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Resumen

El artículo que van a leer hace referencia a un trabajo que  finalizó hace siete años. El análisis que me proporcionó el material clínico comenzó en el pacífico otoño del 2010 y culminó en el dramático invierno de 2015. El último año de la terapia fue el año de los acontecimientos tectónicos en Ucrania: La Revolución de la Dignidad que logró el derrocamiento del gobierno antipopular corrupto, la invasión de las tropas militares rusas al territorio de Ucrania con la siguiente anexión de Crimea y la ocupación de los territorios del este del país.

Palabras clave: Inestabilidad social, choque de realidades, ruptura de los límites analíticos, transferencia negativa, metáfora del espacio escénico, enactment, envidia, celos

 

Abstract

The article you are about to read relates to work that ended seven years ago. Analysis that gave me the material for clinical illustrations in this article started in the peaceful autumn of 2010 and ended in the dramatic winter of 2015. The last year of therapy was the year of tectonic events in Ukraine: The Revolution of Dignity that ended in the overthrow of a corrupted anti-popular government, invasion of Russian military troops to the territory of Ukraine with the following annexation of Crimea and occupation of eastern territories of the country.

Keywords: Social instability, reality clash, breakdown of analytical boundaries, negative transference, stage space metaphor, enactment, envy, jealousy. 

 

Algunas notas sobre lo evidente

La creación conjunta de sentido por parte de la díada analítica es un proceso muy difícil y vulnerable que presupone la «interrupción voluntaria de la realidad» con fines terapéuticos. El objetivo principal —la implicación subjetiva— puede ser fácilmente anulado en una situación de peligro real objetivo y sustituido por una necesidad más apremiante, la supervivencia. El psicoanalista corre el riesgo de acabar en la posición de un entrevistador que intenta averiguar las razones de la agresividad de un soldado mientras dispara a sus enemigos. No hay que sorprenderse de la ineficacia de las interpretaciones en casos como éste.

Lo más evidente en la historia que voy a contar es la intrusión de la realidad externa en la relación analítica. En el ámbito psicoanalítico se produjeron acontecimientos para los que la definición «choque de realidades» es apropiada. Utilizaré el término espacio escénico como metáfora, pues es ampliamente utilizado como uno de los modelos para describir lo que ocurre en el psicoanálisis (Sandler, 1976; McDougall, 1991; Argelander, 1992). En este contexto,  la principal condición que garantiza la posibilidad del proceso analítico se rompe: el mundo de las interacciones sociales irrumpe en la consulta psicoanalítica. Solo la persistencia de este límite proporciona la perspectiva de expansión del espacio analítico “más allá de un tiempo y un lugar determinados, hasta el contenido central de la relación: la interacción de los dos inconscientes” (Goldsmith G. 2004 ). Su destrucción, pone en peligro la posibilidad de este proceso.

Ilustración clínica

La paciente A, conmocionada por los acontecimientos de Ucrania (2013-2014.), que vivió con odio y miedo, me confundió por  la magnitud de sus sentimientos agresivos dirigidos hacia procesos sociales y personas que evocaban mi simpatía y compasión. Estos afectos eran inesperados para mí, contrastaba con su anterior forma apolítica y cautelosa de comunicarse conmigo. Fue muy convincente al explicar su experiencia, por la naturaleza extrema de la situación. No había duda de la validez de su preocupación por el bienestar material de su familia, pues los cambios en el poder amenazaban a su padre y a su marido con la ruina financiera. 

Esto hacía que viese las modificaciones que se producían en ella como una reacción a un peligro objetivo. Al mismo tiempo, me resultaba cada vez más difícil mantener una postura analítica, ya que sentía que todo lo que la paciente decía era excesivamente cruel e injusto. A menudo tuve que esforzarme para contener mi agresividad hacia ella y seguir escuchando y pensando. Los intentos de animar a la paciente a ver lo que le ocurría como una dimensión de sus conflictos inconscientes quedaban en el aire. 

