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Así como no hay una subjetividad aislada de la vida social y cultural de su tiempo, la dinámica vincular y relacional entre madres e hijas también ha estado sacudida por los avatares de cada época, los mandatos de género según la ideología imperante y los prejuicios religiosos. Los relatos escogidos en la edición de Laura Freixas (1996) están escritos por mujeres nacidas en diversos puntos de la geografía española durante la primera mitad del siglo XX, y en ellos se refleja una época que muchas podemos recordar a través del relato oral de nuestras madres y abuelas, sobre cómo habían de vivir las mujeres cuando fueron hijas y cuando fueron madres. Un ser “madre” totalmente condicionado por tener marido o no tenerlo, por tener vida propia o no disponer de ella, por ser independiente o, por el contrario, depender de la propia madre. Un ser “hija” que, sin llegar a ser todavía consciente de haber sido concebida con o sin deseo, con o sin amor, con o sin padre, o incluso por una madre desdichada, no por eso dejaba de buscar ventanas y salidas al claustro materno y, también, al encierro patriarcal en el que se hallaba su propia madre.
Han pasado casi cincuenta años desde el cambio de un régimen franquista a otro de carácter democrático, y en estas últimas cinco décadas la situación vital y social de madres e hijas ha dado la vuelta como un guante. Las autoras de estos relatos hacen un análisis profundo de una etapa de la vida de nuestro país –con sus formas de vida familiar y privada tan específicas- algunas de las cuales probablemente no podrán reencontrarse ya nunca más. Y, desde luego, también sacan a relucir –como quien le saca brillo a un objeto muy apreciado- aquello tan íntimo y delicado: lo que hace a las expectativas, ilusiones, amores y desamores, sentimientos de fracaso y frustraciones, esas emociones que habitan consustancialmente entre madres e hijas. El gran aporte de estos cuentos, además de su valor literario, se halla en la claridad y la franqueza con que las autoras explican sus vivencias y recuerdos. Escriben con palabras verdaderas, o ¿cómo decirlo?, metáforas universales –“estar en la ventana”, “tener o no tener alas”, “espejismos” (que confunden la realidad), “pasar cuentas”- para contar lo inefable, y muchas otras, tal es la riqueza literaria de sus cuentos.
Como dice Laura Freixas en su Prólogo “en los libros buscamos ver reflejadas nuestras propias vivencias, incluidas las más particulares, porque deseamos ver representadas e interpretadas las circunstancias que compartimos con ellas”. Estos anhelos de las lectoras cuando se disponen a leer un relato sobre madres e hijas son muy parecidos a los de niños y niñas al escuchar cuentos, historias y vidas de otras personas. Son espacios transicionales en donde nos refugiamos, para habitar un mundo imaginario en el que nos identificamos con lo escuchado y nos sentimos estrechamente vinculados con su narrador/a. En ese espacio de relato/juego es donde encontramos mensajes con los que ir integrando aspectos propios y, también, reparando dolores y pérdidas.
Mi deseo es que con el siguiente “relato de relatos”, a través de los catorce cuentos recogidos en esta edición de L. Freixas, podáis, lector@s, intuir la riqueza y la profundidad del encuentro/desencuentro entre madres e hijas, siendo niñas, adolescentes o ya adultas.

