La crisis social desencadenada por la pandemia del coronavirus ha provocado nuevos problemas, pero también se ha encargado de destacar nuestra vulnerabilidad, tan sofisticadamente soslayada en tantas ocasiones. Somos vulnerables porque podemos ser heridos, mortalmente también. Y, a fin de cuentas, nos es imposible disfrutar auténticamente de la vida sin reconocerlo.
Todas las personas y estructuras sociales estamos siendo afectadas por la actual situación, pero ¿cómo lo ha hecho y lo sigue haciendo sobre los y las adolescentes de doce a dieciséis años, la adolescencia en edad escolar?
Las medidas de restricción de la interacción social, especialmente en los momentos de máximas limitaciones, tienen importantes efectos en esta etapa del desarrollo. Las experiencias que en la adolescencia se necesitan para irse verificando y poniendo a prueba en las relaciones se encuentran inoportunamente dificultadas por esta situación. Una buena cantidad de “primeras veces” quedaron inevitablemente aplazadas por los confinamientos. Por supuesto cada adolescente lo ha vivido de diferente manera en función de su subjetividad. Unas veces con resignación, otras con rebeldía, otras con desesperación, algunas con alivio, otras con una intolerancia tan elevada que indefectiblemente les llevaba a la transgresión… Todo ello en función de que en sus estados mentales predomine más la claustrofobia o bien lo haga la claustrofilia. Cuando la angustia vivida por los y las adolescentes es desbordante y no encuentran respuestas suficientemente contenedoras en sus entornos naturales, pueden utilizar diferentes estrategias defensivas para lidiar con malestares muy profundos.
Las ansiedades claustrofóbicas, junto a las agorafóbicas, conforman los dos polos de ansiedades prototípicas en esta etapa del desarrollo. Por un lado, el temor de quedarse atrapado/a en la infancia y no crecer, por el otro la angustia al sentirse perdidos en un mundo nuevo y desconocido sin recursos para manejarse adecuadamente en él. El encierro ha supuesto para los adolescentes más invadidos por ansiedades claustrofóbicas, una fuente extraordinaria de angustia. En estos casos la transgresión de las prohibiciones o los intentos de dominar la ansiedad a través del control del cuerpo y la conducta alimentaria o las autolesiones, han supuesto tentativas más o menos desesperadas de deshacerse del sufrimiento. También el suicidio o su intento cuando el malestar es tan masivo que compromete el sentimiento de identidad.
En el otro extremo los adolescentes invadidos por ansiedades agorafóbicas y, por ende, más bien claustrofílicos –los amantes del encierro– , pueden haberse sentido aliviados, instalándose entonces más o menos cómodamente en la situación y encontrando luego dificultades para salir de ella.
Y entre un extremo y el otro, todos los ambivalentes, aliviados en un primer momento y cargados de culpa y temor al estancamiento después. Situación que está motivando muchas de las consultas que se están haciendo por estados depresivos y de desorientación en este momento de gradual levantamiento de las restricciones. Para muchos otros las etapas de confinamiento también crearon las condiciones para un momento de contacto con uno mismo, autodescubrimiento, elaboración y creación personal.
Así como el encierro supuso para algunas familias una oportunidad para reencontrarse y fortalecer vínculos, para las relaciones familiares más patológicas entrañó una condena. La atención a situaciones de abuso, maltrato y violencia fue otra de las prioridades durante los periodos de máximas restricciones. Otro hecho que puso más en evidencia la importancia y la necesidad de las relaciones para el desarrollo y el bienestar personal, así como el daño que pueden provocar cuando son abusivas o disfuncionales.