Eran tiempos difíciles para el país. Cada día, y a menudo cada hora, estaba llena de acontecimientos contradictorios. El heroísmo, la traición, la esperanza y la desesperación se entrelazaban en secuencias imprevisibles. Todo eso interfería en mi mundo interior y hacía mucho más difícil el trabajo psicoanalítico con todos los pacientes. Pero la relación con esta paciente era la que más dudas me causaba ¿Tengo derecho a hacer psicoanálisis estando tan involucrado en los acontecimientos exteriores? Me sentía impotente e inútill y, sobre todo, experimenté una fuerte reticencia a hacer un esfuerzo por comprenderla. Me obligué a examinar mi resistencia, lo que me resultó difícil de hacer. Aun así, mis esfuerzos me llevaron a un importante descubrimiento que me sorprendió por su obviedad: el odio de la paciente iba dirigido a mí personalmente. Podría haberme dado cuenta mucho antes si no hubiera estado tan ocupado por lo que ocurría fuera de la sesión y si no hubiera estado convencido de la prioridad de la amenaza objetiva. La rabia dirigida a las personas que intentaban destruir su modo de vida habitual parecía estar justificada objetivamente hasta tal punto que no podía ver el elemento transferencial en ella. Involuntariamente, volvía a situar los sentimientos transferenciales en el contexto de las relaciones con los enemigos externos, reconciliándome con mi impotencia terapéutica. Los motivos sádicos encubiertos en la excitación y la asertividad con la que A reprimía todos los intentos de explorar la psicodinámica de nuestra relación se hicieron evidentes. Cuanto más exitosas y persuasivas parecían mis interpretaciones, más complacida se sentía la paciente al desvalorizar mis esfuerzos. Era como si hubiéramos intercambiado los papeles. Ahora era ella la que me estaba «abriendo» los ojos sobre cómo funcionaba realmente este mundo. Ahora me tocaba a mí ajustar mi modesta visión analítica del mundo a la verdadera realidad, y ella no tenía que abandonar sus construcciones paranoicas. No podía dejar pasar la oportunidad de vengarse por los años de humillante dependencia de un tratamiento basado en la comprensión psicoanalítica. 

Una de las sesiones típicas de ese período

Como había sucedido antes, A. llegó tres o cuatro minutos antes. Cuando abrí la puerta noté sus labios fruncidos y la mirada desafiante. Anteriormente había tenido diferentes versiones sobre los motivos de su llegada anticipada, pero esta vez vi la impaciencia del luchador que se apresura a atacar al odioso enemigo. Con voz facciosa y alegre, me informó inmediatamente de que su marido le había dicho que me preguntara si podía considerar normales a las personas que se “protegían” contra las balas con escudos de madera. Comunicando la pregunta del marido, ella se excluyó como participante activa. En la escena quedábamos su marido y yo. Ella era un mero mensajero. Mi enfrentamiento con ella se estaba trasladando a la semioscuridad de un escenario profundo. Me sedujo con la posibilidad de explorar el conflicto social. De hecho, habría sido muy conveniente “pasar por alto” su llegada prematura y las reacciones faciales hostiles, para evitar la confrontación y sumergirme en reflexiones, relevantes para mí, sobre la realidad externa. Desde que nos involucramos mutuamente en los dramáticos acontecimientos del país, empecé a notar cómo el material de la paciente dejaba de ser objeto de análisis y pasaba a ser experimentado como “simplemente la realidad”. En mi mente ya había empezado a responder a su “marido”, pero inmediatamente me sorprendí a mí mismo preparándome para ser un actor en la obra de otra persona. Últimamente la paciente apuntaba con mucha insistencia a ser la directora, dándome un papel cada vez más pasivo.  

Le dije que parecía que esta pregunta era muy importante para ella, pero que su objetivo no era aclarar algo para sí misma. Lo más probable es que creyera que yo no podría explicar el comportamiento de esos locos. Esto podría hacerle sentir superior en la comprensión de una situación política muy complicada.

