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Habitar un mundo que no hemos imaginado es el título de la nota de Siri Hustvedt en El País del 13 de marzo de 2021. Me ha parecido una descripción tan evocativa de lo que nos toca vivir en estos tiempos —ya más largos también de los que creímos poder imaginar— que lo hago propio, parafraseándolo en plural. Un mundo que se ha vuelto aparentemente inmundo, que nos exige alcohol en gel, manos limpias a cada rato, barbijos, distancia social, amenazas virales y de todo tipo. Vivimos un mundo social sin contacto físico, despojado de corporalidades tocables. Hay que moverse con tacto sin contacto. Paradoja si la hay.

También habitar el mundo de nuestra práctica psicoanalítica se ha vuelto algo in-imaginado. Y sin embargo, aquí estamos habitando también éste, nuestro pequeño mundo de psicoanalistas, obreros del inconsciente, rastreadores de pequeños indicios aun cuando los grandes datos y las olas y las curvas de los números y los decretos y las disposiciones se imponen, queriendo arrasar la gran pequeñez de los rastros del inconsciente y sus realizaciones, en el aquí y ahora de lo que se da a ver hablando, pantalla mediante.

El jueves 11 de marzo de 2021 se ha cumplido un año del anuncio de la Organización Mundial de la Salud de que la propagación del coronavirus constituía una pandemia. Pandemia. ¿Quién tenía en su diccionario personal dicha palabra? Incluso la fiebre española no parece haber constituido una fuerte memoria histórica, al menos fuera de las fronteras ibéricas. Sin embargo, Sophie, la hija de Freud, murió en 1920 a sus tan sólo veintisiete años; gripe española.  Lo habíamos leído sí, pero, aun así, no lo sabíamos.

Recuerdo todavía como si hubiera sido ayer, mi incomodidad por aquellos días al regreso de las vacaciones de verano cuando decidí no saludar a mis pacientes, ni estrechando manos ni con el habitual beso en la puerta. Parecía una precaución anticipatoria desmedida, comentó alguno. Una falta de educación que tan sólo insinuaba que deberíamos re-educarnos. Indicios incipientes que anunciarían que nuestros encuadres habituales sufrirían algunos cambios, aunque continuaban recolectando las transferencias. Sin embargo, los amigos europeos ya no creían en medidas desmedidas, cuando comenzaban a personificar las estadísticas: un amigo de un amigo, el padre de un paciente, una colega de la asociación, la nieta de un pariente… Los números comenzaban a tener rostros.

Hilflosigkeit. El alemán, lengua de mis ancestros, suele conservarse entre nosotros para algunos términos, quizás por aquello de que traducir es siempre traicionar, traicionar una dimensión significante que pareciera banalizarse ante aquello que se aspira a nombrar.  Hilflosigkeit. Desamparo. Así nacemos, desnudos, dependientes absolutos, necesitados, desvalidos, llamando con un grito al asistente ajeno. ¿Será que conjugarlo en español nos hace perder alguna dimensión trágica del término? Sin duda, el COVID-19 nos lo hizo comprender desfachatadamente. Ese desamparo originario del humano, del que Freud nos habló en alemán, adoptó todas las lenguas.

Las marcas que deja el desamparo originario serán imperecederas y como toda marca, serán sensibles ante la llamada de cualquier experiencia traumática. Indefensos, vulnerables, a merced de angustias automáticas, carentes de representación, como el sin-sentido.

