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El pensamiento de algunos filósofos, de tendencia clara y fuertemente humanista, presenta notables puntos de convergencia con muchos de los rasgos distintivos propios de los psicoanalistas relacionales. Uno de los puntos de encuentro es el que se refiere a que ni la moral convencional, ni las normas sociales, ni la búsqueda de los mayores logros en la tierra son aquello que debe marcar de manera indeleble y mayormente la actitud del terapeuta, sino que debe privar ante todo el propio sufrimiento y la compasión por el dolor del paciente. Frente al mismo, de ninguna manera debe faltar tal respuesta porque la neutralidad o la indiferencia, tantas veces prescritas en nuestro trato con el paciente que padece, son una auténtica agresión.  Por el contrario, la compasión por la aflicción y la angustia del paciente que nos pide ayuda, el vivir como propios, en tanto que terapeutas, sus propios sentimientos, son aquello que mejor nos orienta y guía para encontrar la manera de ayudarle.

El pensamiento de algunos filósofos contribuye a pacificar el espíritu y a profundizar en el conocimiento de la mente humana.

Preámbulo

Mi intención al elegir el título de este trabajo ha sido la de enfatizar y subrayar aquello que debe ser, para mí, el objetivo cumbre del tratamiento psicoanalítico: aliviar el sufrimiento de los pacientes. Juzgo que la empatía emocional y la sintonización psicobiológica son elementos indispensables para ello. 

Buscando nuevas vías para lograr este propósito, he llegado a la conclusión de que una de ellas puede ser la vinculación del psicoanálisis relacional con el pensamiento de algunos filósofos particularmente interesados en las relaciones humanas. Pienso que es muy digna de tener en cuenta la sorprendente afinidad que el lector estudioso puede hallar entre estos filósofos y el psicoanálisis que yo concibo. Este hecho abre un amplio abanico de posibilidades de creativo diálogo entre los terapeutas y una cierta dimensión de la filosofía. Para ello, en este ensayo me referiré a tres insignes filósofos cuyo pensamiento, a mi parecer, ayuda a ahondar en el psicoanálisis en tanto que ciencia humana. Tales filósofos son Francesc Torralba, Joan-Carles Mèlich y Arthur Schopenhauer. 

Me parecen de gran interés para el psicoanálisis relacional las aportaciones del Catedrático de filosofía de la Universidad Ramon Llull, de Barcelona, Francesc Torralba, concretamente las que se expresan en uno de sus numerosos libros, El coratge de ser un mateix [El coraje de ser uno mismo]. He de confesar que personalmente, antes de iniciar la lectura de este libro, ya quedé fuertemente seducido por el mismo título, porque pienso que este objetivo, mantener el coraje para llegar a ser plenamente uno mismo, cubre todas las aspiraciones que pueden inducir a un hombre o a una mujer a buscar la ayuda mediante el moderno y científico psicoanálisis relacional.

 Comprendo que, frente a lo que acabo de expresar, puede surgir la réplica de que muchos hombres y mujeres se comportan, en la vida y en las relaciones con los otros, de tal manera que dan la razón a Marx, Nietzsche y Freud en su pesimista visión del género humano. Pero yo participo plenamente de la perspectiva esperanzadora de Paul Ricoeur (1965/1970) y de Donna Orange (2010, 2013), por citar a algunos de los pensadores más representativos acerca de esta cuestión. No cabe en este pequeño ensayo entrar en disquisiciones acerca de temas tan amplios e inacabables, como sería el de la bondad o maldad de los seres humanos. Tan solo quiero decir que, para mí, tal como ya he manifestado en diversas ocasiones y de acuerdo con nuestros actuales conocimientos, el ser humano es social desde el mismo seno materno, y los estudios acerca del desarrollo infantil muestran, sin lugar a dudas, que a partir de su nacimiento el niño busca el contacto con los otros por encima de todo, y resulta claramente evidente que las experiencias que nos proporciona el psicoanálisis relacional van enteramente en esta dirección.