La paciente “no se dio cuenta” de mi observación y continuó hablando con gran emoción, esforzándose por despojar cualquier indicio de sentido común o de heroísmo en el comportamiento de las personas que se sacrifican: “¡Bueno, debes admitir que es una locura oponerse al ejército con las manos desnudas! ¡Niños desarmados contra hombres fuertemente armados! Un sinsentido”.

Me di cuenta claramente de que mi neutralidad silenciosa no podía engañarla. La paciente sabía que fuera de la sesión yo no estaba de su lado. Lo sintió como una terrible injusticia. Ella atacó mis relaciones con los participantes de la resistencia. Para ella era la repetición de la dolorosa historia de su infancia: su hermano era el más querido de nuevo, ella era una vez más una niña no querida a pesar de ser mejor que ese “degenerado”, en todo. Enmascaró la envidia y los celos con preguntas retóricas: “¿Estás diciendo que la gente que corre contra las balas con escudos de madera es normal? ¿No están locos? ¿Quieres decir que se les puede confiar el país?”.

Me resultaba difícil hacer frente a mis sentimientos, y como respuesta a su  exigencia de “ponerlos bajo tierra”» reaccioné espontáneamente: “No se les puede perdonar que probablemente hayan tenido relaciones diferentes con sus padres, por eso tienen derecho a luchar contra hombres fuertes y armados”.  La paciente permaneció en silencio durante dos o tres minutos y  yo pensaba con ansiedad en lo que ocurría en su interior. 

Mis palabras no eran sólo un reproche ofensivo por los sentimientos de envidia y celos, sino también un recordatorio de la dolorosa relación con su padre. La herí, incapaz de lidiar con mi resentimiento. Esperaba “desplazar” la situación del primer plano y poder dirigir nuestra atención hacia la profundidad, a la semioscuridad, donde los contornos de una familia incestuosa eran vagamente discernibles, donde tenían lugar acontecimientos dramáticos llenos de competencia y devaluación, seducción y rechazo.

Tocar esta experiencia solía permitirnos dirigir la atención de lo exterior a lo interior y encontrar paralelismos entre las tramas de nuestra relación y los ecos de la experiencia infantil. Esta vez la seducción de aferrarse a la realidad era más fuerte que el interés hacia las experiencias internas, y por otro lado ella no podía perder la oportunidad de mostrarme mi impotencia frente a su derecho a las defensas primitivas, el derecho permitido por la realidad objetiva:  

Mientras estoy aquí tumbada, los bandidos probablemente están robando en mi casa. Y nadie me convencerá de que no tengo derecho a defenderme. Se lo advierto. Si esto ocurre, mi marido y yo protegeremos a nuestros hijos. Dispararemos, y no sentiré ninguna compasión hacia esa gente.

Para mí estaba claro que esos «monstruos» eran culpables, sobre todo, del hecho de que me gustaran. Se me advierte que seré severamente castigado por esto. No habrá piedad para mí. Lamentaré la injusta elección del objeto de mi afecto. La muerte de los «monstruos» permanecerá en mi conciencia.

Hasta el final de la sesión, no pude deshacerme de la sensación de que las amenazas de mi paciente me evocaban algo familiar que nos ocurrió una vez. Como si ya hubiera tenido esta complicada mezcla de sentimientos hacia ella: lástima, asco, impotencia y rabia. Y el deseo de interrumpir la terapia inmediatamente y no volver a ver a esa persona. Entre sesión y sesión recordé una historia de dos años antes, cuando por iniciativa de la paciente todos los perros callejeros que vivían cerca de su casa habían sido envenenados. El recuerdo aparecía con absoluta claridad junto con la comprensión de que siempre había estado en mi memoria.

