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La mesa de debate organizada por la Sociedad Española de Psicoanálisis (SEP) y el Departamento de Análisis de Niños y Adolescentes de la SEP (DANA), a quien agradezco su amable invitación, tiene por título “Los jóvenes ante la pandemia: una mirada a su futuro”. El significante “los jóvenes” de inmediato nos remite a muchos elementos. Por ejemplo, de orden personal, si evocamos la propia experiencia de haber sido jóvenes; de orden político, si recordamos las diversas reivindicaciones que han sacudido las calles de Barcelona; o de orden social, si pensamos en las diversas producciones discursivas que llevan a cabo los Mass Medias sobre la juventud. Es inevitable, en estos días aquí en Barcelona, como en otras grandes ciudades, asociar “los jóvenes” con los “botellones”[1]. Una relación que los Mass Media se han esforzado mucho en establecer y sostener. Y esa asociación no es inocente, puesto que ligar la juventud con los botellones delimita un horizonte específico a la pregunta que se formula en este encuentro: ¿qué hay de su futuro? No es lo mismo pensar en el futuro de “los jóvenes” si su presente es reducido a toda la carga semántica asociada a los botellones y que casi nubla por completo cualquier otra consideración sobre ese artefacto que llamamos juventud que, si la remitimos, por ejemplo, al movimiento político que la juventud protagonizó en 2011 a través de la “Acampada de las personas indignadas” y al 15M ocupando el espacio público con incluso mayor intensidad. Tomar los botellones como punto de partida de esta reflexión me parece muy revelador en relación a los implícitos colectivos que ponemos en juego actualmente en España cuando abordamos la juventud y su futuro. Para ello, un primer paso que la sociología me enseñó hace mucho tiempo, es deconstruir los prejuicios que tenemos sobre aquello que queremos analizar. Se trata de desplazar el lugar desde el cual pensamos la juventud, empezando por reconsiderar esa noción.

Entre 1982 y 1984 la BBC emitió la serie The Young Ones (Els joves, en la versión emitida en TV3, la televisión pública de Catalunya, en 1986), una sitcom que relata la vida de cuatro jóvenes universitarios que comparten una vivienda: Vyvyan, un rock-punk violento; Rick, un anarquista presumido; Neil, un hippie que sufre por todo y Mike, un estudiante de derecho que aprueba a base de sobornos. Cada personaje es una caricatura de los distintos estilos de vida y grupos de estatus que podríamos identificar entre lo que denominamos “los jóvenes” de esa época, reflejando muy bien las desigualdades de clase social que había entre ellos. Su humor ácido, descarnado y brutal nos avisa, ya en los años ochenta, que hablar de “jóvenes” es hablar de un agregado complejo que aglutina realidades distintas que hay que identificar y clarificar internamente al grupo de los jóvenes. No hacerlo es participar en una construcción sesgada de la noción de juventud, que queda reducida a las bizarras experiencias de esos cuatro hombres que, a modo de simulacro, conviven en una misma casa. Se trata, sociológicamente hablando, de una fantasía.

Las contradicciones son demasiado grandes para que esa comunidad se sostenga. Sin embargo, la fuerza de la serie y su atractivo es ficcionar la verosimilitud de ese grupo, como una comunidad social, enlazada libidinalmente y articulada mediante identificaciones entorno a unos mismos ideales. Esa ficción grupal funciona como una contracción que condensa, desplaza y borra las enormes distancias y vacíos cultural-simbólicos y socioeconómicos que hay entre los protagonistas mediante la violencia, el desprecio y el humor. Las escenas parecen tan inverosímiles, al combinar las experiencias vitales de los cuatro protagonistas tan socialmente distantes, que permite que emerjan escenas cómicas muy intensas. Freud (1905) señalaba que el humor era una vía para la descarga de la agresividad, de la rabia, de la envidia, del odio. Y esa serie televisiva permitía reírse de “los jóvenes”. De lo que no estoy seguro es si se reían más las personas adultas o las jóvenes de esas escenas. Lo que sí puedo afirmar es que las mujeres jóvenes y las personas trans quedaban excluidas de ese relato humorístico.

