Con la intención de plantear una serie de reflexiones, fruto de la observación realizada como profesor y director de instituto, en torno a la incidencia del COVID-19 en la educación y la estabilidad emocional de los jóvenes, plantearé la siguiente intervención en tres apartados:
1. El confinamiento de la primera ola (primavera/verano de 2020).
2. El retorno al Instituto (septiembre de 2020).
3. Las diferentes olas (empezamos el 2021).
Antes, sin embargo, y para entender un poco la mirada personal y subjetiva, fruto de la propia experiencia, quisiera contextualizar el centro que dirijo.
Se trata del Institut Neus Català, situado en el barrio de Sant Ildefons de Cornellà de Llobregat. Un instituto “pequeño” (solo tenemos ESO, ocho grupos —dos por nivel—). Esto representa doscientos dieciséis alumnos y veintiocho profesores. Estas dimensiones del centro nos permiten explotar una de las características principales de nuestro proyecto pedagógico, el acompañamiento individual del alumnado en sus procesos de aprendizaje y de crecimiento personal. Lo que en el mundo pedagógico se conoce como “personalización del aprendizaje”.
Esta metodología de trabajo se centra en el hecho de que creemos que cualquier progreso educativo (académico incluso, si lo prefieren) pasa por una buena estabilidad emocional. Estar bien con uno mismo, estar contento con lo que se hace, encontrar sentido y coherencia entre pensamiento y acción es lo que reafirma el éxito educativo, independientemente de las capacidades o aptitudes que cada uno pueda tener. Porque es, además, desde esta perspectiva que el desarrollo personal y educativo del alumnado puede tender a la personalización como objetivo final de toda nuestra actuación.
Hago mías aquí las palabras de la profesora Neus Sanmartí, gran referente de la evaluación formativa como fuente de aprendizaje: «Evaluar genera emociones». Es esencial, en todo proceso formativo, cuidar las palabras (los llamados «feedbacks», retornos de las actividades, de las pruebas, comentarios a las evaluaciones …) porque son, en definitiva, las que permiten avanzar.
Y en relación a este aspecto, también es fundamental tener un lugar dentro del grupo, dentro de la estructura (dentro del centro educativo, en nuestro caso). El bienestar y el hecho de saberse útil y necesario, la «creación de vínculo» permite consolidar aún más los procesos de aprendizaje y crecimiento personal.
Todo ello en el entorno de un centro considerado de máxima complejidad, dado que una gran parte de las familias del alumnado que estudia en él presenta unas rentas económicas de clase media-baja, eminentemente trabajadora y prioritariamente llegada de las migraciones que desde el principio del siglo XXI han llegado a la conurbación metropolitana y se han instalado en barrios como el de Sant Ildefons, nacido en los años sesenta, fruto de anteriores procesos de migración.
Esto, en resumen, y ya para entrar en la materia concreta que nos ha traído aquí —la del confinamiento y sus consecuencias a nivel educativo y emocional— significa vivir en pisos pequeños, sin casi salida al exterior; y eso en el mejor de los casos, dado que a menudo incluso significa vivir en bajos sin células de habitabilidad o habitaciones compartidas. El confinamiento de la mayoría de nuestro alumnado, por lo tanto, debe entenderse como confinamiento en el sentido más estricto del término, sin poder disfrutar de uno de los referentes más positivos del barrio, la vida social y los espacios de socialización al aire libre.
El confinamiento de la primera ola (primavera/verano de 2020)
El jueves 12 de marzo de 2020 el gobierno decretaba el cierre de los centros escolares. Justo un día antes del decreto de estado de alarma. Un cierre que en un primer momento se dijo que sería por quince días no parecía nada difícil de poder superar. Y es así que alumnos y docentes nos fuimos a casa. Desde el instituto planteamos a nuestros alumnos una serie de actividades/retos que más que avanzar en el desarrollo curricular de las materias, pretendían mantener el contacto virtual con los jóvenes y, de alguna manera, mantener la comunidad viva durante esos quince días. Tenemos la suerte de ser un centro que ya trabajábamos “tecnológicamente” antes del confinamiento. El alumnado dispone de un ordenador personal (propio o de préstamo en los casos con más dificultades económicas) y por lo tanto estaba acostumbrado a trabajar en entornos virtuales (espacios virtuales de aprendizaje, correo electrónico, agenda digital…). Esto, en un principio, no suponía mucha dificultad.