Encuentros

Carmen Laforet (1970) en su cuento Al colegio nos acerca a la escena móvil de un presente que la autora describe con un estilo sencillo de uso cotidiano. De esta manera nos hace sentir que también vamos con ellas, madre e hija cogidas de la mano, por la mañana, hacia el colegio por primera vez. Para tan ilusionante acontecimiento, la madre ha preparado a su hijita: “Cuando salgo de casa con la niña tengo la sensación de que emprendo un viaje muy largo”, tan intensas serán las vivencias que van a compartir. La narración discurre como si fuera el retazo de una conversación con una amiga y le explicara la emoción y la alegría de esa experiencia junto a la niña: “me parece divertido ver la chispa alegre que se le enciende a ella en los ojos… me gusta infinitamente salir con mi hijita mayor y oírla charlar”. En apenas tres páginas, Laforet nos hace sentir también con ella un placer muy conocido: el de la conversación libre y juguetona con quien nos acompaña de la mano. Así lo describe: “la llevaré de paseo… Le iré enseñando los nombres de las flores… jugaré con ella, nos reiremos, compraremos barquillos, los comeremos alegremente. (…) Voy andando casi arrastrada por ella, por su increíble energía”.
Hay una espontánea naturalidad en la manera cómo transmite su placer por el contacto físico: “yo me he quitado el guante para sentir la mano de la niña en mi mano… me es infinitamente tierno ese contacto, tan agradable, tan amical, que la estrecho un poco emocionada”. Y también en cómo expresa la entrañable complicidad entre ambas: “con el rabillo del ojo me sonríe, sabe que estoy con ella y que somos más amigas hoy que otro día cualquiera”. Una comunicación que va más allá de la mirada y del apretón de manos: “el colegio que le he buscado le gustará, porque me gusta a mí… que Dios pueda explicar el porqué de esta sensación de orgullo que nos lleva y nos iguala durante todo el camino”.
La lectura de estas páginas es un canto de alegría al crecimiento de su hijita y a la adquisición de nuevos conocimientos: “lo que aprenda, lo que la vaya separando de mí -trabajo, amigos, ilusiones nuevas- la irá acercando de tal modo a mi alma, que al fin no sabré dónde termina mi espíritu ni dónde empieza el suyo”. Y así se siente ese “alter ego” de Carmen Laforet, al saber que su hijita también aprenderá a escribir. Ilusión de recobrar aspectos de la fusionalidad perdida a través, paradójicamente, del proceso de individuación de su amada hija.
En una línea parecida discurre este corto relato de Cristina Peri Rossi (1996) lleno de inteligencia e ironía. La autora narra en primera persona –de manera deliciosa y divertida – cómo surge en una niña el primer y verdadero amor por su madre. Se trata de un amor intenso, directo, tierno, puro, sin ambivalencias. Como dice la pequeña protagonista, “mi madre y yo éramos una pareja perfecta… teníamos los mismos gustos, compartíamos los juegos, las emociones, las alegrías y los temores… siempre que surgía un conflicto sabíamos negociar… siempre me escuchaba muy atentamente, como debe hacerse con los niños”.
A los tres años ya se da cuenta de que su madre es muy desdichada con su marido, y que necesitaba “ser amada tiernamente, respetada, admirada… y comprendí que todos esos sentimientos, más un fuerte deseo de reparación, yo se los ofrecía de manera generosa y desprendida, como una trovadora medieval.” Cuando se le preguntaba sobre qué haría cuando fuera mayor, ella siempre respondía “me casaré con mi madre”; y así fue creciendo, con ese deseo obsesivo que conforma un proyecto vital, el de tener “un amor eterno, delicado, fiel y cortés”. No pudo llevarse a cabo el matrimonio (¡sic!), por lo que la madre, en la última etapa de su vida, le recordaba, e incluso insistía, en el viejo proyecto de vivir juntas, como un claro ejemplo de que en numerosas ocasiones, entre madre e hija, el final de la historia puede volver al principio. Porque si lo infantil perdura más allá de la infancia, quien se ocupó de cuidarla, y de desilusionarla –con delicadeza hacia sus aspiraciones matrimoniales-, en la vejez se convierte ella a su vez en una chiquilla. Un cambio de lugar al que la vida las lleva, mientras ambas se siguen mirando en el mismo espejo, solo que pasado el tiempo, la que fue pequeña ya lo puede hacer de frente, y la que es anciana lo hace en su reverso. ¡Qué manera más traviesa y divertida de transmitir una historia de amor infantil entre madre e hija!

