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La insuficiencia de ser del hombre es la insuficiencia
para ser uno y la insuficiencia de ser múltiples.
Edgar Morin, La humanidad de la humanidad

(…) en lo más entrañable de su existencia, y hasta en el
acabado de su física armazón, el hombre está

constituido, de manera esencial, por su prójimo.
José Rof Carballo, Urdimbre afectiva y enfermedad

El hombre quiere ser otro. He aquí lo específicamente humano.
Antonio Machado, Juan de Mairena

Solo al verme en otro me veo en realidad, solo en el espejo de
otra vida semejante a la mía adquiero la certidumbre de mi realidad.
Creer en la realidad de sí mismo no es cosa que se dé sin más, parece
ser que es certidumbre recibida de un modo reflejo, porque creo en mí y
me veo vivir de verdad, si me veo en otro. Mi realidad depende de otro.

Y esta trágica vinculación engendra a la vez amor y envidia. De la
soledad, de la angustia, no se sale a la existencia en un acto solitario,
sino a la inversa, de la comunidad en que estoy sumergido

salgo a mi realidad a través de alguien en quien me veo,
en quien siento mi ser. Toda existencia es recibida.
María Zambrano, El hombre y lo divino

Al cabo, ni nuestro ser ni el de los objetos poseen ninguna existencia constante.
Nosotros, y nuestro juicio, y todas las cosas mortales, fluimos y rodamos
incesantemente. Por lo tanto, nada cierto puede establecerse del uno al otro,
siendo así que tanto el que juzga como lo juzgado están en continua mutación
y movimiento. No tenemos comunicación alguna con el ser…

Michel de Montaigne, Ensayos, II, 12

Utilizado ocasionalmente por Freud, sin que formara parte de su aparato teórico, el término identidad fue introducido en psicoanálisis y en las ciencias sociales por Erik Erikson en la década de 1950. Utilizado sobre todo por el psicoanálisis norteamericano (E.H. Erikson, E. Jacobson, H. Lichtenstein, etc.), el concepto de identidad se solapa con el de representación del self, y a medida que se extendió la influencia de la Psicología del self de Kohut, tendió a ser sustituido por éste (self). El concepto ha sido muy discutido y cuestionado, y sujeto a interpretaciones muy variadas (Adroer, Freixas y Tous, 1985). Este artículo recoge la elaboración personal del autor sobre este tema.

1.- En psicoanálisis hablamos de identidad, en primer lugar, para referirnos a la capacidad del sujeto de experimentarse como una entidad diferenciada, unida y cohesionada a pesar de su diversidad interna, y en continuidad con el propio pasado. Es lo que llamamos sentido (o sentimiento) de la identidad, lo que permite sentir (y decir): Yo soy yo. Como se sabe, no todas las personas son capaces de experimentarse así. No todas pueden sentirse reales, vivas, enteras y verdaderas. Como mostró Ronald Laing (1960), hay quienes se sienten irreales, sin vitalidad, fragmentados, desconectados de su propio pasado o de su cuerpo, inauténticos (“como si”).

Pero también hablamos de identidad para referirnos a un resultado de la función de autorrepresentación del yo: la identidad como representación sintética de lo que uno es. Si el sentido de la identidad alude a cómo nos percibimos ―a la cualidad de la percepción de uno mismo―, ahora nos referimos a cómo nos concebimos. Dicho de otra manera: el sentido de la identidad es la percepción de un sentimiento (de ser alguien); la identidad como autorrepresentación es la manera en que el sujeto concibe quién es, qué es ese alguien.

La identidad como autorrepresentación presupone el sentido de la identidad, pero aquí no solo nos referimos a la cualidad de la vivencia de ser alguien, sino también a sus contenidos: ser francés, católico, médico, madre, etc. Se refiere, pues, no solo a la capacidad de sentirse diferente, también a aquello que hace que el sujeto se sienta diferente; a aquello que da continuidad a su vida; a aquello que “permanece” en él a pesar de los cambios; que le permite ser el mismo, experimentarse y reconocerse como él mismo. Remite a aquello que representa lo que es y que le presenta ante los demás.

No hace falta decir que ambos elementos (la manera en que uno se percibe y se concibe) son indisociables, son dos aspectos de la misma vivencia: las dos caras de lo que llamamos la identidad. Un sentido deficitario de la identidad implica una autorrepresentación parcial o distorsionada.