Aun así, los días se fueron alargando, y lo que inicialmente debía ser un periodo corto de tiempo, se iba convirtiendo en una “perspectiva de no retorno durante todo el curso”. Por lo tanto, tuvimos que introducir lo que era una novedad tecnológica tanto para alumnos como para profesores, las “clases online mediante videoconferencia”. Este fue un aprendizaje compartido por todos lados que necesitó de pequeñas adaptaciones a medida, dado que íbamos encontrando dificultades intrínsecas que no nos habíamos planteado: los horarios no podían ser los mismos que los de las clases ordinarias (imposible aguantar seis horas diarias conectados a una conexión digital), las actividades y las metodologías de trabajo nada tenían que ver con las de la clase presencial. Tuvimos un trimestre lectivo para adaptarse a esta nueva realidad educativa.
La evaluación de este periodo de confinamiento es relativamente positiva. Hacia mitad del mismo pasamos un formulario de valoración a alumnos y familias en el que detectamos un cierto exceso en la demanda de conectividad, lo que nos llevó a replantear, como comentaba antes, la metodología y la carga de horas de las clases online. Menos carga lectiva, menos clase magistral; más acompañamiento y más tareas individuales. Es justamente el “acompañamiento”, el hecho de encontrar a alguien al otro lado de la pantalla, del teléfono, lo que más se valoraba.
Aun así, hay que tener presente que la “no presencialidad” dificulta la labor educativa desde una perspectiva emocional. La pantalla no es la mirada directa. El meet no es el aula. El contacto virtual no es el contacto social. Lo complementa, pero no lo sustituye.
Es significativo el hecho de que, en la línea que hablábamos antes de la personalización del aprendizaje, la respuesta del alumnado fue diversa. Hubo quien se adaptó con facilidad y comodidad a la educación online, mientras que a otros en cambio les costó e incluso mostraron momentos de “desconexión”. Y eso no siempre coincidía con la respuesta del mismo alumno en presencialidad. Es decir, algunos alumnos que en el aula tienen tendencia a la dispersión, por ejemplo, se mostraban mucho más conectados desde el espacio online; y al revés, alumnado que responde muy bien a los procesos académicos desde la presencialidad mostraba importantes dificultades de seguimiento de los aprendizajes online.
Cabe señalar que, a pesar de los esfuerzos del profesorado, tutores, y técnico de integración social, para contactar con todas las familias y alumnos para que no se desconectaran del centro, alrededor de un 15% del alumnado no se conectó en ningún momento durante el confinamiento. Las causas fueron diversas: problemas técnicos, dificultades emocionales provocadas por el confinamiento, situaciones de salud complicadas a nivel familiar…
En algunos casos hay que señalar que, además de las dificultades técnicas, hay una dificultad de entorno social y condiciones de la vivienda familiar que a menudo ponen en compromiso al alumno/a que debe mostrar un contexto habitacional que le hace cierta «vergüenza» de presentar en público.
En junio, hubo un cierto retorno al instituto, pero fue voluntario y poco significativo, aunque ya intuimos las ganas de retorno. Cerramos el curso con la gran incógnita de cómo sería el regreso en el mes de septiembre y saber cómo nos encontraríamos los alumnos tras el largo confinamiento de final del curso pasado.
El retorno al instituto (septiembre de 2020)
En septiembre, las expectativas y las contradicciones, la presión social sobre si se había de abrir o no abrir las escuelas, estaban a la orden del día. En el instituto, en general, había ganas de retorno. Ganas de poder volver a mirarse sin pantallas de por medio. De oír voces y contactos —que sabíamos que no podrían ser como quisiéramos— y de encarar un curso que, si algo teníamos claro, era que sería distinto.