Pero aun con su microscópica invisibilidad, Corona viene mostrando su gigantesco poder. Nos ha confinado, ha dislocado la dimensión del tiempo, que por momentos sólo parece, circular; un día tras otro y todos parecen iguales, cuando nos deja circunscriptos a rutinas laborales y quehaceres domésticos, pero sin ese tiempo diferente, el del ocio; cuando se han cerrado bares o cines o teatros; el virus ha puesto aún más al descubierto las desigualdades de todo tipo, ha denunciado nuestro desdén por la naturaleza que se reitera en nuestra ignorancia y desprecio por los efectos del cambio climático; si el rey estaba desnudo, Corona nos lo hace ver entre gobernantes impotentes, improvisados o mezquinos. Asistimos a fenómenos socio-políticos de diversa naturaleza; observamos desde depositaciones mesiánicas en el líder tan intensas e irracionales como contundente es también la pérdida de fe en los gobernantes, en las organizaciones de salud, en los intelectuales. Cuando el miedo nubla el juicio, la masa deja espacio para que los fanatismos se hagan oír: terraplanistas, anti-vacunas, discursos totalitarios, reivindicaciones anarquistas se infiltran ruidosamente enmascarando el terror sin nombre.

Corona rediseña la medida del tiempo y el espacio. Si la distancia entre Barcelona y Buenos Aires sólo se medía en unidades de horas de vuelo o del costo del billete, hoy, eso se ha visto alterado. Fronteras limitadas, cielos cerrados, han dejado separados indefinidamente a padres de hijos, amigos y amores. Incluso en un mismo país, dividido en zonas de colores, o en barrios bajo reglas diferentes, o en toques de queda a ciertas horas, tiempo y espacio se van reinventando, o dislocando o mostrando cuán inconsistentes son. El tiempo adoptó medidas sorprendentes: días de contagio, horas de espera para hisoparse, cuántos días pasaron desde que se estuvo con aquel que se contagió, un mes en terapia intensiva, semanas para volver a casa, fase uno, dos tres, cuatro…mayores de sesenta que son población de riesgo, vacunas para menores de sesenta y cinco y recientemente comenzamos a tener noticia de los efectos y secuelas post Covid de larga duración. ¿Cuánto falta para que termine esto? La impaciencia tiñe estas nuevas marcas temporales. Porque tarde o temprano –otros hitos temporales– esto pasará, aunque cueste imaginar en qué mundos habitaremos.

Difuminados los indicadores temporales que diagramaban nuestro modo de habitar el mundo, los días y las noches se cubren con velos que los desdibujan, muchas veces también por efecto de los insomnios y trastornos del sueño del que tantos sufren. Pesadillas interrumpen el dormir y dificultan que se retome. Pero también muchos han comentado que la gente ha comenzado a soñar más. Desconozco qué estadística se utiliza para tan amplia generalización, pero no sorprende, hasta cierto punto, que despojados de tantos estímulos externos por efecto de la pandemia que ha limitado el ocio a pocas salidas y a pocos encuentros con otros, el Yo le  preste más atención a lo que encuentra adentro, adentro de la casa, del cuerpo, de la vida familiar, allí donde se personifica eso que hace tiempo ya llamamos nuestro mundo interno, el lugar desde el cual emana el significado permitiendo a los personajes que lo habitan hacer de las suyas mientras dormimos.

Una paciente soñó que se terminaba la cuarentena y podía salir de la casa y ver a sus amigas. Pero Freud (1900) nos enseñó que, si el deseo se realiza en el sueño, sólo lo hace de manera enmascarada, pues el socio capitalista goza de la cualidad de ser un socio reprimido. Comprendemos entonces, que esta adolescente produzca un sueño que sólo parece un pensamiento desiderativo de la vigilia, pero para su sorpresa, al pedirle asociaciones, recuerda el chat con una amiga que le contó que se había acostado con un vecino a escondidas, en el garaje de su edificio. Salir de casa, era para esta soñante un modo no sólo de realizar el deseo de anular el encierro del COVID —algo que no necesitaría ser soñado mientras dormimos— sino sobre todo realizar un deseo reprimido; frente a sus ansiedades ante el desfloramiento que ella deseaba, pero también deseaba evitar —no quedar adentro de la casa— salir a encontrarse con amigas encontraba un modo de disfrazar el deseo con esos vestidos. Nunca dejo de sorprenderme con el fluir asociativo cuando ante un sueño que parece un deseo realizado de la vigilia pregunto “¿por qué habrá necesitado soñar eso?”, como en el caso de esta joven. Un recuerdo de su juego infantil se sumó a la conversación analítica; un primo con el que jugaban al cuarto oscuro cuando las familias se visitaban, la excitación creciente y la intempestiva aparición de alguno de los padres encendiendo la luz y diciendo “a jugar afuera”, ¡la atemporalidad del inconsciente no se ha visto alterada por el Corona! Este sencillo sueño convocó a la memoria a otro tío de la misma paciente fallecido poco tiempo atrás de COVID. La muerte, otra dimensión inapelable real del tiempo, que el sueño aspira deshacer.