2.- La identidad (con su dos caras) es una construcción subjetiva que se realiza siempre basándose en realidades objetivas y mediatizada por la “mirada” y la relación de los otros, que confirman o niegan la identidad propuesta. La identidad tiene, pues, un soporte factual y material: hechos y realidades concretas, “objetivables”, que sirven de mediadores muchas veces en la relación con los demás; los demás nos conocen o reconocen, nos identifican y se relacionan con nosotros a través de ellos. Así, el propio cuerpo (el sexo, el aspecto físico), el país de origen, la familia, la lengua familiar, ejercer determinada profesión o tener un hijo, son realidades objetivas que juegan una función fundamental en la construcción de la propia identidad, y en la identidad que los otros nos reconocen.

Muchas de esas realidades son o pueden ser permanentes (el lugar de nacimiento, la lengua familiar, las creencias religiosas) y remiten a un sentimiento de pertenencia, que es uno de los componentes de la identidad como representación de lo que uno es. Otras están sujetas al cambio, al deterioro o a la pérdida por el paso del tiempo: el sujeto se jubila, sus hijos se independizan, los objetivos logrados pierden significado o repercusión (para uno mismo o para los demás). Cuando esas realidades cambian, nos cambian. Y a veces podemos cambiarlas nosotros. Por eso, hasta cierto punto, siempre construimos nuestra identidad: somos en función de lo que hacemos (no solo hacemos en función de lo que “somos”).

Así pues, la vivencia de la identidad es dinámica: fluctúa y cambia en mayor o menor medida. El grado de estabilidad de la identidad dependerá de los cambios ambientales, corporales, relacionales, etc.; pero también de la estabilidad de la organización del mundo interno y de la fuerza del yo para hacer frente a la ansiedad sin escindirse (Bassols, Beà y Coderch, 1985). Solo la integración de la mente permite la vivencia plena de lo que uno es, una identidad integrada en la que las imágenes contradictorias del sí mismo (y de los demás) están integradas en concepciones comprensivas (Kernberg, 1984/1999).

3.- En este sentido podemos decir que la identidad es un complejo o, mejor, un complexus (en su sentido etimológico de lo que está tejido conjuntamente), el resultado de la integración de diferentes elementos heterogéneos: elementos “objetivos” y subjetivos, vivencias pasadas y presentes, las diferentes representaciones y elementos del self, la representación del self con el otro y en el otro, etc. Esta construcción compleja incluye también el compromiso emocional con un conjunto de representaciones autodefinitorias del self, también con valores e ideales y con grupos de pertenencia[1] (profesión, género, nacionalidad, religión), etc.

La elaboración que ello implica incluye atender la dialéctica entre lo que uno es y lo que uno no es, entre lo que uno es y lo que uno no quiere ser, entre lo que uno no es y lo que quiere llegar a ser, entre lo que uno es y lo que ya no es. De alguna manera, somos también lo que no somos; somos también lo que hemos perdido y lo que queremos ser.

Ese complejo o complexus que es la identidad es, pues, más que el conjunto de las identificaciones, incluso más que esa “nueva configuración” que resulta del conjunto de identificaciones seleccionadas y coherentemente asimiladas al final de la adolescencia, de la que habla Erikson[2] (1956).

4.- Siempre que hablamos de la identidad, está involucrado el reconocimiento o la confirmación de los otros y, por tanto, aquellos elementos que median en el reconocimiento de los demás. La “identidad propia” de una persona ―decía Ronald Laing (1961/1998)― no puede ser completamente abstraída de su “identidad para los otros”. Construimos nuestra identidad al mismo tiempo que percibimos nuestra identidad en los otros (Laing, 1961/1998). La discordancia entre la identidad propia y la identidad para los otros dificulta o pude impedir el desarrollo de una identidad integrada.

La identidad necesita verificarse, en la relación con los otros, quienes confirman o invalidan la identidad que se presenta y propone. La identidad fantaseada carece de realidad; es siempre vacía, insatisfactoria (Laing, 1961/1998). Y es difícil establecer una identidad consistente para sí mismo, si las definiciones que hacen de uno mismo otras personas son inconsistentes o mutuamente excluyentes. Los otros ―decía Laing― pueden identificarnos o definir a nuestro self (sí mismo) simultáneamente de maneras que son discordantes e incompatibles, lo que se traducirá en alteraciones de la identidad.

