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Durante una reunión que tuve hace años con un grupo de psicoterapeutas jóvenes para supervisar un material clínico, la persona que presentaba el material se quedó de pronto mirándome como sorprendida y algo defraudada y exclamó: “¡Pero si todo esto que dice usted es de sentido común!”. Creo que siempre he procurado que me acompañara el sentido común, pero desde entonces se despertó en mí un interés por investigar qué es el sentido común y qué papel concederle en los tratamientos psicoanalíticos o psicoterapéuticos. El sentimiento de frustración de aquella psiquiatra joven resultaba empáticamente comprensible, pero yo me quedé casi paralizado como si se hubiera producido, algo así como una identificación proyectiva: me encontré, de pronto, con toda su frustración proyectada en mí y me quedé también muy frustrado, con un sentimiento de no haber sabido transmitir mayor y más sofisticada sabiduría psicoanalítica y de haberme quedado en el “simple” sentido común, conceptuado como algo vulgar además de simple. Cuando me recuperé, pude comentar un poquito compungido que aplicar el sentido común tampoco  debía ser tan malo, ni siquiera en psicoanálisis. No supe hacer lo que dicen que Adler hizo cuando, contestando a alguien que parecía reprocharle que siempre pensara cosas de sentido común, le dijo: “bueno, amigo mío, pero ¿por qué no prueba a hacerlo usted  también”?  

Muchos años después, en una reunión profesional, se me acercó una señora que yo no reconocí y que quería saludarme, aunque pensaba que no me acordaría de ella, porque ya hacía años que había presentado un caso en una supervisión conmigo. Tenía ganas de comentarme que las cosas que le había dicho en aquella supervisión le fueron muy útiles para comprender mejor al paciente y poder ayudarle más y que el tratamiento había ido mucho mejor después de la supervisión. Entonces pensé para mí: “¡toma, esta debe ser aquella del sentido común que al cabo de tantos años viene a decirme que el sentido común le había ido bien a ella y al paciente, aunque de entrada lo hubiera vivido un poco ofendida por tener que escuchar aquellas cosas tan “comunes”, tan aparentemente sabidas por todo el mundo! 

Reavivado mi interés por el sentido común, empecé a leer algo sobre el tema. Averigüé entonces que el sentido común era ya para Aristóteles una facultad o función que reunía y sintetizaba todas las imágenes de los objetos que se imprimen en los órganos sensoriales; o sea, una facultad que recogía todas las impresiones sensoriales de los diversos sentidos. Era una función integradora de la diversidad de sensaciones sensoriales y también, a otro nivel, de la diversidad de conceptos y teorías, una función que permitía un mínimo sentimiento de seguridad sobre la existencia real de los objetos y sobre la congruencia de la percepción y de las cualidades sensoriales respecto de la existencia de aquellos supuestos objetos “percibidos”. Este concepto aristotélico es el que recoge Bion cuando habla de los “vértices” y de la necesidad de reunir y hacer coincidir, desde diversas perspectivas o vértices,  las impresiones que se recogen de un mismo fenómeno observado, percibido o incluso pensado. Lo que dice Bion es una extensión psicológica de lo que afirmaba Aristóteles al referirse al sentido común. La reflexión aristotélica dio pie a discusiones filosóficas sobre la existencia o no de un órgano donde se ejerciera esta función de recoger e integrar las imágenes procedentes de los diversos sentidos, o sea, sobre la existencia del sexto sentido. En aquella época, Aristóteles estaba más o menos planteando lo que después en psicología, psiquiatría y psicoanálisis se llamaría “Sentido o Criterio de Realidad”. Una función mental que nos permitiría tener la seguridad de la existencia de objetos externos a nosotros, de objetos materiales, y diferenciar las imágenes o representaciones mentales provenientes de los mismos de  las que  surgen de nuestro interior (memoria, imaginación, fantasía, etc.). Esto implica la creencia común (de sentido común) en la existencia de un mundo material del que recibimos estímulos que hemos de interpretar. La convicción objetiva de que nuestras impresiones e imágenes sensoriales proceden de la estimulación de nuestros sentidos por objetos reales que llegan a nosotros desde fuera, de que existe algo material y objetivo fuera de nosotros, vendría apoyada en la experiencia comunitariamente compartida del sentir común, en la comprobación de que todos tenemos registros sensoriales, aunque desde diversos vértices o perspectivas, de algo que procede de un mismo objeto u objetos. Por muchas especulaciones que podamos hacer mentalmente, no dudamos en situar esos objetos fuera de nosotros como algo diferenciado de nosotros mismos. 

Sin esa comunidad de sensorialidades no se podría vivir en concordancia con la realidad que nos rodea, ni tampoco con la que nos constituye internamente. Por tanto, es desde el sentido común, conceptuado como conjunción de las diversas experiencias sensoriales (compartidas por el individuo en cuanto a sus diversos sentidos y también por la comunidad en cuanto a sus diversos sentires o creencias), que se hace posible esa función comprobatoria de lo que psicodinámicamente llamamos Criterio de Realidad, Sentido de Realidad o Prueba de Realidad. 