Los entornos relacionales que acompañan a la adolescencia también han visto mermadas sus capacidades de contención. Una situación marcada por las pérdidas y la amenaza de pérdidas de muy diversa índole hace particularmente difícil escuchar, comprender y empatizar con la vivencia de duelo que también supone la adolescencia. Por otro lado, la elevada dosis de incertidumbre que este escenario produce viene a sumarse a las mil dudas que justamente genera esta etapa de transición de la que se desconoce el resultado final. ¿Cómo resistir el no saber en qué se van a convertir nuestros y nuestras adolescentes si la angustia sobre lo que va a ser de nosotros nos atenaza?
La crisis provocada por la pandemia nos sirve así para profundizar en nuestra reflexión sobre el proceso de emancipación en la adolescencia. Podríamos decir que emanciparse es la tarea culminante de la evolución que determinan los cambios de la adolescencia. Una transformación que, como sabemos, supone para el sujeto la liberación de la dependencia infantil a través del desarrollo de la autonomía y la construcción de un sentimiento de identidad suficientemente bueno (Tió, 2020). Y para el entorno significa la delegación y la renuncia paulatina a las funciones de cuidados que el niño y la niña nos reclamaban. Emanciparse y emancipar. Un proceso dinámico, complejo e interactivo.
La capacidad de emancipación se cimienta en la infancia cuando niños y niñas danzan con sus cuidadores y cuidadoras el baile del apego y la exploración curiosa del mundo, de la separación y el reencuentro. Construyéndose, si todo va suficientemente bien, una vivencia de seguridad en la relación que deviene gradualmente interna y permite desarrollar la capacidad de estar solo y contener las ansiedades de separación. Una presencia que ni abandona, ni asfixia con sus intentos de control. Algo que también va a ser fundamental en la adolescencia, en donde las nuevas ansiedades de separación de esta etapa también reeditan todas las vividas anteriormente y, en especial las de la infancia.
Justamente, en el instituto de enseñanza, en el momento de la incorporación a la educación secundaria, se materializa para los y las adolescentes una encrucijada de emociones que deberán enfrentar. Por un lado, supone una oportunidad de crecimiento y aprendizaje, de incorporación de nuevos conocimientos y habilidades, de socialización, que puede despertar ilusión, pero también generar temor e inseguridad al contactar con las limitaciones y las dificultades. Una de las tareas de los docentes será pues acompañar estas ansiedades, estimulando la confianza y la esperanza. Cuando el adolescente siente que las ofertas que se le hacen le desbordan puede oponerse a ellas desvalorizándolas, llegando a ridiculizarlas, como una forma de huir de sus sentimientos de impotencia. De ahí la importancia de construir lo que Vigotsky (1978) denominó como las “zonas de desarrollo próximo”, en las que se puedan sentir las potencialidades con ilusión y confianza en vez de como una amenaza de fracaso. Los acompañamientos educativos que presionan al éxito agitando el espantajo del fracaso sólo pueden encontrarse con el sometimiento angustiado o el oposicionismo como respuestas. El adolescente que molesta en clase se defiende del contacto con su propia inseguridad y desvalimiento. Intenta llamar la atención como un niño, en una búsqueda disfuncional de obtenerla, provocando paradójicamente en muchas ocasiones dinámicas expulsivas que pueden acabar sirviéndole también como coartada para justificar sus malos resultados, “no soy yo que no puedo, es el profesor que me tiene manía”. El hecho de que la pandemia haya generado una disminución de las exigencias académicas ha aliviado la presión que algunos chicos y chicas sentían, permitiéndoles seguir vinculados al sistema educativo y resistiendo la tentación de abandonarlo.
La sociedad en crisis tiende a producir sobre sus miembros un efecto de presión hacia el éxito, el individualismo y la competitividad como una reacción de supervivencia y un intento de regulación del exceso de incertidumbre. Los sistemas educativos, como todos, también están atravesados por esas fuerzas de las que sólo pueden zafarse con el pensamiento crítico. Quizás la crisis de la pandemia del coronavirus, al estar inicialmente provocada por un problema de salud, ha podido estimular más la consciencia de la importancia de la relación, del cuidado y de los límites, modulando la fiebre individualista que el neoliberalismo impone. Pero la presión al éxito es muy tozuda y se anuda con las exigencias del propio narcisismo.