Pero ese acontecimiento no podía estar en primer plano porque hubiese excluido mi compasión hacia la paciente. Si hubiera dejado que la historia del asesinato estuviera activamente presente en mi experiencia, la terapia no habría durado. Los perros fueron envenenados tras una disputa con el vecino que los alimentaba y posiblemente los quería mucho. El dolor del tema no me permitió analizar el aspecto transferencial del drama. Me quedé con la comprensión de que los perros no tenían nada que ver, y que la agresión estaba dirigida hacia el vecino. Al escuchar su historia en aquel entonces, no me permití suponer que mi amor hacia los perros (que ella había podido imaginar o descubrir intuitivamente) pudiera empujar a la paciente a una respuesta tan terrible. 

Nos quedamos en el escenario y optamos por esconder la historia detrás de simuladas decoraciones. Las convenciones del teatro permiten este recurso: es como si los protagonistas no vieran al villano que acecha tras un falso roble. 

Y hoy, mientras escribo este texto, no sé hasta qué punto puedo confiar en una “percepción” de hace tiempo sobre mi papel  en la matanza de los perros. Quiero empujar esta historia a la penumbra del escenario profundo. Pero en 2014 me embargó esta idea. La amenaza de asesinar a las personas que causaban mi simpatía parecía bastante realista. Mi capacidad analítica se vio seriamente dañada. Buscar el sentido simbólico en las palabras de la paciente era casi imposible. 

En la siguiente sesión, que tuvo lugar el día en que muchas personas fueron asesinadas en Kyiv, A. me informó con una voz muy tensa, que iba a terminar la terapia porque ya había obtenido suficiente de ella y estaba lista para una vida autosuficiente. Esto me resultaba casi indiferente, ya que estaba deprimido por los trágicos acontecimientos en la capital. Entre una sesión y otra, escuchaba las noticias en la radio y las comentaba con mis colegas por teléfono. Los disparos a personas desarmadas, la imprevisibilidad de los acontecimientos posteriores, hicieron que el trabajo fuera casi mecánico. Siguiendo el estereotipo habitual, respondí a la paciente que su deseo era comprensible para mí y que su decisión debía haber sido considerada y que había buenas razones para que terminara la terapia. Pero, al mismo tiempo, pensé que había muchas cosas que no se habían terminado en la terapia y que ella no debía finalizar sin intentar comprender lo que había quedado sin decir y sin aclarar entre nosotros. A. me interrumpió bruscamente acusándome de fingir y de formalismo. Que incluso ahora no estaba con ella, sino en otro lugar y en otras relaciones. Estaba segura de que lo único en lo que podía pensar era en cómo deshacerme de ella e ir rápidamente con las personas a las que realmente amo y con las que quiero estar a cambio de nada, no por dinero. Estaba segura de que me pagaba mucho más que otros pacientes, pero eso no era lo más importante… Dedicó el resto de la sesión a mencionar mis debilidades y errores, la forma en que la utilicé, aparentando ser comprensivo y servicial. “En realidad, tu objetivo es mostrar tu autoridad y causarme dolor”, “Eres un terapeuta para gente débil con problemas insignificantes que tienen miedo a la vida”, “Tu supuesta comprensión es una forma de atar y manipular”.

La siguiente sesión fue la más silenciosa de nuestra terapia. La paciente lloró casi todo el tiempo. Como sus lágrimas habían sido muy raras, y normalmente aparecían cuando estaba agresiva y molesta como respuesta a mi “arrogancia” e “indiferencia”, tomé esas lágrimas como una señal de hostilidad hacia mí, un reproche en la falta de corazón y la inutilidad de la terapia.  Mi irritación luchaba contra la culpa. Me parecía que tenía que hacer algo, pero no se me ocurría nada, y estaba convencido de que cualquier intervención podría provocar su ira. Ambos estábamos en silencio, y era el tipo de silencio que no deja espacio para las fantasías o cualquier actividad mental. Como había sucedido antes en presencia de A., dejé de sentirme responsable del encuadre y psicoanalista. Después de un silencio de quince minutos, me obligué a hacer una pregunta sobre la razón de su terrible estado de ánimo, estando seguro de que sería seguida por acusaciones agresivas. Pero la paciente no dejó de llorar y dijo que hoy había estado en el hospital. Su hijo mayor iba a ser sometido a una operación importante, y nadie cercano a ella lo sabía ni se interesaba por su salud: “¡La política y el dinero son más importantes para ellos!”. Lo dijo muy enfadada, pero sentí alivio porque las emociones parecían dirigirse hacia otra persona. Estuve tentado de explayarme sobre el tema “seguro” de las relaciones con los seres queridos, pero me abstuve de hacerlo al recuperar mi capacidad de pensar. Parecía que la paciente me había dado un respiro y el derecho a ser analista por un tiempo. 