Tanta razón tenía Freud cuando nos enseñó que carecemos de representación sobre la muerte a no ser que ésta se figure como la muerte de otro. Fue así que, en pleno confinamiento, luego de meses de prohibición de salir, consulta un matrimonio muy mayor. La consulta llegó como un pedido de su hija para que viera a sus padres, a quienes veía muy deprimidos y resistiéndose a salir, aunque sea a dar la vuelta manzana. Puesto que no tenían ordenador, se ubicaron de pie, abrazados y pegados uno al lado del otro para que pudiera verlos a ambos en la pequeña pantalla de su teléfono celular. Una escena de una ternura conmovedora que traslucía su necesidad de aferrarse y sostenerse juntos. Llevaban más de sesenta años casados; él padecía un cáncer cuyo tratamiento debió interrumpir por la pandemia. Ella, con problemas serios de circulación que le causaban dolores en sus piernas, además del sobrepeso. Resultó ser que el miedo a la muerte estaba tan dramáticamente identificado proyectivamente en el otro que entre los dos conformaban una pareja que se daba ya por muerta; al mediodía, luego del almuerzo, se arropaban en la cama hasta el día siguiente. Él se quejaba de que ella no quería salir; ella se quejaba de que él le exigía cocinar y hacer cosas que a ella le costaban. Unas pocas entrevistas bastaron para que los temores a la muerte encontraran su lugar en la conversación; él la veía muy dependiente y temía por su futuro cuando ya no esté y creía que debía prepararla, como quien entrena a un soldado para la guerra que vendrá. Ella temía por la muerte de su compañero y no quería dejarlo solo ni un minuto por si acaso ocurriera cuando…., no, mejor quedarse pegados uno al otro. Naturalmente que no era sólo por el Covid que esas ansiedades de muerte estaban tan presentes; pero podríamos decir que tampoco era sin el Covid que adquirieron tamaña dimensión. Aceptaron continuar con unas entrevistas, pero no respondieron más el teléfono. Temí lo peor y así fue. El debió ser internado por un agravamiento de su cáncer y falleció poco tiempo después. Los viejitos, como los llamé para mí, habitaban un mundo que tenía fecha de vencimiento y tampoco podían imaginar un mundo sin el otro.

Muchos han debido enterrar a sus muertos llorándolos en soledad y silencio, sin esos rituales que son instituciones simbólicas que tanto nos ayudan a elaborar los duelos y a darle dimensión social y pública a la muerte, sin esconderla, sin eludir lo Unheimlich.

Para quienes la praxis psicoanalítica se extiende alojando familias y parejas, escuchamos cada vez más manifestaciones de las violencias vinculares. Sabemos que la conyugalidad genera ineludible e intrínsecamente grados de violencia; alojar la ajenidad del otro demanda un trabajo psíquico muy sofisticado que, en el mejor de los casos, sólo se alcanza fugazmente como estados vinculares efímeros; complejidades del vínculo que se perderán para reencontrar después, en esos movimientos pendulares que Bion graficó con sus dos flechas orientadas en sentido contrario. Pero el confinamiento, nuevamente ha desnudado las vulnerabilidades que implica habitar el mundo con otro, la exigencia psíquica que significa la intimidad para la cual no siempre se está adecuadamente equipado y que en numerosas ocasiones ha desembocado en el aumento de la tasa de divorcios a nivel global. Confinados en el interior de las casas, muchas parejas se han topado con la profundidad del tedio y el vacío vincular que los había conducido a un empobrecimiento emocional que, sin embargo, se había vuelto inaudible ante las estridencias de los fuegos artificiales del vivir contemporáneo: ya no más salidas, deportes, reuniones sociales. Ahora sólo uno/a con el/la otra/o. Y la ecuación no siempre da buen resultado.