A mi modo de ver, el artificio construido en esa serie entorno a esos cuatro hombres jóvenes, hace unos cuarenta años, nos permite, a modo de ejemplo, darnos cuenta del discurso mediático contemporáneo sobre “los jóvenes”, el Covid-19 y su futuro. De modo sistemático, desde que empezó la pandemia, los medios de comunicación han presentado noticias entorno a “los jóvenes” y sus prácticas sociales, en que el relato básico es señalar de “los jóvenes” la incapacidad de contención, desmadre, interés por las fiestas y las borracheras, falta de cuidado y empatía con las medidas anti Covid-19, desprecio por el sacrificio del personal sanitario, manifiesta resistencia y desafío a las autoridades policiales y sanitarias, pillaje, vandalismo, agresividad, violencias sexuales, peleas, rotura de cristales, noche, despreocupación… un relato en que las mujeres y las personas trans de nuevo están ausentes. Es la misma ficción de la sitcom: condensación, desplazamiento e invisibilización.

Sin embargo, la categorización y estigmatización de un grupo social, en este caso llamado “los jóvenes”,tiene efectos reales. Como establece un principio fundamental de la sociología, el Teorema de Thomas (1928, 1923) o profecía autocumplida, si las personas definen las situaciones como reales, éstas son reales en sus consecuencias. Este principio remite a la capacidad del grupo o de las instituciones sociales en convertir en reales situaciones que suponen que lo son, a través de adecuar su acción a esa situación. La diferencia con la serie de ficción es que, desde las autoridades, los medios de comunicación y algunas instituciones sanitarias, han reducido el problema social de “los jóvenes” al problema de los “botellones de los jóvenes”. Parecería que lo que nos están narrando es que el futuro de “los jóvenes” es el botellón y su extinción, sobre lo que hay que intervenir para erradicarlo por insolidario e inaceptable. Es algo que “los jóvenes” no deben hacer. Se trata de un imperativo moral. Llamativa es la proclama que desde algunas asociaciones policiales han hecho de que se reabra el ocio nocturno, como vía de evacuación de algo que no se logra contener. De otros futuros se habla poco.

Habréis podido notar que llevo unas cuantas líneas hablando de “los jóvenes”, en masculino. Lo he hecho de forma deliberada, de hecho, desde la serie que he mencionado hasta el mensaje de los Mass Medias actual, se habla de “los jóvenes” en masculino. Como he avanzado, las mujeres jóvenes, las personas trans jóvenes, las trabajadoras jóvenes, las y los ricos jóvenes, las mujeres afrodescendientes jóvenes, los hombres jóvenes latinoamericanos, las minorías jóvenes, las personas jóvenes homosexuales… no existen. Es sorprendente que en tiempos de importantes y fundamentales reivindicaciones feministas, los medios sigan usando este tipo de lenguaje. Uno de los argumentos habituales para usar el masculino como genérico es que se trata de una convención y una forma de economía del lenguaje. Puede ser que haya aspectos económicos en esa fórmula, pero eso no quita que sea una economía sexista del lenguaje. Sabemos, tanto por el psicoanálisis como por la sociología, que los significantes no son neutros. Despliegan y evocan múltiples asociaciones en direcciones distintas. “Los jóvenes”, como significante del sentido común, sugiere una homogeneización conceptual implícita errónea. Hablar del futuro de “los jóvenes” es tanto como decir que ese futuro es el mismo para las mujeres, los hombres y las personas trans jóvenes, por poner un ejemplo. Sin embargo, el futuro de la juventud tiene las marcas del género, de la orientación sexual, de la clase social, de la etnicidad, de la diversidad funcional… Si la juventud está atravesada por la desigualdad, su futuro también, a no ser que se produzcan cambios radicales hacia la igualdad social en nuestro orden social que a corto y medio plazo no se perciben.

