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Ya ha transcurrido un año desde las primeras restricciones impuestas, y lo que pensábamos que serían solo unas semanas, se está prolongando en el tiempo y aunque se empiece a percibir alguna posibilidad de cambio con la vacunación, estamos lejos de poder plantearnos una cierta normalidad. 

Abordaremos el desarrollo emocional de la infancia desde una perspectiva psicodinámica, apoyándonos en la necesidad que el ser humano tiene de vincularse. 

La psicología evolutiva contempla el desarrollo en la infancia estrechamente ligado a la adquisición de nuevas capacidades físicas, que cuando se integran, permiten una nueva reorganización personal y madurativa. 

Las teorías psicoanalíticas del desarrollo parten también de estas reorganizaciones progresivas, pero definidas en función de la vida mental, incidiendo, en las ansiedades, incertidumbres y necesidades adaptativas que despiertan estos momentos de cambio en el niño. 

Dicho esto, debemos tener en cuenta que el desarrollo es un camino por el que cada individuo avanza con “una mochila determinada”:

  • La genética: que atribuye unas predisposiciones individuales para iniciar los procesos de crecimiento en un momento determinado.
  • Las estructuras cerebrales y el funcionamiento de los neurotransmisores: que determinan algunas de sus características.
  • Y el entorno en el que se mueve el niño, con las diferentes posibilidades de vincularse.

Si crecer, tal como hemos dicho, implica un cambio y eso supone una readaptación personal, estaremos hablando de una nueva manera de interaccionar con el entorno. 

Debemos tener en cuenta, no solo los momentos individuales de cambio, sino las particulares características del entorno social actual donde se van a dar esos cambios; entorno, en el que estos niños están creciendo y que evidentemente condicionará, no solo el tipo de vínculo que se organice con las figuras de referencia, sino la cualidad de las relaciones afectivas que tendrán.

Crecer no es un proceso continuo, sino que avanzamos y retrocedemos en función de múltiples circunstancias. Surgen miedos, inquietudes y conflictos internos que interactúan con una determinada estructura de personalidad, ofreciéndonos una conducta manifiesta del niño, que puede inquietar. Contener estas ansiedades y elaborarlas, normalmente, desencalla y elimina obstáculos a la consolidación del proceso de crecimiento. Dicha contención viene dada de una manera natural por el entorno del niño, cuando este todavía no puede hacerlo solo.

Desde diferentes disciplinas preocupadas por el mundo de los niños y su salud, se ha escrito sobre la incidencia que, las influencias culturales, la realidad social y las desigualdades económicas y culturales, tienen en su desarrollo emocional. Ahora se nos añade un elemento nuevo: la pandemia que nos condiciona a todos, pero no de la misma forma. 

Durante los meses de confinamiento total, junto a los miedos y los procesos de duelo detectados, observábamos también algunas ganancias basadas en una mayor convivencia familiar y en una posibilidad de mejorar las relaciones padres-hijos, pero ese confinamiento también puso de manifiesto vivencias traumáticas, situaciones de abuso y maltrato incrementadas por una mayor convivencia con el agresor.

No sé si hemos reflexionado suficientemente sobre la repercusión social de la pandemia, pero desde luego lo hemos hecho poco respecto a la infancia, y a menudo resaltando más su capacidad de resiliencia y adaptación que los posibles impactos en su salud mental.

Cierto que los niños vivirán toda esta situación, mejor o peor, en función de su edad, de su capacidad para mentalizar los miedos, y del apoyo que puedan recibir de sus adultos de referencia. Cuando hablamos de adultos de referencia, solemos pensar en padres y maestros, pero no debemos olvidar los educadores, con los que comparten actividades de ocio; los canguros y demás familiares cercanos, pero es evidente, que no todos disponen de las mismas herramientas para seguir adelante. Carecer de ese apoyo, no tener las necesidades básicas cubiertas, arrastrar otro tipo de traumas, psicopatologías previas, lo harán mucho más complicado.

Actualmente el entorno social y familiar es más frágil. Padres y maestros también se ven afectados por la situación pandémica, y ellos también deben contener las tensiones internas que la situación les despierta, y no siempre es fácil. Algunos maestros comentan cómo el aprendizaje telemático ha ayudado a algunos padres a tomar conciencia de las dificultades de sus hijos, y es cierto, pero también los ha puesto en contacto con sus limitaciones para ayudarles. Algunos de ellos han pedido ayuda, pero otros se han angustiado.

