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Resumen

En las sociedades modernas hay un intenso debate sobre la transexualidad. Este artículo recoge algunas reflexiones bioéticas sobre el proceso de reasignación de sexo especialmente en el caso de niños y adolescentes.

Palabras clave: sexo, genero, identidad sexual, transexualidad, autonomía, consentimiento informado.

 

Abstract

In modern societies there is a wide debate about transsexuality. This article collects some bioethical reflections about the processes of sexual reassignment, especially in the case of children and adolescents.

Keywords: sex, gender, sexual identity, transsexuality, autonomy, informed consent.

 

Introducción: unas pinceladas históricas

Siempre ha habido y probablemente siempre habrá personas para quienes la relación entre sus caracteres anatómico-sexuales y su identidad de género resulte conflictiva. De forma que al abordar los problemas de la transexualidad no nos estamos refiriendo a un fenómeno nuevo fruto de la modernidad. Sin embargo, la mirada, la actitud, el lenguaje y la premura con que ciertos sectores de la sociedad, la política y la cultura actuales contempla y suscita el debate sobre este tema sí que aparecen ahora como una sorprendente, agitadora e inquietante novedad.

De hecho, hasta bien entrado el siglo XIX, las fuentes de conocimiento relativas a los hechos humanos, tales como la psicología, la psiquiatría, la medicina, la sociología, la moral, etc., así como en general las organizaciones y normativas sociales consideraban el comportamiento sexual solo como el conjunto de conductas pautadas y determinadas por la naturaleza para la conservación de la especie. De ahí que, cualquier forma de sexualidad destinada a otros fines, fuera vista exclusivamente como una anomalía y catalogada como desborde pasional, perversión, pecado, delito, enfermedad mental, trastorno o cualquier otra etiqueta que implicara que era vergonzosa, rechazable, condenable o indeseable. Lo peor era que esos adjetivos no se limitaban a esas conductas o a las fantasías sexuales en sí mismas, sino también a quienes las deseaban, las exhibían y, clandestina o abiertamente, las ponían en práctica.

Podría decirse que la sexualidad humana se inauguró como tema específico de estudio a partir de la obra del Psiquiatra alemán Kraff Ebbing titulada Psychopathia Sexualis (1886). En ella el autor explica que, aunque efectivamente, la actividad sexual humana es fruto del instinto y está al servicio de la reproducción, provoca un plus de placer que no se limita a la mera descarga de energía y que la eleva a un nivel radicalmente distinto del biológico. De ahí que, según él, las conductas sexuales que se desvían de los modelos normativos vigentes en nuestras sociedades, sin menoscabo de la intervención en ellas de factores biológicos, deben ser explicadas desde la psicología y la psiquiatría.

En distintas ocasiones, también Sigmund Freud, reitera la idea de que no existe una relación unívoca y determinante entre la biología y la sexualidad. En 1905, en Tres ensayos y una teoría sexual, va más allá cuando sostiene que, si bien la anatomía juega un papel relevante en la diferenciación de los sexos, la masculinidad y la feminidad se construyen a lo largo del desarrollo de cada persona a tenor de mecanismos de identificación psicológica. En otras palabras, hay una distancia considerable entre nacer macho o hembra de la especie y actuar sexualmente como tales, sentirse masculino o femenino y ser hombre o ser mujer.

A pesar de estos nuevos aportes, el modelo subyacente con el que se abordaban esas variadas formas de sexualidad, esas “anomalías”, siguió siendo sin duda estigmatizante y patologizador. Bajo sus auspicios, en nombre del bien común o el de las personas concretas, se justificaba moralmente la marginación y se sometía a toda clase de humillaciones, castigos, exorcismos, tratamientos supuestamente científicos, curativos y malos tratos de todo tipo, especialmente a aquellas de las que se sospechaba o se reconocían a sí mismas como homosexuales o transexuales.

Desgraciadamente, aunque consideremos que los principios en los que se basaba ese modelo, además de dañinos, son obsoletos, cabe reconocer que algunas huellas de los prejuicios sobre los que se edificó, siguen impresas en el imaginario de ciertos grupos sociales suscitando agresividades innecesarias y dificultando reflexiones compartidas y serenas.