Así pues, el sentido común es una función básica para el desarrollo del Sentido de Realidad, o sea, para la capacidad de distinguir y diferenciar la realidad externa de la interna, lo subjetivo de lo objetivo, el pensamiento y la fantasía de la realidad. Distinguir la fantasía de la realidad es distinguir también el mundo interno del mundo externo, lo que procede del mundo psicológico de lo que procede del mundo material de los objetos; algo que también podríamos decir que en el fondo equivale a no confundir la teoría con la práctica. Una vez bien diferenciadas la fantasía de la realidad, el mundo interno del mundo externo, nos sería posible elaborar también criterios adecuados para distinguir las teorías claramente emanadas de la práctica, que nos capacitan para actuar prácticamente, de aquellas otras más alejadas, más mediatas, que no han encontrado todavía forma táctica de verificarse positivamente. A veces los psicoanalistas nos expresamos utilizando un lenguaje y una conceptualización que, además de sofisticada, puede alejarse mucho de lo que realmente ocurre en nuestra práctica. Por eso es relativamente frecuente que la gente se sorprenda cuando oye a un psicoanalista hablar con sentido común y que tienda a considerarlo un ejemplar raro. Lo que ocurre en la práctica de la terapia psicoanalítica o psicoterapia, en la relación psicoterapéutica entre dos personas, es en realidad bastante inefable, difícil de transmitir. Como es tan difícil, recurrimos con frecuencia a una serie de conceptualizaciones e inventos teóricos con la intención de poder transmitir esa experiencia que vivimos en la relación con nuestros pacientes. No es de extrañar que, en el intento de explicar aquello que ocurre en esa experiencia tan personal e íntima y en el fondo intransmisible, los conceptos vayan siendo cada vez más y más sofisticados. Se van haciendo cada vez más complicados y la teoría se va alejando y alejando cada vez más de la realidad y del sentido común. Cuando, para explicar algo relativo a una experiencia tan emocionalmente íntima, tan próxima y tan cercana a otra persona, si recurrimos a conceptos teóricos de este tipo, tendemos a alejarnos de la realidad práctica y corremos el riesgo de aparecer ante los ojos (o los oídos) de los demás como una persona sin sentido común. En cuanto hacemos conceptualizaciones teóricas, alejadas de la práctica y cada vez más complicadas, nos encontramos exponiendo cosas que nadie entiende, lo que facilita la impresión de que el que está hablando está alejado del sentido común. 

En su acepción sencilla y antigua –la de Aristóteles– la función del sentido común consistiría en comparar y sintetizar las impresiones sensoriales procedentes de sentidos diferentes. Por ejemplo, si nos referimos a cosas sensorialmente perceptibles, tangibles e inmediatamente aprehensibles, como una piedra, para estar seguros de que lo que estamos viendo es una piedra, tendremos que tocarla y comprobar con el tacto que su dureza es la propia de la piedra; luego, integrando y sintetizando las experiencias sensoriales de la vista que mira la piedra y del tacto que la toca —o sea, poniendo en marcha el sentido común— creeremos que lo que estamos viendo es realmente una piedra. Siempre cabe equivocarse, pero la integración coincidente de las impresiones sensoriales procedentes por lo menos de dos sentidos (en este caso, de la vista y el tacto) nos da más seguridad. En el caso de una fruta, el plátano, por ejemplo, la certeza será mayor porque podemos integrar las impresiones de cuatro sentidos: la vista, el tacto, el olor y el gusto. La forma visual es la de un plátano, el olor es de plátano, sabe a plátano y el tacto es el propio del plátano. Entonces tenemos una certeza mayor porque hemos integrado más impresiones sensoriales procedentes de más sentidos (vista, tacto, gusto y olfato).  Hasta aquí tendríamos un ejemplo de simple sentido común al estilo aristotélico, pero aun en el caso de que pensemos en la necesidad de proceder a aplicar metodologías experimentales para darle mayor cariz científico a nuestras conclusiones aristotélicas, no dejaremos de recurrir a las impresiones sensoriales. No hay experimento posible que no parta de las impresiones sensoriales, aunque puedan ser tan sofisticadas como las que derivarían de la exploración complementaria de la piedra con un detector radioactivo, por ejemplo, o del plátano con un analizador del espectro ultravioleta.

Un grado más complejo del sentido común sería el que se busca cuando la contrastación de impresiones sensoriales no es posible o ya se ha agotado; entonces se busca un grado mayor de sentido común mediante la contrastación de opiniones con otras personas, con el común de las gentes, especialmente con la gente de la comunidad cultural y científica o con el grupo más idóneo para la cuestión de que se trate. Si yo enseño una piedra, todo el mundo estará de acuerdo, basándose en el sentido común, en que es una piedra. Si se trata de analizar el ADN no va a haber manera de que todo el mundo esté de acuerdo y tendremos que recurrir a un grupo de gente que esté especializada en aquella técnica. El sentido común se limita en este caso al consenso de aquella gente idónea para opinar sobre aquella cuestión. Este grado del sentido común se sustenta en el sentido común como consenso. Si, metafórica o no tan metafóricamente, consideramos los hechos como algo sensorialmente observable, también podemos pensar que los hechos mentales pueden ser considerados, al igual que los históricos, por ejemplo, como hechos sensorialmente observables. Entonces la función integradora del sentido común se extendería también a la observación de un mismo hecho mental desde diversas perspectivas y ahí es donde reencontraríamos a Bion, porque lo que decía de los vértices o perspectivas lo está refiriendo a la observación de hechos mentales para confirmar con la mayor aproximación posible la realidad de lo percibido a través de la observación desde vértices diversos; o sea, para confirmar la  conformidad con la realidad mediante la coincidencia de perspectivas diversas. Es lo mismo que lo del sentido común aristotélico, pero sin un recurso directo a las impresiones sensoriales y materiales y trasladándolo al mundo de la observación de hechos mentales. 

Por este camino, en el que se cruzan las experiencias sensoriales, las experimentales, las del consenso, el “sensus comunis” aristotélico llegaría a convertirse en sensatez, o capacidad de pensar y actuar con buen juicio y moderación. En esta acepción el sentido común es exigible en todos los campos del quehacer humano, desde el más práctico al más teórico; desde el que implica el trato práctico con objetos sensorialmente sensibles, como la piedra o la fruta, hasta el más teórico de la investigación científica y el más complejo:  la comprensión de la conducta humana y de su sentido, o sea, la psicología y la psicopatología. 

