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En 1995, André Green describía el esfuerzo constante de los psicoanalistas por extender el campo de la práctica psicoanalítica “con el fin de penetrar justamente ahí donde se detenía la mirada del psicoanalista de ayer: ante el umbral de ciertos misterios”.

Esa mirada se dirige hoy hacia los misterios de la sexualidad en sus múltiples manifestaciones, metaforizaciones y enredos, en sus formas de ocupar los cuerpos y de construir ficciones que enlazan la excitación. También se conmueve ante el jaque al empuje de Eros, el destierro del papel mediador de la fantasía, la amenaza de desamparo que desata las amarras de la pulsión de muerte.

¿Cuál es el tema que nos convoca nuevamente a repensar los destinos de la vida pulsional? Se trata de las expresiones multiformes de la identidad sexual y en particular las presentaciones de la transexualidad en la sociedad actual. El objetivo es volver a pensar la transexualidad desde la clínica psicoanalítica, ahondar en la psicogénesis, los mecanismos psíquicos y la vulnerabilidad propia del sujeto transexual, buscando contribuir a una puesta en común de los hallazgos clínicos y su comprensión teórica.
 

Marco, cuatro años                                                  

En la familia de Alexia era habitual que los niños fuesen criados por las niñeras ya que las madres solían dedicarse al arte o a la vida social. Ella misma había tenido una relación distante con su propia madre. No encontraba dentro de sí modelos de cuidado que le permitiesen tolerar con buen ánimo las exigencias de un bebé que acababa de nacer, por lo que aceptó con alivio la propuesta de Pere de contratar una empleada que se ocupara del pequeño Marco. Alexia era muy joven y no esperaba este hijo tan pronto, quería terminar la carrera y encaminar su profesión. A raíz del embarazo comenzó a vivir con Pere, veinte años mayor que ella, un hombre interesante, muy ocupado, a veces violento. Al nacer, el pequeño mostró una fuerza inusitada, lloraba mucho por las noches y Alexia no podía consolarlo. Llegaron a sentirse desesperados y finalmente decidieron dejarlo llorar en su habitación hasta que se durmiera, agotado.

La calma volvió a la vida de la pareja cuando Carmen se hizo cargo de la casa y del cuidado del bebé, que pareció establecer un buen vínculo con ella. Pero, a partir del año y medio, Alexia fue observando que Marco estaba todo el tiempo pegado al cuerpo de Carmen, que ella lo consentía y no lo educaba, por lo que decidió que el niño estuviese durante el día en casa de la abuela. Ella se ocuparía de educarlo con firmeza. Poco después, Marco se volvió muy violento, auto y hetero agresivo, se golpeaba la cabeza contra el suelo cuando le decían que no. Se mostraba autosuficiente y rechazaba los cuidados de la abuela y de los padres. Solo jugaba a pasar la aspiradora o lavar la ropa, las tareas que hacía la “sirvienta”, dicen los padres en su primera entrevista. Por esa época el niño comenzó a ponerse los zapatos de tacón de la madre o de la abuela. A partir de los tres años todo cambió. Se acercó al mundo de su madre, se vistió de princesa y se transformó en un niño afectuoso, chispeante y creativo.

Marco está siempre pendiente de las telas, las texturas, los maquillajes y los esmaltes de uñas, los sonidos y los olores. Dice que será una niña ya que es muy guapo con su cabello negro y sus ojos verdes. A veces dice ser una princesa, otras veces una reina. Le fascina el universo femenino y en particular el universo materno. Le acaricia los cabellos y las medias suaves a su madre. Miran juntos revistas de moda y escuchan áreas de ópera que deleitan a la madre y que el niño canta con perfecta entonación. Al igual que Lance, un niño transexual que describiremos más adelante, o el pequeño Salva, que observaron N. Abelló y V. Lerroux (1990), desde que Marco dio sus primeros pasos quiso ponerse zapatos de tacón. Lleva sus propios zapatos de tacón en casa y va siempre vestido de princesa. Sus primeros dibujos fueron zapatos de tacón. Desarrolla un interés obsesivo por los tacones y los vestidos femeninos dentro y fuera de casa. Con frecuencia se le ve acaracolado en su mundo, susurrando, murmurando a sus muñecas y haciendo movimientos misteriosos con las manos. Con los otros niños suele colocarse en posición de sometimiento y a veces es objeto de humillación. Los padres me visitan, preocupados, porque sospechan que su hijo podría ser transexual. En la primera entrevista, la madre relata haber sido una niña triste que se crió sin caricias y que fue enviada a estudiar a Suiza desde los trece años; recuerda mucha exigencia y soledad. Nunca tuvo deseos sexuales intensos y se considera bisexual. Alexia no se había imaginado como madre antes de quedarse embarazada pero no rechazó a su hijo, cree que prefería un niño, en cambio el padre deseaba tener una hija. Más adelante explicará que él había tenido en la adolescencia algunas experiencias homosexuales y que en la actualidad piensa que es un fetichista de los tacones y las ligas. Deja entrever la existencia de otras mujeres en su vida. Estas coordenadas familiares se repiten, con matices, en la historia infantil de algunos transexuales.

Cuando inicio el proceso diagnóstico, Marco tiene cuatro años y ocho meses. Es guapo y simpático, se esfuerza por parecer mayor, por agradar y por mostrarse inteligente. El HTP es disarmónico, alterna criterios de realidad con elementos psicóticos. Llaman la atención el árbol, sin atisbo de copa, como abierto a la nada y el dibujo de la primera figura humana, un niño muy pequeño, varón, sin brazos. Dice del niño que no tiene nombre, que es un papel, que existe pero no lo conoce. Luego dice que es un bebé y está enfermo, que le falta un ojo porque se le ha roto. Al hacer la figura femenina, dibuja una niña mayor, sin brazos, “tan tonta que tiene vestido y tacones”, dice. La inmensa figura femenina lleva una falda larga que deja traslucir el cuerpo femenino que debería cubrir; la imagen expone la forma de la vulva, pero las largas piernas en contacto con la zona del vientre podrían esconder inconscientemente al pene. Marco tiene capacidad para proyectar en sus gráficos su dificultad para diferenciar fantasía de realidad, para estructurar un pensamiento contenedor de sus angustias. Muestra la soledad en la que vive y su impresión de anidar en sí un bebé, varón, enfermo y roto. La desvalorización de la figura femenina con tacones, que él mismo encarna en la vida cotidiana, genera interrogantes que pronto encontrarían posibles respuestas.