Actualmente, según la Encuesta de población activa (EPA, 2º trimestre de 2021) del conjunto de la población ocupada, el 46,1% son mujeres, valor que se reduce al 13,7% si son mujeres jóvenes (entre dieciséis y veintinueve años). El 53,9% son hombres, valor que desciende 13,0% si son hombres jóvenes (entre dieciséis y veintinueve años). No hay datos disponibles fuera del binarismo sexual. Este dato nos indica las severas dificultades que tienen las y los jóvenes en acceder a la autonomía financiera, condición fundamental para poder desplegar los propios proyectos de vida y la satisfacción autónoma de las propias necesidades. Aparentemente no se aprecian diferencias por sexo. Sin embargo, si nos fijamos con mayor detalle, un indicador del impacto del sexismo en la población joven es si se ha modificado la división sexual del trabajo doméstico (Delphy, 1982). Si tenemos en cuenta la proporción de personas según el sexo que declaran que se dedican en exclusiva al trabajo doméstico no remunerado (en la terminología de la EPA, “Labores del hogar”), una de las variables fuertes que nos permiten identificar la intensidad del sexismo, los datos son muy contundentes. Constituyen el 21% de la población inactiva (tres millones cuatrocientas cincuenta y dos mil doscientas personas) de las cuales el 87,2% son mujeres. Si tomamos como referencia el grupo de edad entre veinticinco y veintinueve años (la edad media de emancipación actualmente en España es de veintinueve años), el 75,7% de las personas de esa franja de edad que se dedican en exclusiva a la producción doméstica son mujeres, frente al 24,3% de hombres. Si pasamos al siguiente tramo de edad, de treinta a treinta y cuatro años, el diferencial aumenta aún más, (79,4% mujeres, y 20,5% hombres), datos que coinciden con la franja de edad en que los núcleos familiares jóvenes empiezan a ampliarse con criaturas. Solo con este ejemplo, ya podemos empezar a pensar que el futuro de las mujeres jóvenes pasa por ideales y trabajos distintos a los de los hombres jóvenes, a pesar de los progresos que se han producido hacia la igualdad entre los sexos y que parece que el simple paso del tiempo no modifica. Ideales que dibujan un futuro presidido por el cuidado y la dedicación al otro, principalmente para las mujeres jóvenes, y de provisión de medios de vida, principalmente para los hombres jóvenes.

¿Quiénes son “los jóvenes” de los que tanto hablan las voces oficiales? Intentar concretarlo, en ese marco conceptual que habla de “los jóvenes” como un grupo unitario y homogéneo caracterizado por la fiesta y la despreocupación, deviene imposible, como intentar definir qué es una persona joven a partir de la serie de televisión de la que hemos hablado.

La heterogeneidad interna en esa categoría social, si se aborda, obligaría a matizar las afirmaciones morales y punitivas que oímos a menudo sobre “los jóvenes” y los vaticinios sobre su futuro, que llevan a cabo las voces adultas. Nos permitiría darnos cuenta de que hablar de “los jóvenes” significa meter en un mismo grupo personas que participan de condiciones sociales profundamente desiguales en muchos aspectos vitales a pesar de compartir el rasgo de la “juventud”.  La juventud está seccionada por profundas desigualdades, que podemos agrupar en dos grandes tipos, siguiendo a Fraser (1997), socioeconómicas (como la explotación, la marginación y la privación), y cultural-simbólicas (como la dominación cultural, el no reconocimiento, el estigma), que surgen de la relaciones estructurales entre clases sociales (capitalistas), sexos, géneros, orientaciones sexuales y subjetividades sexuales (heterosexistas, transfóbicas y patriarcales), grupos étnicos (racistas, migratorias, coloniales y postcoloniales), grupos de edad (adultocráticas), grupos funcionales (capacitistas), grupos estéticos (cuerpofóbicas, tallistas y blanquistas), etc. ¿Significa entonces que no podemos hablar de juventud? Lo que propongo es que cuando analicemos la “juventud”, la tomemos como el vector principal a partir del cual se articulan las diversas desigualdades sociales interconectadas que acabamos de indicar y no como una forma de borrarlas.

Si volvemos a lo que dicen los Mass Media y las autoridades sobre “los jóvenes”, que los reducen al problema de los botellones, lo más correcto sería decir: son “unos” “criminales”, y su futuro es “criminal”… quizás lo que calificamos de criminal es que sobrevivan con tanta facilidad al Covid-19. Quizás son también objeto de la rabia y frustración que la pandemia ha producido en las personas adultas. No deja de ser paradójico el desplazamiento semántico que ha sufrido la juventud en la última década en España y Catalunya. De aglutinar las esperanzas de cambio hacia una radicalización de la democracia, a ser criminalizada.

