La exposición comisariada por Xavier Acarin-Wieland nos presenta una reflexión sobre el arte contemporáneo desde un amplio panorama que va desde finales de los años sesenta del siglo pasado a la actualidad. Sus propias palabras explicitan las razones de su interés:
Las investigaciones artísticas de los sesenta son uno de los orígenes de esta muestra y nos emplazan a reflexionar sobre el objeto artístico como elemento desencadenante de colaboraciones y afectos que nos posicionan en un ensamblaje, reconociendo lo compartido. La exposición busca una topografía de intensidades cuyas coordenadas trazan relaciones y combinaciones entre lo material y vital, entre lo presente y ausente, entre lo actual-real y lo posible.
El título que Acarin-Wieland ha ideado para esta muestra, Próximas mutaciones, ya es toda una declaración de intenciones, según reza en el texto de su presentación:
Si pudiéramos condensar el ritmo de la mutación, diríamos que es secuencia, corte, alteración y secuencia alterada. Una secuencia que no sigue una dirección pautada, al contrario, se desvía adquiriendo una trayectoria hasta el momento inesperada. En su repetición, una secuencia es una convención, una norma aplicada, aceptada, normalizada, que condiciona lo usual como un espacio definido, concluido, sin sorpresas. Una revolución es algo similar a una mutación, por cuanto nos sitúa en una nueva posición, un corte que desencaja, que pone en crisis lo constante y lo conocido, abriendo una posibilidad de escapatoria de aquello establecido.
Acarin-Wieland pone el acento de su intencionalidad en el significante “mutación”, no solo por la actualidad del término que la pandemia ha puesto en juego sino porque sabe que la mutación no es una variable sino una constante en el arte. Una mutación es el cambio que se produce en algo sin cambiar su esencia. Hay aproximadamente trescientas cuarenta y tres razas de perros y nadie se equivoca cuando ve un chihuahua o un gran danés y los identifica como perros. Es más difícil esa identificación cuando se trata de un virus, salvo para alguien adiestrado en esa materia. No es tarea del artista identificar virus, tampoco del psicoanalista, pero ambos tienen la responsabilidad de atender a las mutaciones que se producen en el ámbito social y su incidencia en la subjetividad de la época. Desde Freud sabemos que la frontera entre lo subjetivo y lo social es un muro poroso o bien inexistente.
Pero también el significante “próximas”, además de redundar en la condición cierta de las mutaciones al ubicarlas en una secuencia temporal –las ha habido y las habrá–, nos abre la puerta a las mutaciones que podemos esperar o anticipar haciendo un cálculo –que siempre será asintótico– desde la lectura de las que ya se han producido.
La tarea de un comisario es poner a dialogar, alrededor de un tema común, la producción de diferentes autores que, a su vez, dialogan con el espectador. Mi comentario sobre la exposición Próximas mutaciones se autoriza desde esta perspectiva que me interpela en mi condición de espectador.
Es posible entender el arte prehistórico como una primera y gran mutación que pasa de lo oral a la representación visual. Es imposible saber con certeza qué función asumían las imágenes plasmadas en los recónditos lugares de las cavernas y cuevas, pero lo que sí podemos afirmar, sin excesivo temor de equivocarnos y desde un saber psicoanalítico, es que hay allí un empuje ineludible a la representación y no podemos dejar de reconocer que es el mismo empuje que observamos en nuestros niños de hoy. Hay allí una pulsión que conduce la mano en la producción de sus primeros garabatos sin sentido. Cuando Lacan dice que la letra es previa a la escritura está hablando de esto.
Para el artista plástico se trata de lo mismo, un consentimiento a esa pulsión de representabilidad que lo lleva a mostrar, desde una posición subjetiva, lo que lo atraviesa como sujeto social. La misma palabra representación nos da la clave, volver a presentar algo que ya está allí pero que necesita ser re-presentado para que se advierta lo que la presentación no muestra.