Así me lo mostró una pareja a la que comencé a atender online en plena pandemia y que elegían permanecer en habitaciones separadas conectándose cada uno desde su IPad para la sesión. Al preguntarles dónde estaban, me respondieron con absoluta naturalidad que estaban en cuartos contiguos. Al poner en cuestión esa naturalidad tratando de averiguar por qué así y no ambos en el mismo espacio, se abrió el acceso a toda una temática que también habían naturalizado: llevaban años durmiendo en cuartos separados con prácticamente nulo contacto sexual, a pesar de su juventud. El empobrecimiento del vínculo se había vuelto más visible en tiempos de Covid en el que vivían vidas en paralelo, pero sin tocarse, ni sexual ni afectivamente. Esto puso en perspectiva el motivo manifiesto de la consulta por el cual él consideraba que ella se había vuelto extremadamente obsesiva con la limpieza y sanitización de la casa sintiéndose invadido y ella se quejaba de que él era un negador que desestimaba el peligro de contagio.

El miedo al contagio visita la más variada psicopatología. Como un miedo a lo invisible, se torna visible como algo que puede estar entre nosotros pero que no se puede ver. Puede identificarse proyectivamente masivamente en el aire, la comida, el vecino de al lado, en otro país o continente o en nuestros amigos e incluso en nuestro partenaire amoroso. Debemos estar advertidos del carácter performativo que puede implicar considerarnos en guerra contra un enemigo invisible y los efectos simbólicos sobre el vínculo con el otro cuando se vuelve sede de la inoculación viral.

El virus puede convocar en el fóbico a tomar medidas extremas de aislamiento, evitando cualquier superficie devenida peligro de contagio viral, incluso el cuerpo propio y ajeno. Encontramos la multiplicación de medidas de control, orden y limpieza de los obsesivos que prueban distintas marcas de alcohol en gel o aumentan las compras del supermercado compulsivamente, o lavan barbijos que coleccionan —porque siempre puede haber alguno que brinde mayor protección—o por el contrario, se vuelven ahorradores ascetas porque en tiempos de peligro mejor no gastar dinero. Ni que hablar de los paranoicos y sus teorías conspirativas sobre el origen del virus, las vacunas que contendrían chips para controlar a la humanidad, lo que por momentos les hace parecerse a los psicóticos, que sienten que las voces interiores que escuchan les ordenan una vida que no es la propia, o a los hipocondríacos hiperatentos a las señales que provienen de su cuerpo que siempre interpretan como Covid. No faltan histerias que se exhiben sin tapujos en las redes sociales, que desafían la autoconservación en sus dietas alimentarias, a veces conduciéndolas al estrago de la anorexia cuando no a los atracones bulímicos. También están los perversos con sus cantos de sirena, desafiando a la autoridad y la ley, transgresores en fiestas clandestinas, ofreciendo drogas para hacer del descontrol de la noche un festín obsceno, un desafío mortífero en el filo del riesgo, esa propaganda subvertida de valores que exalta el infierno elevándolo a la categoría del Bien.

Un año después, no somos los mismos. Hoy, nos encontramos con nuevas habitualidades que hemos incorporado con más o menos resistencias. Sin embargo, hay allí también un punto que debería mantenernos advertidos.