Sin embargo, las cosas son distintas. La población joven es especialmente vulnerable a los riesgos de exclusión del mercado de trabajo y de la precarización en la ocupación, como señalaba el informe de la Enquesta a la joventut de Catalunya ya en 2017, a pesar de que el nivel formativo ha tendido a crecer por encima de las necesidades de cualificación de los puestos de trabajo disponibles (VVAA, 2018). Así mismo, las desigualdades socioeconómicas se intensifican entre el grupo de personas jóvenes, de modo que las personas jóvenes con progenitores en ocupaciones poco o semicualificadas están sobrerrepresentadas en el grupo de trabajadores y trabajadoras especializadas. Y las personas jóvenes con progenitores en ocupaciones técnicas y profesionales predominan en la misma categoría ocupacional. Según el Informe juventud en España 2020 (Pérez Díaz et al., 2021), esta situación descrita para Catalunya en 2017 no dista mucho de la española para 2020. La movilidad de clase fractura la población joven en España entre tres categorías. Mientras que el 48,6% de las mujeres jóvenes y el 46,8% de los hombres jóvenes se mantiene en la clase social de origen, un tercio ha mejorado su posición respecto a sus padres y el resto, un 18,5% de las mujeres jóvenes y el 22% de los hombres jóvenes están peor de lo que estaban sus progenitores (Pérez Díaz et al. 2021). Parecería que el ascensor social se ha ralentizado: por ejemplo, si nos fijamos en la relación entre la clase social del padre y del hijo, para la clase social baja casi el 60% de los hijos de la clase social baja continua en ocupaciones de bajo prestigio (39%) o buscando empleo (18,5%). En el caso de la clase social de la madre y la de la hija, la clase media sería la posición que más se mantiene (60,1%), (Pérez Díaz et al., 2021).  En cuanto a la posibilidad de emanciparse, en 2017, el 58% de las y los jóvenes (entre quince y treinta y cuatro años) seguían conviviendo con sus progenitores, lo que indica las dificultades para poder llevar a cabo sus propios proyectos, actividades y autonomía sin la negociación y/o supervisión de la familia de origen (VVAA, 2018).

La Enquesta a la joventut de Catalunya de 2017 (VVAA, 2018) junto con el Informe juventud en España 2020 (Pérez Díaz et al. 2021) nos aportan múltiples evidencias empíricas que nos hablan de un crisol de vulnerabilidades que atraviesan esta categoría de edad. ¿Por qué, entonces, nos empeñamos en hablar de “los jóvenes” en términos mediáticos? Es decir, como un significante que aglutina un meta texto que queda en un segundo plano y que podríamos resumir así: “los jóvenes, es decir, los borrachos que ensucian nuestros parques, playas, plazas y calles, sin importarles para nada el COVID ni su futuro”. Creo que tiene que ver, en primer lugar, que quien más habla de “los jóvenes”, no son las personas jóvenes sino las personas adultas. Es la posición adultocrática la que define la juventud, y esto no es gratuito. Es una definición en negación: se es joven porque no se es aún una persona adulta. Quienes problematizan y sienten malestar, en primer lugar, son las personas adultas en relación con las jóvenes. Pero ¿qué personas adultas? Porque, dicho así, también implica un agregado de realidades tan desiguales, que ignorarlas impide un análisis riguroso. Quienes condenan, son especialmente hombres adultos de los Mass Medias, de las autoridades oficiales y de algunas instituciones educativas y sanitarias.

