bebé determina la complejidad que su organización mental puede ir alcanzando en base a su interacción con el ambiente. “En tus ojos construí mi casa”, como expresa poéticamente Laia López Manrique (2014) en los versos que introducen este trabajo, la construcción del sentimiento de identidad se realiza a través de una dialéctica entre lo propio y lo ajeno, el self y el objeto, el bebé y sus cuidadores. Para ser uno mismo hay que “alimentarse” de los demás (Jeammet, 1995). Esta interacción se ha descrito desde el psicoanálisis en base a procesos de introyección y proyección (Klein, 1946) que se afectan mutuamente y van cambiando cualitativamente en base a las capacidades mentales que el niño va adquiriendo en su desarrollo, y determinan una serie de identificaciones primarias con el objeto en los primeros estadios del desarrollo infantil, y secundarias (Rycroft, 1968) a medida que las capacidades de simbolización del niño aumentan y con ellas su capacidad de diferenciación del objeto.
Ya señalaba Montaigne (1595) que: “el niño no es un vaso vacío que se ha de llenar, sino un fuego que es preciso encender”. Su penetrante observación ahuyentaba la imagen de un niño vacío de contenido al que había que educar e instruir para convertir en un adulto responsable. Pero con lo que sabemos ahora a partir de los desarrollos de la psicología evolutiva podríamos decir más bien que el “fuego” del niño ya se nos presenta encendido desde su concepción intrauterina. El bebé nace con un rico repertorio de habilidades innatas orientadas a la interacción social (Spitz, 1965; Bowlby, 1969; Stern, 1985), capacidades de aprendizaje y representación muy precoces, como la capacidad de trasposición modal descrita por Meltzoff y Borton (1979), y mecanismos también innatos como el módulo de análisis de contingencias que detecta la probabilidad de relaciones contingentes entre estímulos y respuestas (Fonagy, Gergely, Jurist, Target, 2004) y permite una muy precoz diferenciación presimbólica entre el self y el otro.
La identificación es, por lo tanto, un proceso muy complejo a través del cual el niño va organizando su estructuración mental interna en base a sus experiencias con los cuidadores. La calidad de estas experiencias depende de las características y el funcionamiento del cuidador hacia el niño, de cómo es y cómo trata el cuidador al niño, y es en ese sentido que clásicamente se ha hablado de identificación. Una madre fóbica puede acabar transmitiendo su fobia a su hijo. Pero el proceso es más complejo pues la identificación también va a depender de como el cuidador es percibido por el niño y esto también está en función de sus capacidades mentales y necesidades de regulación emocional a través de la identificación proyectiva. No es exactamente al otro al que se introyecta sino lo que se percibe a partir de la vivencia que se tiene con él.
Cuando el niño en la infancia se ve obligado a utilizar excesivamente el mecanismo de la disociación si sus emociones negativas no son suficientemente bien contenidas o es precisamente el entorno la fuente de malestar, como ocurre en las situaciones de maltrato; si utiliza mecanismos de externalización para deshacerse de contenidos mentales que no puede reconocer como propios, como la proyección, la identificación proyectiva patológica o la actuación; o cuando el niño se ve colonizado por las identificaciones proyectivas patológicas de sus cuidadores, puede verse gravemente alterada su capacidad para desarrollar un sentimiento de identidad como sujeto de pensamientos, sentimientos y deseos propios suficientemente bien diferenciado de los otros.
Así, los cambios corporales que marcan el inicio de la pubertad y van a inaugurar la adolescencia no van más que a empeorar la situación, generando nuevas ansiedades confusionales y determinando una intensificación de las defensas que tiendan a restablecer un mínimo equilibrio interno.
La pubertad: continuidad y discontinuidad con la infancia
La irrupción de la pubertad introduce, como hemos dicho, novedades que van a provocar discontinuidades a las que el púber y su entorno tendrán que adaptarse, integrándolo el primero en un nuevo sentimiento de identidad que empezará a construirse como transición entre la infancia y la adultez, y aprendiendo todos a relacionarse de una nueva manera (Sandler y Freud, 1984). Estos cambios son los que determinan en la adolescencia los procesos de duelo clásicamente descritos por Arminda Aberastury (1979) y cuya elaboración tan fundamental va a resultar para la organización de la nueva identidad.
La multiplicidad de transformaciones corporales como la menarquia, los cambios de voz, el desarrollo de rasgos sexuales secundarios, las erecciones y poluciones, el orgasmo, que aparecen a veces abruptamente, determinan una fuerte irrupción de ansiedades ante la vivencia de descontrol que se experimenta (Miller, 1974). La recomposición de la imagen corporal, el manejo de los impulsos sexuales con la aparición de la masturbación genital y la atracción sexual en la relación y la perspectiva de la fertilidad estimulan con fuerza el desarrollo psicológico hacia la nueva identidad y generan nuevas ansiedades, a la vez que inspiran soluciones creativas y estimulan la asunción de nuevas responsabilidades.