 A mi juicio, el pensamiento de Torralba tiene mucho que ver con la manera en que puede vivirse el proceso llevado a cabo a través del psicoanálisis que propugno. Nos recuerda este autor que el ser humano dispone, desde el mismo momento de su nacimiento, de un tiempo y un espacio, siempre limitados, para una creación de inigualable importancia: la creación de la propia existencia. Nadie conoce de antemano el tiempo del que dispondrá para esta obra creativa, ni conoce las innumerables vicisitudes y contingencias con las que se encontrará, qué es lo que le espera, pero sí que sabemos algo con total certeza, sabemos que existimos y que estamos en el mundo en cada preciso momento, pero que podríamos no estar, no existir. Los seres humanos tenemos la capacidad de tratar de dar una forma personal a nuestra existencia, por ello de ninguna manera debemos abdicar de esta capacidad y dejarnos llevar por las circunstancias que nos envuelven o por nuestras pasiones, so pena de sumergirnos en el caos de una vida sin sentido y arrastrada por las meras circunstancias (Coderch et al., 2014; Coderch y Codosero, 2015; Coderch y Espinosa, 2016).

En 2013  Torralba expresa:

La decisión (en cuanto a la manera de organizar nuestra vida) es personal, única e intransferible. Nadie puede vivir por otro ni suplantar su existencia. Cada itinerario es distinto y profundamente incierto. Al nacer no sabemos lo que nos espera. La vida, como dice Soren Kierkegaard, es una aventura, y solo puede comprenderse hacia atrás; cuando releemos las decisiones tomadas, los aciertos y los fracasos que hemos cometido, las alegrías y las decepciones que hemos sufrido. Entonces es cuando podemos dibujar un hilo invisible. Podemos encadenar aquel caleidoscopio y comprender el rastro que hemos dejado (p. 9).

Pienso que si alguno de los terapeutas relacionalistas tratara de hacernos entender la manera como él/ella vive el proceso psicoanalítico, esta descripción nos parecería totalmente congruente.

Y también considero que los relacionalistas nos sentiremos muy cercanos al pensamiento de Torralba cuando se refiere a Erich Fromm, expresando que este autor defiende que un justo amor a sí mismo y un justo amor a los otros no son independientes entre sí, de la misma manera que el egoísmo y el abuso a los otros también se hallan enlazados.

Declara, también, Torralba (2014), que la afirmación biológica de uno mismo nos lleva a la necesidad de aceptar la precariedad y la inseguridad, así como al sentimiento de vulnerabilidad y de la mortalidad. Según nos dice: “Sin esta afirmación de sí mismo sería imposible preservar y defender la vida. Cuanta más fuerza vital posee un ser, más capaz es de defenderse de los peligros que lo amenazan y que anuncian miedo y angustia” (p.14).

Se propone Torralba en su libro que cada lector se convierta en un pensador subjetivo que tenga el coraje de pensar por sí mismo y en la manera como está tejiendo la urdimbre de su vida, y yo pienso que este coraje es el que el terapeuta transmite al paciente cuando le acompaña compartiendo con él sus sentires más íntimos.

Entre otras consideraciones acerca del momento crítico en el que se halla el mundo actual, Torralba critica el individualismo como una lacra que se expande en nuestro mundo, ya que este aísla a la persona que se concentra tan solo en lo que considera, ciegamente, su propio bien. Señala, también, que un error frecuente en el camino de ser uno mismo es el de interpretar el proceso de autorrealización como un ejercicio solitario. 

Frente a estas reflexiones de Torralba, nosotros, los terapeutas relacionalistas, añadiríamos en nuestro lenguaje que quien así obra desconoce que la verdadera realización de los seres humanos halla su esencia en la profundización de la intersubjetividad. Pienso que en la lectura de la obra de Torralba a la que me estoy refiriendo podemos hallar muchas resonancias con aquello que los analistas hablo en pretérito por lo que concierne a mí mismo nos encontramos en la interacción con nuestros pacientes (Coderch, J. 2010; Coderch, J. y Codosero, A. 2012).  Y creo que, con justicia, podemos trasladar y emplear la sentencia del coraje de ser uno mismo al objetivo que, para bien de nuestros pacientes, perseguimos en el proceso psicoanalítico. 