Se insiste en presentar los botellones como un problema social, colectivo, pero en realidad deberíamos preguntarnos para quién es el problema. Sabemos que un problema social se presenta como un problema de orden normativo, moral y práctico de toda la sociedad, cuando en realidad remite a un determinado colectivo. Para “los jóvenes” de los botellones, si seguimos usando esa categoría, no parece que sea un problema el botellón, parece más bien su “solución” y quizás de ahí la mayor irritación que genera a quienes les condenan. Es un problema para las autoridades, pero si queremos analizar sociológicamente ese fenómeno no debemos confundir el foco de nuestro interés con el síntoma. Si no, lo que hacemos es proyectar las necesidades e intereses de las personas adultas en las jóvenes. Es más, parecería que las personas jóvenes que más nos “gustan” son precisamente aquellas que más se acercan a las necesidades e intereses de las personas adultas, pero sin disponer de los recursos materiales y simbólicos que las adultas detentan. La juventud irrita a las personas adultas cuanto más se hace notar. Una irritación desconcertante, puesto que no se trata de un sujeto colectivo político, con demandas y estrategias explícitas con quien negociar. Parecería que no queremos preguntarnos, ¿qué quieren?, ¿por qué hacen lo que hacen?, ¿qué futuro desean?, ¿desean ser personas adultas como nosotras, nosotros, nosotres?, ¿desean construir una adultez alternativa?, ¿hay un solo modelo de vida adulta?, ¿no reproducen en la vida juvenil aspectos de la vida adulta vigente? Nos escandalizamos de la suciedad de los botellones. Efectivamente, hay mucha suciedad y ruido. Sin embargo, cuando vuelvo al campus de mi universidad, por poner un ejemplo, después de la Fiesta Mayor organizada por la Universidad (en tiempo pre Covid-19), la suciedad y deterioro de los bienes públicos es de la misa naturaleza y calibre que cuando recientemente se ha producido en el mismo lugar un botellón. Me pregunto, entonces, sobre el aspecto diferencial de fondo, ¿qué hace que un encuentro masivo de personas jóvenes sea noticiable y que se destaquen sus aspectos negativos, y no se haga lo mismo cuando es la autoridad quien lo organiza? Qué diferencia y problemas tan distintos hay entre la celebración de la victoria de un título deportivo y los encuentros de las personas jóvenes en la misma plaza un viernes por la noche. O cuando ha sido ocupada por una manifestación de trabajadores o por los mercadillos ambulantes semanales. Creo que uno de los aspectos fundamentales es que no se pide permiso. Es decir, parecería que el problema no es simplemente la suciedad sino más bien quién detenta el poder. Pero claro, ¿quién debería pedir permiso? Precisamente porque aquello que llamamos “jóvenes” es internamente tan desigual, como hemos apuntado en los datos anteriores, no hay un “nosotras las personas jóvenes, que pedimos permiso para juntarnos en una avenida”. No pedir permiso es precisamente el factor enervante para las personas adultas, es la negación y desafío de su poder y de su autoridad. Es la deslegitimación del discurso adulto de la responsabilidad. Pero ¿qué persona joven puede dar crédito al discurso de la “responsabilidad adulta”, cuando esta es incapaz de garantizar los principios constitucionales del derecho al trabajo, a la vivienda y a una vida digna que son los pilares de su futuro? Esta expresión de poder que emerge de los botellones, sin embargo, es más bien un efecto alucinógeno de la masa, que refuerza una percepción omnipotente de invulnerabilidad bajo los auspicios de la masa y también del alcohol. La paradoja es que este efecto de poder efímero es devuelto a las audiencias de los Mass Media y de las redes sociales, reafirmando esa apariencia de poder, ejemplificada en la repetición incesante de la persecución de un grupo de policías urbanos por parte de un grupo de jóvenes. El discurso de los Mass Media refuerza y sostiene la apariencia de poder del grupo, a modo de espejo, y contribuye a construir una noción de grupo amenazante y violento, estableciendo las bases de la profecía auto cumplida. Sin embargo, se me hace difícil pensar que los cuerpos policiales, a pesar de las enormes presiones a los que están sometidos, perciban que han perdido poder frente a una juventud que toma las calles juntándose de forma masiva. Lo que denuncian los cuerpos policiales, a mi modo de ver, no es su pérdida de poder, pues no han dejado de detentar el monopolio de la violencia legítima, sino precisamente la pérdida de autoridad, es decir de que su acción no es percibida como legítima por una parte de esos y esas jóvenes. Es más, creo que hay un elemento de fondo adicional. Me pregunto por qué las y los jóvenes sienten la necesidad de expresar el poderío en el contexto del botellón. Quizás porque es de los pocos ámbitos que queda en nuestra sociedad donde la juventud puede entrar en contacto con el poder, experimentarlo, como mínimo para una parte importante de ellos y ellas. Es ahí donde pueden percibir su capacidad de acción, de ejercicio del poder, a pesar de que sea de forma espontánea en sus aspectos más lúdicos (a través del juego de ocupar el espacio mientras la policía intenta impedirlo), y de descarga pulsional en sus aspectos más irreflexivos y reactivos (a través del pillaje, las peleas, la destrucción).