La importancia del reconocimiento del self en el desarrollo de la identidad ha sido bien estudiada por el psicoanálisis en las últimas décadas. La madre ―decía Winnicott (1971/1995)― confirma el sentimiento de existencia del niño reconociendo lo que éste siente. La experiencia que el niño tiene de su realidad interna necesita, para hacerse psicológicamente real, el reconocimiento de los otros significativos. “Cuando miro me ven, de modo que existo” (Winnicott (1971/1995). Winnicott, Lacan y Kohut, cada uno de manera diferente, abundaron en la importancia de esta función de espejamiento de la madre.

El niño ―decía Loewald―, al internalizar aspectos parentales, también internaliza la imagen que los padres tienen de él, una imagen transmitida al niño a partir de las mil maneras diferentes de ser manejado corporal y emocionalmente. La identificación temprana como parte del desarrollo del yo, construida mediante la introyección de aspectos maternales, incluye la introyección de la imagen que la madre tiene del niño. Parte de lo introyectado es la imagen del niño tal como es visto, sentido, olido, escuchado, tocado por la madre (cit. por Stern, 2003).

Tal como dice L. Sander (1977, cit. por Stern, 2003), los seres humanos desarrollan un sentimiento de unidad organizativa o coherencia a partir de experiencias suficientemente repetidas de reconocimiento de sus estados internos y de respuestas empáticas por parte de los otros significativos (Sander; cit. por Stern, 2003).

Nos conocemos a nosotros mismos a través del conocimiento o reconocimiento de los demás, nos experimentamos a través de la experiencia que los demás nos trasmiten de nosotros. La formación de una “identidad suficientemente buena” (Tió y Vázquez, 2014) necesita siempre suficiente reconocimiento, aceptación empática y confirmación por parte de las personas significativas durante el desarrollo[3]. Cuando al niño no se le aporta suficientemente ese reconocimiento y esa confirmación necesarios, o cuando la experiencia del self intersubjetivamente constituida niega o anula la experiencia subjetiva primaria (que correspondería en buena medida al verdadero self de Winnicott), se dan las condiciones para que se presente una patología de la experiencia del sí mismo y de la identidad (Stern, 2003).

La identidad para los otros puede negar o anular la identidad propia, bien porque los otros imponen una identidad a la persona, sin reconocerle su identidad propia, bien porque el sujeto se presenta ante los demás de manera inauténtica, y los otros le confirman el falso self o la pseudoidentidad.

5.- Es tarea principal de la adolescencia “la construcción de un nuevo sentimiento de la identidad, en la transición de la infancia a la adultez” (Tió y Vázquez, 2014). Construcción que supone el abandono de las identificaciones infantiles y la adquisición de nuevas identificaciones; construcción que debe adaptarse e integrar los cambios corporales, cognitivos, relacionales y sociales de la adolescencia.

El logro de la nueva identidad adulta requiere que el adolescente se ponga a prueba (ante el grupo de iguales, en las relaciones sexuales, etc.), se verifique en la acción y con la realidad. Pero requiere también una actitud y una oferta sociales que faciliten la consecución de ese logro. Como decía Erikson, la identidad

depende del proceso por el cual una sociedad (…) identifica al individuo joven, reconociéndolo como alguien que tenía que llegar a ser lo que es, y que siendo lo que es, es aceptado. La comunidad, a menudo con una desconfianza inicial, emite dicho reconocimiento (más o menos instituido) con un despliegue de sorpresa y placer al tomar conocimiento de un individuo recién surgido. Porque la comunidad, a su vez, se siente “reconocida” por el individuo que se preocupa por ser reconocido; puede darse, en el mismo juego, que la comunidad se sienta profunda y vengativamente rechazada por el individuo que parece no interesarse en ella (Erikson, 1956).

Las expectativas y exigencias ―el grado de tolerancia y transigencia (Luis Feduchi[4])― de la sociedad respecto del adolescente, y las posibilidades de elección que ésta le ofrece (de desarrollo personal, valores y creencias compartidos, opciones de vida y de acceso a roles o grupos de pertenencia) juegan siempre un papel importante, facilitador u obstaculizador, en el desarrollo de esa nueva identidad adulta.