En un caso tan especial como el de nuestra actividad profesional, que se encuentra a medio camino entre las supuestas ciencias de la conducta y el arte de curar con la palabra mediante un quehacer relacional y humano, tienen especial importancia los tres grados de sentido común:        

  1. a) El sensorial, inevitablemente: está interviniendo en la relación psicoterapéutica, como en toda relación humana. 
  2. b) El experimental, en el sentido de que, si de la observación de lo ocurrido se deriva una intervención del terapeuta y la intervención es una interpretación formulada de la que se espera que produzca cambios, es semejante a cualquier situación experimental. En terminología experimental diríase que es la observación de la situación y la introducción de la variante de la interpretación la que permite observar el resultado en el campo de la observación “experimental”.  
  3. c) El del consenso o comprensibilidad compartida con el grupo cultural en general y con el profesional en particular. 
  4. d) El de la sensatez. Si pensamos en una interpretación y si seguimos la recomendación de pensar y actuar con buen juicio y moderación (sensatez), lo deseable es que la interpretación de la situación sea también comprensible para el paciente. 

     Que en un momento dado el paciente no comprenda una interpretación no tiene mayor importancia, pero si no va a poderla comprender, la interpretación no servirá de nada: no se habrá conseguido aumentar la comprensión del paciente si se está diciendo algo que el paciente ni comprende, ni podrá comprender, y así quedaremos situados completamente fuera del sentido común. La certeza de que aquello funciona bien y responde a la realidad de lo que debe ser la psicoterapia, la tendremos compartiendo la comprensión con el paciente, pero compartiéndola también con ese grupo reducido de personas enteradas de cómo funciona la psicoterapia como especialistas; no sería de sentido común pretender que la comprensión de una actividad tan especializada también fuera siempre compartida por todo el mundo en general. Pero hay una dimensión humana que permite compartir comprensiblemente lo comprendido –precisamente porque es humano– sin tener que recurrir a la  sensorialidad concreta. Esa característica es la que subraya Voltaire cuando, en el artículo del diccionario filosófico dedicado al sentido común, comenta que entre los romanos “sensus comunis” era una expresión que significaba también las virtudes de sensibilidad y humanidad. Es evidente que practicar el psicoanálisis, la psicoterapia psicoanalítica o cualquier tipo de psicoterapia en general, sin sensibilidad y sin humanidad iría totalmente en contra del sentido común. Por eso tiene mucha razón Voltaire cuando en el sentido común incluye la sensibilidad y la humanidad. 

En el caso de las relaciones humanas, no solamente de las psicoterapias propiamente dichas, habría que tener en cuenta la noción de un sexto sentido; tenemos que contar con un sexto sentido porque los sentidos sensoriales se han desarrollado a través de la evolución del hombre y de los animales, están hechos en principio para captar la realidad material. Para captar la realidad relacional, en un grado tan complejo como es el de la relación humana, que implica captar los aspectos y componentes afectivos y emocionales de la relación, hay que recurrir a un sexto sentido: el de la empatía. Aunque actualmente se tiende a referir el concepto de empatía a la teoría kohutiana, que le ha dado especial relevancia, el concepto y la palabra ya están en Freud y en muchos de los psicoanalistas que le han seguido. La ausencia de este “sexto sentido” que permite captar la realidad relacional en toda su profundidad emocional y simbólica es lo que se observa clínicamente en las patologías que llamamos “postautistas” o en el síndrome de Asperger. 

Cuando la psiquiatra joven de hace años me dijo que aquello era de sentido común, pude captar empáticamente la situación y me sentí identificado parcialmente con ella, e invadido momentáneamente por la frustración de no haber podido transmitir algo que fuera más satisfactorio para una persona que estaba haciendo el esfuerzo de transmitir su experiencia psicoterapéutica con la exposición en grupo de un caso concreto. La empatía tiene mucho que ver con el concepto psicoanalítico de identificación proyectiva. La identificación proyectiva consiste en actuar de tal forma que los sentimientos propios se ponen dentro del otro, haciéndolos sentir como suyos, como si estuviesen “dentro” de él. Es, seguramente, el camino inverso de la empatía, puesto que esta consiste en meterse transitoriamente dentro del otro para comprenderlo. Es como decirse “a ver si metiéndome en su piel puedo comprenderlo”. Lo mismo, pero a la inversa, sería la identificación proyectiva comunicativa: “a ver si lo que estoy sintiendo se lo puedo hacer sentir al otro para que me comprenda mejor”. En el caso de la identificación proyectiva evacuativa se trata simplemente de descargarse del sentimiento que uno tiene, que le hace sufrir, haciéndoselo sufrir al otro. La intención no es comunicativa, es de descarga, cargando al otro; no se trata de que el otro te comprenda, sino precisamente de que sufra como tú y a través de ese sufrimiento se le dificulte o impida la capacidad de entender.  

Se ha comentado a menudo que Freud, al ir desarrollando el método psicoanalítico de tratamiento de las neurosis, recurrió a palabras de uso popular para nombrar los conceptos teóricos que iba elaborando paralelamente a su praxis terapéutica. Aquellas palabras de uso popular estaban cargadas de “sentido común”, o sea, tenían un significado compartido por el común de las gentes y comprensible para todas ellas. Así, por ejemplo, angustia, defensas, represión, consciente e inconsciente, por no decir sexualidad, placer, etc, son términos comunes. En la misma línea, recurría con frecuencia a metáforas comunes, físicas, como la metáfora hidráulica de la represión, o militares, como el desarrollo psicosexual, comparado al avance de un ejército que va ocupando nuevas posiciones y dejando en su camino puestos de retaguardia —fijaciones— a  los que retornar —regresiones— en  caso de retirada.   Naturalmente, la creciente complejidad de la teoría, y también las dificultades de traducción, condujeron a la introducción de términos más técnicos, aunque Freud siguiera usando en general palabras comunes. Fueron sus traductores, especialmente los anglosajones, quienes complicaron la terminología en un afán de darle mayor prestancia académica y hacerla más técnica, más “científica” y menos común, aunque fuera alejándose del “sentido común”. Por ejemplo, el “trieb” freudiano (palabra de uso común en alemán que significa algo así como tendencia) se convirtió en instinto, el “ Ich” (pronombre de primera persona singular) pasó a ser “ego” (que pronunciamos en castellano tal cual se escribe, porque la pronunciación inglesa nos suena mal), etc. En castellano, para complicarlo aún más, tendemos a utilizar anglicismos técnicos (“insight” o “splitting”) como si usar sus equivalentes castellanos (comprensión profunda o escisión, por ejemplo) nos pareciera demasiado vulgar… o común. Freud no habló nunca de “mente”, a pesar de que en todas las traducciones inglesas se encuentre siempre la palabra “mind” para traducir la palabra alemana, mucho más cerca del sentido común y referida al alma.