Como una letanía, los Mass Media repiten el vínculo entre suciedad y juventud. Parecería que nos están diciendo que la juventud es sucia y que, si siguen así, su futuro también será sucio. Pero quizás, lo que expresan de forma irreflexiva las personas jóvenes de los botellones es que su presente es sucio, que las personas adultas hemos construido un presente ciego a las necesidades e intereses de la juventud, que les estamos dejando un futuro “sucio”. Quizás, deberíamos empezar por interrogarnos sobre nuestros ideales adultos sobre la juventud, y ponerlos en relación con los ideales de la juventud que hemos contribuido a constituir. Probablemente, junto con los gimnasios y las actividades deportivas, el botellón sea de los pocos espacios donde poder expresar su poder y su capacidad de hacer sin pedir permiso adultocrático.

Evidentemente, a pesar de lo que estoy señalando, no podemos ignorar el malestar por los daños y suciedad que este tipo de encuentros provocan al espacio público, a los bienes privados y al bienestar de las y los vecinos, a causa del griterío, de las peleas y la sensación de inseguridad. Sin embargo, parecería que cuando la ocupación del espacio público en zonas densamente habitadas, como en el centro de Barcelona o de Madrid, es efecto de la afluencia masiva a bares y lugares de ocio mercantilizados y regulados, ese malestar que sufren los y las vecinas deja de ser foco de interés por parte de las administraciones públicas y de los Mass Media que asiduamente informan de los botellones.

El problema no son los botellones en sí mismos sino cómo está socialmente organizado el ocio, de forma específica, y lo que se espera de las personas jóvenes de forma general. En el botellón, se hace visible una realidad paradójica: por un lado, un desafío a las formas institucionalizadas de ocio que, en el capitalismo patriarcal contemporáneo, implica su monetarización, y que el COVID ha hecho saltar por los aires. Por el otro, hay el mandato institucionalizado de la diversión que deben obedecer las personas jóvenes para seguir siendo jóvenes. I aquí llegamos, quizás a un aspecto central: ser joven, se presenta constantemente como un espacio de libertad, de desafío, de ruptura, despreocupación y disfrute hedonista espontáneo que no piensa en su futuro.

El Covid-19 ha sido abordado desde una biopolítica sanitaria muy estricta, afectando, quizás de modo mucho más intenso que en otros colectivos, sobre lo poco que las personas jóvenes pueden desplegar de modo autónomo y autodeterminado: su corporalidad puesta en relación. El Informe juventud en España 2020 (Pérez Díaz et al., 2021), llevó a cabo una subencuesta específica sobre cómo las personas jóvenes vivieron y percibieron el Covid-19 y las medidas sanitarias derivadas. Desde el punto de vista del cumplimiento de las normas establecidas, estas fueron respetadas por la inmensa mayoría de jóvenes, a pesar de suponer un deterioro de su frágil autonomía en muchos casos. Así, parece que las mujeres jóvenes experimentaron mayor malestar durante el confinamiento, al obtener mayor porcentaje que los hombres jóvenes en relación con haber experimentado tensión (un 34,2% frente al 23,7% de los hombres jóvenes), y estrés (39,8%, frente al 24,6% de los hombres jóvenes). Porcentajes que casi se duplican respecto al de los hombres jóvenes cuando las mujeres jóvenes hablan de depresión (un 24,2%), moral baja (31,1%) y dormir mal (31,8%) (Pérez Díaz et al., 2021). Quizás es un indicador de las expectativas sociales y los ideales que presionan a las mujeres jóvenes en el sexismo, que se han agudizado en el confinamiento, especialmente al dificultar la toma decisiones sobre acceder a un primer empleo, estudiar, emanciparse y verse abocadas a atender en casa a familiares convalecientes o sustituir las figuras de cuidado en la familia de origen a costa de su autonomía y planes de futuro, etc.