6.- La construcción de la propia identidad como proceso electivo es un logro de las sociedades modernas, sociedades que han permitido el desarrollo del individualismo. Es a partir de la Edad Moderna que el hombre tiene la oportunidad de “soñar su vida y vivir sus sueños” (Morin, 2001/2003). Solo a partir de entonces se dan las condiciones ―la oferta social a la que nos referíamos antes― para que el individuo comience a poder elegir los valores, las opciones vitales (profesión, religión, pareja, etc.) y los grupos de pertenencia con los que construirá su vida y su identidad social. Solo entonces el sujeto puede comenzar a elegir lo que en las sociedades premodernas viene dado por la tradición, el lugar geográfico o social de nacimiento, disminuyendo progresivamente el determinismo social.

Al menos para parte de la población de las sociedades desarrolladas, las posibilidades de construirse una identidad han ido creciendo al tiempo que las posibilidades de elección. Que se hable de la elección de género o de la elección de cambios en la “identidad corporal” mediante cirugía plástica, da cuenta de las dimensiones de este proceso social.

7.- Como decía José Rof Carballo (1961), el hecho de que el individuo humano nazca en un estado de enorme inmadurez, el hecho de que su sistema nervioso y su cerebro acaben su maduración fuera del útero, determina que las interacciones con “personas claves” tengan un carácter constitutivo: que se vuelva “sustancia viva organizada lo que fuera del ser vivo era cuidado materno, relación, cultura”. Por eso, “en lo más entrañable de su existencia, y hasta en el acabado de su física armazón, el hombre está constituido, de manera esencial, por su prójimo” (Rof Carballo, 1961).

Como se sabe, a lo largo de su trayectoria, Freud desarrolló una teoría de la mente, según la cual sus estructuras son generadas por la relación con el medio, especialmente por las relaciones con las figuras primigenias, llegando a entender los procesos psíquicos en términos de relaciones intra o interpersonales.

En lo más entrañable de su psíquica armazón, el hombre está constituido por las personas clave en su desarrollo, por los otros. Y este es el supuesto en el que se basará el desarrollo de la teoría de las relaciones de objeto: el desarrollo intrapsíquico depende de la secuencia y la calidad de las experiencias relacionales del niño con las figuras clave de su desarrollo. La estructuración de la mente depende de la internalización de estas relaciones, la calidad de las cuales influye en la organización intrapsíquica del sujeto, al tiempo que es influenciada por ésta.

8.- Así pues, los procesos de internalización[5] son la base de los procesos de estructuración de la mente. Podríamos decir que somos lo que hemos internalizado, en tanto que estructura nuestra mente. Y que la estructura psíquica depende de la calidad y la integración de las internalizaciones que pueden ser, como se sabe, de diferentes tipos: incorporación, introyección, identificación; siendo esta última de importancia fundamental en la formación de la identidad.

Lo que me interesa subrayar es que son las estructuras psíquicas las que “sostienen” la identidad. La identidad remite a la experiencia de ser. Etimológicamente, identidad proviene de ídem ens: mismo ser. Y lo que define la noción de ser es la permanencia, la continuidad, la estabilidad. La identidad es, tal como se suele decir, lo que permanece en el cambio. Y es la estabilidad y permanencia de las estructuras psíquicas (y la organización del mundo interno) la que se refleja en la experiencia de ser ―es decir, en la experiencia de la identidad― y la que hace al individuo resistente a los cambios y a las identificaciones proyectivas de los otros (Caper, 1998), que siempre tienen una cualidad alienante.

9.- El proceso de construcción de la identidad se inicia con la diferenciación de la realidad interna de la realidad externa, con el reconocimiento de la no-identidad. El reconocimiento de lo que somos es indisociable del reconocimiento de lo que no somos, de nuestras carencias y de nuestros límites. Ser algo o alguien implica no ser todo; la diferenciación y la identidad implican la renuncia a la omnipotencia narcisista (Grinberg y Grinberg, 1980).

Se puede entender la identificación como una defensa frente al dolor de diferenciarse. Como dice Robert Caper (1998), la identificación nos defiende del dolor de no ser los otros, de solo ser nosotros mismos[6]. O, si se quiere, la identificación se puede entender como compensación por no ser el otro; o, como propuso Freud, por haber perdido o renunciado al otro.