En la primera hora de juego transforma una princesa Frozen en Cenicienta. La aparición de Cenicienta me recuerda que los padres llamaron “sirvienta” a Carmen. “Lleva tacones”, dice, y los ojos muestran picardía y placer. Explica luego que se le había perdido la Cenicienta, hace como una pistola y se dispara a sí mismo. “Cenicienta lleva tacones y eso me gusta”, dice. Luego Cenicienta se va a comprar y no sabe cómo volver a casa, “¡estaba muy lejos!”. Llega a la casa, “estaba triste”. Coge un bebé y se lo da a Cenicienta que lo desnuda, lo baña y luego lo lleva a dormir. El bebé sigue desnudo. El juego se diluye. En ese momento pide ir al lavabo y hace caca. Me pregunto si así se quedaba él cuando se iba Carmen, desarmado, diluido, cargado de un malestar que necesitaba evacuar. A la segunda hora de juego trae unos pequeños zapatitos “de cristal”, dice, con tacones. La sesión es confusa, no consigue armar ningún sintagma lúdico. No se entiende el sentido de sus palabras, pero el escenario está presidido por una señora con tacones que pelea con una bruja mala que “se cayó y se murió”. La sesión crece en terror y confusión hasta que pongo palabras a su angustia. Me dice que él quiere estar todo el día con Carmen, que ella usa tacones y que por eso le gustan a él. En la tercera hora de juego, en un clima de violencia y muerte, vuelve a poner al pequeño bebé en los brazos de Cenicienta-Carmen y así se puede ir en calma, dejando claro su mensaje.

Él necesita a mamá Carmen, sus brazos, su cuerpo. Su unión ilimitada con ella lo ha salvado de la devastación psíquica pero no se ha producido un proceso de apertura de espacios transicionales, ni el juego de ausencias y presencias que favorecen la progresiva inscripción de la ausencia. ¿Cuál es la solución que encuentra Marco para sobrevivir? Transformarse en mamá a través de una identificación adhesiva, mimética, con Carmen o con las madres. Al estilo del funcionamiento autista, los tacones son un trozo de mamá que obturan la percepción de la separación, una degradación del uso fetichista que hace el padre de los zapatos de tacón. Marco se reconoce varón con deseos de ser cuidado como bebé, pero necesita transformarse en mujer-madre para contener sus angustias aniquiladoras a la vez que acaricia objetos de sensación (Tustin, 1981), como las telas, para sentirse en contacto con la piel materna.

Marco no se disfraza de princesa con tacones. Las ropas femeninas, los tacones, lo vuelven mamá, una ecuación simbólica. La madre no pudo hacerse cargo de él al nacer. Solo lo ha admitido cuando el niño se feminiza y se transforma en un doble que la adora. Papá lo quiso niña y probablemente lo incluyó en su fantasmática sexual. Desde esta perspectiva, tal vez haya una sobredeterminación de los tacones que transforman al pequeño Marco en una niña con tacones como objeto erótico inconsciente de su padre fetichista. Marco es aún pequeño y desconocemos el destino de su funcionamiento psíquico en las sucesivas resignificaciones vitales. Pero, cerca ya de sus cinco años, no hay atisbos de apertura a la conflictiva edípica. Identificado adhesivamente a la figura materna, objeto erótico de su padre, parece mantener un vínculo narcisista dual con cada uno de los padres, que se desentiende de la castración. Sin un lugar simbólico para la separación o la ausencia materna, difícilmente podría hablarse de un acceso a la diferencia de los sexos. Mantiene una representación de sí como varón, pero la identidad sexual parece decantarse hacia lo femenino como solución frente a la imposibilidad de simbolizar las situaciones traumáticas de la primera infancia. Conviven en conflicto en la naciente organización de su identidad un bebé enfermo y necesitado del amor y la protección materna, escindido de una imagen femenina omnipotente, confusa, sexualizada, intensamente idealizada y desvalorizada a la vez. Las escisiones y conflictos identificatorios de Marco resultarán un duro escollo para la integración y tramitación de su bisexualidad.

Esta trama psicopatológica es similar en distintos aspectos a la que se puede encontrar en la historia infantil de transexuales adultos.
 

Aperturas psicoanalíticas. La bisexualidad

Avanzar en la comprensión psicoanalítica de la transexualidad presupone la revisión de algunos temas teóricos tales como la perversión, la bisexualidad o la concepción de la identidad sexual a partir de la introducción del concepto de género.

El psicoanálisis ha ido evolucionando a su ritmo y a su tiempo. Todavía en los años ochenta y noventa se incluía la homosexualidad entre las perversiones y se consideraba psicóticos a los transexuales. Desde hace ya muchos años, se han ido cuestionando los límites del cuadro perverso a favor de un proceso de normalización de las singulares y múltiples expresiones de la sexualidad, salvo aquellas que sometan o maltraten sin consentimiento a su objeto. Es evidente que esta visión más acotada de la perversión se va generalizando a medida que la norma social se flexibiliza e influye en la ley que conforma las prohibiciones del superyó. Con motivo del ciento cincuenta aniversario del nacimiento de Freud, el comité de publicaciones de la IPA publicó un conjunto de trabajos sobre Identidad, género y sexualidad. En la mayoría de ellos, la diversidad sexual es considerada normal, solo limitada por la imaginación humana. La inadaptación o la patología, dependería del objetivo de esa actividad sexual (Areny, 2019). Con respecto a los transexuales, hoy estudiamos su clínica abiertos a la posibilidad de descubrir distintas estructuras psicopatológicas subyacentes, más allá de la transexualidad de algunos psicóticos. Ya Stoller, el primer gran estudioso de la transexualidad desde el psicoanálisis, afirmaba en los años sesenta que ninguno de los transexuales que habían sido analizados por su equipo, era psicótico.

Muchos psicoanalistas consideran necesaria la construcción de nuevas líneas de pensamiento que permitan abordar, sin una escucha prejuiciosa, la polisexualidad que llega a la consulta del psicoanalista. Uno de los temas en cuestión es el binarismo en psicoanálisis y en particular el tema de la bisexualidad. Leticia Glocer Fiorini (2015) propone apoyarse en las teorías de la complejidad, las líneas de fuga de Deleuze, o en el concepto de magma psíquico de Castoriadis. Estas teorías permiten sobrepasar la lógica binaria y buscar las intersecciones entre categorías, conceptos o conjuntos. Dice Glocer:

Mi propuesta es pensar que la producción de subjetividad se apoya en operaciones psíquicas complejas (…). En este abordaje considero que está implicado un juego de intersecciones entre la heterogeneidad de los cuerpos sexuados, las diversidades identificatorias, el despliegue del deseo, y los discursos sociales que producen significaciones en cada uno de los órdenes. Cada sujeto está inserto en esta trama que puede ser vista como conjuntos en intersección cuyas variantes son infinitas y particulares a la vez y, en este cruce, producen subjetividad en un marco simbólico/imaginario (Glocer, 2015).