Desencuentros

Bien distinto es el argumento de la narración de Paloma Díaz (1996). La protagonista (una niña con alas, al igual que su madre) recuerda el cuento que le contó ésta cuando era niña: se trataba de una época en que los hombres no tenían alas y no habían adquirido aún la capacidad de volar. A ella le gustaban mucho esas historias y le pedía que se las repitiese una y otra vez, de esa manera tan conocida de los niños por volver a encontrar la emoción –sin encontrar todavía un significado preciso- de aquello que les ilusiona o les asusta. Así era también para la niña, una manera “de sentir como propia la carencia de alas… sin saber que el mito de los hombres mutilados acabaría habitando junto a mí.” Efectivamente, la niña crece, y siendo mujer comprende que ser madre no es ninguna obligación, y renuncia a tener hijos cuando, entonces, ¡vaya!, se queda embarazada.
Así como en los dos cuentos anteriores es evidente el deseo y el placer de compartir juntas experiencias de vida, éste, por el contrario, presenta una relación teñida de cierta amargura, disfrazada de amor sensual y de entrega desinteresada de la protagonista hacia su hija recién llegada. “Amaba a aquella niña desconocida aún a sabiendas de que sería un lastre para toda mi vida: aquella criatura mutilada llegaba llena de ganas de vivir”.
La niña fue el centro de su vida. Y como había nacido sin alas, le echaba los brazos y se sentían cuerpo a cuerpo. “La familia me decía que volase, que hiciera vida normal, que saliese más a la calle, que me estaba enterrando en vida. Pero yo era completamente feliz”. Desde entonces, la madre convirtió a su hijita en el centro de su vida, en una entrega sacrificada de su capacidad para volar. “Y poco a poco me acostumbré a no volar”. Tanto es así que la madre pierde el trabajo, luego el marido, la familia se aleja, los amigos también. Pero la madre –antes niña que se sentía identificada con los hombres sin alas- sigue contenta con lo que hace, porque “la obligación de una madre es sacrificarse por su hija”. Esta actitud sacrificada hacia una hija diferente, por la que se renuncia a una vida propia y con la que se acaba encerrando en un vínculo fusional de carácter mortífero, no es ahora tan frecuente en la actualidad. Alguien la habría alertado de que la renuncia a vivir una vida propia no le daría alegría a su hijita, y que ambas podían aspirar a una vida más saludable, con menos entrega y sacrificio. Esta anulación de una vida propia sabemos que también va a comportar la amputación de la subjetividad de su hija. Pero no todos los cuentos son amables, y en éste, la autora da buena cuenta de que, cuando en una mujer habita el mito de los “hombres mutilados (sin alas)”, y sustituye su propia capacidad de volar por entregarse a una hija, lo único que obtiene en ese intercambio es el empobrecimiento psíquico de ambas.
Rosa Chacel (1951) también aborda esta cuestión, desde otra perspectiva. Su cuento de poco más de ocho páginas, de lectura densa y algo críptica, nos deja una sensación de inquietud y enigma que, al dejarla reposar unos días, renueva el deseo de otra lectura, e incluso de una tercera. Tiene la cadencia como de un poema escrito en prosa, y aunque sitúa la trama y los personajes desde el principio, el enredo entre ellos se nos hace cada vez más misterioso. Es una narración en primera persona, de un hombre que habla de su amor por Chinina, y que al oírla cantar piensa: “¿quién como yo por aquel aria llegó a sentir tan violentas contracciones barométricas? ¡Ser hilo, algo leve que ella arrastrase y envolviese! ¡Ser lámina, donde su suave onda rebotase!”. Todo en él se ubica en su amada, una pasión que le hace confundirse en tiempo y espacio. Dice: “Lo que más de ella quería escapar, era lo que yo sujetaba. Mi mirada se enlazaba a la suya aprisionándola, arrancando de todo lo circundante las mínimas divergencias que me mermasen su posesión”.
Como tantas veces en la vida de las mujeres, el espacio que su esposo le da es una imposición que la anula, “quería asomarme a ella, absorto en absorberla… Me decían, la tienes ahogada, la estás matando… yo la sacaba de sus límites para darla mi espacio”. Y la consecuencia fue que Chinina dejó de cantar: “mi voz como una mano dura había cerrado su boca…”. Aquí no se pierden las alas, sino su voz y la palabra.
Al nacer la hija de ambos, algo –o mucho- de esa pasión absorbente y mortífera se pone en evidencia de forma dramática. Porque, aunque la hija de ambos “fue el apacible punto de excursión donde escapábamos de nosotros mismos… su “grave silencio” era “la más directa herencia de nuestra hija, lo único que nos abrumaba”. Efectivamente, la hija, como frecuentemente podemos observar en nuestra clínica con niños, expresaba a través de su silencio sintomático el dolor de la madre por renunciar a cantar: “Chinina, que era toda notas, se contenía en su silencio. Los dos temblábamos por nuestra hija, viéndola prescindir de su palabra. Temíamos que se anulase algo en ella, como un miembro que no se usa”. Esta situación desencadena un final trágico, porque el alma de Chinina “se disipaba… huía de sí misma por todas sus raíces”.
La originalidad de este retrato intimista radica en que quien nos habla es un hombre enamorado que, través de su mirada, de su intensa pasión por una mujer a la que acaba por arrebatarle la voz, su canto, su expresión de vida, nos incluye también en el triángulo con la hija silente. Ésta expresa, a su vez, de manera simbólica todo lo que la madre ha tenido que mutilarse, de manera tal que el sufrimiento materno ha quedado reflejado a través del silencio de su hija. Ella no habla, pero, aun así, devela el amor y el resentimiento que la alberga, en una identificación masiva con su madre. Una mujer-madre que se dejó arrebatar –o no pudo proteger ni defender suficientemente- su caudal de voz y vida propia.