Recordé mis pensamientos anteriores de que mi parálisis intelectual y emocional era una manifestación de impotencia materna, y un deseo de distanciarme de la niña que exigía una implicación desmesurada de la madre. Me preparé para pronunciar la frase de que mi alejamiento y preocupación por mi propia vida, en un momento en el que ella estaba tan necesitada de apoyo y simpatía, le resultaba intolerable, pero no tuve tiempo de hacerlo ya que la paciente susurró, apenas audible, sin dejar de llorar: “Lo siento mucho”. Esto fue tan inesperado que le pregunté si realmente había dicho esas palabras. No obtuve respuesta y me avergoncé de haber perdido de nuevo mi perspectiva analítica. Estaba perdido, porque la culpa parecía estar fuera de su carácter. En estas palabras susurradas había remordimiento por su intolerancia y pesar al no poder hacer nada al respecto.   

La paciente interrumpió el silencio para contarme un sueño. 

En el sueño se había mudado a una casa grande y hermosa, con muchas habitaciones luminosas. Al mismo tiempo, comprendió que yo no iba a vivir en este palacio con ella. Mi intención era alojar a varias personas muy dudosas, “vagabundos y otras basuras”. La paciente se opuso con vehemencia y convenció a todos para que no me dejaran entrar.  Supuse que el sueño mostraba su actitud hacia las cosas que yo trataba de colocar en su psiquismo: mi comprensión de sus problemas y conflictos inconscientes. Mi deseo de ayudarla es vivido como una intrusión hostil. También pensé que una casa vacía de la que se destierra la vida se convierte en algo muerto, como su psicoanálisis. El espacio vacío que idealiza le da una sensación de superioridad. Mi figura, alejada de su hogar ideal, simboliza el desapego, su forma de afrontar los celos y la envidia. 

Ella respondió diciendo, de manera agresiva, que no quiere conformarse con patéticas limosnas, y menos por dinero, que no necesita esa mierda. Que era imposible aceptar que me fuera a casa después del trabajo y diera a mis seres queridos mil veces más atención y amor, y gratis. Siguió llorando durante el resto de la sesión. El estallido de rabia me desanimó y después de que se marchara reflexioné largamente sobre los mecanismos de los celos y la envidia que convierten en mierda cualquier atisbo de amor. En casa, releí el artículo de O. Kernberg sobre los celos en los pacientes narcisistas (Kernberg, 1992 ) pero no obtuve respuesta a una pregunta importante para mí: ¿por qué la paciente no deja la terapia, qué la retiene? ¿quizás sigue ocurriendo algo importante, tras el aparentemente cerrado telón de fondo del escenario profundo?, ¿algo se opone a su envidia, odio, celos y misantropía?   

La terapia continuó durante varios meses más. Largos periodos de estancamiento y de comunicación formalmente agresiva se intercalaban con breves episodios de lo que yo consideraba alentadores de la capacidad de la paciente para acercarse a su destructividad.  Ya se había anexionado Crimea y había comenzado la guerra en el Este. 