Por otro lado, las disociaciones mantenidas por el niño exitosamente a lo largo de la infancia y, especialmente, durante la etapa de latencia, tienden a reaparecer en la adolescencia. La desorganización que provocan los cambios en esta etapa hace más difícil el mantenimiento de la disociación, produciéndose una suerte de “retorno de lo disociado” que no deja de ser una oportunidad para una mejor integración de los diferentes aspectos de la personalidad. Lo disociado, a diferencia de lo reprimido, es contexto-dependiente (Tió, Mauri, Raventós, 2014). Cuando el niño se vio obligado a desconectarse para proteger su vulnerabilidad psíquica o preservar una relación desmesuradamente ambivalente con sus cuidadores, como ocurre frente a experiencias traumáticas de diferente índole, la desorganización y las intensas ansiedades de la adolescencia pueden reactivar la conexión con estas emociones negativas.
Los cambios sexuales permiten también la posibilidad de que se pongan en marcha nuevas estrategias defensivas. Así, la masturbación compulsiva, la erotización de las relaciones, la precocidad y la promiscuidad sexual, los embarazos prematuros o la excitación, pueden ser utilizadas como compensadores “ortopédicos” de fallas en el sentimiento de identidad. Como ocurre, por ejemplo, en el embarazo precoz en la adolescencia, que puede ofrecer para algunas jóvenes la solución de obtener un sentimiento de identidad como madre a una crisis de identidad complicada. Sin embargo, en el desarrollo normal es más frecuente observar una cierta inhibición de la conducta en un primer momento, al quedar absorbidas las energías del adolescente por todo este esfuerzo de reorganización interna.
La frustración y la sensación de incertidumbre que se experimenta con el cuerpo potencian un desplazamiento hacia la esfera del pensamiento, donde el adolescente puede sentir que recupera algo de su capacidad de control (Aberastury et al., 1979). Además, el desarrollo cerebral comienza ahora a experimentar cambios rápidos que van a posibilitar el salto en el desarrollo cognitivo que describió Piaget en 1964. Gradualmente se va a ir consolidando la posibilidad de operar con un pensamiento formal, abstracto, hipotético-deductivo, que sigue las normas de la lógica. Con él se puede pasar a poder reflexionar y construir teorías en estructuras de orden superior. La posibilidad de utilizar abstracciones, principios generales y de reversibilidad, y el carácter proposicional del pensamiento, permiten una nueva observación de sí mismo y de los otros. La complejidad es percibida con mayor profundidad y abundancia de matices que resultan más aprehensibles simbólicamente. Los fenómenos interpersonales del mundo de las relaciones, así como los intrapsíquicos pueden ser mejor captados. Las contradicciones, las incoherencias, la ambivalencia son mejor observadas en uno mismo y en los demás, algo que tan bien expresan los fragmentos de diarios con los que empezaba este artículo. Paradójicamente, en ocasiones esto puede también desbordar y confundir al adolescente ante el reto de organizar todo lo que ahora percibe y que puede experimentar como extenuante, necesitando por momentos el descanso, la evasión o la desconexión.
La elaboración de los sistemas de representación simbólica sobre la propia identidad, los otros y el mundo de las relaciones interpersonales que constituye la función reflexiva de la mente o mentalización (Fonagy, Gergely, Jurist, Target, 2004), recibe en esta etapa un fuerte empuje. En base a ello y a la tendencia a la individuación que la adolescencia determina, se va a producir todo un trabajo psíquico de desidentificación con las representaciones infantiles de uno mismo y de los padres ideales de la infancia, a la vez que aparecerán de forma más clara nuevas identificaciones de orden secundario con nuevas relaciones. Esta separación de los padres implica el reconocimiento tanto de las diferencias como de las similitudes con ellos, y paradójicamente, esto último puede ser lo que señale un mayor grado de verdadera autonomía. Cuando el adolescente ha utilizado a sus padres para deshacerse de aspectos de sí mismo indeseables por medio de la identificación proyectiva patológica, necesitará verlos como muy diferentes y la separación despertará ansiedades de pérdida de identidad (Kernberg, 2006) que la hará más difícil. Algo que se puede cronificar en la relación con los padres o resolverse defensivamente con la elección de una pareja en la que poder reproducir simbióticamente ese tipo de relación colusiva.
Coherencia en el sentimiento de identidad en la adolescencia
El sentimiento de identidad va a requerir una sensación de suficiente coherencia interna, sin contradicciones insostenibles o vivencias de fragmentación o de vacío insoportables.
Las bases para sentir coherencia interna se forman en la infancia a través de una de las funciones de holding que describió Winnicott (1960). La conforman las respuestas encaminadas a promover una experiencia integrada de las diferentes vivencias del niño ―el niño alegre, el triste, el enfadado―, contribuyendo a que todas ellas puedan percibirse formando parte de una misma globalidad, no fragmentadas y desconectadas entre sí. Así, cobra especial importancia la atención a las transiciones entre los diferentes estados emocionales; el cuidador percibe la gradualidad o la brusquedad de los cambios, los intenta comprender tanto desde las causas externas al bebé como desde las internas debidas a su sensibilidad, y por alguna vía comunica esa comprensión que estimula un sentimiento de unidad.