Es un lugar común hacer una equivalencia entre el niño y el artista, pero ello no impide encontrar allí una cierta verdad, los dos ceden a la pulsión y se complacen en ella, con la extrema diferencia de que el artista, si bien consiente a la pulsión, ejerce cierto dominio sobre ella para adecuarla a sus fines. Se trata de una pulsión educada pero no dominada. Lo expresa muy bien Picasso cuando decía que él no buscaba sino que encontraba. Es verdad que lo encontrado no se busca y es reconocer en lo que aparece, como producto del azar, algo que tiene valor de verdad en el momento en que la pulsión –no olvidemos que nunca alcanza su objeto–, con su movimiento envolvente alrededor de esa inexistencia que es el objeto, lo crea.
Otra gran mutación en el arte, saltándonos muchos milenios, es el Renacimiento con su invención de la perspectiva. No somos demasiado conscientes de cuanto tenemos educada nuestra percepción espacial por esta mutación radical. La naturaleza es desordenada y caótica y el Renacimiento pone orden allí donde se muestran la circunstancia y el accidente. Nuestro Ideal del Yo es renacentista. Nuestro pobre Yo que tiene que batirse con dos amos, el Inconsciente y el Super-yo, padece todas las vicisitudes de la división subjetiva. Erwin Panofsky (Hannover, Alemania, 1892 – Princeton, USA, 1968), en su ensayo canónico “La perspectiva como forma simbólica” muestra cómo la perspectiva desarrollada en el Renacimiento como construcción exacta:
(…) abstrae de la construcción psicofisiológica del espacio, fundamentalmente, el que no sólo es su resultado sino verdaderamente su finalidad, realizar en su misma representación aquella homogeneidad e infinitud que la vivencia inmediata del espacio desconoce, transformando el espacio psicofisiológico en espacio matemático y (…) para resolver todas las partes del espacio y todos sus contenidos en un único Quantum continuum prescinde de que vemos con dos ojos en constante movimiento y no con uno fijo….
Quisiera destacar esta mutación de la representación renacentista que transforma el espacio percibido en una construcción matemática, trasladándonos una idea de exactitud y precisión que no encontramos en la realidad del ser humano. Esta construcción imaginaria tiene su antecedente, entre otros, en la armonía de las esferas de Pitágoras, para quien el universo está gobernado según proporciones numéricas armoniosas invariables e inmutables, y su prosecución en lo que es hoy el mito cultural de la “evidencia científica” que para probarse, debe hacer abstracción de la condición de ser hablante del sujeto.
También encontramos en “Lo bello y lo siniestro” de Eugenio Trías la misma línea reflexiva de Panofsky: “El Renacimiento lograría una conceptuación de las relaciones espaciales de naturaleza abstracta y sistemática que implicaría la noción de infinitud.”
Calzándonos las botas del gato de Perrault podemos hacer un salto de más de siete leguas y llegar hasta el siglo XX donde nos encontramos, además de los variados ”ismos” que produjo, con un artista que ha marcado el devenir del arte contemporáneo: Marcel Duchamp, quien transitó por varios de estos “ismos” dejando en cada uno de ellos muestras de su genialidad. Basta pensar en “La mariée mise à nu par ses célibataires même” o en las versiones de “Desnudo bajando una escalera” para hacernos una idea de su audacia al reunir en estas obras cubismo, futurismo y dadaísmo. Pero donde verdaderamente se muestra la condición anticipatoria de la mutación que él encarna es en sus ready-made: objetos que no tienen ningún vínculo con el arte, producidos en serie por la industria para diferentes usos. Estos objetos son elevados a la categoría de objeto artístico por la sola voluntad electiva del artista. Precisamente, al ser separados de su función utilitaria original adquieren una potencia evocativa imposible de reducir a un significado. No solo abre la puerta a la consideración de lo que debe ser considerado arte sino que produce también un cambio radical en el espectador que pasa de ser un consumidor pasivo de belleza a ser un observador activo de un acontecimiento. Duchamp compromete al espectador en la producción de sentido dándole una libertad que hasta entonces era desconocida. Podemos equiparar el acto de Duchamp con la “Interpretación de los sueños”, donde Freud descubre que la significación del sueño es singular para cada soñante y que además, hay un límite al desciframiento onírico, que Freud llama el “ombligo del sueño”, punto de detención interpretativa imposible de franquear. Del mismo modo sucede con la obra de arte, es irreductible a un significado fijo y único. De este punto de detención y de vacío proviene su fecundidad.