Antes del inicio de las clases, dedicamos una mañana de septiembre a hacer una jornada de formación en “educación emocional” para los trabajadores del centro (docentes y personal de administración y servicios y atención educativa). Pedimos a una entidad externa, que ya nos había hecho sesiones de formación en cursos anteriores, que nos preparara una sesión (presencial, en el gimnasio de la escuela, con “distancia de seguridad”) para que también el equipo pudiera atender la necesidad de reencontrarse, (el “tradicional primer claustro del primer lunes de septiembre” lo habíamos hecho online, porque así lo marcaban las directrices del Departamento), y así empezar a acostumbrarnos a lo que sería la “normalidad” del curso que nos esperaba.
En esta sesión, aparecieron nuestros miedos: “¿Podremos hacer clases con mascarilla, sin vernos las sonrisas, las vocalizaciones, los labios?”, “¿qué pasará con los trabajos en grupo?”, “¿sabremos gestionar los confinamientos puntuales de grupos burbuja?”, ¿y todos los proyectos que hacemos inter niveles, los trabajos en que mezclamos alumnos de diferentes clases?”, “¿podremos mantener la actividad educativa tal como la hemos imaginado hasta ahora?”… Pero, sobre todo: “¿cómo estarán los alumnos?, ¿cómo volverán del confinamiento?”
Y la verdad es que el regreso fue más positivo de lo que esperábamos. A pesar de las condiciones en que nuestro alumnado vivió el confinamiento, su capacidad de resiliencia nos sorprendió muy positivamente. Los alumnos volvían con ganas, muchas ganas, de volver a pisar el centro.
En un primer momento no pareció que el confinamiento hubiera tenido unas consecuencias excesivamente evidentes. Probablemente las ganas de volver tenían una relación directa con este estado de ánimo general. Poco a poco, sin embargo, comenzaríamos a tener evidencias que quizás aquel estado de ánimo era más una máscara que nos permitía ir hacia adelante sin profundizar en las dificultades que nos encontraríamos a partir de ese momento.
Desde el principio, en el centro teníamos claro que pese a las restricciones, los protocolos, los grupos burbuja, las distancias, las mascarillas, etc. teníamos que intentar seguir haciendo lo que habíamos hecho hasta ese momento. Algunas cosas las deberíamos dejar aparcadas (sobre todo las referentes a las actividades inter clases e inter niveles) pero otras las haríamos por poco que pudiéramos. No renunciar a hacer salidas, a continuar trabajando las relaciones interpersonales y a crear comunidad.
A medida que iba avanzando el curso, sin embargo, empezamos a detectar algunas «particularidades» que no sabíamos hasta qué punto podían ser fruto de la pandemia y el consecuente confinamiento o no, principalmente centradas en el primer ciclo de la ESO (1º y 2º de ESO), los más jóvenes del Instituto.
Los grupos de 2º de ESO, por ejemplo, eran los más “movidos”, los que demostraban menos capacidad de gestión de los momentos y los espacios: “¿Dónde y cuándo puedo hacer qué?”. En resumen, la mayoría de las actitudes que en un centro docente acaban siendo lo que conocemos como “problemas de disciplina” y que en la mayoría de los casos son evidentes demandas de atención que requieren de un “abordaje emocional”, se centraban en 2º de ESO (cuando “normalmente” se dan más bien en 3º de ESO, un curso en el que el cansancio de la escolaridad obligatoria, las exigencias del sistema y la todavía no perspectiva de “final de etapa” se manifiestan claramente).
Parecía que el cansancio se empezaba a notar en aquellos alumnos que habían hecho un 1º de ESO (curso en el que uno se acaba situando en el grupo y en el centro) “incompleto”, que había quedado cortado de golpe sin perspectiva de continuidad. Terminar el 1º de ESO significa consolidar la situación dentro del centro, saber que al empezar 2º de ESO dejarás de ser de los “pequeños del Instituto”, “los nuevos”. En este caso terminaron 1º de ESO sin cerrar este proceso; sin consolidarlo.