Pero en la adolescencia, a las contradicciones que pueden generar ambivalencia ―amor/odio; presencia/ausencia; cercanía/distancia― se añade, tal como se ha encargado de subrayar Feduchi (1977), la coexistencia simultánea de aspectos infantiles y adultos que obligan al adolescente y a sus entornos a convivir con imágenes harto contradictorias de sí mismo. Las ansiedades claustrofóbicas que siente el adolescente ante el temor de quedar atrapado en la infancia van asociadas al sentimiento de ser un niño inmaduro, desbordado por su vulnerabilidad y dependiente de forma infantil. Por el otro lado, las ansiedades agorafóbicas ante lo nuevo y desconocido se viven con un sentimiento de radical ineptitud e inadecuación en la todavía inmadura identidad adulta.
Obviamente los mandatos culturales y familiares sobre lo que se considera un adulto van a influir significativamente en el adolescente. Más en función de lo inseguro que el adolescente sea y necesite la aprobación de la familia o de la sociedad, o utilice el conflicto para construirse reactivamente por oposición.
Hasta que no se vaya consolidando un sentimiento de identidad suficientemente bueno que permita una mayor tolerancia y/o resolución de las contradicciones, el adolescente utilizará diferentes estrategias defensivas para resolver transitoriamente las incoherencias entre su ser infantil y el adulto que está empezando a existir.
Los movimientos progresivos y regresivos constituyen una de estas principales estrategias. El progresivo se produce “cuando me siento demasiado infantil, demasiado niño o niña, hago algo que me haga sentir mayor”. Como expresaba una de las chicas en su diario “¡Quién sabe si algún día me voy de voluntaria!”. El movimiento progresivo puede manifestarse exclusivamente en la fantasía, pero también puede ser llevado a la acción o convertirse en actuación si las ansiedades son muy intensas, y el adolescente se ve urgido a hacer algo sin someter la fantasía a la evaluación del contacto con la realidad. La sorpresa que el comportamiento del adolescente puede provocar en su entorno no siempre es indicativa de que su conducta es actuadora, pues las decisiones que toma se cocinan en su intimidad, muchas veces a fuego lento, pero sin comunicaciones previas que la anuncien para evitar ser cuestionado.
El movimiento regresivo, “cuando me siento desbordado o desbordada por la inseguridad, por el miedo a lo nuevo, asustada ante mi ineptitud o mi nivel de incapacidad, vuelvo a necesitar experimentar que todavía soy un niño, una niña, que no tiene responsabilidades y tiene que ser sostenida por el otro”. Como una de las chicas ilustraba de forma tan cruda en un fragmento de su diario: “De pequeña es el único momento en que hice lo que tocaba: yo dormía, no lloraba y no comía mucho. Mi hermano no paraba de llorar por las noches, no dejaba dormir a mis padres, siempre tenía mucha hambre y daba mucho por el culo. Más adelante nos cambiamos los papeles”. Este es uno de los fenómenos que observamos en los adolescentes “que molestan”, en la escuela, en la familia, en centros residenciales, como una manera disfuncional de recordar al entorno que todavía son niños que necesitan ser atendidos y reclamar que sean los demás que se encarguen de las cosas.
El distanciamiento de la relación es otra de las maneras que el adolescente encuentra de modular sus sentimientos de incoherencia y escapar de sus tendencias regresivas. Éste puede ir acompañado en diferentes grados del refugio en las representaciones idealizadas sobre uno mismo que configuran el narcisismo. Desde la conducta normal del retiro en la habitación ―tal como expresaba una chica en su diario: “1) La única que tiene el poder en esta habitación soy yo. 2) Quien entre aquí tiene que ser por aprobación mía”―, hasta los funcionamientos más patológicos que implican el aislamiento y la negación de la necesidad y el deseo del otro, como ocurre en los funcionamientos narcisistas tan frecuentes en esta etapa, el adolescente puede utilizar estas estrategias defensivas con diferentes intensidades. En los casos más graves se produce el drama para el desarrollo de que el objeto es vivido como el caballo de Troya (Jeammet, 1995) que podría destruir el sentimiento de identidad defensivo si se produjese un vínculo.
Tal y como señala Perelberg (1997) en relación con sus observaciones de pacientes fronterizos, el narcisismo también conseguiría:
movilizar un atributo específico del self para lograr mayor sensación de identidad entre un cúmulo de aspectos identificatorios entre los que existe una excesiva fluidez que genera sentimientos de confusión e incoherencia.
En ocasiones esta idealización puede recaer sobre un aspecto talentoso, obstaculizándose el desarrollo del mismo al quedar confundido con el mecanismo de defensa (Miller, 1974). Como ocurre en aquellas adolescentes que se refugian en los estudios sometiéndose a la exigencia de sacar siempre las notas más altas, algo que el entorno puede alentar colusivamente cuando coincide con sus expectativas.
Finalmente, la disociación también es utilizada con profusión en esta etapa para manejar la incoherencia entre aspectos del self excesivamente contradictorios. Entendemos la disociación como una desconexión que se puede alcanzar por diferentes vías, mediante la interrupción o retraso de la conexión entre diferentes estados emocionales, al estilo esquizoide, o mediante la creación de estados alterados específicos como el refugio en la fantasía o a través de la identificación proyectiva en la relación con los otros (Putnam, 1997). Así, el adolescente puede desconectarse de sus sentimientos y mostrarse retraído y absorto, refugiarse en la fantasía a través del abuso de los videojuegos o la masturbación compulsiva, o utilizar alguna de sus relaciones con sus padres o sus iguales para deshacerse de sus representaciones indeseadas a través de la identificación proyectiva, como ocurre en el fenómeno del bullying o de las fobias hacia personas de determinadas características.