Freud fue diferenciando entre dos formas de identificación. Inicialmente había descrito una identificación superficial y transitoria, una manera de significar a través del síntoma una similitud o una identidad entre la persona y el otro. Con el paso del tiempo, describió otro tipo de identificación. Ésta no es solo la expresión de una relación entre el yo y otra persona. Ahora el yo puede experimentar una profunda modificación, convirtiéndose en el residuo intrapsíquico de una relación interpersonal (Laplanche y Pontalis, 1967/1979). En la homosexualidad, por ejemplo, el joven se identifica con la madre y “se transforma en ella”.

Lo más singular de esta identificación es su amplitud. El yo queda transformado en un orden importantísimo, en el carácter sexual, conforme al modelo de aquel otro que hasta ahora constituía su objeto… (Freud, 1921).

En palabras de Freud, la identificación es “una asimilación de un yo a un yo ajeno, a consecuencia de lo cual el primer yo se comporta (…) como el otro (…)” (Freud, 1933). El sujeto “asimila un aspecto, una propiedad, un atributo de otro y se transforma, total o parcialmente, sobre el modelo de éste” (Laplanche y Pontalis, 1967/1979).

El carácter defensivo (frente al dolor de no ser) de la identificación se puede observar y entender mejor cuando hay un déficit del sentido de la identidad, como en las personalidades como si o en determinadas personalidades histéricas. Estos pacientes recurren a identificaciones superficiales y transitorias que no tienen un carácter estructurante y que utilizan para construir y presentar pseudoidentidades. Así, por ejemplo, el paciente histérico (con una organización límite de la personalidad) experimenta un vacío que es un déficit de identidad, un sentimiento de no tener lo que hay que tener para ser. A través de un tipo superficial de identificación (con objetos de la fantasía), construye una pseudoidentidad o falso self, que trata de que los demás le confirmen. Utiliza la identificación al servicio de la negación, tratando de ser lo que no es y de no llegar a ser el que es (Echevarría, 2012). Si la identificación es un intento de ser lo que uno no es (Caper, 1998), la identificación histérica es un intento de ser lo que uno no es, para negar lo que se es (Echevarría, 2012).

10.- Nuestra cultura propicia las identificaciones superficiales y transitorias. Vivimos en una cultura basada en la apariencia y en la imagen, que propicia la teatralización e histerificación de la vida (Echevarría, 2016). La sobreabundancia de estímulos y relaciones que ofrece la sociedad actual, satura al individuo de modelos e influencias, facilitando un exceso de identificaciones superficiales y contradicciones entre ellas. Se trataría, según Gergen (1991/1992) de una auténtica “colonización del yo”, que conduce a lo que este autor denomina “multifrenia” y “personalidad pastiche”, es decir, individuos que se comportan con un déficit en la autenticidad y coherencia. Esto es, con un déficit de identidad (Gergen, 1991/1992).

La cultura posmoderna actual diversifica la experiencia relacional, propicia una vida acelerada y discontinua, libera al individuo de toda exigencia de coherencia personal, relativiza la noción de autenticidad, etc. Todas estas características dificultan el desarrollo de una identidad integrada, favoreciendo la formación de pseudoidentidades.

11.- A partir de Duelo y melancolía (1917), Freud concibe el yo como el producto de relaciones con los otros que, al ir introyectándose a través de la historia personal de cada ser humano, van constituyendo la mente (García Badaracco, 1996).

Para Melanie Klein, el yo se constituye como resultado de identificaciones introyectivas; es decir, de la integración, más o menos estable, de objetos introyectados asimilados (que se perciben pertenecientes al yo). Estos “objetos internos que pasan a formar parte del yo, lo refuerzan y proporcionan habilidades, actitudes, cualidades, ingredientes y defensas que el yo tiene en lo sucesivo a su disposición en tanto que se identifique con este objeto interno” (Hinshelwood, 1988/1992). Ello permite desarrollar la vivencia de identidad suficientemente flexible, de ser suficientemente uno y suficientemente múltiples.

Para el psicoanálisis kleiniano, las identificaciones introyectivas “se encuentran en la base de la identidad del individuo”. Como dice León Grinberg:

La experiencia de la identidad se constituye por medio de una secuencia continuada de identificaciones introyectivas asimiladas que llevan a un estado de integración de estados sucesivos de la mente y de relaciones con los objetos (Grinberg, 1976).