Dentro de los aportes a la apertura del binarismo masculino/femenino, hace ya más de cuarenta años que André Green (1973) habló en su libro Narcisismo de vida y narcisismo de muerte del género neutro. Pensaba Green que el sexo del individuo proviene de varias fuentes: la forma en que lo perciben los padres, sus deseos; la manera en que el sujeto se percibe a sí mismo y cómo se enlaza esta vivencia con su narcisismo y sus pulsiones de destrucción. Este proceso culmina en el fantasma de la escena primitiva que pone en juego deseos e identificaciones contradictorias. “Este conflicto, si de ordinario contribuye a organizar la bisexualidad psíquica, también puede encontrar una salida en una posición de anulación del deseo sexual y, por lo tanto, de la identificación sexuada”. El complemento de la bisexualidad psíquica “realizada o latente, parece ser entonces el fantasma del género neutro: ni masculino ni femenino y dominado por el narcisismo primario absoluto”, territorio de la pulsión de muerte.
 

El caso Simón/Simona

En el Congreso Internacional de Psicoanálisis de 1997, en Barcelona, Danielle Quinodoz presentó cuatro años del análisis de Simón/Simona, un/una paciente transexual. Cinco años más tarde, escribió un artículo en el que daba cuenta de la finalización de ese análisis que había durado siete años en total. Es un escrito de gran interés y tal vez el único caso de transexualidad publicado de forma tan profunda y detallada.

Tres temas sobresalen en el estudio que la analista realiza de la evolución clínica de la paciente. El primero se refiere a la diferencia entre identidad primaria o sentimiento de ser y existir en el tiempo como la misma persona, respecto de la identidad sexual. En su paciente la identidad sexual y el sexo en general ocupaban un lugar muy secundario respecto de sus necesidades más primarias de sostén del ser y de lograr una cohesión yoica. Al igual que la paciente de Quinodoz, muchos transexuales atribuyen escasa importancia a la sexualidad. La búsqueda de objeto está mucho menos centrada en el deseo que en la necesidad de encontrar, con un ser humano, el sentimiento de existencia y unidad narcisística. Quinodoz creía que su paciente había padecido experiencias precoces que habían impedido la construcción de una identidad primaria sólida.

El segundo punto de mira de Quinodoz analiza la estructura psicopatológica de la paciente, considerada por ella como una borderline en la que conviven escindidas áreas psicóticas y neuróticas. En el área psicótica predomina el pensamiento concreto y el acto no mentalizado, la lucha asesina entre lo masculino y lo femenino buscando su mutua destrucción. En la parte neurótica se despliegan contenidos más simbólicos, capacidad de autoobservación, de asociación y de producir sueños, que ponen en escena el inconsciente. Esta escisión entre corrientes psíquicas dispares, propias de la patología límite, es la más habitual al estudiar las estructuras subyacentes a las presentaciones transexuales, salvo en la transexualidad psicótica.

El tercer tema, central en el análisis de esta paciente transexual, se refiere a la bisexualidad, tanto en el sentido de la percepción consciente de ser mujer u hombre, como en lo referido a la bisexualidad psíquica. Quinodoz realiza un análisis muy pormenorizado de las transformaciones que se van produciendo a lo largo del tratamiento en el tema de la bisexualidad y la identidad sexual. Los cambios se desarrollan en paralelo con la transformación de la capacidad simbólica de la paciente y la progresiva integración yoica.

Simona llega al análisis con treinta y ocho años, veinte años después de haber realizado un tratamiento hormonal feminizante y una vaginoplastia. A los dieciocho años dejó de ser Simón para pasar a ser Simona. Explica la analista que la paciente relata en su primera entrevista que había convivido mucho tiempo con un hombre pero que en el último tramo del análisis le confiesa que en verdad se trataba de una mujer. Había mentido por temor a que ella pensara que era un hombre enamorado de una mujer y no una mujer lesbiana. Así es que, desde la primera entrevista, el conflicto respecto a su identidad sexual estaba presente, aunque proyectado en la analista. El tema de la apariencia es nuclear en estas angustias y confusiones de Simona: “no vaya a creer que deliro ―le dice―, yo sé muy bien que no me he convertido en una mujer aunque los cirujanos me hicieron una plastia vaginal, yo no podría serlo nunca, no tengo más que la apariencia; para mí ya es bastante. Ella se había operado porque desde la preadolescencia odiaba su pene y tenía horror a ser hombre. Sin embargo, se indigna frente a una interpretación referida a un sueño y afirma que ella todavía tiene su pene, que “¡no falta! Lo utilizaron para hacer una vagina, ¡simplemente se le cambió su función!”, dice. La analista se pregunta si Simona podrá desprenderse de la concreción del sexo anatómico y fisiológico para mentalizar lo sexual y poder integrar la bisexualidad psíquica. Ese fue el recorrido que siguió Simona a lo largo de su análisis respecto de su identidad sexual, una vez que pudo adquirir un sentimiento de unidad narcisística, de existir y ser la misma persona a lo largo de toda la vida, tanto cuando era un niño extraño entre sus pares, como cuando pasó a ser una mujer transexual.

Uno de los aspectos interesantes del análisis de Simona con respecto a su identidad sexual fue el descubrimiento de que, si bien ella tenía un horror consciente de ser hombre, “albergaba a pesar suyo un deseo inconsciente o preconsciente de serlo”, dice Quinodoz. “Me describía con un placer oculto aspectos masculinos de su cuerpo del cual, sin embargo, se quejaba en apariencia”. “Simona, conscientemente, en una parte de ella deseaba ser mujer, perseguía su parte masculina y buscaba eliminarla (hasta la castración), mientras que su parte masculina atacaba inconscientemente su parte femenina y le impedía expandirse”. Las transformaciones producidas en análisis, que llevaron a un nivel más simbólico su identidad sexual y permitieron analizar la fantasmática monstruosa y violenta que envolvía al pene, reconciliaron a Simona con las diversas partes de sí. Pudo reconocer y querer sus aspectos psíquicos masculinos y femeninos. Por esta época emergió el deseo sexual y el reconocimiento de sus deseos homosexuales. Hizo pareja con un hombre que la ama y la desea. Palabras de Simona hacia el final de su análisis: “No soy una mujer, no soy una mujer menopáusica, no sé lo que es ser una chiquilla. No soy un esbozo de mujer, ahora tengo solamente algunas características de mujer, soy yo”. Dice también: “con el tratamiento hormonal no soy más un verdadero hombre ni tampoco una mujer, ya no necesito ocultarme: un transexual puede transformarse en un extraterrestre amable”. Simona había abandonado la alternativa angustiosa, “soy un hombre o soy una mujer”, para tomar otra posición que correspondería a lo que ella sentía ser su realidad. Ya no había rechazo a un sexo o confusión de los dos. Aceptar el carácter paradójico de su sentimiento de identidad era la única manera de devenir un ser humano amable, es decir, integrado. Sintió que podía amar y ser amada.