La identidad sexogenérica puede también ser fuente de diferentes sentimientos contradictorios que afecten a la sensación de coherencia interna. El y la adolescente deben integrar su cambiante imagen corporal, definir su orientación sexual y su identidad de género en su nuevo sentimiento de identidad. Tres elementos que se interrelacionan y generan ansiedades y problemáticas específicas. El sentimiento de coherencia interna alrededor de la identidad sexogenérica se ha hecho más complejo en las modernas sociedades occidentales, en las que coexisten actitudes permisivas y de fuerte rechazo social.
La mayor tolerancia y, en ocasiones, el respeto cultural ante las diferentes soluciones creativas que los adolescentes encuentran en esta área y los avances biotecnológicos que han hecho factible la transformación de algunas fantasías alrededor del cuerpo en realidad, contribuyen a ello. La atracción sexual compromete además las estrategias defensivas que utilizan el distanciamiento de la relación como forma de evitar tendencias regresivas, por lo que estas defensas pueden acabar influyendo significativamente en la elección de objeto para la orientación sexual, intentando mitigar el efecto atractivo que puede resultar insoportable. Lo femenino, además, al tender a estar denigrado en la sociedad, se asocia a lo infantil creando más confusión y dificultando la particular integración entre lo femenino y lo masculino que cada adolescente debe encarar.
En este sentido, las fobias hacia personas escogidas por sus características sexuales, las LGTBI-fobias, también sirven al adolescente para modular sus contradicciones en torno a la identidad sexogenérica, externalizando aspectos que de ser reconocidos en el interior podrían generar ansiedades inmanejables.
Continuidad en el sentimiento de identidad
La vivencia de continuidad en el tiempo con relación al sentimiento de identidad es también uno de sus aspectos fundamentales. Reconocerse como el mismo en cada momento, poder recordarse en el pasado e imaginarse en el futuro contribuyen a la estabilidad del presente, sentirse el mismo ayer, hoy y mañana (Grinberg, 1974) modula las ansiedades catastróficas de cambio.
También Winnicott (1960) describió la contribución de la función de holding a la experiencia de continuidad del bebé. El cuidador puede facilitar la percepción de continuidad a través del tiempo que el niño necesita para ir construyendo representaciones sobre su propio self, sobre los otros, y sobre las relaciones que va manteniendo, sin rupturas que impidan la estabilización y la consolidación de las representaciones. Son conocidos los efectos dañinos que las experiencias de separaciones, rupturas y pérdidas de relaciones significativas tienen en la infancia, especialmente si el acompañamiento que se realiza al niño en estas situaciones se basa más en la negación y la disociación que en una actitud empática y sensible.
Como comenté anteriormente, la irrupción de la pubertad va a generar en la adolescencia un fuerte sentimiento de discontinuidad con la infancia. Las transformaciones corporales dificultan la percepción de reconocerse como el mismo en el continuum temporal, máxime cuando, por otro lado, se vive la imperiosa necesidad de dejar de ser ya el mismo, la misma, el niño o la niña que fui. La memoria del pasado está así interferida por la necesidad de sentirse mayor, lo que perturba el sentimiento de continuidad.
La función del entorno va a resultar aquí fundamental para ayudar al adolescente cuando se siente excesivamente desconectado de su infancia, devolviéndole una mirada amorosa y comprensiva que siga incluyendo en ella al niño o a la niña que fue; o cuando se sienta demasiado niño, acompañándolo con una actitud de confianza y esperanza en los cambios que están por llegar. Esta es, por ejemplo, una de las dificultades psicológicas con las que se encuentran los adolescentes que emigran solos, que muchas veces no encuentran ni una cosa ni la otra en los entornos que les acompañan. No hay nadie que los haya conocido como niños en la sociedad de acogida y puede ser difícil imaginarlos como tales frente a sus cuerpos crecidos dificultando la conexión con su parte todavía infantil. Por otro lado, la esperanza en su desarrollo es difícil de transmitir en una sociedad competitiva y excluyente con las personas migradas de países pobres que hace tan difícil confiar en que se podrán superar todos los obstáculos administrativos que se ponen a su pleno reconocimiento como ciudadanos.
Reforzar la vivencia de continuidad imaginándose en el futuro también puede ser difícil en la adolescencia. “Siempre pienso en cómo seré yo dentro de veinte años, si estaré casada o no, si tendré hijos o no, dónde viviré, si Rosalía y yo seguiremos juntas. O a lo mejor para entonces estoy muerta o algo por el estilo”. Una contundente declaración mostrada en su diario por una de las chicas que nos acompañan en este artículo. En la adolescencia pensar en el futuro queda asociado a muchos miedos y es fácil que las ansiedades catastróficas resulten invasivas (Feduchi, 2011), “la muerte o algo por el estilo” suele estar presente de alguna manera. Por eso el adolescente tiende a no pensar en el futuro, cosa que el entorno ya se encarga de recordarle a veces en demasía con exigencias fruto de sus propias ansiedades. Los acompañamientos educativos que presionan al éxito agitando el fantasma del fracaso exacerban esta problemática. Las energías del adolescente en esta etapa están más enfocadas a la construcción de su sentimiento de identidad en el presente, priorizando las experiencias que sienta que puedan contribuir a fortalecerlo en espacios donde poder explorar con seguridad sus capacidades.