Otra anticipación de Duchamp es la creación del Rrose Sélavy, verdadera performance fotográfica en la que encarna a una mujer seductora, elegante y misteriosa, en colaboración con Man Ray, quien hace de fotógrafo. Ya están allí todas las cuestiones de género que podemos observar en la actualidad, con sus implicaciones éticas, estéticas, ideológicas y filosóficas.
Sin duda estas tres grandes mutaciones que he elegido no son las únicas que podrían hacerse partiendo de Altamira en dirección a nuestros días y padecen de la arbitrariedad de la razón expositiva.
La muestra que nos propone Acarin-Wieland en CaixaForum contempla un amplio recorrido que abarca desde los años sesenta a la actualidad. Solo comentaré algunas de las piezas que la integran y que a mi entender reflejan el período mencionado.
En primer lugar, he tomado la obra audiovisual “Wind” de Joan Jonas (Nueva York, 1936), artista pionera en el arte de performance y vídeo. Emergió a finales de los años sesenta y principios de los setenta. Los proyectos de Jonas y sus experimentos proporcionaron la base sobre la que se sustentaría gran parte del arte de performance en vídeo. Casi toda la obra de Jonas está estrechamente vinculada a la naturaleza. Según reza en la ficha técnica que podemos ver en el MACBA:
(…) la playa nevada de Long Island fue el escenario escogido por Joan Jonas para grabar una serie de figuras que realizan movimientos enigmáticos luchando contra el viento. En Wind, parejas cubiertas con máscaras caminan espalda contra espalda, otras se ponen y quitan los abrigos, y una pareja con pequeños espejos cosidos a la ropa va apareciendo y reapareciendo a lo largo de la película. Grabada con tomas largas, en blanco y negro y sin sonido, Jonas deja que sea el viento quien dicte los movimientos de los intérpretes, que se mueven entre la coreografía, la ceremonia y la improvisación. Con un lenguaje muy cercano al minimalismo, esta pionera de la performance evoca así los inicios del cine.
Pero no es esta mi referencia al contemplar la obra de Jonas, en realidad son dos los artistas que Jonas me evoca con su performance. Por un lado, casi inevitablemente, surgieron los patinadores que podemos ver en “Paisaje nevado con patinadores y trampa para pájaros” (1561), copia de Pieter Brueghel el Joven a partir del original de su padre Pieter Brueghel el Viejo y que podemos ver en el Museo del Prado. A diferencia de los personajes de Jonas, que luchan con la inclemencia climática para poder llevar a cabo el programa establecido por la autora hasta que decide hacer del viento y el frío un elemento más de la acción. Esta decisión es perfectamente acorde con nuestra época, donde el clima, y sus cambios y cómo controlarlos, son los protagonistas que despiertan afectos profundos acerca de nuestra desprotección como especie y que nos vinculan de modo directo con la pulsión de muerte. La pintura de Brueghel nos muestra unos patinadores, en pleno invierno flamenco, en un ambiente lúdico, que disfrutan de la circunstancia climática, extrayendo de ella un placer festivo, en ningún caso amenazante.