El caso Simona permitiría pensar que para el transexual hay solo dos sexos, uno odiado y el otro idealizado a nivel consciente y una bisexualidad inconsciente que nunca llega a integrarse en un sentimiento identitario definido. Pero en el final del análisis de Simona aparece como real y cohesionadora la asunción de una identidad paradójica que no es totalmente masculina ni femenina pero que integra aspectos de la masculinidad y la feminidad. La asunción de esa identidad permite a Simona reconocerse: “soy yo”. ¿Esta identidad paradójica podría ser pensada en un más allá de la bisexualidad?
 

El género

Otro de los grandes temas a debate es la introducción del concepto de género en psicoanálisis. ¿Dónde nace la masculinidad y la feminidad? ¿es consecuencia de la aceptación de la castración y por consiguiente de la diferencia de los sexos? Antes de la etapa fálica, ¿el niño lleva ya las marcas implantadas por el entorno que lo convierten en niño o en niña? La orientación de la sexualidad y la elección de objeto ¿son el resultado de los avatares del tránsito edípico? ¿O el acceso a la diferencia de los sexos reorganiza pulsionalmente una identidad de género nacida precozmente fuera del territorio sexual?

Tres nombres resultan particularmente significativos en los debates sobre la identidad sexual desde la perspectiva del psicoanálisis. El psicólogo John Money, que introdujo en las ciencias de la salud el término género proveniente de las ciencias del lenguaje; el psicoanalista Robert Stoller, introductor del concepto de género en psicoanálisis y, finalmente, Jean Laplanche, que en un escrito de 1973 teorizó la incorporación del género en el pensamiento freudiano francés. Tanto Money como Stoller habían trabajado con pacientes hermafroditas, con anomalías sexuales congénitas, y con transexuales. John Money publicó sus primeros trabajos en la década de los cincuenta. En ellos, los determinantes biológicos de la identidad sexual retrocedían a favor de la cultura y lo social. La diferencia entre hombres y mujeres, para Money, es prioritariamente un hecho social, es decir, el género masculino o femenino se construye en la infancia a partir de la asignación del nombre y sexo al nacer y del universo de conductas propias de su género que transmiten los padres, el médico y la sociedad que lo rodea a lo largo de toda su vida. El concepto de género fue incorporado al psicoanálisis por Robert Stoller, quien publicó en 1968 un libro llamado Sex and gender en el que planteaba que la asunción de la identidad de género, la identificación subjetiva como hombre o mujer, es muy anterior al Edipo freudiano, que se va definiendo al año y medio de edad y que a partir de los tres años no es posible modificarla. El extenso trabajo de investigación con transexuales que realizó con un equipo de psicoanalistas en California, confirmaron a Stoller que las creencias conscientes e inconscientes de los padres del infante acerca de su sexo y su rol de género, y los proyectos identificatorios que se proponen al niño, tienen mayor peso en la construcción de la subjetividad del hijo que las hormonas o los genes. Stoller define la identidad de género sexual, consciente e inconsciente, como el conocimiento primitivo, preverbal, fijado de una vez para siempre, y observable en el comportamiento, de pertenecer al género masculino o femenino. Ese conocimiento proviene de los procesos identificatorios de la fase simbiótica y continúa desarrollándose en la fase fálica y edípica. En el caso de los transexuales la fase simbiótica habría tenido ciertas características particulares. Se trataría de una simbiosis excesiva realizada a través de un contacto físico ilimitado, cuerpo a cuerpo, con gran cercanía sensorial. El análisis de madres de niños transexuales llevaron a Stoller a considerar que ese tipo de vínculo simbiótico buscaba coagular una herida histórica en la madre, aliviar el vacío y la vivencia de deprivación que le había dejado la relación con su propia madre. El conjunto de la obra de Stoller resulta de gran interés para el conocimiento de las personas transexuales. En particular, las líneas de pensamiento que se abren a partir de los descubrimientos realizados en el análisis de niños transexuales y sus madres.
 

El caso Lance

Lance fue un niño transexual analizado por un psicoanalista del equipo de Stoller, al mismo tiempo que su madre era analizada por otro miembro del equipo. Explica Stoller que no se trataba de un niño que tuviese una blanda tendencia al travestismo sino un deseo incontrolable de ser femenino, cuya frustración provocaba intensa angustia. Lance tenía seis años al iniciar el proceso y era un niño tan fascinante, tierno y creativo como el pequeño Marco. Como él, había sido un bebé muy intenso, que lloraba y reclamaba mucho y que apenas empezar a caminar, en el momento de la percepción física de la separación, se tornó muy autosuficiente, comenzó obsesivamente a utilizar ropas femeninas y a usar zapatos de tacón. Progresivamente, la dedicación a los vestidos, tacones, adornos y comportamientos propios de la mujer centraron su vida. Los padres lo observaban y sentían admiración. Considera Stoller que la experiencia primera con la madre fue pasiva y agradable y que más tarde, en el encuentro con la fase fálica, se contaminó de rabia, frustración y depresión. La femineidad comenzó a ser utilizada como protección frente al dolor. Podríamos conjeturar que la angustia surgió en el momento del descubrimiento de la diferencia de los sexos, ya que develaba una contradicción insoportable entre la identidad de género y el sexo anatómico. Al describir la contribución de la madre al transexualismo del niño, Stoller explica que Lance y su madre tenían gran potencialidad creativa, que disfrutaban juntos de la música, de otros sonidos armónicos, de los colores, de las cualidades táctiles de los objetos. Antes de cumplir un año miraban juntos revistas de moda. La madre de Lance tenía un gran interés por las telas y ropas de vestir, acariciaba su ropa continuamente, como si fuera su piel. Había sido una creativa diseñadora de moda. Telas y ropas aparecían en sus sueños. A los dos años Lance era capaz de escuchar con su madre, con atención, canto gregoriano, y el año anterior al inicio del análisis podía cantar de memoria, en latín, tanto las partes masculinas como las femeninas de Carmina Burana, de Orff. Stoller se preguntaba si Lance sería un niño autista y consideró que no lo era.