Por otro lado, la incorporación a la educación secundaria supone para chicos y chicas la continuación de la enseñanza obligatoria. Es un cuidado que el adolescente, en la transición evolutiva que está viviendo, puede sentir como una imposición caprichosa e infantilizante del mundo adulto que “no nos deja elegir y nos impone de forma abusiva sus designios”. Como ha señalado en diferentes ocasiones Luis Feduchi (Tió, Mauri, Raventós, 2014), psicoanalista experto en adolescencia, la “O” de la ESO no se suele explicar bien a los adolescentes que pueden acabar entendiéndola como una coerción contra la que rebelarse, constituyéndose en una suerte de objetores de conciencia, de “insumisos escolares”. La “O” de la ESO hace referencia, en realidad, a la obligación contraída por la sociedad para con la adolescencia, es el compromiso de atender una necesidad que se ha constituido en derecho a una educación más prolongada para todos en pro de la igualdad de oportunidades. Cuando la escuela es vivida como imposición y control, las ansiedades claustrofóbicas se estimulan. Y en vez de reconocer los propios impulsos regresivos que utilizarían la escuela para instalarse y no crecer nunca, se proyecta en el sistema la retención y la asfixia, pudiendo llegar a construirse un síntoma fóbico, o bien a defenderse con el absentismo.
Así puede haber chicos y chicas que no aparecen casi nunca, junto a otros y otras que pueden provocar en los enseñantes el deseo de “verlos desaparecer”. La mayoría, sin embargo, están ahí haciendo lo que pueden. Las dinámicas de mayor control en las escuelas, que las medidas de seguridad impuestas por la pandemia han generado, han podido estimular estas ansiedades claustrofóbicas, pero también han disminuido las vivencias de expulsión. Algo, esto último, que se ha notado de forma más evidente en los centros residenciales de adolescentes que paradójicamente se han sentido más contenidos al no poder fugarse con tanta facilidad y sentirse más atendidos.
Cuando la dependencia infantil de la que el adolescente tiene que liberarse es muy intensa, los intentos de separación de los padres pueden conllevar una crisis de identidad complicada que provoque estrategias defensivas disfuncionales. En los movimientos regresivos, el adolescente puede intentar refugiarse en el claustro de su habitación, buscar relaciones idealizadas en las que intentar perpetuar un vínculo de dependencia, o bien, de negación de la misma a través del refugio en las representaciones idealizadas de uno mismo que supone el narcisismo, estas serían algunas de las principales estrategias disfuncionales.
Con los movimientos regresivos se intentan calmar las ansiedades del crecimiento a través de la búsqueda de un refugio. Como he señalado anteriormente la escuela puede en ocasiones jugar ese papel, pero es la casa el espacio principal utilizado para ello. Algo que en la pandemia se ha estimulado excepcionalmente, poniendo también dramáticamente en evidencia la situación de los que no tienen casa. Dentro de la casa, es la habitación el principal refugio para el adolescente. Aunque es importante considerar la habitación del adolescente también como un espacio transicional entre la casa y el afuera. Un espacio de intimidad, de paulatina separación de los padres y de ventana abierta al mundo, algo esto último que, con la aparición de las nuevas tecnologías, se ofrece de forma todavía más eficaz. Así la habitación del adolescente puede jugar esa doble función, ora facilitando la desconexión de las ansiedades agorafóbicas, ora propiciando una conexión con uno mismo y la exploración del mundo a partir de los intereses propios.