Mi último encuentro con A tuvo lugar un día que yo había tenido dos sesiones muy duras antes de la suya. En una de ellas la paciente lloró a un compañero de clase caído, y en la otra, la paciente compartió las historias de su marido durante la guerra. Sobre los compañeros caídos, sobre la perfidia del enemigo… 

El día anterior tuvimos con A. lo que me pareció una conversación muy difícil pero productiva, en la que ella me habló de sus dudas sobre mi capacidad y deseo de ayudarla. Dijo que estaba cansada del análisis, que todos los analistas tienen su propia agenda, probablemente no muy saludable.  

 Llegó un poco antes. Estaba escuchando la radio y no oí que llamara a la puerta. Solo empezó a hablar cuando se puso cómoda en el diván. 

Paciente (enfadada): ¿Por qué has tardado tanto en abrir? ¿Esperabas que me fuera? No quieres verme, lo noté hace tiempo. No te importan mucho tus pacientes. ¿Cómo puedes hacer este trabajo interesándote tan poco por la gente?

Analista: Tal vez nuestro último encuentro le provocó ansiedad por la impresión que me causó. ¿Cree que podría ofenderme y no querer verla más? 

Paciente: ¿Ofenderse? ¿Por qué? ¿Se ha ofendido? ¡Qué poco profesional es usted! ¿Cómo puedo confiar en usted después de esto?

Analista: He pensado en lo que me dijo la última vez. Sobre mis deseos malsanos.

Paciente (largo silencio): Eso es lo que sentí. Vuelve a guardar silencio. 

La sesión fue lenta, me costó concentrarme. No dije casi nada. A la mañana siguiente la paciente me llamó y me dijo que había decidido dejar la terapia. Me dio las gracias “por todo” y me pidió permiso para llamar de nuevo “en caso de que pasase algo”. Pude notar que luchaba contra potentes sentimientos, tratando de hablar con voz uniforme.

Volviendo a la metáfora del espacio escénico.

Escena

Como señalé en la introducción, quizá la mayor amenaza para el psicoanálisis, en tiempos de inestabilidad social, sea la increíble complejidad a la hora de crear un espacio contingente en el que las reglas formuladas consistan en  priorizar lo subjetivo sobre lo objetivo. Todo se complica doblemente si ambos participantes están apresados por los acontecimientos externos, y el paciente conoce el compromiso del terapeuta con la realidad. Me refiero al conocimiento, no a la fantasía. El alcance de las consecuencias de este conocimiento depende del peligro (real o fantaseado) de la información recibida por el paciente. El peligro aumenta cuando el potencial traumático de la información coincide con las fantasías inconscientes del paciente. Eso es exactamente lo que ocurrió en nuestro caso cuando, como parte de la transferencia negativa, la paciente embargada por las fantasías de celos, recibió una confirmación convincente de su legitimidad. Lo que le permitió experimentar un triunfo maníaco, una devoción total por la venganza, la humillación, la devaluación del analista. A. Modell y G. Goldsmith describieron algo similar como la ruptura de la confidencialidad, viendo una salida en el reconocimiento de los hechos evidentes de la historia del analista, y que sean gradualmente aceptados por ambos como reales (Modell, 1968; Goldsmith, 2004). Trabajar esta dolorosa situación debería conducir a la creación de un nuevo límite que devuelva la zona “como si” a su lugar. Tengo que admitir que no he tenido éxito en esto, en gran parte porque he tratado de inducir a la paciente a volver a ver la “verdad” revelada como una proyección de su mundo subjetivo.

Etapa profunda

En la oscuridad de la etapa profunda tuve que defender mi derecho a la autonomía en un entorno agresivo dominado por la envidia y los celos, y dirigido a poseerme totalmente. Al mismo tiempo, el intenso deseo de posesión no contemplaba la oportunidad de hacerme sentir valioso. Este deseo estipulaba ser digerido completamente. Sin dejar rastro. La posesión codiciosa tal vez podría haber protegido a la paciente de la actuación de su envidia hacia mí, alguien que poseía capacidad de amar, alguien que es amado y alguien en quien la propia paciente querría convertirse (Spillius, 1993). 