12.- La relación entre identidad e identificación es compleja y problemática. Problemática porque, como dice Baranger et al. (1989), la identificación es a la vez estructurante y alienante (en tanto que el sujeto se modifica en función de otros).

La identificación aporta elementos positivos para el desarrollo de la personalidad cuando se hace desde la espontaneidad, es decir, cuando el niño “elige” espontáneamente sus identificaciones con recursos yoicos de sus padres dentro de un vínculo sano.

Pero la identificación puede suponer también internalizaciones negativas que contribuyen a configurar estructuras patológicas. Ello ocurre cuando las identificaciones son impuestas por presiones ambientales, dando lugar a introyectos no asimilados, a identificaciones no estructurantes y alienantes. Los padres pueden ofrecerse como modelos de identificación en forma optativa y sin exigencias de obligatoriedad. O pueden imponer (a veces, dando a condición de recibir) modelos de identificación inapelable, “con la amenaza manifiesta del más grande de los castigos: el abandono y la pérdida de afecto” (García Badaracco, 1996). Una identificación patológica será aquella que incorpora al psiquismo elementos que van a actuar como una presencia invasora y exigente, obligando a una reestructuración y sometimiento de las demás funciones mentales en función de esa “presencia”. Esta identificación es alienante porque el yo ha sido reemplazado por un objeto extraño e invasor que se ha posesionado del mismo, a veces a la manera de una posesión demoníaca (García Badaracco, 1996).

Se constituyen así “núcleos” escindidos, inconscientes, que, estimulados por determinadas condiciones traumáticas y “no encontrando contención en una identidad demasiado endeble”, pueden irrumpir en la vida de la persona en forma de “brotes” psicóticos transitorios, incluso en personas estructuradas en un nivel neurótico. Jorge García Badaracco (1996) ha descrito estos núcleos identificatorios confusionales en pacientes psicóticos y los ha denominado “objetos enloquecedores”, haciendo notar así el aspecto de “posesión demoníaca” que presentan los pacientes dominados por la irrupción de uno de estos núcleos. Podemos hablar de identificación en la medida en que el paciente se transforma por momentos él mismo en objeto enloquecedor (Baranger et al., 1989).

13.- En la formación de la identidad no solo hay procesos de identificación, hay también de desidentificación. Así, ante la decepción de una persona muy admirada, o de un ideal o un grupo de pertenencia, con los que el sujeto se ha identificado o ubicado el ideal del yo, se da un proceso de desidentificación. Proceso que puede llevar, en el peor de los casos, “a una paralización de una parte de la actividad del sujeto, que se encierra en el escepticismo y en la amargura (“nada vale, todo es igual”)” (Baranger et al., 1989). O da lugar, en el mejor de los casos, a nuevas identificaciones que suponen una reelaboración y una posible redefinición de la identidad en función de nuevos valores, referencias o grupos de pertenencia.

El tratamiento analítico, por tanto, incluye también desidentificaciones, y no solo nuevas identificaciones. Entre las funciones necesarias del tratamiento psicoanalítico está “desidentificarse de determinadas identificaciones arcaicas y virtualmente patógenas, sustituyéndolas por otras” (Baranger et al., 1989).

14.- Construimos la identidad al mismo tiempo que construimos la alteridad. El reconocimiento del sí mismo es simultáneo al reconocimiento del otro, como la integración de las representaciones del self es simultánea a la integración de las representaciones del objeto. Una identidad integrada supone siempre la capacidad de reconocer la identidad del otro.

Los pacientes que presentan difusión de la identidad (Kernberg, 1984/1999) manifiestan no solo un concepto pobremente integrado de sí mismos, sino también un concepto pobremente integrado de los otros (Kernberg, 1984/1999).

Estos pacientes, como ha descrito Otto Kernberg (1984/1999), no solo manifiestan una percepción contradictoria del sí mismo y un comportamiento contradictorio, que dificulta que se les pueda ver como un humano total. También describen a las personas significativas de su vida “de manera burdamente contradictoria”, de manera que “más parecen caricaturas que gente real”. Sus percepciones de los otros son “huecas, insípidas y empobrecidas”, como si carecieran de identidad. El entrevistador no puede hacerse una idea clara de cómo son, porque no pueden transmitirle interacciones significativas, de manera que pueda empatizar emocionalmente con la concepción del paciente respecto de sí mismo y de otros en tales interacciones.