Por otro lado, la referencia casi obligada es “La nevada” (1786), de Francisco de Goya, perteneciente a la colección de bocetos para tapices con la temática clásica de las estaciones. Aquí, los personajes están detenidos en el camino pero no por las inclemencias del tiempo, que las sufren, sino por la guardia civil que les interrumpe el trayecto para decomisarles el gorrino que llevan a vender a la ciudad sin pagar el impuesto correspondiente. La ventisca de nieve, al igual que en la obra de Jonas, es también un protagonista que azota los cuerpos pero, a diferencia de los actores de la performance, los campesinos no representan un juego de connotaciones metafísicas. Más bien, esta pintura es fiel al espíritu crítico de Goya, ya que no debemos olvidar que estas pinturas estaban destinadas a adornar una estancia ubicada en las antípodas de la escena que contemplamos: el comedor del Palacio de El Pardo, que en ese momento estaba habitado por los príncipes de Asturias, Carlos y María Luisa.
Continuando el recorrido de la muestra encontramos otra pieza que nos detiene: una obra de Dora García (Valladolid, 1965) fechada en 1995, que la autora titula “Bolsa dorada”, y que consiste justamente en eso: un paño (la condición de bolsa no es obvia) dorado rectangular que cuelga de cada uno de los extremos de uno de los lados menores produciendo un efecto de cortinaje acentuado por la disposición de la pieza en un ángulo de la sala. Hay tres espacios en los que transcurre este objeto: el espacio expositivo, el espacio de la bolsa nombrada en el título y el espacio detrás de ella. Los dos últimos son espacios invisibles, uno creado por el significante bolsa, y el otro, por el ocultamiento. El espectador se enfrenta desde el espacio de la sala a la interpelación de la obra: ¿hay bolsa?, y si la hay, ¿qué contiene? Y si la vemos como una cortina, el espacio interior de la bolsa se redobla y se repite en el espacio oculto. El dorado de la bolsa nos hace pensar en que si el continente es tan rico, el contenido lo debe ser aún más. Lo que está en juego en estas trampas para el ojo es la cuestión del objeto, pero no cualquier objeto sino el objeto del deseo. Ella misma nos lo dice: “Quería ahondar en la idea de repetición, de justicia poética, de algo en conflicto que se intenta resolver en el objeto”.
Con una intervención tan económica en medios pero tan rica en sugerencias, Dora García consigue introducirnos en una de las cuestiones mayores del ser humano como ser hablante: el deseo y su objeto. Hay que decir que Dora García reconoce como guías en su elaboración artística a James Joyce en literatura y a Jacques Lacan en psicoanálisis.
Cito también este fragmento de la entrevista publicada en la revista AD en abril de 2018, que da cuenta de su programa artístico:
La realidad es lo Real traducido por el lenguaje, aunque siempre hay una parte que no se puede contar. Lo Real se le escapa también al arte. Lo Real es Trump, algo que estaba allí y que no veíamos porque éramos incapaces de verbalizarlo, pero que en el momento en el que menos lo pensábamos, saltó. Un agujero inmenso que intentamos entender.
El lento y reflexivo paseo al que la muestra invita me lleva hasta otra detención, esta vez ante la propuesta escultórica de Eva Fábregas (Barcelona 1988), que la autora ha titulado “Kimberly & Chloe”(2019): dos estructuras tubulares entrelazadas, de fuertes reminiscencias orgánicas, nos sitúan con toda certeza en el registro del cuerpo, dos cuerpos que se anudan sin llegar a fundirse ni confundirse. La textura sedosa del material utilizado no solo promueve el deseo de aproximación táctil, que imita con toda legitimidad el empuje del deseo, sino que el espectador puede dejarse llevar por ese deseo y experimentar con la obra, tal vez no en esta muestra pero sí en otras exposiciones que han contado con la participación del visitante.