Pero para bien y para mal el mundo cambia y la sociedad evoluciona, aunque lo haga lenta y a menudo trabajosamente. El siglo XX es, en este sentido, paradigmático. La crueldad, la brutalidad y la extensión de los conflictos bélicos, los cambios políticos e ideológicos, la injusticia económica, los movimientos migratorios y el largo etcétera de males y desgracias que lo han caracterizado han discurrido en paralelo a espectaculares avances científicos y tecnológicos que hoy nos procuran unas posibilidades de alivio de sufrimientos inútiles y unas mejoras en la calidad de vida hasta hace poco impensables. Pues bien, de todo el conjunto de transformaciones que podamos evocar, solo voy a apoyarme en las dos que me parecen más relevantes para poder reflexionar sobre algunos aspectos éticos del tema que nos ocupa. Uno es el papel central de los derechos humanos en la organización social y el otro el progreso del conocimiento en las ciencias y técnicas de la salud y la vida. Ambos son los pilares sobre los que hoy en día, en el primer cuarto del siglo XXI, se debate la mirada sobre la cuestión de la transexualidad.

Acerca de la transexualidad

Como dije al principio, se consideran transexuales a aquellas personas que sienten que su sexo biológico y su identidad sexual son incongruentes. Mujeres anatómica y socialmente identificadas como tales y que, sin embargo, se sienten hombres, o bien hombres que se sienten mujeres. Entre ellos hay quienes viven esa contradicción interna como una poderosa fuente de malestar o sufrimiento y quienes no. De los primeros se dice (aunque la denominación es discutible y discutida) que viven “disforia de género” y suelen ser los que demandan ayuda. Unos y otros reivindican con toda razón y justicia que tienen derecho a mostrarse y a vivir su sexualidad tal como la sienten, sin que por ello se considere que tienen trastornos psíquicos, se les catalogue de enfermos mentales o se menoscabe su derecho a recibir la asistencia que necesiten, incluyendo las intervenciones médico-quirúrgicas que les permitan armonizar su anatomía con su género sentido.

Pese a quien pese, (a excepción de los intersexuales que merecen un capítulo aparte), como todos los mamíferos, nacemos machos o nacemos hembras. De modo que, hoy por hoy, el sexo con el que nacemos no es un derecho, una atribución social, ni una decisión personal: es un hecho biológico derivado de las combinaciones genéticas y los avatares de la gestación. Lo que sí es un derecho es ser respetado en esa realidad.

En este punto, para poder entender los términos de las discusiones actuales creo importante definir o perfilar algunos de los conceptos al uso. En particular los de sexo, género, identidad, identidad sexual y sexualidad.

Los términos género y rol de género fueron introducidos en la psicología por John Money en 1955, para eludir el conflicto Biología vs. Psicología que le planteaban sus trabajos sobre la intersexualidad. Fue Robert Stoller quien acuñó la expresión de “identidad de género” en el sentido psicológico de masculinidad o feminidad, enfatizando la idea de que aunque la capacidad para la orientación de género es innata, la identidad de género tiene su origen en lo social y en el entorno interviniendo en la configuración del Yo .

Fue desde el feminismo de los años setenta, cuando se impulsó la categoría género con la pretensión de diferenciar las construcciones sociales y culturales de las biológicas. El objetivo era claramente político: destacar que las características humanas consideradas femeninas o masculinas no derivan de su sexo, sino que son adquiridas por las mujeres y los hombres mediante un complejo proceso de desarrollo psicológico individual y de modelado social (Sabel Gabaldon, 2020). De modo que la identidad sexual se construye dinámicamente y, aunque con la maduración subjetiva adquiere cierta estabilidad, hasta cierto punto puede ser cambiante a lo largo de la vida.

Sin embargo, en el debate teórico actual sobre este tema se siguen confrontando dos posiciones: la identidad de género de una persona es algo esencial, independiente tanto de lo biológico como de lo social, del orden de lo innato, constitutivo, inmutable, o bien resulta de la interacción entre lo biológico, lo psíquico y lo social en la constitución y configuración de la personalidad individual.