En la praxis terapéutica, Freud se mostraba igualmente convencido de que los pacientes podían comprender no solo sus interpretaciones, sino también las bases teóricas de las mismas, de modo que se esforzaba en transmitirlas de forma incluso pedagógica para que fueran comprendidas y compartidas, o sea, para hacerlas “comunes”, comunicarlas. Tanto es así que, en los historiales clínicos que dejó escritos, encontramos a veces un Freud dando a sus pacientes explicaciones sobre los fundamentos de la teoría psicoanalítica para facilitarles la comprensión de alguna interpretación, aunque a veces diera la impresión de que, más que ayudarles a comprender, quisiera persuadirlos de lo acertado de la interpretación. Incluso me atrevería a decir que, a diferencia de lo que algunos de sus seguidores recomendarían después, no le vemos nunca buscando el impacto emocional de la interpretación sin preocuparse de la comprensión. 

En los orígenes del psicoanálisis está el descubrimiento del valor terapéutico de la catarsis, de la descarga emocional. En sus primeros casos de supuesta histeria, lo que Freud hacía fundamentalmente desde el punto de vista terapéutico era facilitar emocionalmente la descarga de emociones retenidas desde la infancia. Cuando los pacientes podían descargar su rabia, patalear y llorar, la descarga de toda aquella emoción reprimida les liberaba del síntoma que hasta entonces había sido una forma de desplazar la energía emocional hacia otro lugar. Si se podía expresar directamente, a través de la catarsis, ya no había necesidad de seguir expresándola a través del síntoma. Pero, a pesar de que la experiencia psicoanalítica se iniciara con la catarsis, los dos principios fundamentales de la terapia psicoanalítica, para Freud, eran: Hacer consciente lo inconsciente y Donde había el Ello, debe advenir el Yo.

Así pues, en la etapa catártica del inicio de la experiencia psicoanalítica, lo que se perseguía era producir un contacto con algo reprimido para que se pudiera descargar la emoción y el afecto reprimido. No era necesario, en ese momento, recordar algo que se había querido olvidar, no voluntaria, pero sí de forma inconscientemente intencional; no era necesario comprender y casi tampoco pensar. No obstante, desde que se trata de hacer consciente lo inconsciente, de que haya Yo, donde había Ello, Freud introduce ya la necesidad de comprender y de pensar. Para pensar y comprender es deseable estar lo más consciente posible y alcanzar el máximo nivel posible de madurez. 

Se requiere sentido común, tanto en el sentido de atender a todas las fuentes posibles de experiencia y conocimiento, como decía Aristóteles, como en el sentido de la escuela escocesa de la filosofía del sentido común. Esta recomienda utilizar el sentido común como fundamento del sentido de realidad, sin dejar por ello de aprovechar toda posibilidad de ampliar y perfeccionar el conocimiento, con lo que histórica y culturalmente también se va ampliando y perfeccionando el sentido común. Decía el filósofo escocés que fundó esta escuela, Thomas Reid, “todo conocimiento y toda ciencia se han de construir sobre principios que son evidentes en sí mismos, principios acerca de los cuales es, pues, competente toda persona que tenga sentido común, o sea, que tenga aquellas ideas o nociones generales que no se pueden contradecir ni analizar, pero que sirven para examinar y decidir nuestro quehacer”.   

Curiosamente los autores que se ocupan del sentido común, como Reid y Voltaire, se ocupan a la vez de las causas que trastornan y perturban el sentido común. Para Voltaire, por ejemplo, las causas fundamentales que dificultan la función del sentido común son:

  1. a) Los prejuicios.
  2. b) El sometimiento a la autoridad. O sea, el creer sin necesidad de pensar. El sentirse obligado a creer lo que otros te digan que has de creer en nombre de la autoridad.
  3. c) El miedo.  

Desde el punto de vista psicoanalítico, otra de las situaciones que perturban enormemente el sentido común serían los trastornos narcisistas. Es lo mismo decir sentido común que sentido de la realidad. Sin sentido común se pierde el sentido de la realidad. Los trastornos narcisistas tomados en el sentido kohutiano, en cuanto que derivan de una excesiva necesidad de estar buscando experiencias que estimulen el sentimiento de autoestima, tienden siempre, por definición, a debilitar al máximo el criterio de realidad, específicamente en aquellas situaciones que requieren aprendizaje. Si uno no tiene la suficiente autoestima y utiliza las relaciones de todo tipo, sobre todo las personales, para buscar algo que incremente su autoestima no podrá aprovechar las situaciones en las que pueda aprender y aumentar su conocimiento real de las cosas y de sí mismo, porque toda situación que le lleve a aprender algo le estará poniendo en contacto con lo que no sabe y el sentir que no sabe algo, lo siente como una pérdida de autoestima. Desde un punto de vista narcisista lo único que busca serían situaciones en las que pueda demostrar que no tiene nada que aprender, sino que son siempre los demás los que tienen que aprender algo de él. De este modo se sitúan fuera de la realidad y fuera del sentido común y eso sería una causa de patología narcisista que habría que añadir a las tres causas generales que indica Voltaire, aunque podría incluirse en la más genérica del miedo, puesto que el narcisismo es una organización defensiva para protegerse de la ansiedad de verse frágil y vulnerable. 