Encuentros tardíos

Cuán distinta y llena de vida es Celestina, la niña protagonista del cuento de Ana M.ª Matute (1963), que va escribiendo en un cuaderno de rayas su experiencia de vida cuando, al fin, años más tarde, conoce a su madre. No era infrecuente que algunos hij@s fueran separad@s de sus familias en la España rural de la postguerra, tras ser arrebatados de sus madres porque éstas habían perdido su virtud femenina, a causa de un inesperado y violento arrebato sexual del amo de la finca.
No debe ser ingenuo llamar “Celestina” a la menuda y vivaz protagonista del relato, en el cual ella es la heroína de las aventuras y desventuras domésticas que escribe en su cuaderno. Con un lenguaje entre ingenuo y cínico, entre infantil y maduro, lleno de expresiones espontáneas propias de la jerga con la que se hablaba entre sartenes y limpiezas, Matute hace un despiadado retrato de cómo se las gastaban los caciques con las mujeres que habían tenido una criatura muy a su pesar. Y de cómo el patriarca utilizaba a sabiendas su impunidad: “Como a las moscas, dice Celestina, a ésta quiero, a ésta la espachurro”.
Y ¿qué pasa cuando madre e hija no se conocen? A Celestina la crió su tía materna, pero al fallecer ésta se queda literalmente al raso, huérfana y sin techo. La envían de vuelta con su madre, que ha pasado a ser para el resto de su vida la sirvienta estigmatizada del amo violador. Por eso quizá lo más entrañable del relato sea el reencuentro de estas dos mujercitas, cada una con su cruz de ilegítima. Y aunque han de compartir un cuarto “sin luz, sucio y con escobas” -toda una alegoría de su situación vital- cada una cuida de la otra. “Si no te portas bien, te van a llevar al hospicio”, le advierte su madre. “¿Por qué no nos vamos de aquí si nadie nos quiere?”, le replica Celestina. Sin familia, sin protección alguna, rodeadas de enemigas (la esposa y las hijas legítimas del amo), son objeto de desprecios y envidias, que se alternan sin piedad.
Que Ana M.ª Matute nos hable de la crueldad de su época a través de las experiencias vitales de una niña sin madre –y de una madre que no ha podido disfrutar de su hijita- convierte este relato casi como en una reliquia, por recordarnos de dónde venimos y de lo que hemos conseguido como derecho consustancial con el de estar vivas: que madres e hijas puedan sobrevivir juntas, sin haber de “pasar cuentas” ante una sociedad machista y patriarcal… Aunque Matute sí pasa cuentas, ¡Gracias Ana Mª!

Encuentros creativos

En “De su ventana a la mía” Carmen Martín Gaite (1987) nos abre sus ventanales llenos de metáforas y recuerdos sobre su infancia. Narrado en primera persona, se refiere a un período de su vida en el que sí ha podido disfrutar de una convivencia creativa junto a su madre. Mientras ésta cosía, Carmen se sentaba con sus cuadernos llenos de deberes. Y la miraba a ella fugarse a través de los cristales: “…adonde ponen proa los ojos de todas las mujeres del mundo cuando miran por una ventana y la convierten en punto de embarque, en andén, en alfombra mágica desde donde se hacen invisibles para fugarse”.
Pero, aunque pudiera parecer que esta vocación materna la habría alejado de ella, la autora nos transmite que, bien al contrario, siempre hubo una íntima y secreta comunicación entre las dos. El sueño con el que abre el relato se refiere precisamente a un juego de escritura en espejo que le enseñó su madre, a través de luces y reflejos. Este código “era un juego secretamente enseñado por ella y que nadie más que nosotras dos podía compartir”.
La magia de este cuento se halla precisamente en esa capacidad creativa –como auténtico espacio transicional- entre madre e hija, “Y en aquel silencio que caía con la tarde sobre su labor y mis cuadernos, de tanto envidiarla aprendí, no sé cómo, a fugarme yo también”. De esta manera surgió la capacidad de narrar y de soñar de Carmen Martín Gaite, así, al menos, lo fantaseamos las lectoras. Esa capacidad imaginativa inspirada por las ventanas, surgió, se desarrolló y fructificó: “En todos los claustros, cocinas, estrados y gabinetes de la literatura universal donde viven mujeres existe una ventana fundamental para la narración”.
El juego de espejos y de códigos secretos, de luces y sombras a través de las ventanas, nos acerca a un mundo íntimo y femenino de complicidad, ensoñación, metáfora. Casi todos son recuerdos encubridores del nacimiento del amor por la escritura. Son anhelos de libertad por la ventana, como única salida del claustro patriarcal. “Nadie puede enjaular los ojos de una mujer que se acerca a una ventana”.