Para los partidarios de la primera posición, reconocer a un recién nacido como niño o niña en función de su anatomía es una asignación social sin apenas relevancia para su identidad sexual, ya que, como dije más arriba, esta última es innata, constitutiva e inmutable. Su único origen es el deseo con el que cada uno nace. Deseo identitario que lo social puede fomentar o reprimir, pero no crear. Desde este punto de vista, sexo e identidad de género son usados como sinónimos. A esto se le añade la refutación del binarismo. Macho, hembra, masculino, femenino, hombre y mujer son categorías insuficientes para reflejar la realidad de las múltiples opciones que podemos contemplar en la realidad. Hay personas homosexuales, heterosexuales, bisexuales, transgénero, transexuales, crossdressers, genderqueers, a-género, de género fluido, travestis y tantas otras. Lo único que al parecer podría abarcarlas todas es la abolición del binarismo y del género como categoría.

Desde el punto de vista de la segunda posición, lo único innato es el sexo, mientras que la identidad sexual es del orden de lo psíquico y el género una categoría social. Empero, lo más definitorio en este caso es que las tres cosas interactúan constante y flexiblemente entre sí en la construcción y la dinámica de la subjetividad de cada persona.

Es posible que en ambas opciones haya elementos derivados de las creencias, las concepciones de lo que significa ser humano, las tradiciones e incluso de las ideologías, pero por lo que sabemos hasta ahora, no hay evidencia alguna que realmente demuestre que la identidad de género es esencial o innata. Sin embargo, sí que hay suficientes indicadores científicos o sencillamente empíricos como para sostener que no lo es. Y si esto es así, si la identidad de género no depende de la anatomía ni de la fisiología, sino que es adquirida y configurada en el desarrollo de cada ser humano, el hecho de que desde su más tierna infancia existan varones con  aficiones y comportamientos que su entorno considere femeninos, niñas que adopten actitudes calificadas socialmente de masculinas, o, por el contrario, niños muy masculinos y niñas muy femeninas, solo denota las fantasías y peculiaridades de sus respectivos procesos de maduración subjetiva y por eso no tienen por qué ser indicadores de una futura identidad que aún está formándose. Otra cosa es si hablamos de personas ya adultas, en cuyo caso se supone que su identidad es ya suficientemente estable como para esperar que permanezca en el tiempo.

Acerca del proceso de reasignación de sexo

La reasignación de sexo se refiere a actos administrativos y a la aplicación de técnicas médicas, quirúrgicas, farmacológicas y psicológicas que se proponen como derechos o ya se han asumido como tales en distintos países con el objetivo de reformar la anatomía de aquellas personas transexuales que así lo deseen. Dejo, pues, al margen por el momento lo que para cada persona en particular pueda suponer descubrir y asumir la contradicción interna y los inconvenientes físicos y relacionales que le comporta el reconocerse como transexual.

El nivel de actuación, al que he llamado administrativo, consiste en el cambio de nombre y sexo en los registros civiles. Aparentemente, rectificar un registro es solo una cuestión burocrática que no parece plantear en sí misma grandes problemas. De hecho, ya hay muchas personas que por motivos diversos han cambiado de nombre sin que eso haya generado demasiadas dificultades.  Sin embargo, de lo que se trata ahora es de que ese cambio de nombre vaya unido automáticamente al de ser reconocido e inscrito registralmente como perteneciente al género que el sujeto elige o bien que no se haga constar ningún género. Esto sí puede crear serias complicaciones en lo que se refiere a los estudios censales, demográficos o diferenciales y en general los que resultan necesarios para la planificación de servicios, la distribución de recursos, las disposiciones legales, etc. En cualquier caso, es más que probable que, aunque planteen retos difíciles, tales inconvenientes puedan ser subsanados mediante reorganizaciones más o menos complejas de los procesos de gestión administrativa.