De una manera extremadamente resumida recordaré que, como ya he desarrollado en otros momentos, si  nuestros pacientes acuden a  nosotros en busca de ayuda es porque en su primera infancia no han recibido –y éste no haber recibido puede obedecer a las causas más diversas aquello que precisaban para su evolución emocional, como consecuencia, se han culpabilizado a sí mismos para no sentir que carecen del amor paterno y materno del que tanto precisan, y debido a ello han recurrido a medidas defensivas y distorsiones de toda clase para minimizar su dolor en lo posible aunque, a la larga, tales medidas han incrementado su sufrimiento y sus dificultades para adaptarse a su mundo y emplear sus recursos y capacidades. Los niños sienten que morirían sin el mínimo amor de los padres, como medida extrema se culpabilizan a sí mismos para salvarles a ellos, y por consiguiente tal desesperado recurso se presenta en la clínica bajo la forma de los más diversos cuadros, desde la depresión al narcisismo, o la maldad y la perversión. Para remediarlo nosotros, los analistas, a través de nuestra empatía, nuestra comprensión, nuestro amor y nuestro sufrir con ellos, hemos de dotarles de la fuerza de ser ellos mismos y de abandonar todas las medidas defensivas de las que se han valido hasta el presente para seguir viviendo (Coderch et al., 2018).

Con todo ello no creo estar diciendo nada a lo que no me hubiera ya referido antes en varios de mis trabajos, pero pienso que la lectura de la obra de un gran humanista, como es Torralba, puede ampliar e incrementar nuestra comprensión del sufrimiento de los pacientes y de sus resistencias al cambio. 

De gran interés me parece, en el sentido que estoy comentando la enorme obra del filósofo y antropólogo Lluís Duch, pero dado que en mis trabajos y libros ya me he referido a él como uno de los autores que más han contribuido a la formación de mi pensamiento, también a ellos remito al lector. Pero ahora puedo recurrir a uno de los más cercanos de sus discípulos, Joan Carles Mèlich, Profesor de Filosofía de la Universidad Autónoma de Barcelona, y autor, entre otros muchos, del volumen titulado Ética de la compasión (2010), para mí una de las más valiosas obras que se han escrito en lo que llevamos de siglo.

Mèlich se refiere a la actual tendencia, por parte de diversos grupos, a redactar “códigos deontológicos” basados en una supuesta moral, pero advierte que la verdadera ética es ajena a tales códigos. La ética, nos dice, no es la moral, y cita (p. 229) el siguiente párrafo de Levinas (1998) en apoyo de su aseveración: 

La distinción entre lo ético y lo moral es aquí muy importante. Por moral entiendo yo una serie de reglas relativas a la conducta social y al deber cívico… como prima filosofía la ética no puede por sí misma dar leyes a la sociedad, o dictar reglas de conducta por las que la sociedad se revolucione o se transforme (p. 213.) 

Como ilustración a su tesis de la diferencia entre la moral y la compasión, Mèlich cita la bien conocida parábola del buen samaritano, quien bajando de Jerusalén a Jericó responde a la apelación de un hombre herido, a diferencia de un sacerdote y un levita que pasaron de largo sin detenerse (Evangelio de San Lucas).

En la opinión de Mèlich (2010), ni el deber, ni el bien, ni la dignidad son las nociones éticas fundamentales, sino la sensibilidad, el sufrimiento y la compasión frente al dolor de los demás. Y expresa su pensamiento acerca de esta cuestión con estas, para mí, estremecedoras palabras.

Entonces, lo que nos convierte en humanos no es la fidelidad o la obediencia a unas normas, a un código universal y absoluto, sino el reconocimiento de la radical fragilidad y vulnerabilidad de nuestra condición, el hecho de que no podemos eludir el tener que responder ante el lamento de aquel otro doliente que me encara y me apela, y de que, aunque no le responda, ese “no responder” es ya una forma de respuesta, la indiferencia.