Desde hace mucho tiempo el psicoanálisis ha considerado el reconocimiento de la alteridad (de la identidad del otro, si se quiere), como un elemento definitorio de la salud mental (Eagle, 2018). Para Ronald Fairbairn, se debía evolucionar desde la dependencia infantil a la dependencia madura, hasta alcanzar la capacidad de relacionarse con el otro, no como un sustituto de un objeto tempranamente internalizado, sino en términos de quién es realmente el otro. Para Melanie Klein, se trataba de pasar de la relación narcisista, propia de la posición esquizoparanoide, a la posición depresiva, desde una relación de objeto parcial e insuficientemente diferenciada, a una relación de objeto total. Mahler, con su formulación de la simbiosis-separación-individuación y Loewald, con su énfasis en la diferenciación, están en la misma línea. Y así muchos autores más (Eagle, 2018).

Podemos decir que tener la capacidad de reconocer la identidad del otro, la alteridad del otro, junto con la capacidad de mantener relaciones íntimas y auténticas con los otros, puede ser un indicador de que la persona tiene una identidad integrada, expresión también de una personalidad sana.


Referencias bibliográficas

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Resumen

Este artículo diferencia entre dos componentes indisociables de la identidad, el sentido de la identidad y la identidad como función de autorrepresentación del yo. Se entiende la identidad como una construcción subjetiva que se realiza siempre basándose en realidades objetivas y mediatizada por la “mirada” y la relación de los otros, que confirman o niegan la identidad propuesta. Se pone especial atención en el importante papel que juegan los otros y las relaciones con los otros en esa construcción a través de los procesos de internalización e identificación.

Palabras clave:  identidad, alteridad, reconocimiento, confirmación, identificación.


Abstract

This article differentiates between two inseparable components of identity, the sense of identity and identity as a function of self-representation of the ego. Identity is understood as a subjective construction which is always based on objective realities and mediated by the “gaze” and the relationship of others, which confirm or deny the proposed identity. Special attention is paid to the important role played by others and the relationships with others in this construction through the processes of internalization and identification.

Key words: identity, alterity, confirmation, acknowledgement, identification.
 

Ramón Echevarría
Doctor en Medicina. Psiquiatra. Psicoanalista (SEP-IPA).
Profesor de la Facultat de Psicologia, Ciències de l’Educació y de l’Esport de la Universidad Ramon Llull y del Institut Universitari de Salut Mental de la Fundació Vidal i Barraquer (URL)
de Barcelona.
 

[1] Como dicen Wilkinson-Ryan y Westen, abarca “(…) un sentimiento de continuidad a lo largo del tiempo; compromiso emocional con un conjunto de representaciones autodefinitorias del self, relaciones de rol y valores nucleares y estándares de self ideal; el desarrollo o la aceptación de una visión del mundo que da significado a la vida; y cierto reconocimiento del lugar que uno ocupa en el mundo para los otros significativos” (cit. por Kernberg, 2006).

[2] Para Erikson, la identidad surge al final de la adolescencia “del rechazo selectivo y de la mutua asimilación de las identificaciones infantiles y en su absorción por una nueva configuración”; la identidad “incluye todas las identificaciones significativas, pero también las altera para hacer un conjunto único y razonablemente coherente de ellas.” Erikson no reduce la identidad a las identificaciones. “La formación de la identidad ―dice― comienza donde termina la utilidad de la identificación” (Erikson, 1956).

[3] Podríamos añadir que se necesita también estabilidad en las relaciones que ofrecen dicho reconocimiento y confirmación.

[4] El Dr. Luis Feduchi reflexiona en sus seminarios y conferencias sobre las diferencias entre intransigencia e intolerancia, y las implicaciones de estas dos actitudes en el adolescente.

[5] Siguiendo a Roy Schafer (1968), entendemos por internalización “todos aquellos procesos por los cuales el sujeto transforma las interacciones regulatorias reales o imaginarias con su entorno, y las características reales o imaginarias de su entorno, en regulaciones y características internas” (cit. por Meissner, 1979).

[6] La proyección nos defiende de los aspectos indeseables de nosotros mismos. Mediante la proyección tratamos de no ser lo que somos y no aceptamos que somos (Caper, 1998).