  A nuestros niños, les hemos cambiado una cosa tan sencilla, pero tan contenedora, como “las rutinas”. Automatismos, que o bien no se han podido activar, o se ven alterados continuamente. Cuando esto ocurre, dejan de tener el efecto “contenedor” que se les atribuye y el niño se ve inmerso en un entorno excesivamente cambiante que despertará inquietudes o ansiedades, con múltiples maneras de expresarse.

Si la incorporación a la escuela después del primer confinamiento ya fue compleja, por todas las medidas anti-COVID, y los miedos al contagio subyacentes en los padres y los maestros, ahora los niños se encuentran con que no todos se confinan, sino solo algunos “grupos burbuja”, según la incidencia de los contagios. Aparece entonces un personaje nuevo en la dinámica escolar “el niño positivo”, que arrastra a los demás al confinamiento. Su vivencia y las reacciones de sus compañeros ante ello serán muy distintas, pero pueden dar pie a dinámicas emocionales en las aulas que no favorezcan la socialización. 

Cierto que muchos niños no han sido confinados, pero algunos lo han sufrido hasta dos y tres veces. Hemos de reflexionar sobre la repercusión que tendrá todo ello, no solo en los aprendizajes, puesto que la escuela está haciendo un gran esfuerzo para paliarlo, sino en la relación con sus iguales.

Igual que los adultos vemos nuestra actividad social restringida, los niños la tienen condicionada y justo en un momento en que evolutivamente están descubriéndose y descubriendo el mundo. Hay una parte de libertad, basada en criterios y afinidades individuales, que se ve desestimada a favor del “no contagio”

Con los “grupos burbuja” organizados desde los centros, para proteger el contagio, han “obligado” a los niños a funcionar en “falsas burbujas”, para usar la misma terminología. Algunos niños no pueden estar con sus amigos naturales, porque están en otra burbuja. 

Las familias, para mantener y fomentar la socialización de sus hijos, que intuyen afectada, han incrementado su relación con otra familia para hacer “una burbuja” ampliada ¿Qué pasa entonces? Si hay más de un hermano en edades diferentes, es necesario escoger un amigo, y el otro puede sentirse desplazado; o bien papás que organizan ese grupo ampliado a partir de sus afinidades, y entonces los niños se ven “obligados” a relaciones artificiales.

Es innegable que esto va a influir en la socialización y en los criterios que estos niños interiorizaran, aunque parezca que lo estén gestionando bien. 

Querría hacer algunas reflexiones sobre los niños de cero a tres años, que se encuentran entre su casa y la guardería.

  Algunos de estos niños han iniciado su descubrimiento del mundo en pandemia, y ni el entorno familiar, ni el de la guardería son como sus padres habían imaginado. A menudo escuchamos el comentario: “están bien, ellos siempre lo han visto así”, y en parte es cierto, pero eso no significa normalidad sino excepcionalidad, por lo que tendremos que empezar a pensar qué características diferenciales observamos y cómo esos niños van vinculándose a su entorno. 

Observaba un día, por la calle, como un niño de nueve meses, en brazos de su padre, le tiraba de la mascarilla, quería quitársela; era evidente que aquel rostro no era el del padre que él tenía registrado, el de casa. Estaba inquieto. El padre intentaba tranquilizarlo y distraerlo, pero él persistía. El bebé estaba a punto de llorar, y entonces, el padre empezó a jugar con él, utilizando la mascarilla como un pañuelo, tras el que se escondía y aparecía, y el niño se calmó y empezó a reír. Más adelante hablaremos del juego y de su utilidad para ayudar a contener las ansiedades, cosa que evidentemente pasó en ese momento. La intuición, el gesto y el acompañamiento del padre ayudaron a que la situación evolucionase de angustia a juego.

Esto nos lleva a comentar la incidencia que el uso de la mascarilla tendrá en el reconocimiento facial de las emociones expresadas por los diferentes interlocutores, en el aprendizaje del lenguaje y en consecuencia en el desarrollo cognitivo.