Otra contribución de la madre al travestismo del hijo era la confusión de identidades entre ellos. La madre describía conversaciones fantasiosas y enriquecedoras entre ambos como pares y un contacto permanente piel a piel. Durante el primer año de vida y más tarde, el niño se sentaba o se extendía sobre el cuerpo de la madre como si fuera su propio cuerpo. Considera Stoller que en ese encuentro piel a piel no había distinción entre los cuerpos y que no se generaba excitación ni vergüenza. Los sueños de la madre de Lance revelaron que ella conocía la identificación entre los dos y el uso que hacía de esa identificación para tomar parte en la identidad de género del hijo. Durante la infancia, ella siempre se disfrazaba de varón. “Cuando uno se quita sus vestidos y se pone los de otro, uno puede ser cualquiera”, decía en su análisis. En la latencia su género sexual era indefinido y hasta la adolescencia había sentido fuertes deseos transexuales; ella quería ser un varón como sus hermanos. Por mucho tiempo se presentó en análisis como una persona vacía, de género neutro, ajena a los sentimientos y fantasías. Era, con frecuencia, como una nube que flotaba en la sala. Stoller cree que la causa de ese vacío era su propia madre, distante y superficial, que no se ofrecía a su hija como modelo identificatorio. En un sueño de la paciente, figuraba que ella estaba muerta y que su madre seguía ordenándole que hiciera cosas para el negocio, ya que ni se había dado cuenta de su muerte. Su padre era alcohólico y mostraba dos personalidades: una feliz y afectuosa, la otra violenta, con una sexualidad apenas oculta. El padre ocupó el espacio que dejaba el vacío de madre. Él la aceptaba como un varoncito y se presentaba como un modelo de masculinidad violenta. Así se creó en ella una corriente masculina sin renegar de su pertenencia anatómica al género femenino, el resultado fue un estilo bisexual y un sentimiento de género neutro. Conseguía alejar la sensación de vacío a través de su hijo, un varón, al que mantenía adherido a su propia piel. El niño se convirtió en una especie de droga. Tras la neutralidad sexual, el análisis de la paciente reveló una intensa rivalidad con los varones y envidia del pene; como asociación a un sueño, expresó que “las personas que tienen un pene son, seguramente, inferiores”. Sentía asco por el marido. Le desagradaba el miembro masculino en general salvo el de su hijo que consideraba muy bello. A los pocos meses de nacer Lance, ella ya pensaba que hubiera sido una niña hermosa. Todavía en el inicio de su análisis seguía excitándola la idea de lo bello que hubiese sido como niña. El padre de Lance no interfería la feminización del hijo, incluso parecía satisfacerlo a veces. Era un hombre pasivo, aunque no femenino y estaba muy poco presente en la familia. La madre de Lance proyectó sobre su hijo sus propios deseos, pero lo hizo en una atmósfera cálida y protectora en el interior de la cual se escondía su deseo inconsciente de destruir la masculinidad de su hijo. Aquello que estaría actuando como un trauma no puede ser percibido por el bebé sino como el aire que respira ―dice Stoller― dado que la transmisión de los deseos inconscientes se produciría en un período precoz, que podría corresponder a la etapa de indiferenciación simbiótica y su inscripción sería la huella de la identificación primaria. Después de muchos meses de iniciado el análisis surgió otro indicio de la participación de los deseos inconscientes y conscientes de la madre de feminizar al hijo: la paciente había inducido anteriormente a otro niño a travestirse. Se trataba de su propio hermano, trece años menor. El hermano se llamaba Lance.

Para Stoller, el estudio de estos análisis confirma que la identidad de género se establece con anterioridad a la etapa fálica y que está fuertemente influenciada por el deseo parental. Es interesante detenerse en una acotación que realiza Stoller respecto del significado de la ropa de mujer para el varón feminizado con un comportamiento de travestismo, más allá de lo que habitualmente se indica al equiparar la ropa de mujer con el útero o el falo. Considera que en el caso de la transexualidad se trataría de una equivalencia más primitiva, ya que la ropa de mujer equivaldría a la madre misma, a su piel. Si esta hipótesis fuese cierta, el adulto transexual o un niño como Lance, no solo desearían parecer una mujer, identificados con la madre, sino que las prendas femeninas o las telas que acarician intentarían recuperar las sensaciones primitivas provocadas por la piel de la madre en contacto con la propia piel. Se trataría de una ecuación ropa=madre. La madre de Lance lo retenía fijado al contacto piel a piel para no exponerlo a ninguna frustración. Esto potenciaba una identificación excesiva del niño con la madre, una confusión de los límites del yo y, por lo tanto, de la identidad de género.

Muchos aspectos del análisis de Lance y de su madre recuerdan al pequeño Marco, cuyo diagnóstico fue realizado mucho antes de que conociera los trabajos de Stoller. El caso de Marco, tanto como el de Simona o el de Lance y otros casos en análisis, apuntan a una vivencia de privación en el origen de la vida que afectó a la criatura como eco de las situaciones de vacío, distancia o violencia transgeneracional provenientes en particular del psiquismo materno en tanto que los padres se encontraban poco presentes en la estructura como figuras de identificación. El vínculo cuerpo a cuerpo, sensorial, ilimitado ―que describe Stoller― apuntala la hipótesis de un fallo en la función decodificadora y constituyente de la madre, que pudo haber absorbido a la criatura al servicio de obturar angustias de vacío y soledad. La feminización del hijo varón parece responder a conflictos no resueltos e inconscientes respecto a la propia identidad sexual por parte de la madre, y no interferida por el padre.

La clínica, en diferentes casos de transexualidad, muestra con frecuencia a la figura paterna o al abuelo materno como figuras violentas o desbordadas por una sexualidad exhibicionista y transgresora. No olvidemos que en el caso de Marco pudimos conjeturar que también el padre participara en la construcción de la transexualidad del hijo al desearlo inconscientemente como objeto erótico, niña con tacones. Llama la atención la reflexión de Stoller en torno a la identidad de género de la madre de Lance y en general de las madres de niños transexuales estudiados: habla de mujeres con un género neutro, ni masculinas ni femeninas, ¿se tratará del género neutro descrito años después por Green? ¿Detecta Stoller la infiltración de la pulsión de muerte en el psiquismo de estas mujeres? En otro capítulo del libro Sex and gender, llamado Transexualismo masculino en la infancia, explica que esas madres eran muy similares en su manera de expresar su bisexualidad. Eran femeninas pero con rasgos masculinos y todas expresaban un sentimiento de ser neutras, sobre el cual habían erigido una fachada femenina. Debajo de este aspecto neutro se detectaba una cualidad depresiva, un sentimiento de vacío e incompletud. Lance, al igual que Marco y que muchos de los transexuales estudiados psicoanalíticamente, parecen haber buscado la solución transexual para responder a una propuesta inconsciente de sus madres (y a veces también de sus padres) evitando así la soledad y el desamparo. Decía Joyce McDougall (1978) al hablar de los niños destinados a querer ser transexuales en la edad adulta:

Recientes descubrimientos nos llevan a comprender que, en la mayoría de los casos, no se trata de una organización psicótica, como podríamos suponer. El deseo del transexual es, como el de todo niño, ser como lo quiere la madre (o ambos padres) y, en consecuencia, hacer coincidir su sexo anatómico con su certeza de pertenecer psíquicamente al sexo opuesto, todo con el propósito de existir como sujeto sexuado ante los ojos de ella. ¡Cuestión de supervivencia psíquica! No se nace niña o varón, ello se logra solo si se es autorizado por el discurso parental (McDougall, 1978).