La capacidad de compromiso que incluye la dimensión temporal, saber que se va a poder dar respuesta a las expectativas, es, por lo tanto, función de la confianza que se va a ir sintiendo en la estabilidad de la propia identidad a lo largo del tiempo (Grinberg, 1974).
Realidad en el sentimiento de identidad
La vivencia de realidad y el sentimiento de identidad son completamente interdependientes. Va a ser esa sensación de conexión interior, de que lo que siento es real íntimamente y de que lo que siento está conectado con “como las cosas son en realidad”, lo que va a acabar consolidando la autenticidad del sentimiento de identidad. “Mi gran tendencia a odiar a los profesores ha sido destapada de una forma muy drástica”, decía una chica en su diario íntimo. “Descubrir, conocer cómo soy realmente” es la tarea nuclear en la adolescencia.
El concepto de realidad se ha mantenido en tensión desde el inicio del psicoanálisis con el derrumbe de la teoría traumática que Freud (1897) describió en su famosa carta a Fliess al concluir que los hechos relatados por sus pacientes eran producto de su fantasía. El análisis de la relación entre realidad y fantasía, realidad psíquica y realidad externa, objetividad y subjetividad, ha corrido en paralelo en el psicoanálisis con los desarrollos más contemporáneos de la filosofía sobre el tema. Las críticas al esencialismo de las perspectivas relativistas, del pragmatismo y del constructivismo social, han contribuido a la diferenciación entre creencia y conocimiento que Ron Britton (1998) ha descrito bien desde el psicoanálisis. Pero también han contribuido a la confusión que se crea al pensar que, por el hecho de no poder tener certezas, todo es relativo y cualquier perspectiva es válida si le funciona al sujeto, o al pensar que la verdad es exclusivamente fruto del consenso social. Estos argumentos obvian, tal como señala Marcia Cavell (2000), que hay diferencias entre buenas y malas razones para creer, buenos y malos argumentos, y que, aunque la verdad produce consenso a la larga, pensarlo al revés es confundir causa y efecto.
La única manera que tenemos de aprehender el mundo en el que vivimos es a través de nuestro aparato mental de representaciones simbólicas. Creamos nuestra realidad transformando nuestra experiencia sensorial en procesos de simbolización (Wohl, 1962). Tal como señala este autor lo que llamamos “hechos” son un producto de nuestra percepción y de nuestra concepción, que puede ser inconsciente. Por lo que separar la realidad del observador es una falsa dicotomía. Pero aun siendo cierto que la subjetividad no se puede eliminar, es falso que no podamos reducir aquellos factores subjetivos que limitan o deforman nuestra percepción (Cavell, 2000). Nuestras defensas, la memoria y la ansiedad influyen en nuestra percepción. También lo hace el conocimiento previo y la cultura. Pero que nunca podamos saber con certeza y para siempre que lo que creemos es verdad, no quiere decir que no podamos intentar acercarnos a ella. El significado es al mismo tiempo construido y descubierto (Gabbard, 1997). Y esto es lo que el adolescente va a intentar en relación a su sentimiento de identidad, ¿quién soy yo de verdad?, ¿cómo soy de verdad?, ¿qué soy de verdad? Una tarea que, en el mejor de los casos, nos acompañará toda la vida, pero que en esta etapa cobra una urgente necesidad de ser suficientemente respondida.
Por otro lado, no existe sistema representacional que capture la realidad en su totalidad y continuamos toda la vida siendo capaces de percibir las inconsistencias de nuestros mundos simbólicos. Por eso, y no solo porque cambiamos, nunca acabamos de conocernos del todo. La capacidad simbólica nos hace humanos. Pero, tal como sugiere Julio Moreno (2002), lo específico del humano también está en la capacidad de sentirse afectado por lo no simbolizado, de trascender los lenguajes y percibir de alguna manera lo que está más allá de las representaciones mentales. Advertimos, intuimos aquello que no tenemos recursos para comprender, por eso “lo incompleto, lo paradójico, lo enigmático son propios del humano” (Moreno, 2002).
La capacidad de simbolización, de representación mental es, por lo tanto, lo que nos permite construir conocimiento sobre la realidad. Fonagy, Gergely, Jurist y Target (2002) han descrito detalladamente las interacciones entre el niño y su entorno y las etapas que llevan a una simbolización que representa la realidad, pero que a la vez acaba diferenciándose adecuadamente de ella. Estos autores describen tres modos prementalizados de funcionamiento que en el desarrollo tienden a un proceso de transformación e integración: 1) los modelos teleológicos que aparecen en la segunda mitad del primer año de vida y a través de los que se interpretan los acontecimientos en términos meramente racionales y físicos, confundiendo el efecto de una conducta con su intención; 2) el modo de equivalencia psíquica en el que opera el niño menor de cuatro o cinco años y en el que se equipara el símbolo con lo simbolizado; 3) el modo simulado (pretend mode), con el que, especialmente a través del juego, el niño utiliza la representación mental pero su correspondencia con la realidad no se examina. De esta forma se estimula la emergencia de estructuras representacionales latentes. La orientación al juego permite al niño adquirir la idea de representación mental. Esto es crucial. Es la semilla del pensamiento simbólico más abstracto: la representación de sus representaciones.