Antes de las primeras palabras, el niño ha jugado con las vocalizaciones, ha escuchado diferentes tonos e intensidades de la voz y ha aprendido a moverse en el mundo de las emociones expresadas a través de esas modulaciones de voz, así como a entender los códigos de expresividad del rostro. Las primeras palabras tienen una función lúdica, anterior a la función expresiva. Cuando el niño empieza a hablar ya posee un considerable conocimiento del mundo. No solo de cómo funcionan las cosas inanimadas y de cómo funciona su cuerpo, sino también de las interacciones sociales. Los conceptos y las experiencias surgen primero, para vincularse después a las palabras, que adquiridas del entorno toman una significación personal.

Sin entrar en la descripción del aprendizaje del lenguaje, comentaré cómo el significado de una palabra no es obvio desde el principio, sino que es el resultado de una negociación entre padres e hijo; o sea, un continuo ir y venir del pensamiento a la palabra, dando pie a numerosas negociaciones hasta encontrar un significado compartido. Estos significados se desarrollan y cambian, pero pertenecen al “nosotros” que lo ha negociado. Aún más si nos referimos a palabras que expresen sentimientos o conceptos abstractos. Cuando el niño se relaciona con otros elementos socializadores, estos significados vuelven a confrontarse y a menudo varían, para terminar generalizándose de manera que su significado es comprensible para todos.

Pues bien, si esta evolución está presidida por la mascarilla tendremos una visión parcial del rostro, lo que condicionará la comprensión del lenguaje no verbal. El cerebro relaciona los sonidos de nuevas palabras, con los movimientos de la boca, la expresión facial y la gesticulación.

Este aspecto es especialmente significativo en bebés y niños que están en proceso de adquisición del lenguaje. Aunque en el entorno familiar no suele usarse la mascarilla, la cantidad de inputs que reciben actualmente son menores que antes.

Un artículo del diario ARA del pasado mes de febrero comentaba, refiriéndose a los estudios realizados por el investigador Alexander Chern y sus colaboradores, la incomodidad que supone, tanto para los maestros como para los niños, el uso continuado de la mascarilla.  Para los niños por la audición de un sonido atenuado, y no poder ver la expresión facial de las personas con las que hablan, esto puede incidir negativamente en la percepción que tienen de los aprendizajes. 

Gracias a las neuronas espejo, una de cuyas funciones sería captar el estado emocional de las personas, los niños pueden captar esa incomodidad, cansancio y esfuerzo del maestro, de una manera pre-consciente, y existe entonces el peligro que no lo atribuyan a la mascarilla, sino al hecho de tener que estar con ellos en el colegio, generándose concepciones equivocadas.

Por otro lado, la adquisición de estructuras gramaticales para expresar conceptos cada vez más complejos, suele ir acompañada de expresiones faciales, tonos de voz que matizan y transfieren emocionalidad a lo que se está diciendo. Eso también lo dificulta la mascarilla, a pesar de que en determinadas edades y escuelas se utilicen mascarillas transparentes.

A medida que vamos profundizando empezamos a percibir la complejidad y generalización de esta crisis. Los padres, a los que siempre hemos atribuido esta función contenedora, se han sentido a menudo desbordados por la situación. Se ha modificado su forma de ejercer la función paterna, al menos externamente. Si ya de por sí es difícil conciliar trabajo y familia, el teletrabajo, los turnos dobles de los profesionales sanitarios, ayudar en tareas escolares y toda la gestión logística, frecuentemente los ha desbordado. Si a eso añadimos familias en condiciones laborales y de vivienda precarias y, de miedos ante lo que se avecina, nos damos cuenta de que también los padres están viviendo momentos de cambio personal que les han despertado inquietudes y ansiedades, apareciendo también aspectos depresivos. ¿Cómo podrán hacerlo entonces para contener las inquietudes de sus hijos? ¿Qué mecanismos desarrollarán? ¿Cómo influirá todo ello en las relaciones vinculares? Eso es lo que tendremos que ir explorando.

Cuando se estudiaron las consecuencias que tenía la presencia de una depresión materna en los bebés, se vio entre otras cosas, que la mamá tenía momentos de retraimiento, se perdía en sus pensamientos, desconectándose del bebé, y cuando un ruido, una risa o un sollozo del bebé la sacaba de su ensimismamiento y la reconectaba, había perdido la secuencia de los hechos, captaba el malestar, la alegría…  pero no sabía que había pasado.