La introducción del género en la teoría sexual. Jean Laplanche

En el año 2003 Laplanche publica un texto fundamental para la comprensión de la teoría del género en el contexto del pensamiento freudiano. Se trata de El género, el sexo, lo sexual. Si bien Laplanche recoge los hallazgos de Stoller y los aportes del feminismo introduciendo el género en la teoría sexual, al mismo tiempo realiza una crítica al pensamiento de Stoller que anula la sexualidad en el sentido freudiano para dar cabida a dos términos, sexo y género, uno referido a la anatomía y el otro a la cultura como determinante de lo psicológico. En el inicio de su trabajo, Laplanche define género, sexo y sexual:

El género es plural. Suele ser doble, masculino y femenino, pero no lo es por naturaleza. A menudo es plural, como en la historia de las lenguas y en la evolución social. El sexo es dual. Tanto por la reproducción sexuada como por su simbolización humana, que fija esa dualidad de manera estereotipada en: presencia/ausencia, fálico/castrado. Lo sexual es múltiple, polimorfo. Descubrimiento fundamental de Freud, encuentra su fundamento en la represión, el inconsciente, el fantasma. Es el objeto del psicoanálisis. Proposición: lo sexual es el residuo inconsciente de la represión-simbolización del género por el sexo (Laplanche, 2003).

El sexo, con su vertiente reproductiva, tiende a la búsqueda del placer, el orgasmo, por ejemplo. Implica la diferencia de los sexos. Lo sexual, en cambio, no tiene carácter reproductivo, es esencialmente lo sexual perverso polimorfo, previo a la diferencia de los sexos, es oral, anal o para genital, ligado al fantasma más que al objeto y por lo tanto, autoerótico. Lo sexual-pulsional es lo reprobado, lo reprimido, se encuentra en los placeres preliminares y en las perversiones en contigüidad con el orgasmo genital. El género es implantado desde el exterior, proviniendo de lo social, en tiempos anteriores a la castración. Se trata de un mensaje que el niño recibe en el contexto del magma de la identificación primaria. No es una apropiación identificatoria porque no se trata de una identificación con sino una identificación por, es decir, por parte del entorno del recién nacido. Para Laplanche, “el término capital para definir el género es el de asignación. Asignación señala la prioridad del otro en el proceso”, un proceso que no es puntual, no se limita a un solo acto sino que es un conjunto complejo de actos que incluye el lenguaje y los comportamientos significativos del entorno. Estos mensajes no solo incluyen la asignación de género, también son portadores de los fantasmas, las expectativas inconscientes o preconscientes de los padres, abuelos y hermanos. El conjunto de la sexualidad infantil del adulto se reactiva en presencia del niño. “Un padre ―escribe Laplanche― puede asignar conscientemente a su vástago el género masculino pero haber deseado que fuera una niña, incluso puede desear inconscientemente, penetrar a una niña”. Esta asignación de género, sin embargo, no es una ley interiorizada pasivamente como puede pensar el sociólogo, sino que pone en marcha un trabajo psíquico de traducción, de metabolización, en simultaneidad con la presencia del adulto junto al niño. Cada sujeto interpreta, procesa y se apropia a su manera de esta asignación parental hasta construir una identidad de género que siempre se acompaña de residuos no traducidos que insistirán en retornar. El género es adquirido, asignado, pero es enigmático hasta alrededor de los quince meses. Durante el segundo año, el sexo viene a fijar o a traducir el género. En el centro, el complejo de castración.

La clínica con pacientes transexuales suele hacer visible la inclusión de la criatura en la sexualidad infantil de sus padres y en sus necesidades de reparación del narcisismo propio. La posición del hijo en sus fantasías conscientes e inconscientes marcan los proyectos identificatorios transmitidos a través de la identificación primaria de forma tal que la “prioridad del otro” (Laplanche, 1992) se mantiene en el tiempo ejerciendo una “violencia secundaria” (Aulagnier, 1975) que limita el desarrollo de una subjetividad autónoma. Sin embargo, el entramado psíquico resultante en el niño y luego en el adolescente es una decantación personal, siempre singular, de sus series complementarias, sus resignificaciones, fantasmas y defensas.
 

Transexualidad femenina

Menos frecuente en la clínica, progresivamente crecen las consultas por casos de niñas que quisieran migrar hacia la adquisición de un cuerpo de niño.

Claudia, apenas nacer, quedó a cargo de su abuela en Montevideo cuando su madre y su padre, muy jóvenes y con una vida desordenada y bohemia, decidieron trasladarse a Buenos Aires para que ella pudiese realizar un postgrado. Padre y madre viajaban con frecuencia a Montevideo para ver a la niña que parecía haber hecho un buen vínculo con su abuela. Cuando Claudia tenía dos años, la madre y el padre decidieron trasladarse a España y se llevaron con ellos a la pequeña. Desde muy pronto notaron que Claudia tenía preferencia por la estética corporal y la ropa masculina; a veces expresaba su deseo de ser niño y pedía que se la llamase como a su primo, Daniel. Su madre no lo veía como algo extraño ya que ella misma había sido estimulada por sus padres a desarrollar ideales y actitudes masculinas y nunca había desconocido las tendencias homosexuales que esporádicamente había dejado entrever su propia madre. En realidad, ella siempre se había sentido sola y poco cuidada por unos padres intelectuales pertenecientes a medios universitarios muy liberales, poco cercanos afectivamente. Claudia tenía cuatro años cuando sus padres consultaron con un servicio público de atención a la salud sexual y reproductiva. Allí, una ginecóloga especializada en la atención a las personas que no se identifican con su género, aconsejó que se respetase el sentir de la niña y que se iniciase inmediatamente el proceso de reasignación sexual, cuanto antes mejor, ya que de esa manera se evitarían grandes sufrimientos. Los padres consideraron que era aún muy pequeña y consultaron a un psicoanalista. Claudia comenzó su análisis y en la actualidad, después de cuatro años de tratamiento, se mantienen su estética y preferencias masculinas pero no se identifica a sí misma como varón ni expresa el deseo de transformarse en varón. Podría pensarse que la progresiva integración de identificaciones estructurantes y el acceso a una identidad más cohesionada han favorecido la asunción de un género diferente al de nacimiento desde un registro más simbólico. Al igual que otros casos que hemos ido estudiando, los primeros tiempos de la vida de Claudia estuvieron signados por el riesgo de quedar desamparada afectivamente y su asunción de una identidad de género masculina resultó ser una vía necesaria para conjurar la angustia ligada al desamparo. Como en todos los casos estudiados, la problemática transgeneracional tuvo una gran incidencia en la construcción de la subjetividad de la niña. Hasta los dos años, Claudia vivió a cargo de la abuela y probablemente, sintió que la única forma de ser querida era transformarse en el varoncito que su abuela siempre había deseado. Claudia, al igual que Marco, vivió una segunda separación temprana ya que a los dos años regresó su madre y se hizo cargo de su cuidado. Poco después Claudia comenzó a expresar su deseo de ser un niño.