        Es verdad que no tenemos ninguna obligación de ser compasivos, es verdad, y en ningún momento he intentado decir lo contrario. Este libro no quiere ser ni una invitación a la compasión ni mucho menos una declaración de buenas intenciones. Pero la ética, si quiere mantener este nombre y distinguirse de la moral y del moralismo, si quiere responder al reto del nihilismo, del relativismo y del escepticismo, si desea ser fiel a lo único que puede ser fiel, a la condición humana  una condición que no excluye la inhumanidad, sino que la reconoce como uno de sus elementos constitutivos la ética, pues, no puede concebirse si no es como la respuesta compasiva que damos a los heridos que nos interpelan en los distintos trayectos de nuestra vida al bajar de Jerusalén a Jericó (p. 237).

 A mi parecer, estas palabras de Mèlich acerca del sufrimiento y la compasión pueden ser vividas como una llamada de atención para los defensores del psicoanálisis clásico. Pienso que si Freud se pronunció tan tajantemente acerca de la necesidad de que el analista no se deje llevar por sus sentimientos en la relación con sus pacientes fue porque él mismo percibió la gravedad del problema, no se atrevió a afrontarlo y cortó por lo sano con la imagen del frío cirujano. Y dentro del psicoanálisis clásico se persiste en la misma manera de eludir tan estremecedora apelación, dictaminando severamente que los sentimientos de compasión, afecto y participación emocional plena con el paciente, además de ser improcedentes, revelan que el terapeuta ha sido insuficientemente analizado y debe reemprender su psicoanálisis. Contra esta idea me vi obligado, yo mismo, a luchar con denuedo durante el período de mi formación como analista. Viene a ser tal idea una aplicación del clásico axioma “muerto el perro se acabó la rabia”.

A mi juicio, estas palabras de Mèlich acerca de la compasión clarifican extraordinariamente cuáles son la actitud y los sentimientos del terapeuta que, en mayor medida, favorecerán el proceso psicoanalítico. En el ámbito del psicoanálisis relacional el terapeuta trata de sintonizar y “sentir con” el paciente para conocer qué palabras y qué actitud serán de mejor ayuda para él. Pues bien, según mi experiencia aquello que más ampara este propósito es la realidad de compadecernos de su sufrimiento. La compasión, tanto en el análisis como en la vida de cada día, es lo que radicalmente nos acerca a los otros y nos permite socorrerlos. Y en el curso del tratamiento, la compasión es lo que más nos lleva a percatarnos enteramente de las necesidades emocionales de los pacientes, y nos conduce a seguir el camino más idóneo para ofrecerles aquello que precisan cada uno de ellos o ellas. Pienso que para tal propósito no bastan la técnica, la experiencia y la buena voluntad, pero sostengo que la compasión nos lleva a adentrarnos en las más escondidas y tempranas experiencias en las que anida el sufrimiento y nos otorga la idoneidad para hallar la forma de responder a ellas.

No hay que pensar que todo lo que acabo de decir valga tan solo para los pacientes que podemos llamar derrotados por la vida, presos de un gran sufrimiento que repercute gravemente en su existencia. No es así, toda vida comporta sufrimiento y este existe también en las personas cuya vida transcurre dentro de los límites que juzgamos de la normalidad. La experiencia me ha mostrado que, con gran frecuencia, en algunos que aseveran, cuando acuden al terapeuta, que en conjunto se sienten bien y adaptados a su mundo y a su forma de vida, y que piden ayuda tan solo por algunos pequeños detalles o por interés profesional, al poco de iniciado el tratamiento se revela en ellos el hondo sufrimiento que se negaban a sí mismos, y que les impulsaba a acudir a toda clase de subterfugios y autoengaños porque se sentían totalmente incapaces de hacer frente a una secreta, oculta y feroz desazón interna. Y estos pacientes son quienes más precisan sentir la compasión de un terapeuta que, rompiendo las barreras, sea partícipe de su sufrimiento. A menudo, personas muy bien adaptadas a sus circunstancias e, incluso, exitosas y triunfadoras en su vida, muestran, cuando acuden al análisis, un recóndito dolor que trataban de esconderse a sí mismas. 