Viendo el narcisismo, no sólo desde la autoestima sino desde una situación mucho más traumática de privación y carencia en la primera infancia, el niño está carente de una imagen de alguien que le estime, por lo tanto no tiene la oportunidad de identificarse con una madre que le estime y aprecie y de llegar a construir un objeto interno. Este sería el depósito interno, fruto de la experiencia de esa relación con la madre como objeto interno, que compensa la ausencia de la madre real, para sentirse estimado desde dentro por aquella imagen que lleva como objeto interno. Si no puede construirlo, como esa imagen de objeto interno materno que da seguridad y cariño es absolutamente imprescindible para la supervivencia mental y emocional, tendrá que inventarla. Y si se la inventa, se inventará una madre fantástica, que lo quiere mucho… la madre ideal. Lo que va a construir como objeto interno no es la experiencia que tenga con una madre, sino esa madre ideal que se ha inventado para compensar la ausencia propia de madre y de amor. Entonces se va a identificar con esa madre y se va a identificar con un objeto ideal y esa identificación con el objeto ideal es el narcisismo. No el narcisismo de alguien que va buscando experiencias que le den un poco de satisfacción, sino un narcisismo más bien desesperado que solo puede sobrevivir, sintiéndose a sí mismo el único individuo de la tierra que vale algo porque es el único que está identificado con una imagen materna que ha convertido en la imagen de sí mismo, absolutamente ideal. Este será un narcisista mucho más destructivo que el otro, porque las experiencias que frustren esa necesidad de sentirse él identificado con un objeto ideal despertarán rabia y agresión. Se va a basar sobre todo en el mantenimiento de la imagen ideal de sí mismo y esta imagen la va a alimentar con el desprecio de los demás. Para mantener esta imagen idealizada de sí mismo tendrá que estar siempre despreciando y rebajando a los demás.

Los dos niveles de narcisismo dificultan o incluso impiden un verdadero acercamiento a la realidad. La realidad no es buscada tanto con el deseo de conocer la realidad, sino con el de reasegurarse en la creencia, más o menos patológica, de que uno es superior a todos y todos los demás son despreciables. Ya se trate de un tipo u otro de narcisismo, la relación con la realidad no busca el conocimiento real de la realidad, sino que busca la reafirmación del conocimiento de uno mismo como superior a los demás. La persona narcisista se considerará segura de lo que cree y no lo constatará con la realidad ni lo comprobará en el terreno del mundo sensorial y material, ni en el de las emociones y las relaciones, lo que da lugar a unas complejidades y un sufrimiento basado en esta actitud narcisista y además un alejamiento del deseo de conocer y del deseo de comprender y, por lo tanto, un alejamiento total del sentido común.  

Voy a hablar de niveles clínicos diferentes que tienen que ver con todo esto que digo del sentido común porque en la clínica psicoterapéutica y también en la psiquiátrica, tenemos que distinguir un nivel puramente clínico que corresponde aproximadamente al nivel aristotélico del sentido común, al de la observación de hechos directamente observables y que, además —como dice Reid— son evidentes en sí mismos. Si un individuo dice que le duele el estómago, en principio uno tenderá a creer que le duele el estómago, sin más complicaciones. Si además refiere una serie de características del dolor de estómago que cuadran perfectamente con lo que sabemos, pensaremos que puede ser una úlcera gástrica, pero en la anamnesis anotaremos: dolor que se incrementa en ayunas, con estas características y estas otras, que se calma con bicarbonato, etc…, siempre ciñéndonos al nivel observacional. 

Decir “dolor de úlcera” es un diagnóstico y el diagnóstico es una hipótesis que implica un paso más desde un nivel de observación directa a un nivel de inferencia más o menos teórica. De todas formas, esta inferencia teórica tan cercana, tan próxima y tan de sentido común, a pesar de ser ya un paso hacia lo teórico, la consideraríamos incluida dentro del nivel clínico. Si hiciéramos una supervisión de ese dolor de estómago con un grupo de compañeros presentando un caso clínico, podría haber alguien que dijera que el dolor ulceroso podría ser de origen endocrinológico, por ejemplo, con lo que ya se estarían haciendo teorías que, independientemente de que reflejen una realidad o no, corresponden a un nivel mucho más teórico que se basa más o menos en lo observado, pero que se aparta bastante de lo observado. Este sería el nivel paraclínico. Más adelante, después de la supervisión, uno puede seguir pensando qué relación tendrá esto de la úlcera, en esta persona en particular y en el ser humano en general, con la formación de las primeras capacidades humanas de relación de objeto, en la relación arcaica con la madre como objeto parcial, como pecho que alimenta al niño que todavía no se ha diferenciado a sí mismo de la madre como ser externo. Este nivel ya no es clínico ni paraclínico, sino metaclínico. Nos adentramos ya en un terreno en el que se puede ir pensando lo que se quiera y, si se va todavía más allá y se piensan cosas más especulativas, ya se ha dejado lo clínico, lo paraclínico y lo metaclínico para pasar a un nivel metafísico. La no diferenciación de esos cuatro niveles es una de esas situaciones en las que se pierde el sentido común. Si no se diferencia entre el nivel clínico y el paraclínico se está empezando a perder el sentido común y se puede volver a la situación clínica de relación terapéutica con el paciente bajo la influencia preponderante de ideas y conceptos que provienen del nivel paraclínico o metaclínico (por no hablar ya del metafísico). Si se pierde el sentido común en la relación paciente-terapeuta, quedarán limitadas la comprensión y las posibilidades terapéuticas. Si al menos hay un acuerdo podría hablarse de un cierto sentido común restringido entre paciente y terapeuta, como si se dijeran “usted y yo lo entendemos, por lo tanto, podemos considerar que esto es de sentido común entre usted y yo”. Pero ese puede ser un sentido común engañoso, falto de sensatez si no se contrasta mínimamente con el sentido común del consenso. 