Para avanzar en esta reflexión, creo que una de las herramientas más interesantes que nos ofrece la sociología es recurrir al análisis de las relaciones institucionales y estructurales.  Si queremos repensar lo que ocurre con las personas jóvenes y su futuro, nos puede ayudar desplazar el análisis del grupo de jóvenes a los mandatos sociales (institucionales) y a los vínculos sociales mediante los cuales satisfacer las necesidades (estructurales).

En cuanto a los aspectos institucionales, significa entender la juventud como una institución social, no tanto como un grupo de personas, sino como un modelo de acción imperativa e histórica que implica mecanismos de control y coacción y que naturaliza la realidad. Estos modelos de acción, interiorizados por cada sujeto mediante la socialización, implican la tipificación recíproca de las acciones (Berger y Luckmann, 1988). Un rasgo fundamental de las instituciones son los mandatos sociales que son interiorizados como ideales. Actualmente, parecería que los mandatos sociales asociados a la juventud remiten a ser feliz, a ser una persona divertida y aguda, a soportar el alcohol y mostrar, en el caso de los hombres heterosexuales jóvenes, fuerza, vigor y asumir riesgos para mostrar su valentía y seguridad, mediante cuerpos entrenados. Y en el caso de las mujeres jóvenes heterosexuales, fragilidad, delicadeza, receptividad, escucha y prudencia, mediante cuerpos sensuales y poco entrenados. Estos ideales, como ha señalado Velasco (2009), están asociados a fuentes de vulnerabilidad y malestar físico y psíquico específicos.

El nivel estructural significa entender la juventud como una forma de vínculo social que da lugar a procesos de satisfacción y creación de necesidades desiguales entre las personas jóvenes, las adultas, las infantiles y las viejas en una relación de mutua dependencia, que implica que las posibilidades de acceso a la vivienda o a un empleo remunerado sean, en España y Catalunya, menores que respecto a la media europea. Que el reconocimiento de dichas desigualdades implica así mismo el establecimiento de relaciones de poder y subordinación entre las personas jóvenes y las adultas, así como un acceso desigual al reconocimiento y al respeto.

Parecería que para algunos, hablar de futuro de las personas jóvenes es pensar que está en el botellón. Quizás, está en las botellas que rompen en cada confrontación con la policía y que contienen un mensaje que nos envían desde las playas desoladas por las crisis socioeconómicas, políticas y sanitarias, inundadas por las aguas de la desigualdad que caracterizan nuestra sociedad sexista, clasista, adultocrática, racista, colonial, capacitista… Un mensaje que nos dice: “Estamos vivas, vivos, vives”. Una afirmación vital que, a pesar de obedecer los mandatos de la juventud, se escapa de ese marco, para mostrar el deseo del encuentro, del contacto, de la alegría, de las risas, de la belleza, de la escucha, de los besos y de las caricias. Porque de eso también hay en los botellones, conversaciones sobre la vida que les espera, sus miedos y sus deseos futuros en un crisol de grupos de hombres, de mujeres, mixtos, trans… que se identifican entre sí entre sonrisas y miradas cómplices. Y que, a pesar de compartir una misma plaza, un mismo paseo, o una misma playa, ocupan posiciones sociales distantes. Posiciones que se acercan entre sí por unas horas mediante el hilo de un futuro efímero, impregnado de fluidos desechados de forma compulsiva y al mismo tiempo de esperanzas y de encuentros que construyen proyectos comunes abiertos a la incertidumbre. Un hilo que a menudo se rompe por las fantasías omnipotentes que niegan el principio de realidad en el refugio de la masa. Porque a pesar de cumplir con los mandatos sociales de la juventud, el malestar y el sufrimiento emerge con intensidad, pero no a causa del Covid-19, sino por cómo socialmente está organizado el acceso a la satisfacción autónoma de las propias necesidades y que el Covid-19 no ha hecho más que amplificar. Malestar que en los botellones puede emerger como descargas contra objetos y contra lo que representa el poder en las calles: la policía.