Para Mèlich (2010), como para mí, el anhelo del que luego veremos que nos habla Schopenhauer (y al que yo, siguiendo a Ernst Bloch y Lluís Duch, prefiero denominar el deseo que siempre es deseo) mantiene nuestra vida en un estado de deseo e insatisfacción constante. Nos habla de él de la siguiente forma:

Somos seres fracturados, insatisfechos con el mundo heredado, deseosos de ser de otro modo, de habitar otro mundo, de vivir otra vida. Ahora bien, el deseo es deseo de algo que nunca es del todo conocido de antemano (por esto no es ni programable ni planificable), ni puede ser definitivamente alcanzado. Deseo… pero ¿qué es lo que deseo? La mayor parte de las veces uno es incapaz de dar respuesta a esta pregunta. Hay algo en la vida, una presencia extraña que nos habita desde el principio, que forma parte de nuestra existencia. No puedo llegar a ser yo-mismo de forma definitiva, no poseo algo propio sin que se encuentre roto por la inquietud, no alcanzo algo nuevo que logre calmar y saciar el deseo. Es entonces cuando descubro que este resulta inseparable del sufrimiento. El ser humano es homo patiens porque es un ser deseante (p. 19).

Para este autor, no sufrimos únicamente porque sabemos que moriremos frente a nuestros deseos de infinito, por la contingencia de nuestras vidas y porque nos vemos abrumados por las circunstancias más diversas, sino porque vivimos siempre en fractura, porque estamos en despedida, porque no sabemos verdaderamente lo que es este deseo y porque nunca podrá ser saciado.

Y, siguiendo el camino trazado, voy ahora a entrar en el tercero de los insignes filósofos en quienes centro este ensayo.Arthur Schopenhauer, de quien de paso adelanto que aun cuando en su obra cumbre, a la que voy a referirme, el anhelo insatisfecho juega un papel central, supo tomarse este hecho de la manera que en lenguaje vulgar se denomina filosóficamente y, una vez afianzado económicamente gracias a sus obras, vivió, soltero, de forma tranquila y más bien sosegada. 

Sin embargo, en sus escritos es un autor de enorme interés respecto a la cuestión del inevitable dolor en la vida, y a quien se acostumbra a considerar el creador de una filosofía profundamente pesimista. Entre los recuerdos de mi adolescencia —y tal vez este primer, romántico y vaporoso conocimiento del filósofo tiene que ver con el aprecio que siempre he sentido por Schopenhauer— figura el de haber leído una pequeña poesía, cuyo autor ignoro y de la cual tan solo recuerdo los primeros versos y el último de ellos: «Dime Schopenhauer/doloroso asceta/ siniestro filósofo y amargo poeta. / ¿Por qué me dijiste que el amor es triste, que el bien es incierto? / ¡Porque no mentiste!». Es decir, el autor de esta pequeña poesía reprocha al filósofo haberle puesto frente a la ingrata y triste realidad, sin haberle permitido vivir engañado respecto a la crueldad y sin sentido de la existencia.

Así es como generalmente se considera a Schopenhauer, un filósofo amargo que dice que la vida solo es dolor, pese a que él, gracias a una llevadera posición económica merced a sus obras, vivió más bien placenteramente. Sin embargo, yo considero que en una lectura un poco detenida de su pensamiento no se pone en evidencia, ni mucho menos, que él piense que la vida solo es sufrimiento, sino que juzga que es muy llevadera siempre que sepamos hacernos cargo de la realidad de nuestra contingencia y finitud.