En estos casos en los que el sentido común es tan restringido pueden pasar dos cosas. Una, que el paciente manifieste abiertamente que no lo entiende y que el terapeuta se empeñe, no obstante, en demostrar al paciente que aunque él no lo entienda, la verdad está en lo que dice el terapeuta. Con lo cual se cierra otro eslabón que profundiza la falta de sentido común, ya que se parte entonces de una actitud narcisista que lleva a pensar que lo que el terapeuta dice es la verdad y, si el otro no opina igual, se le debe ayudar a convencerse de que está equivocado. La atmósfera emocional de la relación terapeuta-paciente se va alejando así más y más del sentido común por una causa que en el fondo es narcisista, aunque se trate en el fondo del narcisismo del terapeuta. La otra cosa que podría pasar, partiendo de esa pérdida de sentido común y de sentido de la realidad por confusión de los niveles paraclínico y clínico, sería que, dada la relación emocional entre paciente y terapeuta y dado que el paciente puede someterse al terapeuta para sentirse estimado a pesar de que no lo entienda, diga que sí para satisfacer y halagar al terapeuta y a sí mismo identificándose con aquél. En este caso el paciente estará alimentando el “narcisismo” del terapeuta, que se sentirá confirmado en la creencia de que su pensamiento reflejaba la realidad; se producirá así un falso consenso, un falso “sentido común” entre paciente y terapeuta. 

Si la situación es evidente en sí misma, como dice el filósofo escocés, y la interpretación o la intervención en el curso de la sesión psicoterpéutica se basa en un hecho evidente, es posible que el hecho evidente sea evidente en sí mismo como tal hecho y que, aunque no se comprenda, su observación y su formulación abra las puertas a posibles comprensiones futuras, como en una actitud de “sí; esto es así, lo que pasa es que no entiendo por qué es así”. La observación del hecho y aceptación del hecho no implica la necesidad de comprenderlo, sino que, muchas veces, es precisamente la observación de un hecho la que pone sobre la pista de que hay algo que no se comprende y lleva a que paciente y terapeuta se planteen: “esto es así, evidente en sí mismo, pero ¿por qué debe ser así?, ¿cómo ha llegado a ser así?, ¿qué sentido tiene?… Esto estimularía que, entre los dos, en un consenso, se sintieran estimulados a preguntarse, investigar y querer entender el qué, el cómo, el para qué… y el sentido de aquel hecho observado. Abriría realmente el camino de lo que debe ser una psicoterapia, mientras que las otras actitudes más bien cerrarían el camino de lo que debe ser una psicoterapia.  

Llevando el agua a mi molino diría que la psicoterapia debe basarse siempre en el sentido común y que cuando la experiencia que se está viviendo en una psicoterapia va contra el sentido común hay que pensar que seguramente algo va mal en esa psicoterapia y que, posiblemente, lo que ha ocurrido es que se están confundiendo los niveles clínico y paraclínico y, a veces, incluso el clínico y el metaclínico.

Ejemplo clínico 

Con la finalidad de ilustrar los diferentes niveles, sobre todo el clínico y el paraclínico, presentaré un material comentando las conclusiones que se pueden ir extrayendo en cada uno de los niveles a partir de las primeras entrevistas con la paciente.

Nivel clínico 

Se trata de una mujer de veintitantos años, diabética, insulinodependiente desde la infancia, que llega a un Centro de Salud Mental remitida por el médico de cabecera. Explica que, estando en un restaurante con el novio, le dio un mareo y, dada su experiencia personal con la diabetes, pensaron que era una crisis hipoglucémica y la llevaron a Urgencias. Allí comprobaron que la situación orgánica era normal y diagnosticaron una crisis de ansiedad. La paciente quedó en aquella típica situación fóbica de miedo a que le volviera a ocurrir algo similar. Más adelantada la entrevista, relata que en la adolescencia tuvo algo de anorexia y, aunque quiere quitarle importancia, parece que la anorexia llegó a acompañarse de amenorrea. Habla de idealizaciones de la madre: la madre es perfecta, no sabe qué haría ella sin ella, sin ella la vida no tendría sentido; el padre no le da cariño a la madre y ella —la paciente— sí se lo da. Repite en varias ocasiones en que el padre, al contrario de la madre que es tan cariñosa, no le da cariño a la madre ni a ella; es muy buena persona, pero le da rabia tener un padre así, que no da cariño a la madre ni tiene detalles con ella. Hay un momento en que, como quien cambia de tema (recuérdese el concepto de comunicación inconsciente), pasa a otra cosa para explicar que el novio y ella están montando un piso y que, precisamente, estaban hablando del piso cuando sufrió el desmayo durante la cena.  

Todo esto lo describe la paciente con cierto detalle y el entrevistador que la escucha va realizando un registro mental de lo que oye, de modo que este registro podría considerarse como el registro de hechos sensorialmente observados (el entrevistador oye y escucha, mira a la paciente e incluso se imagina visualmente las escenas que le describe). Ve a una persona joven, de tal o cual aspecto, bien vestida…, y oye que es diabética e insulinodependiente. Se la imagina cenando con el novio en el restaurante y se la representa durante el mareo, sudorosa, pálida, asustada, pensando que sufría una crisis hipoglucémica, esperando en Urgencias con sentimiento de muerte, etc. Todo esto, descrito así por la paciente, imaginado más o menos por el entrevistador, está totalmente situado en lo que hemos llamado primer nivel clínico de la experiencia sensorial. Por otra parte, descripción verbal y observación están intrínsecamente apegados al nivel sensorial del paciente que habla y del entrevistador que escucha. 