Desencuentros liberadores

En el relato de Luisa Castro (1996) la ventana tiene otro significado. Los recuerdos de infancia transportan a la autora a una escena de su madre en la ventana, que solo años más tarde podría entender. Quizá fuera ese el motivo de su dedicatoria: “a mi madre, por todos los malentendidos”.
El recuerdo tiene que ver con la imagen de su madre en la ventana de su casa, mirando cómo su marido está construyendo un garaje en el jardín. Mientras tanto, la hija, la protagonista de la historia, no hace más que alborotar y meterse en líos con los demás niños del vecindario, de manera tal que en alguno de ellos hubiera podido incluso ocasionar algún percance grave. Y su madre, mientras observaba las escenas desde la ventana, parece decirle a su hija revoltosa: “apáñatelas”. A ese primer abandono, pues así lo siente la niña, siguieron otros. Cada vez que siendo ya adolescente también se complicaba la vida y acudía a su madre esperando encontrar justificación o consuelo, “hallaba una mujer extraña que se lavaba las manos y que me dejaba perpleja con su imparcialidad”.
La ventana de este cuento, a diferencia del anterior en que es un espacio abierto para evadirse y soñar, aquí es un lugar desde donde mirar las cosas que pasan, poner distancia, reflexionar y no sucumbir a los ingenuos chantajes emocionales con los que a veces las niñas ponen a prueba la fidelidad de su madre.
Como dice la autora: “No era indiferencia lo que me demostraba mi madre… era como si aquellos abandonos fueran nuestra verdadera complicidad y, a la vez, la condición de mi heroicidad y de su grandeza”. Pero a esta conclusión se llega, la mayoría de las veces, cuando han transcurrido varios decenios de vida, cuando la lista de reproches y de agravios puede ser resignificada desde una posición interna de mujer adulta. Entonces es cuando sucede algo tan insospechado como llegar a la conclusión de que “nunca le agradecí tanto su abandono”.

Encuentros asfixiantes

Clara Sánchez (1996) narra una historia totalmente opuesta entre madre e hija. Se trata de una relación de amor y amistad entre dos adolescentes que se conocen desde niños. Ella tiene catorce años, es hija única, se llama Cari, y acaba de fallecer su padre. Su joven amigo es quien explica los recuerdos de aquellos años juntos. Resulta muy interesante la mirada retrospectiva que hace sobre la pasada adolescencia de los dos, en especial cómo evoluciona la relación entre Cari y su madre al quedar viuda esta. “Cari siempre miraba más que hablaba… no podía razonar con ellos (sus ojos), pero sí comunicar la verdad. Su madre ocupaba sus pupilas por completo, y por tanto ocupaba su preocupación y por tanto ocupaba su amor”.
Su amigo siente miedo por Cari: “A veces miraba a su madre con pena. Me aterró aquella pena porque nada podía competir con ella, ni el odio, ni la envidia, ni siquiera el amor.” El joven amigo le insistía en que no se preocupara tanto porque su madre tenía una vida y ella otra, aunque vivieran en la misma casa, pero era inútil, porque “una cosa es lo que piensas, otra lo que sientes y otra lo que haces.” En definitiva, Cari estaba sumida “en un infierno sutil que le había sido dado como a otros les es dada una enfermedad o una gracia”.
A pesar de los esfuerzos del amigo por librar a Cari del peso que le causaba la tristeza y el desvalimiento de su madre, se da cuenta de que está pretendiendo algo imposible. Aunque ella tenga una bicicleta roja, siempre pensará que “es una parte de la madre, no es un ser independiente, siempre será una parte de lo que opine su madre”. Una posición bien diferente de la de aquella otra madre que promueve el desprendimiento de su hija. El muchacho pierde toda esperanza de recuperar a Cari: “Tenía la certeza de que la madre no podría sobrevivir sin la hija, y que ésta nunca podría escapar de la madre”. Porque a Cari le había cambiado el mundo al perder a su padre y quedar sola con su madre deprimida. Una madre que pone el peso y la responsabilidad de su existencia en su propia hija: “Mi hija es una persona fuerte, como me hubiera gustado ser a mí. Sin ella no podría vivir”. Con estas palabras, está todo dicho… y sentenciado.