Y otro aspecto que también empezamos a detectar es que el alumnado de 1º de ESO se vería claramente más afectado que el resto ante la “nueva normalidad educativa”. Estamos ante un alumnado que no pudo cerrar la etapa anterior (primaria) como hubiera querido. Un alumnado que no hizo “despedida” y que se ha incorporado a un nuevo centro en una situación de tensión comunitaria más aguda de lo que cabe desear. Un alumnado que, por ejemplo, dentro del centro, no se ha conocido (ni reconocido) sin mascarilla. Que no se ha visto sonreír más allá de la mirada. Que no ha podido ver los labios del profesorado mientras le explicaba la vida en el instituto, los contenidos de la materia o cuando preguntaba cómo están. Dejaron la escuela donde la mayoría de ellos habían pasado los últimos nueve años de su vida sin posibilidad de duelo ni de despedida.
Hemos trabajado el reconocimiento sin mascarilla: fotografías, dibujos… Eso siempre es un reconocimiento estático, que no está vivo ni se mueve en la normalidad de la “vida del día a día”. Sin embargo, también hay que decir que algunos alumnos han encontrado en la mascarilla aquella protección que a menudo buscan en la capucha y la sudadera que nunca se quitan. Aquel alumnado al que ves en la mirada el miedo de mostrarse, las dificultades para socializar, la demanda constante de ayuda.
Y estos hechos, que ahora aquí han quedado ligeramente dibujados, se fueron mezclando con el inicio de los confinamientos esporádicos, pero continuos, de grupos burbuja que durante diez días debían volver al confinamiento domiciliario y a las clases online. Y sobre todo se fueron añadiendo al cansancio, a la fatiga, a una sensación de «no final» de la situación que, de una u otra manera se empezó a agudizar con el inicio del segundo trimestre, tras las vacaciones de Navidad.
Las diferentes olas (empezamos en 2021)
Y es así que llegamos a enero con unas muestras claras de “fatiga”. Tanto por parte del alumnado como del profesorado. Podemos casi asegurar que la “fatiga pandémica” llega a los centros docentes (es un hecho compartido con otras direcciones) con la vuelta al centro después de Navidad. El cansancio es evidente, cada vez es más difícil mantener la normativa de los protocolos: los no contactos entre grupos burbuja diferentes, llevar la mascarilla siempre bien puesta, las distancias en el patio… Cada vez cuesta más porque por otra parte el final de las normas (que en septiembre parecía que podrían irse relajando con el paso del curso) comienza a intuirse que no llegará, como mínimo, hasta entrado el próximo curso.
La vacunación, que a nivel social ha sido una llegada de aire fresco, un aliento de esperanza, no lo es en las escuelas e institutos, donde la incidencia, más allá del profesorado, es mínima. La normativa de restricciones va variando y llega un momento en que todas las programaciones (salidas, colonias, celebraciones…) quedan a expensas de lo que decida la reunión del Procicat de aquella semana. Además, la sensación de que la nueva cepa del virus afecta de manera más directa a los centros escolares (afecta más a los adolescentes y se transmite con más facilidad) también provoca un cierto aumento del cierre temporal de grupos que parece que es incluso superior al del primer trimestre.
Si normalmente en el segundo y tercer trimestre de un curso el cansancio es un hecho habitual, el de este curso “especial” podríamos decir que lo ha sido aún más.
En este sentido, creo que vale la pena comentar en un espacio como este, y poner sobre la mesa, dos casos de dos alumnos en concreto. En ambos casos nos encontramos con alumnos con patologías previas que después de Navidad tuvieron recaídas que les impidieron terminar el curso en unas condiciones estables de escolarización.
Elena es una alumna de 4º de ESO con un dictamen de NEE (Necesidades Educativas Especiales) por Trastorno Grave de la Conducta reactivo a un Estrés Postraumático. La hemos tenido en el centro desde 1º de ESO y actualmente está cursando 4º de ESO. A lo largo de estos cuatro años se ha hecho un trabajo muy intenso para conseguir una cierta estabilidad en cuanto a la asistencia al centro. El objetivo del plan de trabajo con ella ha sido, desde siempre, que viniera al centro y que entrara en el aula. Con más o menos éxito se habían logrado resultados positivos y aunque era una alumna que académicamente no alcanzaría las competencias mínimas para obtener el graduado escolar, sí como mínimo conseguíamos que completara la escolarización obligatoria con una orientación a Planes de Formación que le permitieran socializar con cierto éxito. Todo este trabajo de tres años largos de seguimiento muy personalizado (llamadas a casa, coordinaciones continuas con Servicios Sociales y DGAIA…) se ha visto truncado cuando desde el pasado mes de enero ya no hemos conseguido que vuelva al Instituto. En este momento la alumna acaba de ingresar en un Hospital de Día para intentar estabilizar su situación.