El segundo nivel tiene un calado diferente, puesto que se trata de las intervenciones sobre el cuerpo: es decir, la hormonación y las operaciones quirúrgicas que se requieren para adaptar la anatomía a la identidad de género sentida. No es mi propósito ni sabría detallar  las técnicas que implican dichas intervenciones, puesto que lo que me interesa destacar es que todas ellas se justifican sobre el derecho a disponer del propio cuerpo y el supuesto de que el cambio corporal mejorará la calidad de vida y desvanecerá el sufrimiento psíquico de quienes viven  atormentados por la contradicción entre su sexo y su identidad de género o por la creencia de que algún error de la naturaleza les ha condenado a habitar un cuerpo equivocado. Es posible que, para algunas personas que sufren esta situación, la reasignación de sexo sea un camino adecuado para aliviar su sufrimiento y sentirse reconciliadas consigo mismas. Con todo, no quiero dejar de mencionar tres cuestiones: si las personas que optan por ese camino quieren mantener su nueva imagen física van a tener que seguir tratamiento hormonal el resto de su vida. Además, habrán de asumir los frecuentes efectos secundarios nocivos cuya existencia ya es constatable: infertilidad, osteoporosis, afecciones cardíacas y un largo etcétera. Por último, nadie les puede garantizar que efectivamente su sufrimiento y su conflicto de identidad vayan a desaparecer.

Aun así, si quienes se deciden por este tipo de procedimientos, son adultos libres y capaces, tienen todo el derecho a optar por ellos.

La autonomía como principio bioético

Desde la perspectiva bioética, la autonomía es un derecho fundamental acorde con la dignidad de todo ser humano, que significa tener la capacidad y la posibilidad de tomar decisiones libres respecto a las cuestiones que atañen al propio cuerpo, la vida y la salud, sea esta física o mental. Esto significa que es ilegal y éticamente ilícito aplicar tratamientos u otras actuaciones médico-sanitarias a una persona que no quiere someterse a ellos. Pero ¿significa también que la sociedad tiene la obligación moral de hacerse cargo y proveer los medios para satisfacer el deseo de quienes deciden libremente moldear su cuerpo, adecuándolo a la identidad de género que sienten propia?

Sea cual sea la decisión que cada persona tome al respecto ha de verse reflejada en lo que se ha venido a llamar, consentimiento informado que, a su vez, exige que el usuario maneje la información suficiente para poder decidir si acepta o no las intervenciones clínicas que se le proponen. (M.C. Giménez, 2011). Consecuentemente, el ejercicio de la autonomía conlleva la asunción de la responsabilidad personal por los efectos posteriores de la decisión de la que se trate.

Hay que entender entonces que el derecho a la autonomía requiere de algunos condicionantes. En primer término, la posibilidad y la capacidad para su ejercicio. La posibilidad se refiere a los medios disponibles, equipamientos o profesionales que, al menos en principio, dependen de las disposiciones legales y de la organización social que puede proporcionarlos. La capacidad, en cambio, tiene mucho más que ver con las competencias psicológicas y el estado físico, emocional y/o mental de la persona a la que se le ofrece el tratamiento.

Según Simón Lorda (2008), una de las condiciones para poder decidir autónomamente es que el sujeto tenga toda la información que requiere. Tal información abarca desde el objetivo de la decisión, sus riesgos, beneficios y alternativas posibles, hasta el posible uso de técnicas de exploración o tratamientos que impliquen afrontar situaciones de mucha tensión o dolor. El o la interesada también ha de conocer de antemano los posibles efectos secundarios que pueden derivarse a corto, medio y largo plazo.

Se entiende fácilmente que suministrar esta información de manera que el usuario pueda hacerse cargo de ella antes de decidir, no es tarea fácil. En primer lugar, el o los informantes requieren disponer de tiempo. También el informado necesita su tiempo, tiempo para entender, tiempo para pensar, para debatir consigo mismo o consultar a otros si lo considera necesario, y tiempo para decidir. Lamentablemente, no siempre se puede contar con ese tiempo sin el cual se corre el riesgo de una excesiva precipitación. En segundo lugar, el paciente ha de poder entender cabalmente el significado de lo que se le dice y los compromisos que adquiere. Aquí juega un papel importante el lenguaje. Me refiero a que las explicaciones han de ser inteligibles para quienes la jerga clínica es totalmente ajena o confusa, o para quienes, por las razones que sean, tales como edad, idioma, valores, cultura de origen, capacidad intelectual, estado emocional, momentánea o permanentemente, tienen mermado su nivel de comprensión.

En esta línea, el autor anteriormente citado diferencia competencia de capacidad. La competencia es la capacidad del paciente para comprender la situación y para expresar y defender una decisión coherente con su escala de valores. La capacidad, en cambio, es: “El estado psicológico empírico en que podemos afirmar que la decisión que toma un sujeto es expresión real de su propia identidad individual, esto es de su propia autonomía moral” (P. Sánchez Lorda, 2008, p-563).