Aunque he dicho antes que todo diagnóstico supone ya la introducción de un factor teórico, en este caso el autodiagnóstico de crisis hipoglucémica está basado en experiencias ya vividas con anterioridad por la propia paciente, que no dejan de ser vivencias sensoriales.  Cuando hacemos nuestro el diagnóstico de crisis de ansiedad no nos apartamos del nivel clínico, pero sí que introducimos ya algo teórico, aunque no deja de estar dentro del nivel clínico, puesto que se basa en una serie de conocimientos también adquiridos a nivel clínico y se apoya en experiencias clínicas vividas por el terapeuta y referidas a un diagnóstico descriptivo (la crisis de ansiedad). Para diferenciarlo del primer nivel clínico podríamos hablar de un segundo nivel clínico en el que las consideraciones teóricas que se introducen derivan casi inmediatamente de experiencias vividas anteriormente por el entrevistador y —en este caso— también por la paciente.

Nivel paraclínico

Un nivel diferente es cuando empezamos a reflexionar sobre las características de la crisis de ansiedad y de cómo ésta debe estar patoplásticamente moldeada y determinada, en sus manifestaciones corporales, por las crisis hipoglucémicas que la paciente ya ha sufrido antes. Hasta aquí nos habíamos mantenido en el nivel clínico; a partir de aquí ya vamos introduciendo inferencias cada vez más dependientes de conocimientos teóricos y entramos en el nivel paraclínico. Más aún cuando la paciente introduce un tema nuevo, el de que estaban hablando con el novio del piso que preparan para casarse, y nosotros, basándonos en la concepción teórica de la comunicación inconsciente, lo interpretamos como una referencia inconsciente a una posible experiencia con valor, real o simbólico, determinante de la crisis. En este nivel de hipótesis, algo más apartado de la observación directa y basado en el fenómeno más teórico que implica el concepto de comunicación inconsciente, introducimos la hipótesis de que el desencadenante de la crisis es la ansiedad producida por la perspectiva de casarse y tener piso propio. Sufrió la crisis de ansiedad justamente cuando la imagen que tenía en la cabeza, compartida por el novio y ella, era la de casarse y tener un piso propio. No hay datos directos para pensar que la crisis fuera precipitada por la ansiedad que acompaña a la imagen de casarse, independizarse y tener un piso propio; no hay datos de observación directos para decir que esto es seguro: se trata de una hipótesis de nivel paraclínico, aunque está muy cerca de lo clínico porque, dada la experiencia que uno tiene de otros muchos casos, se puede pensar con bastante seguridad que es una de las causas determinante de la crisis. 

Profundizando más en el nivel paraclínico, se pensaría en lo que la paciente ha dicho al describir a la madre como una persona muy idealizada, sin la cual no podría vivir: perfecta, cariñosa…, a la vez que hablaba de sí misma como dedicada a satisfacer a la madre, como si se sintiera obligada a satisfacerla para compensar la falta de cariño y atenciones por parte del padre. “Sin mi madre –decía– mi vida no tendría sentido” y añadía: “me sería muy difícil separarme”. En este nivel paraclínico se podría complementar la hipótesis de que el hablar con el novio del piso que están buscando para casarse ya era motivo de ansiedad, añadiendo la hipótesis de que la ansiedad proviene de la dificultad de separarse de la madre (“sin ella no podría vivir”). La imagen que provoca la ansiedad no es solo la de casarse y vivir con su novio (con las consiguientes ansiedades que esto conlleve), sino más profundamente la de separarse de la madre; el conflicto no radicaría tanto en la unión con el novio, sino en tener que separarse de la madre. Aquí estaríamos ya en un nivel plenamente paraclínico.

Nivel metaclínico 

Otra cuestión, ya en el inicio del nivel metaclínico, es que uno no puede dejar de preguntarse acerca de la estructura psicológica de la paciente. Si nos preguntamos por la estructura, ya no estamos en un nivel clínico ni paraclínico, sino en un nivel mucho más teórico, en un nivel metaclínico. Se trata de situar el diagnóstico de la paciente respecto de  determinadas estructuras mentales que hemos construido teóricamente. Las estructuras de personalidad son construcciones teóricas. Dicho de otra forma, desde un punto de vista práctico, todo aquello que podamos considerar como correspondiente a un nivel clínico y paraclínico será algo que va a ayudar al trato directo con la paciente. En cambio, lo que se deduzca de un nivel metaclínico habría que quedar reservado sin utilizarlo en el trato directo con la paciente; aunque puede ayudar a comprender, no es algo a utilizar terapéuticamente en la relación directa con los pacientes. En cuanto a estructura de personalidad, en este caso podríamos pensar en una estructura disociada a lo largo de una escisión entre la imagen de una madre tan buena, tan cariñosa y tan ideal, y un padre que no da nada de cariño ni a ella ni a  la madre, entre la imagen de una madre amorosamente idealizada y la de un padre objeto de rivalidad y hostilidad. El concepto de escisión no se refiere a una escisión material, corporal o neurológica, sino una escisión mental, reflejo de que la paciente está interiormente escindida. Este es un terreno plenamente metaclínico que se refiere a conceptos teóricos sobre el espacio mental, los mecanismos mentales de introyección y proyección y la teoría de las relaciones de objeto internas. No será comprensible para el sentido común compartido por las gentes; sólo lo será para el sensus comunis del grupo de personas con una formación teórica y práctica en el campo profesional de la psicoterapia psicodinámica.

Más allá, pero sin apartarse de lo que he llamado nivel metaclínico, podemos pensar que, si la identificación de la paciente con esta madre ideal se ha establecido como una unidad indiferenciada o simbiótica, va a ser muy difícil contribuir terapéuticamente al necesario proceso de diferenciación. Las posibilidades terapéuticas serían mayores si la estructura mental que consideramos teóricamente no fuera tan simbiótica, si se hubiera llegado a producir una diferenciación entre la niña y la madre como personas diferentes y la situación clínica fuera más de dependencia infantil que simbiótica. De hecho, la imagen que la paciente transmite es que la madre necesita mucho cariño de ella porque no tiene el del padre, pero ella misma siente tanta necesidad de dar ese cariño a la madre que tampoco puede separarse de ella. La dependencia es mutua y hay una dificultad de separación, una ansiedad de separación en términos psicológicos, que tiene un cariz simbiótico, pero no sabemos todavía en qué grado. 