El intento de ”digerir” mi persona provocaba como respuesta agresividad y deseos vengativos que, a veces, yo no veía y que se convertían en interpretaciones “punzantes”. Estas últimas, a su vez, estimulaban efusivas manifestaciones de la paciente y conseguían completar el círculo. La provocación de la paciente parecía excesiva, así como la intensidad de las proyecciones que me abrumaba con experiencias agresivas. Cuando pienso en nuestra relación como pareja analítica, me viene a la mente un grabado que representa a un dragón devorándose a sí mismo. Un cuerpo poderoso con sus dientes arañando su propia cola, formando un anillo sin principio ni fin. 

Mis experiencias vitales habían encontrado eco con las de la paciente, especialmente a través de las historias de su infancia que no he descrito en este trabajo. Sentí compasión y al mismo tiempo me sumergí en mis propios recuerdos sobre pérdidas, decepciones y agravios. Esta resonancia creó un ambiente de penetración mutua. Yo estaba absorbido y al mismo tiempo era un contenedor de sus experiencias insoportables. Tal vez, trabajar con estos pacientes sea una oportunidad para conectar con la propia envidia ardiente, los propios deseos de destrucción y de hacer daño a los demás. Esta experiencia haría que los intensos sentimientos del paciente sean comprensibles y más soportables, pero también crea el riesgo de perder los límites. Además, los intentos de distanciarse pueden provocar ataques de rabia y desvalorización en el paciente.  

El concepto de identificación proyectiva es relevante para la comprensión de lo que ocurre en esta maraña de rasgos libidinales y destructivos de la envidia. No está claro cómo podría haber sido si la capacidad de contención del terapeuta no se hubiera visto debilitada por el síndrome del «muro roto». Muy probablemente, la interpretación habría llegado a veces a la meta, y las palabras mal concebidas no hubieran tenido un poder tan destructivo.

Es pertinente destacar otro aspecto de nuestra relación: el deseo indomable de la paciente de construir la relación de tal manera que “no pase nada bueno”: “en parte un epitafio y quizás un nuevo comienzo, para el concepto de respuesta terapéutica negativa” (Wurmser, 2013).

La envidia de la propia capacidad de generar cosas buenas y los ataques que paralizan esa capacidad son algo que transcurre en la escena profunda y se experimenta claramente en la contratransferencia. Es evidente que la envidia y las manifestaciones destructivas que engendra han sido capaces de transformar el conflicto social en una agitación personal y en un calvario para la terapia ( Klein M. 1957). H. Rosenfeld probablemente definiría este ataque como “la actualización de un Superyó altamente crítico y primitivo con un carácter claramente obsesivo y una mezcla masiva de envidia, que genera una tendencia a destruirlo todo” (Rosenfeld, 1987). Privar al psicoanalista de la capacidad de comprender es la forma más cercana de que no ocurra nada bueno. Spillius llamó a la envidia un sentimiento desalentador (Spillius, 1993). La envidia parece especialmente desalentadora cuando es un rasgo central que “forma el carácter”. Entonces, con los celos y la avaricia afines, mantienen a la persona esclavizada, y sus cualidades desmoralizadoras son especialmente evidentes. Toda la vida, como hemos visto en este caso, parece desalentadora así como los resultados de la terapia, ya que la envidia puede actuar como una fuerza que se resiste violentamente al resultado positivo del psicoanálisis. Este tipo de envidia tiñe de negro todo lo que ocurre en la terapia.