A través de la búsqueda de relaciones en las que perpetuar la dependencia infantil que no se puede abandonar, los y las adolescentes pueden sustituir a las figuras parentales por relaciones de pareja que intentarán dar continuidad a ese tipo de vínculo. También es algo que se puede buscar a través de la adscripción a un grupo o ideología de características más o menos sectarias o fundamentalistas. Grupos que ofrecen una protección idealizada si uno se siente formando parte de ellos, a la par que una identidad vicaria. La proliferación de grupos de estas características está ya siendo un fenómeno que la crisis social que vivimos estimula, y a la que los adolescentes pueden ser especialmente vulnerables.
El narcisismo y la omnipotencia pueden ser dos amos muy exigentes. Los funcionamientos narcisistas son, sin embargo, naturales en la adolescencia. Con ellos el o la adolescente intentan proteger y construir su todavía precario sentimiento de identidad. Con tozudez pueden confrontarse con el adulto no sólo para liberarse de su tutela y ponerse a prueba, sino también para regular su contacto con los propios límites, que todavía son difíciles de soportar. Es el otro el “ignorante”, el “equivocado”, el “cobarde”, el “débil”… Cuando los adultos que acompañan este momento no se encuentran suficientemente en forma pueden tolerar mal la confrontación y el trato que el adolescente les dispensa y entrar en una batalla intentando doblegar sus actitudes. O deprimirse aumentando el sentimiento de culpa del adolescente. Algo que en una situación de crisis social puede ser más frecuente, pues los adultos también se encuentran afectados, ansiosos o deprimidos.
Pero es también la propia sociedad la que estimula la dependencia de muy diversas maneras para conseguir la sumisión voluntaria de los ciudadanos. En nuestra sociedad contemporánea el consumismo nos infantiliza, el individualismo nos desprotege al aislarnos y alimenta nuestro narcisismo y el miedo nos acobarda. La rebelión del adolescente contra lo que vive como intentos de inoculación del miedo, puede llevarlo a reacciones temerarias para romper la parálisis, como por ejemplo está sucediendo con el fenómeno del “botellón”. Por otro lado, la idea de libertad que se promueve desde la óptica individualista y consumista coincide con la que puede tener el niño o la niña que la asocia con la ausencia de frustraciones y responsabilidades. Cuando el entorno del adolescente consigue vincular los límites que introduce, con cuidado y compromiso, ayuda a que estos se puedan ir integrando, llenos de sentido, en un proceso de maduración hacia la responsabilidad. Pero cuando los adultos se sienten frustrados y sometidos a unas renuncias que sienten injustas, tienden a responder de forma más intolerante ante los funcionamientos infantiles del adolescente, al que ven como alguien que sólo “quiere salirse con la suya”. El adulto ve en el niño su propia inmadurez inconsciente y lo trata con la misma fuerza represiva con la que se trata a sí mismo, a veces llegando a expresar una rabia envidiosa y vengativa “con todo lo que yo tengo que aguantar…”. Para el adolescente la “suya” es algo que va a tener que construir y estaría muy bien que pudiera conseguirla o intentar acercarse a ella a lo largo de la vida. La situación creada por la pandemia introduce también este riesgo, al aumentar la intolerancia de los adultos a la parte infantil del adolescente, propiciando escaladas de interacción negativa que pueden desembocar en comportamientos violentos.
La libertad se construye en la relación con uno mismo, liberándonos de las servidumbres del narcisismo y la omnipotencia, y en la relación con el otro, aceptando nuestro deseo y necesidad del otro, reconociendo el valor de la relación. Tal como señala Axel Honeth (2000), filósofo y sociólogo considerado como una de las figuras más importantes de la llamada tercera generación de la Escuela de Frankfurt, el otro es un requisito para mi libertad, no un obstáculo. Cooperando con los demás puedo llegar más lejos. Y escuchar la opinión del otro tiene un valioso poder correctivo que estimula nuestra capacidad de pensar críticamente. No hay emancipación sin pensamiento crítico.
Finalmente, el proceso emancipatorio necesita el reconocimiento de las nuevas capacidades para ir consolidándose. Si ya antes de la pandemia se hablaba de la crisis de los sistemas de reconocimiento en la sociedad contemporánea, ahora estas dificultades aumentan.