La obra fundamental de Schopenhauer (1819/2008), y que le ha colocado entre los más grandes filósofos del mundo, es la titulada El mundo como voluntad y representación.  Dicho muy sucintamente, por representación entiende el conocimiento fenoménico del mundo, lo que percibimos de él, pero no como es en sí. Lo que él trata de expresar por voluntad no tiene nada que ver con lo que en nuestra cultura deseamos expresar con este término. Para su mejor comprensión dejemos ahora hablar al propio e inmortal filósofo en tal magna obra: 

La voluntad, que considerada puramente en sí es un impulso inconsciente, ciego e irresistible, como lo vemos todavía en la naturaleza inorgánica y vegetal y en sus leyes, así como en la parte vegetativa de nuestra propia vida, adquiere, con la agregación del mundo representativo que se ha desarrollado para su uso, conciencia de su querer y de aquello que quiere, que no es otra cosa que este mundo de la vida tal como se nos presenta. Por eso al mundo visible le llamamos su imagen, su objetividad, y como lo que la voluntad quiere es siempre la vida, precisamente porque la vida no es otra cosa que la manifestación de aquella voluntad en forma representativa, decir voluntad de vivir es decir lo mismo que decir lisa y llanamente voluntad, y solo por pleonasmo empleamos aquella frase.

Como la voluntad es la cosa en sí, el contenido interior, la esencia del mundo, y el mundo visible, el fenómeno, no es más que el espejo de la voluntad, la vida acompañará a la voluntad tan inseparablemente como la sombra a los cuerpos. Allí donde hay voluntad hay también vida. Por consiguiente, a la voluntad de vivir le está siempre asegurada la vida, y mientras ella aliente en nosotros, no debemos preocuparnos por nuestra existencia, ni aun ante el espectáculo de la muerte. Es verdad que vemos al individuo nacer y morir, pero el individuo no es más que para el conocimiento sometido al principio de razón, que es también el principio individuationis; para este el individuo recibe la vida como un don; sale de la nada, sufre luego por la muerte la pérdida de aquel don y vuelve a la nada de donde salió (p.396).

Perdón por la cita un poco larga, pero creo que valía la pena, porque pienso que mayor parte de los terapeutas conocen esta egregia obra solo por referencias.

 Vemos, pues, directamente, que Schopenhauer considera que la voluntad es energía, ímpetu, deseo de vivir; la voluntad es ciega, es la persecución de una meta inalcanzable, es anhelo y, en fin, creo que puede asimilarse a lo que ya he descrito como el deseo que siempre es deseo, siguiendo a Ernst Bloch y a Lluís Duch. Y a consecuencia de este desear insaciable, de este anhelo que no cesa y nunca alcanza su final, es por lo que expresa Schopenhauer que el sufrimiento es inevitable en la vida, porque nunca alcanzamos a sentirnos satisfechos, a consecuencia de este anhelo que no cesa.

Sin embargo, pienso que para comprender bien el gran descubrimiento de Schopenhauer hemos de volver un momento a Kant, quien, dicho muy sucintamente, nos enseñó que solo podemos conocer una parte de la realidad, aquella que se expresa con el fenómeno, porque la otra parte, la realidad de la cosa en sí es incognoscible. Pero el gran descubrimiento de Schopenhauer es que halló la manera de saltarse esta barrera de lo incognoscible a través de la experiencia de la propia corporeidad. Y esta experiencia del propio cuerpo se expresa en la voluntad, tal como acabo de describirla unas líneas más arriba. Sin embargo, en la filosofía de Schopenhauer este hallazgo no conlleva la desaparición del anhelo, cosa que da lugar a que el dolor sea inevitable y, por ello, el deseo que no cesa es la causa decisiva del sufrimiento humano.  En este sentido, los versos que he anotado algunas líneas más arriba y que me impresionaron en mi temprana adolescencia, expresan el lamento y la protesta del autor de los mismos, porque Schopenhauer nos ha hablado del dolor que representa vivir, y por ello la dolorida queja de un anónimo lector es un ¡mejor habernos mentido!