Podríamos conjeturar, a esta altura de los desarrollos, que la solución transexual tendría una de sus fuentes prioritarias en los fantasmas y necesidades inconscientes (y preconscientes) de los padres y abuelos, sus deseos y confusiones. El niño asumiría esa posición como método de supervivencia psíquica, como forma de conjurar un estado de desamparo emocional y angustias desorganizadoras muy arcaicas.

Finalmente, comentaré brevemente algunos aspectos de un caso en análisis. Se trata de Berta, una mujer que desea ser varón, pero a diferencia de los transexuales considerados primarios por Stoller, es decir, aquellos que tienen la convicción de pertenecer al sexo opuesto desde pequeños, aquí se trata de una adolescente que no había manifestado en la infancia tendencias homosexuales o deseos de ser varón. El tránsito hacia el otro sexo, como necesidad imperiosa surgida en la adolescencia, es un fenómeno que se observa cada vez con más frecuencia entre los jóvenes que fracasan en el proceso de reordenamiento simbólico que estructura su identidad. El joven inestable y confundido busca en su medio social espejos que le proporcionen una imagen que no llegó a constituirse como matriz sólida del yo en la infancia. Necesita ser mirado para existir y reconocerse. En el caso de algunos adolescentes, hombres o mujeres, su singularidad histórica y transgeneracional es resignificada y organizada en torno a la propuesta identitaria transexual que aporta su entorno social y cultural. Berta fue una de estas jóvenes.

Berta llegó al mundo con una misión: salvar a su madre de la oscuridad y el silencio libidinal que había dejado la muerte del primer hijo, a los dos años. Su padre bebía mucho desde aquel día, lo que desinhibía aún más su estilo grosero y su lenguaje impregnado de referencias sexuales. Pronto Berta descubrió que su padre era bisexual y que tenía una intensa vida amorosa fuera de casa. Fue su madre quien estuvo a su lado, pero Berta nunca pudo entender si su apatía y su falta de vitalidad eran el producto de una infinita tristeza o si era una roca, un ser insensible y hueco, como solía decir con furia en los primeros tiempos de su análisis, a los dieciséis años. Berta pasa noches fuera de su casa, consume drogas y se encierra largas temporadas en su habitación, sin ir al instituto. Es una joven inteligente y sensible, por momentos violenta y sin límites, asustada y perdida, aterrorizada por las voces que algunos días la insultan. ¿Estoy loca? pregunta desesperada. Es bisexual, dice. En verdad no sabe qué es. O quién es. Cómo es. Las turbulentas aguas de su vida encuentran un cauce aquel día en que una profesora del instituto, homosexual, con la que mantiene largas conversaciones desde hace tiempo, le dice que cree que ella es transexual. Berta se identifica rápidamente con la idea de ser transexual e intenta así reorganizar retroactivamente su confusión infantil frente al vacío de propuestas identificatorias maternas y la ambigüedad de las paternas. La consulta médica en un centro especializado da como resultado el inicio de la hormonación y progresivamente la decisión de quitarse los pechos y de cambiar su nombre. Berta exige ser llamada Igor. Una identidad construida imaginariamente en función de un otro que la libidiniza con su mirada y su deseo, consigue coagular las angustias más desorganizadoras a la vez que la temática ser hombre – ser mujer, organiza un núcleo de interés obsesivo que evacúa buena parte de las confusiones y de la desorganización. Un objetivo importante, como en la gran mayoría de personas que deciden hacer el tránsito: ser vista como alguien del otro sexo, parecer hombre, que se la vea como hombre. La dedicación obsesiva al tema, la investidura de lo perceptivo, buscan desmentir las cualidades psíquicas y calmar la hemorragia libidinal. En la mayoría de los casos, la asunción de la transexualidad y la dedicación a la transformación de los cuerpos, consigue conjurar las angustias más destructivas y pacifica los estados emocionales. El cambio de sexo vela y neutraliza las angustias arcaicas, el vacío y el desamparo interior. Probablemente evita, en muchos casos, momentos de desorganización psicótica o el desborde por angustia.
 

El tránsito

Simona, la paciente de Danielle Quinodoz, no quería ser hombre, odiaba su pene, por lo que a los dieciocho años inició el tránsito: adoptó un nombre femenino, comenzó a hormonarse, transformó su pene en una vagina y se sometió a otras intervenciones de reatribución de sexo. Simona fue tallando su cuerpo paso a paso. Nunca se encontraba plenamente satisfecha con su imagen de mujer en el espejo. Un paciente varón de José Luis Brum (2010), de niño sentía horror por los varones. Recordando sus quince años escribe: “no era nada, ni hombre ni mujer ni marica; hombre, por supuesto, no era. Pero tenía una cédula de identidad que figuraba a nombre de Ángel Luis y aparte tenía esa cosa allá abajo. (…) y a los quince años comencé a ver ‘eso’ como algo horrible y ya desde esa época cuando me iba a bañar casi no quería ni mirarme esa zona”. Dirá más adelante que la única meta de su vida era ser intervenido. “Lo menos que puedo esperar en este momento es entrar en la sociedad y ser una señora. Pero me falta el respeto de la sociedad, lo importante en este momento es ser una señora digna, respetable, o sea, más que una salida con una operación ―lo que deseo no es una salida sexual― es una salida social, ya que no hay otra salida. Una persona normal tiene que identificarse, nuclearse en un ambiente equis y pienso que la sociedad, la humanidad, está compuesta en dos partes, hombre y mujer y no hay excepción para eso. Los que no lo son, son marginados”.

Muchos interrogantes se abren a partir de estas angustias que tanto se repiten en los jóvenes transexuales y también sobre este discurso respecto del orden social. No cabe duda de que la sanción social genera un monto muy importante de angustia y puede contribuir a la urgencia de transformación de los cuerpos para adaptarlos al género deseado. Pero es también cierto que la idea de emasculación aparece muy temprano en la vida de muchos sujetos evidenciando la inexistencia de angustia de castración. Para Silvia Bleichmar (2014) el rechazo del genital propio en el varón nace con el descubrimiento de la diferencia sexual anatómica, cuando el género es resignificado por la diferencia de sexo. El niño descubre que aquello que ha considerado propio del varón y de la niña se relaciona con los genitales e intenta dar coherencia a su organización identitaria, es un momento de recomposición psíquica. Así, un niño que cree ser mujer no soporta que se vean sus genitales masculinos «porque la mirada del otro le desmiente su afirmación de que es mujer». Este esclarecimiento permite comprender la ausencia de angustia de castración. Es que la transexualidad, dice Silvia Bleichmar, “no se constituye sobre el reconocimiento de la diferencia anatómica sino sobre los modos ortopédicos con los cuales el yo organiza la representación primaria de la identidad”. El varón transexual construye una membrana envolvente “de carácter femenino” en la superficie de su cuerpo, que es anterior al reconocimiento de toda diferencia de los sexos.