Creo que con lo antedicho puede quedar claro que el consentimiento informado no se reduce a la obtención de una firma estampada por un paciente al pie de un formulario estándar. Su función y su eficacia no es la pura defensa de los profesionales en situaciones de conflicto, sino más bien el reflejo de un pacto de respeto, confianza y colaboración entre el paciente, el profesional y el servicio clínico de que se trate.

Estas cuestiones son siempre importantes, pero lo son aún más cuando de las decisiones a tomar dependen la continuidad de la existencia y la calidad de vida presente y futura de quien ha de tomarlas.

La transición, la autonomía y otros derechos en menores

El tema de la autonomía es diferente y más problemático si se trata de menores, ya que por definición un menor está en plena evolución física y psicológica. Según la legislación vigente se es menor hasta que se alcanza la mayoría de edad, es decir, hasta los dieciocho años. A partir de ahí hablamos de adultos. Se trata de un criterio exclusivamente cronológico que, como tal, dice bien poco de las posibilidades y las capacidades que cada uno tiene de ejercer su derecho a la autonomía. En todo caso se le suponen.

Por eso, una ojeada a cómo es el desarrollo psíquico y cómo influyen en él las circunstancias somáticas y las interacciones sociales puede proporcionar aclaraciones y argumentos al debate sobre el tema de la transición en menores.

Con más o menos precisión, los estudiosos del desarrollo han descrito las diferentes etapas de la vida. Así, en términos generales, hablamos de infancia, pubertad y adolescencia, juventud, adultez y vejez.

La primera cuestión a tener presente en la etapa infantil es la extrema y larga dependencia que un recién nacido tiene de su madre. Precisamente la íntima relación entre ambos y los afectos que la acompañan hacen posible el despliegue de las variadas facetas del psiquismo de la criatura, la cognición, las emociones y la subjetividad (Daniel Stern, 1998). Metafóricamente, puede decirse que el bebé vive en una burbuja materna que delimita su pequeño universo, filtrando y dando sentido al aluvión de estímulos que le llegan del exterior y el interior de su cuerpo y conteniendo sus impulsos vitales. Ese entorno protegido le permite crecer en todos los sentidos.

Ahora bien, como dije antes, nacemos con un cuerpo genéticamente determinado cuyas características pueden coincidir o no con las preferencias, los deseos, las ilusiones y expectativas de los padres y el entorno familiar. Ese cuerpo sexuado no es una atribución parental o social, pero sí lo son el conjunto de sentimientos, fantasías, miedos y modelos más o menos estereotipados de género que el entorno proyecta sobre el bebé. La criatura captura y hace suyas las emociones, sentimientos, inquietudes y modelos paternos y maternos y los modifica a tenor de su desarrollo neurológico, sus sensaciones y su actividad motriz. Las impresiones que recibe, las manifestaciones de afecto, la voz y las palabras que le llegan de las figuras de apego lo vinculan con el mundo, configurando las primeras y rudimentarias nociones de sí mismo como núcleo primario de sus sentimientos de identidad. Núcleo en el que lo considerado masculino y femenino se mezclan de tal forma que, en el futuro, el sujeto será calificado socialmente y se identificará a sí mismo como masculino o femenino según la predominancia de unos u otros rasgos en sus sentimientos y conducta.

A medida que la relación simbiótica entre los bebés y sus criadores se hace más laxa, se abre para la criatura un espacio mucho más amplio en el que podrá acceder a otras modalidades vinculares, a afectos distintos, rasgos identificatorios variados y nuevos intereses. Pero también serán nuevos los sentimientos que le producirán estos cambios: las ansiedades de separación, la competencia, la envidia, el miedo a no ser querido, y un conjunto de experiencias que moderan su narcisismo inicial y modifican su visión de sí mismo.

Aquellas nociones de identidad provenientes del vínculo primario con la madre que quedaron impresas para siempre en el psiquismo infantil deberán integrarse con los cambios corporales propios del crecimiento y con las nuevas opciones y vínculos que la realidad interna y externa le ofrecen. Así, parte de sus sentimientos de identidad irán cambiando. Seguirá siendo inmaduro e infantil, aunque un poco más independiente y con afectos más complejos, contradictorios y conflictivos.