Aunque sea evidente que esas desconexiones tienen mayores consecuencias cuanto más pequeño sea el niño, también inciden en niños mayores. Si los padres teletrabajan, o tienen más de un hijo, en estos confinamientos temporales también se dan momentos de desconexión. Las pantallas ayudan a los padres a solucionar demandas que momentáneamente no podrán atender, pero esto implicará el aprendizaje de otra manera de estar juntos: estar sin interrelacionar, cada uno en su mundo. Aislados y a menudo con sensación de abandono. 

Pensemos en otra actividad esencial para el desarrollo emocional del niño, el juego. Para ellos es una necesidad, una actividad placentera y la fuente de numerosos descubrimientos que les permiten desarrollarse y aprender. El juego es una manera de relacionarse, un espacio creativo que nos vincula con el mundo y los demás. Pero también es el motor de la curiosidad, y la curiosidad el motor del aprendizaje. Sino eres curioso, no aprendes. Los niños, cuando juegan descubren sus limitaciones, eso puede frustrarlos, pero aprenden a tolerar el fracaso, a colaborar con los demás y a descubrir cómo ellos pueden ayudar. Pero para eso no pueden estar solos, y las medidas de aislamiento para contener la pandemia han desplazado los juegos sociales y grupales a los individuales y tecnológicos. Actividades de ocio, como por ejemplo “los esplais” han modificado su funcionamiento. Salidas a dormir fuera con otros niños han quedado reducidas a excursiones de un día, y eso cuando el peligro de contagio no ha forzado su anulación. Aunque también es cierto que el juego con los padres parece haberse incrementado.  

Otro de los beneficios del juego es que facilita la elaboración de conflictos internos y reduce el impacto de las situaciones angustiantes vividas; ayuda a diferenciar la realidad externa de la fantasía: a representar activamente  lo que el niño ha sufrido pasivamente y a desplazar al exterior sus miedos, intentando dominarlos mediante la acción que conlleva el juego. Ocupa, pues, un lugar esencial en la construcción de la personalidad infantil. 

Debemos también pensar en los miedos. Tener miedo es una cosa natural y necesaria para la supervivencia. De hecho, uno de los elementos indicadores de patología cuando hacemos un diagnóstico es si el niño es consciente de situaciones de peligro. Experimentar miedo nos pone en estado de alerta y nos permite poner en marcha recursos para resolver situaciones. Básicamente los miedos de los niños están vinculadas a sus fantasías y a la intensidad, a veces no elaborable, de sus sentimientos de rabia y amor hacia los que aprecia. Estos sentimientos se originan en la interrelación continúa y diaria, donde a veces está enfadado, herido, rabioso y con ganas de que todo el mundo se dé cuenta de ello. Cómo esto es difícil de soportar tiende a desplazar este miedo a otros objetos (monstruos, animales…etc). El niño ha tenido miedos en muchos momentos a lo largo de su vida, aunque su expresión haya sido corporal, pues la posibilidad de verbalizarlos y de que los que están con él se den cuenta, aparece con el lenguaje y con la adquisición de una suficiente diferenciación del mundo real y del fantasmático. En el fondo, es una manera de proteger a las personas que aprecian de sus sentimientos de rabia y de sus actuaciones.
Los llamados terrores nocturnos suelen ser la expresión más inconsciente y más angustiosa para el niño y para los padres, que a menudo no saben cómo ayudarlo. Se organizan rituales entorno al sueño y al hecho de acostarse, que pueden interferir mucho la dinámica familiar. Estos padres internos, creados a partir de las vivencias relacionales que han tenido con los padres reales, más todas las fantasías que el niño ha ido construyendo, suelen ser figuras muy distorsionadas de las reales y por tanto serán escasamente contenedoras de estos miedos, por eso es tan importante la relación concreta y real con el progenitor para calmarse. Circunstancias ambientales o situaciones concretas vividas, pueden ser depositarias externas de los miedos y dar lugar a la aparición de fobias.