La integración entre las modalidades de equivalencia simbólica y simulación que se produce entre el cuarto y quinto año de vida es lo que va a permitir la paulatina consolidación de una adecuada función reflexiva de la mente. Cuando esto sucede, los niños van aprendiendo que las cosas pueden no ser lo que parecen, otra persona puede percibir la realidad diferente, las creencias se pueden sostener con grados diferentes de certeza, y se puede cambiar de creencia a lo largo del tiempo. Todas ellas son capacidades catalizadoras del pensamiento científico y de la capacidad de aprendizaje.
El adolescente, que ya atraviesa por una transición que, como hemos visto, genera múltiples confusiones, está además experimentando un cambio en sus capacidades simbólicas que dan un gran salto en esta etapa. Ver las cosas como “son” cuando el sistema perceptivo también está cambiando es una doble dificultad. Déficits en el desarrollo de la mentalización van a interferir todavía más en su vivencia de realidad sobre la identidad propia. Así puede encontrarse con diferentes dificultades: con una falta de símbolos para poder representarse sus estados mentales y emocionales; manejar representaciones imaginarias en un modo “simulado” que no acaban de estar suficientemente conectadas con sus sentimientos y resultan en una insatisfactoria vivencia de vacío; o tender a idealizar las representaciones sobre sí mismo refugiándose en el funcionamiento narcisista que esquiva la prueba de realidad.
En el primer caso su vivencia de realidad será invasiva cuando percibe su identidad con afectos negativos, “lo que siento es la realidad”, “si me siento insegura es que soy insegura”, “si agredo soy agresora”, “si tengo miedo soy un cobarde”. Un funcionamiento en equivalencia simbólica. Cuando el entorno etiqueta al adolescente por su conducta o con los diagnósticos de la psiquiatría reduccionista, no ayuda a establecer esta diferenciación entre conocimiento y creencia que resultaría esencial mantener en una etapa de tantos cambios. Pero la incertidumbre puede ser difícil de tolerar, y la necesidad de conocerse acuciante: “Si piensas diferente a mí estás totalmente equivocado”, escribía otra chica en su diario manifestando, aunque probablemente en tono humorístico, la rigidez defensiva en torno a sus propias creencias. También va a ser necesario ir consolidando las representaciones simbólicas de las nuevas adquisiciones de la madurez, pues su novedad hace difícil para el adolescente su reconocimiento. “¿Realmente me ha salido bien esta canción?” La vivencia de realidad en torno a ellas es importante, pues de ello va a depender en parte la autoestima. El reconocimiento es, pues, otra de las funciones importantes que puede jugar el entorno y que una sociedad competitiva que nunca tiene bastante y presenta dificultades para aceptar a sus nuevos miembros no siempre va a ofrecer al adolescente. “Hoy ha venido a comer papá. No me dejan hablar. ¡Qué rabia!”. En ocasiones no es fácil en la adolescencia encontrar espacio donde poner a prueba sus nuevas capacidades, que necesitan verificarse para consolidarse. Los entornos en los que el adolescente se desarrolla pueden tener más tendencia a reconocer y señalar las conductas que sanciona como negativas, invitando al adolescente que siente dificultades en la construcción de su sentimiento de identidad a identificarse con ellas, alentando el proceso de la identidad negativa que describió Erikson (1964). “Antes ser malo que no saber qué soy”. La vivencia de realidad en torno a los comportamientos negativos es más fácil de conseguir a través del consenso del grupo ya sea su valoración negativa ―por parte del grupo de adultos― o positiva ―por parte del grupo de iguales, como ocurre en las bandas violentas―. Todos estamos de acuerdo en que esto es muy “real”.
En el segundo espectro de dificultades el adolescente tiende a funcionar con representaciones que no están suficientemente conectadas con sus sentimientos, operando en un modo simulado. Puede quedarse entonces estancado con un sentimiento de vacío, sin encontrarle sentido a la vida o transitar la adolescencia sobreadaptándose a las demandas de la comunidad, al estilo de lo que Meltzer (1998) ha descrito que sucede en el “matrimonio casa de muñecas”, en un proceso que guarda estrecha relación con la descripción que Winnicott (1965) hizo de la estructura del “falso self”, a través del cual el sujeto se organiza para proteger su verdadero self de los fallos ambientales que invalidaron sus expresiones creativas, y de los que se vio obligado a desconectarse. Incorporar acríticamente las propuestas culturales, como ocurre en el fenómeno del machismo, de las sectas o de cualquier fundamentalismo, es pues un síntoma de las dificultades en la construcción del mundo representacional del adolescente, cuyo proceso de integración en la sociedad debería incluir tanto un grado de aceptación como de colaboración para cambiarla y mejorarla. Un grado de adaptación aloplástica tal como Fenichel (1945) y Hartmann (1956) entendieron el proceso de adaptación al medio en su naturaleza recíproca.