Una paciente a la que veo tres veces por semana, logró ir conteniendo las intensas ansiedades que le produjo el encierro inicial. Cuando se decretó la cuarentena estricta, llevábamos ya unos años de trabajo analítico y comenzaban a vislumbrarse pequeños brotes de un cambio psíquico que la hacían asomarse desde el claustro (Meltzer 1992), hacia el mundo externo, en el cual hacer sus primeras experiencias adolescentes, a pesar de estar entrada en la treintena. El confinamiento la hundió en angustias pretéritas muy intensas, con la fantasía de que nuevamente sería “chupada” por la televisión en maratones de series románticas que la deprimían más y más; nunca había tenido una relación amorosa, y la pantalla oficiaba de estímulo masturbatorio. Pero el trabajo analítico logró contener el miedo al derrumbe que se expresaba como caerse del sistema y poco a poco incluso, en lugar de movimientos regresivos, sus sueños nos informaban de ciertas novedades en su mundo interno que fueron preparando el terreno de la experimentación que permitió que se enamorara por primera vez y se atreviera al debut sexual. El Covid dejó de ser un enemigo omnipresente, a tal punto que me sorprendí un día al cabo de unos meses, luego de que relatara el agradable fin de semana que había pasado con su novio, preguntándole, casi de manera ingenua. “Y el Covid?”, como quien pregunta por un pariente que  hace tiempo que no se nombra. Así pudimos enterarnos de que había participado en una fiesta unos días atrás en la cual creía que no había habido suficiente cuidado y se anotició de cuán asustada y perseguida estaba por los eventuales efectos que su conducta podría acarrear; la naturalización del peligro escondía la negación frente al temor al contagio y la fragilidad que sentía ante lo que consideraba sus incipientes logros que podían esfumarse si se negaba a ciertas cosas.

Imagino que muchos compartirán los avatares contratransferenciales de estos tiempos cuando por un lado queremos custodiar los pilares de la actitud analítica mediante la neutralidad que nos prescribe evitar posiciones juzgadoras. Afortunadamente, se trata tan sólo de permitir el flujo asociativo del paciente, como resultó de apelar a la pregunta: ¿y el Covid? Esa es la poderosa vacuna con la que contamos los psicoanalistas para evitar posiciones dogmáticas y educadoras, para que la escucha, la del analista y la del paciente de su propio decir, desarrolle los anticuerpos necesarios para responsabilizarse por el propio deseo. Mi paciente, en contacto con la angustia que al comienzo de la sesión sólo estaba depositada en un pariente al que llamó paranoico, pudo adoptar medidas de precaución y evitar el ulterior contacto estrecho con sus abuelos mayores, lo que evitó que los contagiara en el almuerzo de Pascuas del que no participó, esperando el resultado de la PCR que dio positivo y que se hizo luego de la mencionada sesión.

Un año ya y el virus sigue circulando entre nosotros, desafiando a la ciencia mediante sus mutaciones. Trauma, acontecimiento o catástrofe, términos que revisitamos más temprano que tarde cuando aún el impacto de la incertidumbre cuestionaba nuestras ilusorias certezas. Necesitamos desde un comienzo leer las marcas contemporáneas en la subjetividad, haciendo lugar a lo nuevo para explorar la relación del yo con aquello del orden de la disrupción que desestabiliza la consistencia de la lógica precedente. Trauma, acontecimiento y catástrofe son categorías conceptuales que organizan, con ese mismo punto de partida, relaciones diversas. Mientras el trauma remite a la suspensión de una lógica por efecto de un estímulo excesivo, masivo, que inunda al aparato psíquico y no puede ser inicialmente metabolizado con los recursos previos, gradualmente las cantidades excesivas se irán ligando dando lugar al trabajo onírico que reestablecerá el equilibrio psíquico anterior; un regreso a la normalidad previa.  Diferente es lo que ocurre cuando nos referimos a la catástrofe, en la que se produce un desmantelamiento del orden previo, un arrasamiento, un derrumbe, y diverso es también el destino de lo que siguiendo a Badiou (1988), conocemos como experiencia del acontecimiento que implica una alteración radical de la subjetividad, capaz de leer la novedad en su especificidad radical, un efecto de  perplejidad ante lo inaudito en el cual la desidentificación subjetiva desfilará por nuevos caminos, capaz de habitar las transformaciones inauguradas por esa ruptura. Sólo retroactivamente contemporáneas.