Entre bastidores

La fantasía sugiere que los acontecimientos más paradójicos tienen lugar entre bastidores. Por ejemplo, las palabras susurradas “lo siento mucho” parecen venir de ahí. Hay algo que aporta un sentido menos pesimista a lo que parece una situación sin salida de «nada bueno debe aparecer». Hoy pienso que ese “lo siento mucho” es el lamento de la paciente por no tener otra forma de comunicarme lo desesperada que estaba por la tragedia del abandono, la soledad y la necesidad insatisfecha de amor. El único método de comunicación que disponía era modelar la situación de catástrofe en el espacio analítico

El concepto de destrucción de todo lo bueno como meta podría oponerse a la idea comunicativa (bipersonal opuesta a la intrapsíquica) en la que los ataques de todo lo positivo tienen una implicación comunicativa. “(…)… quiero la atención del otro tan desesperadamente que estoy dispuesto a luchar con él, si es necesario, hasta la muerte para conseguir su atención y hacerme deseable para él» (Kojeve, 1980). Esta aspiración pudo hacer que la atmósfera de la terapia que tuvo lugar hace muchos años, estuviese cerca  de la catástrofe mental. Por eso, los intentos del analista de explicar algo y aportar el componente racional a la relación se tomaban como una huida y falta de deseo de compartir el sufrimiento. En el espacio de las bambalinas, la “comprensión” es una oportunidad y capacidad de sentir la profundidad del dolor de la paciente. Probablemente, la destrucción de todo lo bueno es solo una forma de liberar el espacio para algo más importante : “solo” lo bueno.

Desgraciadamente, lo que ocurrió en esta terapia ha sido durante mucho tiempo, y en gran parte lo sigue siendo, inasequible para mi comprensión. La enormidad de los acontecimientos fuera de la sesión distorsionaban fuertemente la comunicación entre los “dos inconscientes”, aunque al mismo tiempo me permitió ver desde un nuevo ángulo algo que parecía superado, y también ver los aspectos escindidos y aislados de la interacción en la transferencia y la contratransferencia. En otras palabras, el espacio del “escenario profundo” se abrió de repente y de forma crítica, aunque tuvo consecuencias destructivas para la terapia.     

Mis disculpas por el exceso y la artificialidad de las metáforas escénicas. Pero no se me ocurrió nada mejor para estructurar lo que, según mi experiencia, sigue siendo un período extremadamente difícil y doloroso de mi vida personal y profesional. 

Traducción al castellano Temas de Psicoanálisis (originales en ruso y en inglés, traductor online deepl)

 

Referencias bibliográficas

Argelander, H. (1970). The scenic function of the ego and its shares in symptom and character formation . En Psyche 24. pp. 325-345.

Goldsmith, G. (2004) Confidentiality and the Psychoanalytic Relationship. Conferencia 11th PIEE Summer School, Kyiv, 2004.

Kernberg, O. (1992). Love relations. Normality and pathology. Yale University Press.

Klein, M. (1957).  Envy and Gratitude. Envy and Gratitude and Other Works. The Free Press. (104). pp. 176-235. 1975

Kojeve, A. (1980). Introduction to the reading of Hegel, Lectures on the Phenomenology of Spirit, por Raymond Queneau.  Ed.  Allan Bloom. Traducido. del original en francés por  James H. Nichols Jr. Cornell University Press. Ithaca and London. Pp. 19

McDougall, J. (1990).  Theatres of the Mind. Illusion and Truth on the Psychoanalytic Stage.  Brunner/Modell, A..

Modell, A. (1968). Object love and reality. Intl Univ Press.

Rosenfeld, H. (1987). Impasse and Interpretation. The New Library of Psychoanalysis Hardcover.

Sandler, J. (1976).  Countertransference and Role-Responsiveness. International Review of Psychoanlaysis (3). pp.43-47. Sandler A., Sandler J. 1974.

Spillius, E. B. (1993). Varieties of Envious Experience. International Journal of Psychoanalysis (74). pp. 1199-1212

Wurmser, L., Jarass, H. (2013).  Nothing Good Is Allowed to Stand: An Integrative View of the Negative Therapeutic Reaction. Ed. Leon Wurmser y Heidrun Jarass.

 

Vladimir Lugatin
Doctor en Medicina
Psicoanalista didacta de la International Psychoanalytical Association. Ucrania.