En su “Teoría del reconocimiento” Axel Honneth (2000) describe los tres tipos de praxis que considera son formas de reconocimiento. En primer lugar, el amor, que se constituye en la relación primaria entre la madre y el hijo y que permite al sujeto poder “estar solo “, articular su cuerpo de modo autónomo y expresar con confianza sus necesidades y sentimientos. A esta forma de reconocimiento le corresponde la forma negativa del menosprecio, que va desde la violación física a la psíquica, abarcando también las diferentes formas de maltrato o tortura. En segundo lugar, la praxis social del derecho. Esta forma de reconocimiento consiste en la concesión de determinados privilegios y prerrogativas al sujeto, pero en tanto que miembro del concepto universal de persona. De este modo, el sujeto es reconocido como un legislador potencial en relación con el derecho en cuestión y, por lo tanto, como una persona que puede autolegislarse moral y jurídicamente. La negación de esta forma de reconocimiento es la desposesión, que no sólo implica la exclusión de determinados privilegios sino también la deprivación de la autoimagen. Es decir que conlleva que el sujeto se perciba a sí mismo como alguien sin capacidades morales y sin autonomía. Y una tercera forma de reconocimiento, que denomina solidaridad. Se trata de una serie de prácticas sociales orientadas a que el sujeto perciba determinadas cualidades suyas como valiosas en función del logro de objetivos colectivos considerados como relevantes. La forma que corresponde a su privación es la deshonra, que sufren normalmente los miembros de aquellos grupos que son socialmente marginados o percibidos como extraños en relación con la cultura dominante.
Menospreciados, desposeídos y deshonrados. Esta puede ser la situación de algunos adolescentes que, tras haber sufrido experiencias adversas o traumáticas en la infancia, se enfrenten a situaciones que no garanticen el ejercicio de sus derechos y a una escasez de experiencias de reconocimiento social abrumadora.
La teoría de Honneth facilita la comprensión de cómo se anudan los procesos sociales con el desarrollo psicológico. La importancia de las relaciones, de la lucha por los derechos y por el reconocimiento de nuestras cualidades más valiosas. Es con estos ingredientes cuando los y las adolescentes, incluso en los tiempos del coronavirus, pueden sentirse invitados a sumarse a un “nosotros” lleno de sentido.
Referencias Bibliográficas
Honneth, A. (2000). La sociedad del desprecio. Trotta. 2011
Tió, J., Mauri, L., Raventós, P. (coord.) (2014). Adolescencia y transgresión. Entrevista al Dr. Luis Feduchi, Octaedro.
Tió, J. (2020). La formación del sentimiento de identidad en la adolescencia. Temas de psicoanálisis. Núm 20.
Vigotsky, L.S. (1931). El desarrollo de los procesos psicológicos superiores. Biblioteca de Bolsillo. 2000.
Resumen
El presente trabajo reproduce la ponencia presentada el 20 de mayo de 2021 en la mesa redonda organizada por DANA-SEP sobre los efectos de la pandemia en los adolescentes en edad escolar. El artículo analiza la interacción entre el entorno que acompaña las adolescencias y su desarrollo psicológico, poniendo énfasis en el proceso de emancipación que define esta etapa.
Palabras clave: adolescencia, pandemia, emancipación, ansiedades, reconocimiento.
Abstract
This paper reproduces the presentation presented on May 20, 2021 at the round table organized by DANA-SEP on the effects of the pandemic on school-age adolescents. The article analyzes the interaction between the environment that accompanies adolescents and their psychological development, placing emphasis on the emancipation process that defines this stage.
Key words: adolescence, pandemic, emancipation, anxieties, recognition.
Jorge Tió
Psicólogo clínico, psicoanalista (SEP-IPA)
jorgetiordez@gmail.com