Un virus globalizado entró en nuestras vidas sin llamar a la puerta. Para muchos hoy, incluidos nosotros los psicoanalistas, el reto consiste en seguir alertas sin naturalizar lo que ya parece parte de nuestras vidas. Para algunos, la comodidad que implica trabajar desde  casa, sustraídos de la mirada del paciente los lleva a idealizar esta nueva modalidad y pensar que ya no se volverá al diván ni a los rituales psicoanalíticos, que eran parte de esa praxis pre pandémica a la que tildan de obsoleta y conservadora. Otros, también lo afirman, pero advirtiendo del peligro de degeneración que esto podría significar para el oro puro de nuestra disciplina. Están aquellos que se apresuran a recuperar el antes, como si aquello existiera, volviendo a sus consultas con ventanas abiertas, barbijos y distancias, para regresar frustrados, enterados que, antes ya no es ahora. Debemos permanecer alertas, abiertos, curiosos y evitar apresurarnos en conclusiones y poder imaginar que hay cosas que no podemos imaginar. Querría finalizar estas pinceladas que he trazado, señalando el carácter que tienen como pensamientos silvestres de un work in progress; así concibo lo provisorio del pensar en estos tiempos y mundos que habitamos, tratando de vislumbrar sus sombras y no sólo sus luces,como sugiere Agamben para quien se ubica como contemporáneo. Una nota más para trazar la importancia de cómo han aparecido simultáneamente con mayor frecuencia y vigor entre los psicoanalistas cuestiones y reflexiones referidas al lazo fraterno. Corona no sólo nos muestra su poder y el desvalimiento humano, sino también nos enrostra la fuerza del lazo fraterno, ese lazo horizontal sin jerarquías que arma red, base de la solidaridad que atenúa el “sálvese quien pueda” para reforzar aquello de que si la solidaridad empieza por casa debemos extenderla a todo nuestro entorno, el barrio, la nación, el continente y el planeta, asumiendo con responsabilidad los cuidados propios y de nuestros semejantes en una ética de la alteridad. Quizás sólo así podremos seguir habitando mundos que no hemos imaginado pero que debemos poder empezar a imaginar, volviéndonos pensadores de esos pensamientos en busca de un pensador.

 

Referencias Bibliográficas

Freud, S. (1992). La interpretación de los sueños en Obras completas Sigmond Freud. Vol. 4-5. Amorrortu Editores.(Trabajo original publicado en 1900).

Meltzer, D. (1992). Claustrum. London: The Roland Harris Educational Trust Library.

Lewkowicz, I. (2004). Pensar sin Estado. La subjetividad en la fluidez.  Paidós.

Badiou, A. (1988). L’être et L’événement.Seuil.

Meltzer, D. y Harris, M. (1998 ). Adolescentes. Spatia.

Agamben, G. (2011). ¿Qué es ser contemporáneo?, Desnudez., Adriana Hidalgo.

 

Resumen

A un año de comenzada la pandemia que azota al mundo la autora comparte sus reflexiones al modo de un work in progress sobre tópicos que interrogan la clínica psicoanalítica y la vida cotidiana, como los organizadores temporales, el desamparo, la muerte, los sueños, los vínculos e ilustra con viñetas clínicas.

Palabras clave: pandemia, tiempo, desamparo, sueños, clínica.

 

Summary

A year after the beginning of the pandemic that is sweeping the world, the author shares her reflections in the form of a work in progress on topics that question the psychoanalytic clinic and everyday life, such as temporal organizers, helplessness, death, dreams and links, and illustrates with clinical vignettes.

Key words: pandemic, time, helplessness, dreams, clinic.

 

Monica Vorchheimer
Psicoanalista
Miembro de la Asociación Psicoanalítica de Buenos Aires (APDBA), Argentina
monicavorchh@gmail.com