Otro aspecto de la teorización metaclínica es que estas estructuras relacionadas con los conflictos de dependencia y simbiosis deben tener sus orígenes, su patogenia, en las experiencias infantiles tempranas. En este caso es fácil imaginarse una situación infantil con una niña seriamente enferma, de la que hay que estar muy pendiente y a la que hay que cuidar mucho, y una madre que se hace tan dependiente de ella y ella tan dependiente de la madre que las dos desarrollan ansiedad de separación porque ambas piensan, cada una a su manera, que la niña puede morirse si la madre no la estuviera cuidando continuamente. En un terreno ya metafísico habría que relacionarlo con la ansiedad de muerte. 

Nivel metafísico 

Hemos dicho que la comprensión y los conocimientos derivados de los niveles clínico y paraclínico se pueden utilizar más o menos directa y abiertamente con los pacientes en el trabajo psicoterapéutico. En el caso de nuestro ejemplo, la propia paciente introduce abiertamente el nivel paraclínico porque está consciente de sus dificultades de separación cuando dice que le sería muy difícil separarse de la madre y que la vida sin ella no tendría sentido. Este nivel paraclínico de la ansiedad de separación permite trabajar sin alejarse del sentido común. Ahora bien, si nos alejamos más y más de los niveles paraclínico y metaclínico llegamos a introducirnos en el más especulativo que he llamado nivel metafísico, pensando, por ejemplo, que esa ansiedad de separación adquiere la forma de una ansiedad de muerte porque el contenido mental del miedo a la separación es que la niña se puede morir y postulando que ese miedo a la muerte es la expresión mental de un teórico instinto de muerte. El concepto de instinto de muerte pertenece ya a un nivel metafísico (filosófico, no clínico) y no debiera utilizarse en el trato directo con la paciente, aunque para el terapeuta pueda tener alguna utilidad. 

Sin adentrarnos tanto en el nivel metafísico con el concepto de instinto de muerte, podríamos haber seguido situados en el nivel metaclínico pensando que la ansiedad de muerte o el miedo a la muerte está relacionada con el miedo a crecer, el miedo a hacerse mujer y posiblemente, en nuestro ejemplo, el miedo a hacerse mujer enferma (la diabetes es una amenaza seria para la salud y también para la capacidad de ejercitar sanamente la función procreadora). Pensando así, recordaremos que la paciente ha dicho que en la adolescencia tuvo una anorexia que llegó a acompañarse de amenorrea, a pesar de que no fuera muy grave ni tuviera que ser tratada. Evidentemente, las pacientes anoréxicas parecen negarse a vivir; se acercan a la muerte, detienen el desarrollo y quieren dejar de crecer. Por ahí reconectaríamos con el contenido de la ansiedad de separación, que apuntaba a la ansiedad de muerte con aquel episodio anoréxico de la adolescencia. Pero también reconectaríamos con un nivel más paraclínico, dándonos cuenta de que la niña anoréxica conseguía no separarse de la madre y esto nos devuelve al conflicto de la cena donde sufre la crisis, que ahora podríamos llamar seudohipoglucémica, cuando está hablando con el novio de casarse, vivir juntos y, por tanto, de separarse de la madre. Entonces, en un nivel metaclínico, reencontramos también la escisión estructural, no ya entre el padre y la madre, sino entre una parte de ella que quiere casarse, ser mujer, tener un piso, hijos… y otra que sigue sintiendo que es muy niña y no puede separarse de la madre o que todo eso que desearía tener la expone a un peligro de muerte, pero no por el instinto de muerte, sino por la amenaza real de muerte si se casa, se embaraza y tiene que parir. La escisión no es solo entre la madre cariñosa y el padre hostil, sino también entre una niña y una mujer, internamente hablando. Cabría pensar incluso que todo esto está representado y psicodinámicamente actuado en la cena; en el sentido de que en la cena está hablando del piso, pero además está comiendo y con la crisis ya no se habla del piso y deja de comer, se desmaya y hace una regresión hacia la niña dependiente, anoréxica y necesitada de cuidados. A través de la regresión a aquella situación en la que no puede separarse de la madre, la crisis hipoglucémica reproduce la situación de dependencia de la madre y de satisfacción de las necesidades de dependencia, volviendo a ser niña dependiente y enferma.

En esa comprensión global de la paciente a través de los datos obtenidos en una entrevista hemos tejido una conjunción significativa, una trama en la que una serie de hechos encajan para contribuir entre todos a la comprensión en forma de hipótesis psicodinámica. Si los hechos pueden ser observados por el propio paciente, con la ayuda del entrevistador o sin ella, será relativamente fácil que el trabajo psicoterapéutico se mantenga dentro de lo que pueda resultar comprensible para el propio paciente y, por lo tanto, dentro del “sentido común” en sus diversas acepciones. Fuera de esta conjunción significativa que uno siente que puede transmitirle al paciente porque no se aparta excesivamente del sentido común, lo demás, especialmente las hipótesis de nivel metafísico, no es transmisible al paciente; no se le puede hablar de instinto de muerte, ni de cosas parecidas que pertenecen a niveles  metafísicos que no van a tener una aplicación directa en el tratamiento y que, además, son discutibles, ajenos al sentido común y faltos incluso de esa forma de sentido común restringido que es el consenso entre personas con la formación específica. Una psicoterapia sin sentido común no promueve sentido común y no se promueve salud si no se promueve sentido común. En fin, me atrevería a afirmar que una psicoterapia en la que no se va a promover salud y sentido común no tiene o no debería tener sentido; si pareciera tener sentido, puede que la situación fuera aún peor.