La discusión acerca de los orígenes y causas del sufrimiento humano ha llenado miles y miles de páginas y no es asunto que intente tratar ahora, pero sí quiero apuntar que este sufrimiento, en su mayor parte, es ocasionado por los propios seres humanos arrastrados por sus ansias de poder, rivalidades, egoísmos y desenfrenos, no porque la existencia en sí misma forzosamente lo conlleve pese a lo inevitable de la muerte. Pero, en fin, la filosofía es una cosa y la realidad de la vida es otra. La filosofía debe discutirse entre filósofos. Y esto es lo que hace muy agudamente Mèlich acudiendo de nuevo en mi auxilio. Transcribo sus palabras, porque él juzga que el supuesto pesimismo y amargura de Schopenhauer no debe ser aceptado como cosa dada (2010): 

Ahora bien, el tópico del pesimismo de Schopenhauer no tiene porqué ser tal. Advierte Schopenhauer que el sufrimiento es fruto de la creencia en el carácter fortuito de las circunstancias y de las situaciones, pero que desde el momento que descubrimos que no hay vida posible sin sufrimiento, desde el instante en que tomamos certeza del carácter esencial del dolor en la vida humana o, en otras palabras, desde el momento en que somos conscientes de la inevitabilidad del sufrimiento, y que el azar no es el dolor, sino las formas o las máscaras en las que este se presenta, desde este instante, pues, dice Schopenhauer que puede surgir “una significativa dosis de estoica serenidad”. Aunque, de hecho, esto raras veces sucede… (p.204).

Pienso, por tanto, que el transcurrir del propio Schopenhauer en su vida, gozando apaciblemente de ella en su edad avanzada, nos mostró que la existencia humana no es fatalmente dolor y tragedia en su propia esencia, aunque con gran frecuencia somos los mismos humanos los que la convertimos en terrible sufrimiento, con nuestro egoísmo y nuestras ansias de poder. Buena prueba de lo que digo es que, en su obra en dos volúmenes, Parerga y Paralipómena (1850/2006–2009) destinada no a los filósofos, sino al público en general Schopenhauer no se muestra amargado ni pesimista, y yo creo que, en el mismo hecho de escribir para todos quienes deseen conocer su pensamiento, nos muestra su confianza en las apetencias de saber y las posibilidades de crecimiento de la humanidad en general. Pienso, por tanto, que el filósofo asceta y siniestro poeta de los versos que leí en mi atribulada adolescencia, sediento de pasión y empapado de romanticismo, eran tan solo una versión de la filosofía de Schopenhauer, no la totalidad de su personalidad y su obra. En la más bien larga cita que he hecho unas líneas más arriba yo no veo que en Schopenhauer, buen vividor como he dicho, todo sea amargura y pesimismo, sino que en él se dan dolor y goce, amargura y optimismo, esperanza y desespero, como podemos ver en la realidad de nuestras complejas y multiformes existencias tan solo saliendo a la calle, acudiendo a plazas, avenidas y lugares de encuentro, por un lado, y por el otro conociendo todo el sufrimiento que anida en el mundo con la simple lectura de los periódicos y contemplando en la televisión las protestas de los pobres, de los desarraigados, de los necesitados y de los oprimidos.

Deseo decir algo más acerca del porqué he recurrido a Schopenhauer, que ya sé que en general goza de pocas simpatías, en este ensayo. Este autor no deja de reconocer la fragilidad de la vida y que el anhelo que preside nuestra existencia es inalcanzable, pero al mismo tiempo sabe tolerar las limitaciones de nuestra naturaleza y gozar de ella, sin pedir más de lo que puede darnos la pura materialidad  

Espero que en este breve ensayo en el que he intentado mostrar las vinculaciones entre tres eximios filósofos y el psicoanálisis relacional haya logrado enriquecer ambas disciplinas.

 

Referencias bibliográficas

 

Coderch, J. (2010). La práctica de la psicoterapia relacional: El modelo interactivo en el campo del psicoanálisis. Vol. II  (Colección Pensamiento Relacional). Ágora relacional.

Coderch, J. (2012). Realidad, interacción y cambio psíquico. La práctica de la Psicoterapia Relacional II. Vol.  IV (Colección Pensamiento Relacional). Ágora relacional.

Coderch, J., Castaño Catalá, R., Codosero Medrano, A., Daurella de Nadal, N., y Rodríguez-Sutil, C. (2014). Avances en Psicoanálisis Relacional. Ágora Relacional.