Mientras casi cada día hablamos de los botellones de “los jóvenes” como un grupo amenazante, borramos e invisibilizamos cómo son de vulnerables y en qué condiciones precarias viven un parte de ellos, ellas y elles, y silenciamos su futuro repleto de las desigualdades que arrastramos desde el último siglo. De ahí la importancia de abrir espacios de reflexión como este. Si queremos transformar los botellones, habrá que empezar por construir las bases de un futuro posible para muchos y muchas jóvenes. Porque el futuro es la juventud. Y, mientras, quizás podemos repensar los botellones conjuntamente, crear espacios adecuados para ellas, ellos, elles, que estimulen el cuidado y el encuentro al ritmo vital de la juventud.

 

Referencias bibliográficas

Berger, Peter L. y Thomas Luckmann (1988). La construcció social de la realitat. Herder.

Delphy, Christine (1982). El enemigo principal. En Por un feminismo materialista y otros textos. Lasal Edicions de les Dones, pp. 11-28.

Fraser, Nancy (1997). ¿De la redistribución al reconocimiento? Dilemas en torno a la justicia en una época «postsocialista». En Iustitia Interrupta. Reflexiones críticas desde la posición justicialista. Siglo del Hombre y Universidad de los Andes, pp. 21-26.

Freud, Sigmund (1905). El chiste y su relación con el inconsciente en Obras Completas. (1991 ed.). Amorrortu.

INE. Encuesta de Población Activa. 2º trimestre de 2021. Madrid. INE.

Pérez Díaz, María Teresa, et al. (2021). Informe Juventud en España 2020. Instituto de la Juventud.

Thomas, William (1923 [2005]). La definición de la situación. Cuadernos de Información y comunicación (10), pp. 27-32.

Thomas, William and Dorothy Swaine Thomas (1928). The Child in America. Behavior Problems and Programs. Knopf.

Velasco, Sara (2009). Sexos, género y salud. Minerva.

VVAA. (2018). Enquesta a la joventut de Catalunya 2017. Generalitat de Catalunya. Departament de Treball, Afers Socials i Famílies.

 

Resumen 

En este breve artículo reflexiono sobre los prejuicios que tenemos hacia la juventud en España y Cataluña, a partir de la estigmatización a la que está sometida en tiempos recientes, especialmente por los botellones. Una actividad que ha sido especialmente objeto de juicios morales muy severos mediante los cuales se ha criminalizado a las personas jóvenes en tiempos de pandemia. Ofrezco un desplazamiento de la noción “los jóvenes” a una de “juventud”, sin sesgo androcéntrico, para mostrar las dimensiones de la desigualdad social que la atraviesan y como éstas nos ayudan a pensar el futuro de la juventud, su vulnerabilidad y las dificultades a las que se enfrenta, aportando algunas evidencias empíricas y algunas herramientas analíticas para su abordaje.

Palabras clave: género, desigualdad, salud, prejuicios, botellón

 

Abstract 

In this paper I reflect on the prejudices we have about youth in Spain and Catalonia, based on the stigmatization to which they are subjected in recent times, especially because of “botellones”. An activity that has been especially subject to very severe moral judgments through which young people have been criminalized in times of pandemic. I offer a shift from the notion «young people» to one of «youth», without androcentric bias, to show the dimensions of social inequality that go through it and how these help us to think about the future of youth, their vulnerability and difficulties which it faces, providing some empirical evidence and some analytical tools for its approach.

Keywords: gender, inequality, health, prejudice, bottle

 

Enrico Mora
Doctor en Sociología
Professor Agregat del Departament de Sociologia de la Universitat Autònoma de Barcelona
enrico.mora@uab.cat

[1] En España el “botellón” es un término coloquial para designar un encuentro espontáneo de personas, habitualmente jóvenes, en el espacio público, lúdico y nocturno. Se llama “botellón” para señalar, especialmente, que de las actividades que se producen en estos encuentros no autorizados por las autoridades se consumen bebidas, especialmente alcohólicas, adquiridas previamente en supermercados o tiendas de licores y cuyas botellas vacías acostumbran a ser el rastro más evidente que queda esparcido por el suelo al día siguiente.