En nuestro contexto cultural, se considera que la pubertad, es decir, la etapa en la que aparecen los signos externos de maduración sexual, empieza aproximadamente entre los nueve y los once años en las niñas y los doce y los catorce en los niños. Es también la época de la adolescencia, aunque esta se alarga bastante más allá de la pubertad. Se trata de una etapa fundamental del desarrollo, ya que en ella se consolida la consciencia del Yo, la identidad sexual, el sistema de valores de cada uno y la progresiva emancipación de las figuras parentales.

Los conflictos psicológicos y relacionales de los y las adolescentes son sobradamente conocidos y no permiten pensar en la pubertad como un periodo plácido sino más bien crítico. Primero, porque por mucha información previa que tengan, los cambios corporales que se producen en unos y otras no dejan de ser inquietantes. El descubrimiento y la adaptación a su nueva fisonomía no es instantánea, ni emocionalmente simple. En segundo lugar, la incomodidad emocional que acompaña a esos cambios somáticos. Por otra parte, a la vez que desean ser independientes de los criterios de los padres, aceptados y valorados por los iguales, experimentan el duelo por la pérdida de la seguridad de la posición infantil, también la ambivalencia, la rabia y la culpa que les procura el descubrimiento de que los padres no son ideales ni omnipotentes. La intensidad con la que viven el enfrentamiento con los criterios e imposiciones de los adultos se conjuga con la conciencia de fragilidad y el miedo al desamparo, las nuevas sensaciones físicas inherentes a la iniciación de la actividad sexual, a menudo incitada por la presión de grupo o el deseo de ponerse a prueba, los ideales, la labilidad emocional y un largo etcétera.

Aunque los ritmos de maduración son diferentes en cada caso, toda criatura necesita tiempo, trabajo psíquico y en muchos casos ayuda externa para poder elaborar la complejidad de este conjunto de vivencias conscientes e inconscientes que le asaltan, llegar a afirmarse y reconocerse a sí mismo/a en una identidad sexual suficientemente estable y adquirir una personalidad propia.

Tras este, necesariamente sucinto y recortado, recorrido por lo que sabemos del desarrollo humano, tiene pleno sentido preguntarse acerca del alcance y los límites del derecho de autonomía de los menores de edad a la hora de emitir el consentimiento informado que se requiere para realizar un proceso de reasignación de género.

En el plano administrativo, es decir, para cambiar oficialmente de nombre, se exige que el menor o la menor haya cumplido los dieciséis años y sea suficientemente maduro. Ser menor de edad y a la vez maduro puede parecer una contradicción bastante burda, pero legalmente se considera “menor maduro” al que es competente para tomar una decisión concreta en el asunto que le concierne, aunque no lo sea para otras cosas. Si no es competente, el consentimiento lo han de dar los padres o los representantes legales del menor. Ahora bien, lo que se debate en este supuesto es que, según la propuesta de quienes consideran que el deseo del menor ha de prevalecer, en caso de que uno o los dos progenitores se opongan a la voluntad de su hijo o hija, pueda nombrarse un defensor judicial que, si lo cree conveniente y por encima de la patria potestad, autorice la rectificación del registro.

Este planteamiento es muy problemático, ya que deja de lado la función de los padres en la complejidad del desarrollo del adolescente, la importancia de los afectos, los vínculos, las emociones y los conflictos de la pubertad, exponiendo al menor “inmaduro” a variados riesgos. Entre ellos no son despreciables el de ser utilizado como moneda de cambio en disputas previas entre los padres, el verse privado del amparo familiar o el de vivir conflictos de lealtad y dolorosos sentimientos de culpa.