Encuentros resignificados

Mercedes Soriano (1996) se ocupa de otra de las experiencias vitales más importantes para una madre, el denominado “nido vacío”, cuando la hija se emancipa definitivamente, transformando la vida de ambas. “Ella se fue, y se quedaron los pájaros cantando y encogido mi corazón, por el repentino hueco de su ausencia”. De esta forma tan poética la autora reflexiona acerca de lo que ha compartido con su hija hasta ese momento, haciéndose inevitables las preguntas sobre lo dado y lo recibido, más allá de los encuentros y desencuentros propios de la convivencia. Y se plantea: “¿Tal vez es que ella es un espejo que nos devuelve la imagen más relevante de cada yo? Ella ve tonos que nosotros no vemos, ella saca a relucir estridencias que nuestra falsa seguridad ha convertido en imperceptibles”.
A diferencia de Chichina, que renuncia a ella misma y a su voz para entregarse a su hijita; al contrario de la madre de Cari, que tras quedarse viuda siente que sin su hija no podría vivir, Mercedes Soriano nos presenta otra mujer madre que puede desprenderse de su hija y recoger mucho de todo lo que ésta le ha ofrecido con su existencia. “Sosegarse en el privilegio de sentir el crecimiento de una criatura nueva, dejarse sorprender por sus explicaciones y preguntas y ocurrencias, invadirse de otredad… el juego de acercarse y distanciarse, el juego de agobiarse y distenderse…”
Como decía, a diferencia de la madre de Cari, que no puede vivir sin su hija, aquí la protagonista se prepara internamente y evita las recriminaciones para no transmitir culpabilidad. “Ella se fue y quise yo prepararme desde el principio para que se fuera, para que no creyera nunca que su madre fuera a retenerla, qué estupidez, cuando lo que yo más quería era tenerla entre mis brazos esa noche”. Se trata de una situación paradojal en la que ella misma, la madre, sí siente remordimientos por no haberse entregado más: “Y llega ese arrepentimiento que llega tan tarde que no sirve para nada, porque no fui capaz de dominarme, porque le negué a ella la risa y la sonrisa y la paciencia y la alegría…”. ¿Será ese pasar cuentas con una misma algo inevitable cuando se acabó la infancia de los hijos? Lo justifica diciendo: “Tanto miedo a la ternura le tenemos, cuánto cuidado en mantener nuestro lado de piedra, como si al sentirnos o tocarnos nos deshiciéramos…”.
Este es un relato que va más allá de la relación madre-hija porque se adentra en las esencias de la relación amorosa. Mercedes Soriano hace una revisión a fondo de lo que ha dado y de lo que ha recibido. “¿Acaso no es lo que se llama amor también un asedio? Cuando su interés pasa por ti, cuando quiere estar contigo, cuando exige con premura tu participación, ¿por qué negársela?” “¿Por qué inventar discursos sobre autonomía, independencia y todo eso?”. No queda duda de que hay mucho bueno entre lo que ha recibido. No ha sido cómodo ni siempre agradable, desde luego. Lo expresa claramente: “Lo más duro de vivir con ella es que continuamente me muestra quién soy, parecen más densas las horas sin su presencia…. qué ganas ya de ir a su encuentro, espíritu zumbador, algarabía, incordio, pequeña fiera”.

Encuentros desencontrados

Precisamente de un encuentro muy especial y revelador entre madre e hija trata el relato de Josefina R. Aldecoa (1996). Situada la narración en el contexto de unos días de vacaciones en la casa de la playa, el argumento se desarrolla a través de pensamientos y diálogos entre ellas dos: la primera está ya jubilada, y la segunda es madre de tres hijos, dedicada a la vida familiar.
En un viaje inesperado, Blanca y su marido van a visitar a los padres de ella, en lo que pareciera son unos días de descanso. A medida que pasan las horas, la autora nos va acercando al verdadero motivo de la visita. Mientras tanto, una y otra toman el sol y comparten tareas domésticas como si nada especial les fuera a suceder. “Habían hablado poco, embargadas por el placer de estar juntas”. Esta agradable convivencia se nutría de pocas palabras, pero muchos pensamientos. Sobre todo, de la madre: “Siempre será mi niña, todavía es mi niña”.
El título del relato, Espejismos, hace alusión a esas expectativas que, una vez pasados los años, se miran y se entienden retrospectivamente, de una manera bien diferente a la inicial. Blanca, la madre, se da cuenta de que la ilusión de su vida con su marido no fue más que un espejismo, y que las cosas ya no pueden cambiar a estas alturas de la vida. Su hija, en cambio, puede ver a tiempo la posibilidad de separarse, reconducir su camino, volver a trabajar y no dejarse atrapar por un tipo de vida sin perspectivas de crecimiento personal. En este entretejido de ilusiones perdidas y otras por recuperar, cada una tiene la sensación que la vida de la otra es mejor y ha logrado tener lo que quería. Tal vez sea ese también un frecuente malentendido de base entre madres e hijas aunque haya mucha complicidad entre ellas, y de ahí el acertado título de este cuento.