Finalmente, mecanismos narcisistas también pueden ser utilizados para sortear el déficit de realidad. En este caso, a través de las representaciones idealizadas sobre la propia identidad o en elecciones narcisistas de objeto (Freud, 1910), el adolescente intentará que el mundo se adapte a él y no al revés, como ocurre en el falso self. Esto puede suceder de la forma más burda o más sofisticada, con mayor o menor conexión con elementos de realidad y con diferentes grados de contribución de fantasías omnipotentes (Tió, 2010). Se elude así el duelo del contacto con las propias limitaciones. Algo que también tiene relación con la función de holding descrita por Winnicott (1960), que incluye el apoyo al progresivo desarrollo de la capacidad de tolerar la separación, presente también desde el primer momento de la relación con el bebé a través del manejo de la frustración y la adaptación a los límites.
Autoestima: culpa y vergüenza
La autoestima tiene importantes repercusiones en el sentimiento de identidad. Pero ¿qué entendemos por autoestima? Desde mi punto de vista no se trata de una entidad que se pueda medir, subiendo o bajando como la fiebre. Creo que clínicamente puede ser útil entender la autoestima como una capacidad de regulación sobre la visión que tenemos de nosotros mismos y es en este sentido que juega un papel nuclear en la construcción de la identidad en la adolescencia. La regulación que permite la autoestima implica un reconocimiento “realista” de nuestros valores y de nuestras limitaciones, así como una capacidad de auto y hetero reparación cuando los sentimientos de culpa y de vergüenza aparecen y la socavan. Cosa que va a permitir relaciones más saludables, lejos del sometimiento o el intento de dominio del otro.
En el desarrollo infantil las primeras experiencias de sentirse amado y cuidado siembran el germen de la autovaloración. Sabemos que no puede haber autoestima si no ha habido antes estima. Cuando esta experiencia es la predominante se permite la gradual construcción de sistemas de representación interna en los que la figura de apego se siente accesible y el propio self se juzga merecedor de esa atención (Main, 2000).
También en la primera infancia se sientan las bases para la creación de los mecanismos reparatorios que la autoestima requiere. La metabolización de la agresividad que se realiza a través de la relación diádica del bebé con su madre o cuidadores principales está en la base de sus ulteriores capacidades de reparación. El bebé y sus cuidadores forman un sistema de comunicación afectiva, modulador de la emoción a través de un diálogo interactivo. Y esta regulación se establece a partir de una reparación continuada de los momentos de desregulación. Madre y bebé empiezan precozmente a “perdonarse” mutuamente. Al perdonar y ser perdonado se va aprendiendo en las fases iniciales del desarrollo a través de la resistencia de los cuidadores al malestar y a la ira del bebé y al sostenimiento del interés por la espontaneidad del pequeño (Winnicott, 1960).
En la crianza de un niño se tienen que soportar demandas muy contradictorias, en ocasiones enloquecedoramente contradictorias. Por un lado, está la necesidad de protección y proximidad, por el otro la necesidad de libertad, de un espacio que permita el desarrollo de la capacidad innata de exploración a través de la cual el bebé se va conociendo, y conociendo el mundo que le rodea. El eterno dilema entre seguridad y libertad. Los cuidadores pueden tener que soportar altas dosis de frustración frente a estas demandas y quejas del bebé. Sus respuestas deben conseguir que no sean vividas por el niño ni como demasiado envolventes, sobreprotectoras o controladoras ni como muestras de abandono, indiferencia o retaliación. Muy precozmente se estimulan representaciones de uno mismo que determinarán la autoestima. La sobreprotección envía el mensaje al niño de que se le ve débil, incapaz de tolerar la frustración y le impide desarrollar procesos de duelo y reparación. Por otro lado, la excesiva exigencia y el abandono le privan de la experiencia de sentirse aceptado y merecedor de atención. Ambas situaciones, dependiendo de las características del niño, pueden estimular o bien la dependencia de la satisfacción en la relación, o bien el refugio narcisista en representaciones idealizadas de sí mismo.
El proceso de transformación que se vive en la adolescencia desregula la autoestima y favorece, como señalé anteriormente, la aparición de afectos disociados durante la infancia. La vergüenza es un sentimiento central en esta etapa pues está estimulada tanto por la inseguridad en relación con las capacidades adultas que debutan ―“Ayer, día 26 de junio me empezó a crecer la teta derecha. ¡Dios mío!”―, como por los aspectos infantiles que todavía perduran ―“Vida nueva, mandamientos a seguir: (…) 3) No encariñarse por cualquiera. 4) No ser tan impulsiva”―. Como muchos autores se han encargado de conceptualizar, la vergüenza es la respuesta afectiva al sentimiento de fracaso en el logro de los ideales (Post, 2014). Las características de estos ideales van a resultar, pues, fundamentales para entender el sentimiento de vergüenza en esta etapa. La aparición en la adolescencia del pensamiento ético basado en valores va a influir en la capacidad de definir los ideales personales, pero a un nivel más profundo la calidad de los ideales puede estar también influida por las exigencias de un narcisismo defensivo, predominando una configuración alrededor de lo que Freud (1921) denominó como yo ideal, más anclado en exigencias omnipotentes que permitan la negación de la necesidad y el deseo en la relación con los otros, que en el ideal del yo, más determinado por el cuidado de la relación de objeto.