Resulta complejo definir el estatus psicopatológico de la convicción de cambiar de sexo a través de la transformación del cuerpo real y en particular de la emasculación. ¿De qué clase de convicción se trata? Brum y otros estudiosos del tema se inclinan por pensarlo en el territorio del delirio. Se refiere Brum a Freud cuando éste habla de uno de los pacientes de Tausk en el que un órgano corporal, el ojo, se había arrogado a sí mismo la representación de todos los contenidos de pensamiento. La parte por el todo. Simón, él/la paciente de Quinodoz, había tenido la certeza de que la hormonación y la vaginoplastia le permitirían adquirir una identidad femenina, ser Simona. No percibía sus diferencias subjetivas con respeto al sentir y pensar de una mujer. Deseaba aprender a vestirse y maquillarse como una mujer para acceder al modelo ideal. Es innegable que el carácter literal y concreto de la transformación física, como medio para alcanzar una identidad sexual opuesta a la anatómica, habla de un funcionamiento asimbólico en el que el acto ha reemplazado la representación mental del conflicto. ¿Se trata de una psicosis? En Berta/Igor, como en la mayoría de los casos, conviven en los sujetos transexuales corrientes psíquicas escindidas entre áreas discriminadas, con capacidad de reflexión y simbolización, y otras corrientes psíquicas en las que priman las confusiones sujeto-objeto, el vacío, el pensamiento concreto o las vivencias psicóticas. Considero que este funcionamiento es propio de las patologías límite tal como fueron estudiadas por André Green (1972). Como en el caso expuesto por Danielle Quinodoz, los transexuales no psicóticos reconocen la realidad de su sexo anatómico y del carácter aparente de su transformación física. Sin embargo, no cejan en la búsqueda concreta de llegar a parecer totalmente una persona del sexo opuesto labrando palmo a palmo la silueta física, aprendiendo el gesto, el tono, la pose, las envolturas, en la creencia de llegar a ser, por la vía del parecer. Es que la transformación calma la angustia pero con frecuencia no llega a sostener establemente la autoestima y organizar una identidad integrada y cohesiva. A falta del reconocimiento parental, de propuestas identificatorias que permitan organizar las representaciones de sí, se produce la autoconstrucción de un cuerpo al modo en que Winnicott describe el autosostén, como defensa arcaica frente a la pérdida de unidad y continuidad existencial. ¿Falso self? ¿recursos autísticos? Dependerá de la forma singular en que cada sujeto consiga organizar sus defensas para neutralizar y ligar las experiencias traumáticas no representadas. Se trata de soluciones solipsistas, no simbólicas, que intentan proteger del desfallecimiento identitario (Roussillon, 1999).

El tallado del cuerpo real como una escultura, a través de la hormonación y la cirugía, evoca la forma en que el niño autista cree construir un cuerpo fuerte y cohesionado, ya sea a través de la adherencia a ciertos objetos que producen sensaciones a las que el cuerpo se equipara, o a través de la creencia de que su cuerpo se construye a su propio arbitrio, modelado por trozos extraídos de los cuerpos ajenos. Francis Tustin (1987) describió núcleos autistas en pacientes neuróticos y fronterizos. En la historia infantil de muchos transexuales se habla de un funcionamiento autosuficiente precoz, del desarrollo temprano de una gran memoria o la dedicación obsesiva a ciertos intereses. Así lo hemos visto en el diagnóstico de Marco y también en las observaciones de Stoller. Estos niños, además, como los pequeños autistas, se sumergían en un mundo de sensaciones, atrapados por las superficies, las texturas, las formas, ocupados en la tarea de autoengendrar una envoltura protectora y abrigada. Recordemos al pequeño Marco construyendo adhesivamente una piel-madre con sus tacones y sus vestidos de princesa para neutralizar el dolor insoportable de la separación del objeto maternal.

Transformarse a la medida de las necesidades maternas o devenir ellos mismos esa madre inaccesible responde al deseo de autoconstruir una identidad que pueda ser reconocida y amada. Einar Wegener fue la primera persona en someterse a un cambio de sexo en 1930. Su biografía Man into women, escrita por su amigo Niels Hoyer, dio lugar a una novela y luego fue narrada en un film reciente, La chica danesa, donde se describe su transformación en Lili Elbe. “Me gustó el tacto con esas telas suaves ―escribía Einar― desde el primer momento me sentí como en casa dentro de ese atuendo” femenino. Después de cinco cirugías en las que se extirpó los genitales masculinos y le fueron trasplantados los ovarios de una mujer joven, así como el útero, supo que su fin estaba cerca. “Ahora sé que la muerte está cerca ―escribió a su hermana―. Anoche soñé con mamá. Me cogió en sus brazos y me llamó Lili”.
 

Referencias bibliográficas

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Winnicott, D. (1965), El proceso de maduración en el niño, Barcelona, Laia, 1981.
 

Agradecimiento

Agradezco al equipo de psicoanalistas formado por Rosa Arriaga, Susana Peses, Diana Barenblit, Françoise Soetens, Gloria Ferrer y Montserrat Castells el camino que recorrimos juntas estudiando y debatiendo la clínica con pacientes transexuales. Agradezco también a Pere Barbosa sus generosos aportes a la interpretación del HTP del caso Marco.
 

Resumen

Este artículo aporta elementos de reflexión para contribuir al conocimiento de la transexualidad desde la clínica psicoanalítica.

En la historia de transexuales masculinos y femeninos los primeros tiempos de la vida estuvieron signados por la amenaza de desamparo psíquico; la asunción de una identidad de género contraria a la anatómica resultó ser una vía necesaria para conjurar angustias desorganizadoras. En los casos estudiados, la problemática transgeneracional tuvo gran incidencia en la singular subjetividad del niño y en el recurso a la transexualidad como solución frente al desfallecimiento de la identidad.

Palabras clave: transexualidad, bisexualidad, identidad, identidad de género, identidad sexual.
 

María Elena Sammartino
Licenciada en Letras. Psicóloga clínica. Psicoanalista.
Miembro fundador y docente de Gradiva, Associació d’Estudis psicoanalítics.
Docente de Ipsi Formació y de la Escola de Clínica Psicoanalítica amb nens i adolescents.
melenasam@gmail.com