Coderch de Sans, J., & Codosero Medrano, Á. (2015). Entre la Razón y la Pasión. Algunas reflexiones acerca del espíritu del encuadre en el psicoanálisis relacional. Clínica e investigación relacional, 9(2), 358-393. https://www.psicoterapiarelacional.es/CeIRREVISTA-On-line/Volumen-9-2-Junio-2015

Coderch, J., y Espinosa, P. A. (2016). Emoción y relaciones humanas: El psicoanálisis relacional como terapéutica social. Vol. XV (Colección Pensamiento Relacional). Ágora relacional.

Coderch, J., Codosero Medrano, A., Daurella De Nadal, N., Plaza Espinosa, A., y Sunyé Bracons, T. (2018). Las experiencias terapéuticas en el proceso psicoanalítico. Ágora Relacional.

Levinas, E. (1998). Ética de lo Infinito, en Kearney, R.(Ed.) La paradoja europea, pp. 211-212. (Tusquets). 

Mèlich, J.C. (2010). Ética de la compasión. Herder.

Orange, D. M. (2010). Pensar la práctica clínica. Editorial Cuatro Vientos.

Orange, D. M. (2013). Hospitalidad clínica: Acogiendo el rostro del otro devastado. Clínica e investigación relacional, 7(1), 11-24. https://www.psicoterapiarelacional.es/CeIRREVISTA-On-line/Volumen-7-1-Febrero-2013.

Ricoeur, P. (1970). Freud: una interpretación de la cultura. [Trad. de A. Suárez]. Editorial Siglo XXI. (Trabajo original publicado ca 1965)

Schopenhauer, A. & Ovejero, M.E. (2008). El Mundo como voluntad y representación. [Trad. E. Ovejero y Maury] Buenos Aires: Losada. (Trabajo original publicado ca 1819)

Schopenhauer, A. (Ed.). (2006–2009). Parerga y paralipómena. Vols. 1-2 [Trad. De Pilar López de Santa Maria]. Editorial Trotta. (Trabajo original publicado ca 1850)

Torralba, F. (2014). El coratge de ser un mateix. Pagés Editores. 

 

Resumen

El pensamiento de algunos filósofos, de tendencia clara y fuertemente humanista, presenta notables puntos de convergencia con muchos de los rasgos distintivos propios de los psicoanalistas relacionales. Uno de los puntos de encuentro es el que se refiere a que ni la moral convencional, ni las normas sociales, ni la búsqueda de los mayores logros en la tierra son aquello que debe marcar de manera indeleble y mayormente la actitud del terapeuta, sino que debe privar ante todo el propio sufrimiento y la compasión por el dolor del paciente. Frente al mismo, de ninguna manera debe faltar tal respuesta porque la neutralidad o la indiferencia, tantas veces prescritas en nuestro trato con el paciente que padece, son una auténtica agresión.  Por el contrario, la compasión por la aflicción y la angustia del paciente que nos pide ayuda, el vivir como propios, en tanto que terapeutas, sus propios sentimientos, son aquello que mejor nos orienta y guía para encontrar la manera de ayudarle.

 

Palabras clave:  relación, humanismo, compasión

 

Summary

The thinking of some philosophers, with a clear and strongly humanistic tendency, presents remarkable points of convergence with many of the distinctive features of relational psychoanalysts. One of the convergence points is the one that refers to the fact that neither conventional morality, nor social norms, nor the search for the greatest achievements on earth are what should indelibly and mainly mark the therapist’s attitude, but that the own suffering and compassion for the patient’s pain should prevail above all. Faced with this, in no way should such a response must be lacking, because neutrality or indifference, so often prescribed in our dealings with the suffering patient, is a real aggression.  On the contrary, compassion for the affliction and anguish of the patient who asks us for help, experiencing as our own, as therapists, their own feelings, is what best orients and guides us to find the way to help them. 

 

Keywords: relationship, humanism, compassion

 

Joan Coderch de Sans
Doctor en Medicina, 
Miembro Titular de la Sociedad Española de Psicoanálisis, 
Exprofesor Adjunto de Psiquiatría de la Universidad Central de Barcelona 
Profesor Emérito de la Universidad Ramón Llull (Barcelona).