Cuando el sentimiento de vergüenza no puede regularse a través de la autoestima o el apoyo en el entorno, el adolescente puede recurrir principalmente a dos estrategias defensivas: proyectar la vergüenza en el otro reforzando las representaciones idealizadas sobre el sí mismo que le brinda el narcisismo, recurriendo a mecanismos paranoides si es necesario; o proyectar la idealización de características omnipotentes en otro y restaurar defensivamente la autoestima convirtiéndose en su seguidor (Post, 2014).
La culpa es el otro sentimiento que mina nuestra autoestima. Para el adolescente es difícil enfrentarse a la culpa y desencadenar un proceso de reparación maduro, pues su reconocimiento necesitaría de un sentimiento de identidad suficientemente bueno para no quedar invadido por ella y éste todavía está en construcción. Su temor a ser dominado en la relación puede hacerle difícil reconocer sus errores, y tenderá también a utilizar mecanismos proyectivos de la culpa o buscar formas infantiles de ser perdonado; “a toda prisa”, temiendo el rechazo del otro y aceptando un castigo a modo de expiación que “borre” la culpa; o de forma “falsa”, manteniendo una negación de los hechos más o menos disociada (Akhtar, 2002). “Lo siento mucho, me he equivocado, no volverá a ocurrir”. Una actitud pedagógica puede ser importante para ir aclarando estas diferencias y subrayar la fortaleza que se necesita para reconocer los propios errores. Un ejemplo que no abunda en nuestra sociedad actual.
La reparación de los sentimientos de culpa se hace perentoria para el adolescente, pues al estar todavía creciendo los vínculos son especialmente necesarios para su desarrollo. Crecer en esta etapa con un sentimiento de culpa excesiva, por más que esté negada o disociada condiciona excesivamente la autoestima. “Ser perdonado”, en cambio, ofrece una verdadera restauración de la misma y un aprendizaje que la hace crecer.
Como sabemos, los sentimientos de culpa pueden estar asociados a fantasías inconscientes en las que la agresividad que desencadenan los conflictos se ha vivido como destructiva, teniendo que reprimirla. Por eso crear un espacio en el que el adolescente pueda ir expresando comunicativamente su malestar, sus agravios, es también importante para la elaboración de la culpa. Al empatizar con sus sentimientos y ofrecerle disculpas, se le brinda la oportunidad de una experiencia en la que sentirse comprendido, rescatándole de la posición pasiva del que ha sufrido una afrenta, agresión o adversidad hacia una activa en la que se le otorga la posibilidad de explicarse y dar o no dar el perdón. Al mismo tiempo se le ofrece una nueva perspectiva en la que el ofensor se hace más responsable, permitiendo una vivencia no tan masiva de la “agresión”, lo que facilita su comprensión global de la situación y estimula su capacidad de simbolización, reduciendo su efecto traumático. Solo sintiéndose reconocido en su malestar puede el adolescente abrirse a la consideración de su propia contribución en los conflictos y aprender también a pedir perdón de forma madura. Negarle el daño causado a alguien es infringirle un doble daño y dificulta enormemente la elaboración de las afrentas e injusticias vividas, estimulando el resentimiento o las fantasías vengativas, que a su vez aumentan la culpa. Por supuesto, no todo trauma es perdonable ni reparable y sabemos que algunas situaciones de índole traumático superan el metabolismo psíquico ordinario para su integración y solo podrían ser disociadas de forma operativa.
La adolescencia como cualquier etapa del desarrollo, y la vida humana en general es un fenómeno sociocultural. Vivimos y nos formamos en un ambiente con el que interactuamos adaptándonos y transformándolo a la vez. Como describe la moderna biología, hoy podemos entender la vida como integrada por sistemas abiertos que operan lejos del equilibrio, sensibles a pequeños cambios del entorno que de forma iterativa pueden provocar grandes transformaciones. Sistemas que son capaces de autoorganización, es decir de crearse a sí mismos a través de procesos de retroalimentación autoreforzadora en interacción con su medioambiente. El patrón de organización que el sistema vivo va adoptando en su acoplamiento con el entorno determinará su identidad. La consciencia y la sensibilidad a procesos inconscientes que los humanos tenemos sobre nosotros mismos configura pues nuestro sentimiento de identidad.
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Resumen
El artículo describe los principales aspectos que integran el sentimiento de identidad adulta como solución a la crisis que se produce en la adolescencia, analiza su proceso de formación en interacción con el entorno y su relación con el desarrollo infantil.
Palabras clave: adolescencia, identidad, coherencia, continuidad, realidad, autoestima.
Jorge Tió
Psicólogo clínico, psicoanalista (SEP-IPA)
jorgetiordez@gmail.com
[1] Agradezco a Lluis Mauri la colaboración imprescindible en la revisión y corrección del artículo.