El nombre de la pieza, “Kimberly & Chloe”, nos da otras pautas reflexivas que ubican esta obra en el centro de los actuales debates sobre género: Kimberly es un nombre femenino que ocasionalmente es usado como nombre masculino, y Chloe por su parte es un nombre femenino que significa floreciente o fertilidad, además de ser una de las advocaciones de la Diosa madre Deméter. Vemos así que esta obra reúne múltiples referencias a la sexualidad, no solo en su dimensión erótica sino también a la función reproductiva; experiencias capitales del ser hablante. Por último me detengo frente a una obra absolutamente singular, de una sugerencia conceptual exquisita, que requeriría un comentario mucho más amplio del que me puedo permitir en esta incompleta e insuficiente reseña. La obra es de Àngels Ribé (Barcelona, 1943) y se llama “3 Punts 1”. Consiste en solo una cuerda que está fijada por cada uno de sus extremos a dos paredes que forman ángulo y a diferentes alturas. La iluminación hace que la sombra de la cuerda proyectada sobre las paredes construya un triángulo virtual.
Sin duda, la propuesta de Ribé encaja perfectamente en la antiquísima tradición del trampantojo que, como la propia palabra nos indica, pretende y lo consigue, engañar al ojo. La conocida leyenda sobre Zeuxis y Parrasio que narra la rivalidad entre ambos pintores griegos por consagrarse como el mejor pintor de su época (siglo IV a. C.), nos deja algunas lecciones. Zeuxis pinta un bodegón con un racimo de uvas que engaña a los pájaros que van a picotearlas atraídos por su realismo; Parrasio, por el contrario, pinta una cortina que Zeuxis, al llegar, intenta descorrer para ver lo que Parrasio ha pintado. Lo que muestra esta historia es lo que Lacan llama la esquicia del ojo y la mirada: el ojo del pájaro está gobernado por la necesidad, mientras que el ojo de Zeuxis está orientado por el deseo. La mirada del parlêtre, como objeto de la pulsión escópica, consiente al engaño del trampantojo, no por la necesidad sino por el deseo.
Pero no es solo esto la propuesta de Ribé. Va más allá en su conceptualización al dejar al descubierto el vacío necesario para la condición de obra de arte, no solo en las artes visuales sino también en las otras, la poesía y la música. Para Lacan, todo arte se caracteriza por cierto modo de organización alrededor de ese vacío. Podríamos decir de la obra de Ribè lo mismo que decía Malevitch de su famoso e inaugural “Cuadrado negro sobre fondo blanco”: no era un simple cuadrado negro que había expuesto, sino más bien la experiencia de la ausencia de objeto. Asimismo, “3 Punts 1” de Ribé no es solo un trampantojo abstracto, es una aproximación reveladora del vacío que es consustancial al animal que habla y, justamente a causa de ello, construye bellos artificios de representación que le permiten acercarse al abismo de la falta del ser.
La exposición que nos propone Xavier Acarin-Wieland nos deja, con su cuidada selección de las obras, ante diferentes propuestas mutativas que recogen los desasosiegos de los últimos setenta años ¿Cuáles serán las próximas mutaciones? Eso no podemos saberlo de antemano, así como no podíamos saber, en su momento, cuáles serían las consecuencias de Auschwitz para la representación artística. Lo que podemos saber es que el río del arte seguirá fluyendo por los diferentes meandros que su recorrido va dibujando en el territorio humano empujado por la pasión de representar lo irrepresentable.
Referencias bibliográficas
Trías, E. (1982). Lo bello y lo siniestro. www. lectulandia.com. 2013.
Panofsky, E. (1999). La perspectiva como forma simbólica. Tusquests.
Alejandro Gómez-Franco
Psicólogo (UNC).
Psicoanalista ex miembro de la Escuela Europea de Psicoanálisis y de la Asociación Mundial de Psicoanálisis.
Docente del Máster de Arteterapia de la Universidad de Vic
Docente del Posgrado de Arteterapia de la Universidad de las Islas Baleares.
gomezf@telefonica.net