 En esta situación pandémica, nos encontramos con miedos, representados por elementos externos que se interiorizan y acaban llenando el mundo interno. Algo invisible está entre nosotros, un virus pequeño del que todo el mundo habla, pero tan peligroso que nos obliga a modificar nuestra manera de vivir. Un peligro real, no fantaseado, al que todos estamos expuestos y con el que debemos convivir al mismo tiempo que nos procuramos protección. Creo que este es uno de los aspectos que más puede modificar el desarrollo infantil.
Actualmente, la interrelación social es “el peligro”, esa es la novedad. Nos ha tocado asimilar que relacionarnos con los otros, amigos, familia, compañeros, vecinos puede ser un riesgo y debe evitarse, y esto hace demasiado tiempo que dura. Cuando cerramos las escuelas, o limitamos su relación con los abuelos, convertimos a los niños en “contagiadores potenciales”

Nos gusta pensar que, limitando los encuentros, a veces reduciéndolos a una imagen en una videollamada, los estamos enseñando a cuidar de los abuelos, de la gente mayor, pero no debemos olvidar que por un lado despertamos la idea que ellos son peligrosos y por otro, limitamos o anulamos los abrazos, los besos y las caricias. Ese contacto físico que tanto reconforta y contiene al niño cuando se asusta, o entra en pánico. De esto también les hemos “obligado “a prescindir. 

Un niño de unos diez años comentaba muy preocupado a los padres si él “podía ser un falso positivo”. Este es el mensaje que van interiorizando. Claro que se han adaptado a las mascarillas, al lavado de manos, y a las distancias, qué remedio, ¡como todos! Pero también se va interiorizando el miedo de que ellos pueden ser este monstruo fantasmático de sus cuentos. 

Esta pandemia también ha confrontado a nuestros niños con la muerte. Los más afortunados, a partir de noticias, pero muchos de ellos han perdido a alguien querido, o han convivido con el miedo a que esto pasara. Defensivamente, los adultos hemos transformado las muertes en cifras anónimas, huyendo de los impactos emocionales, cosa que no hemos podido hacer cuando la muerte nos ha tocado de cerca. Otra vez nos hemos confrontado con la necesidad de cuidar, acompañar y también de acompañarnos, al mismo tiempo.

  En todos estos procesos, los niños suelen quedar más expuestos, puesto que los padres tampoco se encuentran al cien por cien, ni se lo podemos pedir, dado que ellos mismos también están elaborando su duelo.

Pero, salvando las distancias, el sentimiento que actualmente acompaña a menudo a nuestros niños es la frustración y la renuncia. Evolutivamente ya son de por sí algunos de los escollos que deben salvar para crecer. Ahora están confrontados con ellos continuamente y eso les desgasta y a la vez les obliga a utilizar recursos personales que no siempre tienen, con lo que pueden aparecer alteraciones de la personalidad, que quizá sean transitorias, pero habrá que ver su evolución. 

El reto es este, cómo podemos ayudar a los niños a desarrollarse emocionalmente en un entorno diferente del que conocíamos. Deberemos tener en cuenta los aspectos descritos y las respuestas de cada individuo a esa realidad.

 

Referencias Bibliográficas

Bueno, D. (2021). La mascareta pot afectar l’aprenentatge de la lengua. Diari ARA. https://www.ara.cat/ciencia-medi-ambient/mascareta-pot-afectar-aprenentatge-llengua_1_3839680.html

UNICEF (2020). Salud mental e infancia en el contexto de la COVID-19.
https://www.unicef.es/publicacion/salud-mental-e-infancia-en-el-escenario-de-la-covid-19-propuestas-de-unicef-espana

 

Resumen

La pandemia ha modificado el entorno social, y los niños deben enfrentarse a situaciones que les ponen en contacto con duelos, perdidas y frustraciones, siendo necesaria una contención que no siempre ha sido posible. En este articulo reflexionamos sobre el uso de las mascarillas, los grupos burbuja, y el manejo del miedo.

Palabras clave: Pandemia, miedo, grupos burbuja, mascarillas, infància, desarrollo emocional

 

Montserrat Guàrdia i Porcar
Psicóloga Clínica. 
Psicoanalista Nens, Adolescents, Adults. SEP-IPA 
Especialista Psicoterapia EFPA-COP
email: mguardia@copc.cat