En cuanto a la autonomía para consentir las actuaciones relativas, reasignación de sexo propiamente dicha, es decir, el tratamiento médico, farmacológico y/o quirúrgico, la capacidad para que el menor dé su consentimiento informado, es aún más discutible. Veamos, el primer paso es que ha de autorizar la posible aplicación de bloqueadores de su pubertad a partir del momento en que esta se inicia. O sea, entre los 10 y los 12 años. El argumento que se utiliza en defensa de esta fase es el de que, al impedir o retrasar la maduración fisiológica sexual y, por tanto, la aparición de los caracteres sexuales secundarios, el menor tiene más margen para, más adelante, decidir si quiere seguir el proceso y someterse a la cirugía y a la hormonación cruzada que habrá de mantener toda la vida o, por el contrario, desea detenerlo y seguir con su desarrollo físico natural al que, por supuesto, también tiene derecho.

Teniendo presente en qué consiste la autonomía y el consentimiento informado, cabe preguntarse ¿Puede considerarse que un menor está capacitado para tomar decisiones de este calibre, sin coacciones, injerencias e influencias externas? ¿Puede hacerse cargo de las consecuencias de su decisión?, ¿comprender el alcance y el significado que tendrá para él o ella la infertilidad y al resto de los efectos secundarios que posiblemente tendrá que asumir en el futuro? ¿Entender y aceptar que nadie ni nada le garantiza que el malestar por la incongruencia que ahora siente entre su cuerpo y su identidad sentida vaya a desaparecer? ¿Es aconsejable que tome esas decisiones en pleno periodo de crisis personal?

Muchas preguntas, muchas dudas y ninguna certeza me inclinan a la prudencia y a la búsqueda de alternativas porque, en efecto, estas criaturas que viven un intenso y penoso conflicto interno necesitan y tienen derecho a ser ayudados. Pero lo discutible es cómo.

Sostengo que, en tanto profesionales de la salud y la salud mental, hemos de procurar que la ayuda pueda llegarles por otros caminos más respetuosos con su integridad física y con sus relaciones paternofiliales. Tenemos el deber de escuchar y comprender más y mejor, de estudiar más, de afinar nuestras técnicas y de perfeccionar nuestra práctica. Evidentemente, estoy hablando de la psicoterapia, pero no de las llamadas terapia afirmativas cuyo objeto es tranquilizar a los padres y a los menores reafirmando su deseo de cambio identitario o de las que menosprecian o pretenden anular esos deseos, si no de aquellas otras que se proponen movilizar los recursos psicológicos de cada sujeto para que puedan resolver sus contradicciones y conflictos internos, reconciliarse consigo mismos para poder decidir libre y cabalmente el modo en que quieren vivir su sexualidad y, en cualquier caso, aprender a aceptarse a sí mismos y quererse tal como son.

Referencias bibliográficas

 

Freud. S. (1905). Tres ensayos de teoría sexual. Obras Completas, T. VIII. Buenos Aires: Amorrortu,

Gabaldon, S. (2020). Infancia y Adolescencia Trans: Reflexiones éticas sobre su abordaje. Universidad de Barcelona.

Giménez Segura, M.C. (2011). Decisiones conflictivas en el ámbito de la salud mental. En Bioética: La toma de decisiones. Margarita Boladeras ed., pp. 353-371.

Kraff-Ebing, R. (1895). Psychopathia sexualis. Avec recherches spéciales sur l’inversion sexuelle. Trad. Editorial George Carré de la 8ª edición del original alemán de 1886.

Money, J. (1955). Hermaphroditism, Gender and Precocity in Hyperadrenocorticism: psychological findings. Bull. Of the John Hopkins Hospital, 96(3), pp-253-263.

Simon Lorda, P. (2008). La capacidad de los pacientes para tomar decisiones: una tarea todavía pendiente, en Rev. Asoc. Esp. Neuropsic., vol. XXVIII. (102), pp.325-348.

Stern, D. (1998). La primera relación madre-hijo. Madrid. Morata.

Stoller, R. (1968). Sex and Gender: The development of Masculinity and Feminity. (1º ed.1968) New York: Science House.

 

Mari Carmen Giménez Segura
Ex Decana de la Facultad de Psicología
Dra. En Psicología por la UB
Profesora Titular jubilada de la Facultad de Psicología de la UB.
Cofundadora y profesora del Máster de Psicoterapia Psicoanalítica para la Red Pública (UB-SEP).
Profesora del Máster de Psicoterapia Psicoanalítica de IPSI
Miembro del Grupo de Trabajo Psicoanálisis y Sociedad del COPC
<mgimenez@ub.edu>