Desencuentros recalcitrantes

Pero hay relaciones que no permiten ni siquiera el acercamiento y la comunicación que Blanca y su madre procuran restaurar en ese encuentro vacacional. Y puede que sea únicamente a través de una larga carta que la hija se decida a decirle todo lo que piensa a su madre, sin tapujos ni eufemismos. En el relato de Esther Tusquets (1996) la protagonista se emplea a fondo, dando cuenta de lo que ha sido su infancia con una madre inaccesible, que no ha sido capaz “de establecer ningún vínculo de afecto importante con ninguna otra mujer, ni con tu madre, ni con tu nieta”. Una madre que siempre ha ejercido el papel de mujer perfecta: “tu convicción de que eras la mejor, lo hacías todo mejor, eras superior a todos los mortales”, exhibiendo un narcisismo recalcitrante, “tu indeclinable vocación de divinidad”, apoyado y alimentado por un marido que “había abdicado de cualquier presunción de poder y hasta de opinión, en el ámbito de la vida doméstica”.
Al tiempo que alaba sus cualidades “eras la más lista, la más divertida e ingeniosa”, no olvida las maldades encubiertas, como cuando “tu mirada centelleante y terrible nos podía dejar petrificados, y tú lo sabías y te gustaba”. Esta “gran señora”, una gran seductora por su esbelta figura, ropa impecable y elegantes modales, era también sin embargo admirada por sus malas artes, siempre cortejada por su marido, “papá siempre dispuesto a convertirte en un mito”. Una mujer mito que aun disponiendo de tantas cualidades la convertían en una mujer que no era “ni medianamente feliz”.
Algo similar explica Almudena Grandes (1996) en su largo relato titulado La buena hija. No tiene el estilo epistolar de Ester Tusquets en el que se enumeran los múltiples reproches y decepciones causados por una madre distante y despectiva; en este caso la autora retrata una madre quejosa, doliente, siempre reclamando atención –“ruido histérico” −, sin dar casi nada a cambio.
La protagonista es una hija que le gustaría cambiar de madre, sobre todo desde que Piedad –la sirvienta de la casa− fue su mamá, o sea, quien la cuidó, se ocupó de ella con afecto y siempre la tuvo en cuenta. “Ella sí me pellizcaba, jugando, para hacerme rabiar, pero luego me besaba, me daba cientos, miles de besos… besos sonoros… besos breves y ligeros…nadie nunca me ha besado tanto como Piedad”. Le gustaría cambiar de madre porque la sentía “tan estrechamente ajena a la esencia de mi vida, le daba exactamente igual lo que tenía que ver conmigo”. El desinterés materno explicado por Almudena Grandes y por Esther Tusquets es muy explícito en sus relatos. Ambas autoras desactivan el arquetipo de la maternidad como una relación que conlleva –de manera espontánea y natural− un caudal de afecto indiscutible por su criatura, y que toda mujer concibe y profesa incluso antes de quedarse embarazada.