El otro caso es el de la María. Una chica también de 4º de ESO, en este caso sin dictamen NEE ni “dificultades académicas”, a la que desde 2º de ESO se le ha ido tratando por diferentes episodios depresivos. Al igual que en el caso anterior, a pesar de esta situación, continuaba viniendo al centro y, en su caso, con evidentes posibilidades de graduarse en 4º de ESO. Desde enero pasado, a consecuencia de un ingreso también en Hospital de Día y el diagnóstico de un Trastorno de la Conducta Alimentaria, ha dejado de asistir al centro (a pesar del establecimiento de un Plan Individualizado con reducción horaria que le permitía compaginar la estancia en el Hospital de Día con algunas clases en el instituto).
Nos hemos encontrado por tanto que habíamos iniciado el curso sin necesidad de coordinación con el Hospital de Día de la zona y que la acabamos con dos alumnas ingresadas que además se han descolgado del ritmo escolar.
¿Esto mismo podría haber pasado algún otro año, en otros cursos? Seguramente. Pero de alguna manera hay una presión latente, un cansancio evidente, que si no es debido a las consecuencias de la pandemia sí que parece ser el factor detonante de posibles crisis relacionadas con la Salud Mental de los jóvenes escolares, sobre todo las relacionadas con episodios de angustia y ansiedad.
Hay que decir que en nuestro centro no tenemos escolarización postobligatoria y que, por tanto, no puedo exponer otro aspecto que creo que sería interesante analizar que es el de cómo ha afectado a los jóvenes de Bachillerato y Ciclos Formativos (y jóvenes universitarios por extensión) con el modelo híbrido de enseñanza presencial-distancia que se ha alargado prácticamente todo el curso en estas etapas. En este sentido, a pesar de las dificultades evidentes del momento, como mínimo en la secundaria hemos podido acompañar desde la presencialidad completa.
Y, para terminar, no me gustaría dejar de hablar de lo que ha significado esta situación para los profesionales de la educación. En el caso de nuestro centro: docentes, técnica de integración social, auxiliar de educación especial, conserjes y auxiliar administrativa. En este caso el cansancio y la fatiga pandémica también se han hecho notar. La reducción de reuniones presenciales, las coordinaciones virtuales, la desaparición de los momentos informales de relación de equipo (cafés, comidas …), el uso continuado de la mascarilla, la presión ejercida por el cumplimiento de las normas de los protocolos COVID, las presiones familiares provocadas por la pandemia… Todo ello, también se ha hecho notar.
Resumen
El día a día de los centros docentes se ha visto claramente afectado por la irrupción de la pandemia a partir de marzo de 2020. Esta situación ha propiciado que se hiciera aún más evidente, si cabe, la necesidad de cuidar la educación emocional de nuestros adolescentes, vista no como una faceta más de su proceso de aprendizaje, sino como un instrumento indispensable para una correcta educación integral del alumnado. En este artículo se repasa, desde la propia experiencia como director de un Instituto de secundaria la afectación de la pandemia y sus restricciones y la afectación sobre la estabilidad emocional del alumnado.
Palabras clave: Educación, adolescencia, educación emocional, instituto de secundaria
Abstract
Life in schools has been clearly affected by the outbreak of the pandemic since March 2020. This situation has led to the need to take care of the emotional education of our adolescents, seen not as one more facet of their learning process, but as an indispensable instrument for a correct education of the students. This article reviews, from my own experience as director of a high school, the impact of the pandemic and its restrictions and the impact on the emotional stability of students.
Key words: Education, adolescence. emotional education, high school
Eduard Cirera Prats
Director de l’Institut Neus Català, de Cornellà de Llobregat
eduardcirera@gmail.com
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