Encuentros angustiantes – desencuentros tenebrosos

El siniestro encuentro entre madre e hija, de madrugada, bajo la luz lechosa de las farolas, en una esquina cualquiera, esperando un taxi al salir de la sala de juego que acaba de cerrar, sitúa el escenario de desolación e incomunicación entre ambas. La hija no se atreve a decirle a la madre que no va a estar cada noche pendiente de recogerla en un taxi para llevarla a casa, y en esa indecisión surgen los hirientes recuerdos del abismo emocional que ha marcado sus vidas. La lectura del relato nos hace pensar en los cuentos góticos de terror, en la “madre muerta” de A. Green, en las angustias primitivas de D.W. Winnicott, en la función de la mirada como sostén del vínculo materno primario.
Efectivamente, todas las descripciones que su hija hace sobre el impacto emocional que le causa la mirada de su madre, provocan como un estremecimiento moribundo de frío y soledad. “La mirada airada” … “una mirada que desearía evitar” … “que la siente de repente clavada en mitad del estómago, momentáneamente convertido en órgano de la memoria indeseada” … “ese desafío destellante de ojos, esa descarga de chispas electrizantes que paralizan a quien las recibe”. Las reflexiones suceden sin cesar en un instante que se hace casi eterno mientras la hija, “la observadora nocturna” se hace preguntas mudas sobre la “desolada absurdidad” y “la mirada angustiada” de su madre, como si fuera una desconocida demasiado familiar. Ana M.ª Moix nos confronta en este cuento magnético, con el desencuentro más radical entre dos mujeres que solo se encuentran unidas por las vivencias del desasosiego, el desagrado y la insatisfacción. Así: “la sonrisa es como una herida en el rostro transparente, como un cosido de hilo rosa a punto de romperse”. Todo un poema melancólico ese rostro materno, del cual la hija quiere huir “segura de no poder soportar la terrible imagen del dolor de la incomprensión.”

El último encuentro

El largo viaje en tren para ir a despedirse de su madre en el lecho de muerte, le sirve a Soledad Puértolas (1996) introducirse en los pensamientos de la protagonista, de La hija predilecta. “He sido su hija predilecta, la que vino cuando nadie me esperaba… y todos supieron que sería la hija más querida por mi madre… fui el último milagro de su vida”. Esta circunstancia promueve entre ambas una complicidad especial: “Nos mirábamos, cada una desde nuestro lado, solas, pensativas… sin que nadie se diera cuenta, sin que mis hermanas supieran que mi madre y yo nos habíamos ido a otra parte”.
Es precisamente ese estatuto de lugar especial en el corazón de su madre lo que intensifica sus remordimientos. Sentimientos de culpa que la invaden al rememorar que ninguna de las hijas, incluida ella misma, quiso hacerse cargo cuando, ya desvalida, se puso enferma. “Hui de todas las sombras, los silencios… me asustó quedarme y borré las horas tristes y monótonas de esa infancia que habían querido robarme…”.
Culpa y remordimiento por no haber unido su vida a la de su madre, por la precipitada huida que revive como un abandono imperdonable, por no haber estado donde su madre esperaba que estuviera, a su lado. Y durante el viaje en tren que la vuelve a llevar junto a ella, en su recorrido también reaparecen los autorreproches, a través de las palabras dichas y no dichas, por las expectativas no satisfechas, por la sensación de haberla decepcionado. “¿Cómo no pensar que tal vez estoy jugando a ser la madre que tú no fuiste conmigo, refugiada en tu mundo de sombras y silencio?”. Se da cuenta de que ella está atrapada en lo que más ha temido y evitado, en una relación especular negativa, llena de decepciones, a pesar de haberse sentido ambas tan especiales la una para la otra.
Porque el encuentro inicial −que colmó de alegría a la madre por recibir aquella criatura inesperada− y devino en una intensa relación de complicidad entre ambas a través de miradas y silencios, sería, sin embargo, también, la encerrona de la que la protagonista necesita fugarse, aunque sea para caer en brazos de amores prohibidos. “porque no quiero recluirme en las sombras que acosaron a mi madre”. Soledad Puértolas alude a ese ímpetu por la vida –narcisismo de vida− de la generación siguiente a la de la que sufrió la guerra. Un impulso vital por no enredarse en las tristezas y melancolías de los años de la posguerra, de las mujeres que habían perdido marido, hijos, hermanos, y muchas esperanzas de un futuro más justo y más libre. Su madre, como tantas otras mujeres, y sobre todo si eran madres, tuvo que dar por finalizada su vida como sujeto social.
Este relato de relatos me lleva a la primera página del libro que descansa en mi biblioteca desde el 7 de marzo de 1996, en donde leo la dedicatoria de Laura Freixas: “En recuerdo de las muchas horas empleadas en hablar del tema…”. Veinticinco años después, la relectura de estos cuentos, gracias a las magníficas escritoras que seleccionó Laura Freixas, me han ayudado a entender algo más sobre lo que entonces tuve el placer de leer.

 

Referencias bibliográficas

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Palabras clave: Vínculo madre-hija, ambiente facilitador, holding, relación especular, proceso de individuación/separación.

 

Regina Bayo-Borrás Falcón
Psicóloga Clínica – Psicoterapeuta psicoanalítica
Miembro y Docente de Gradiva, Associació d’Estudis psicoanalitics
Presidenta Comissió de Psicoanàlisi – Col·legi Oficial de Psicologia de Catalunya
reginabayo@gmail.com