Resumen
Este artículo, cuyo título procede de un verso del poeta Paul Celan, aborda cómo los traumas colectivos sacuden los fundamentos relacionales, intersubjetivos y sociales que constituyen el psiquismo, atacando la matriz intrapsíquica que representa la díada empática «yo-tú». La ausencia de la posibilidad de diálogo entre el «yo» y el «tú» internos hace inviable la simbolización de la experiencia traumática vivida y el desarrollo de narrativas, relegando a las víctimas de traumas colectivos a la noche de las palabras. El trabajo clínico con estos pacientes exige un terapeuta empático y apasionado, que pueda ayudar a reparar la red relacional destruida entre el yo-tú y, al mismo tiempo, reconocer la realidad histórica vivida. Pero el trabajo psíquico individual no es independiente de la memoria y de la elaboración psíquica colectivas; se apoya en ellas, se alimenta de ellas (y las alimenta). El sujeto que ha sido violentado en su espacio interno, y también en el espacio común y compartido, no puede prescindir del reconocimiento y la inscripción, por parte de la comunidad, de lo que realmente sucedió. Y la emergencia, en el tejido social, de la polifonía de múltiples narrativas, similares y diferentes, moviliza funciones figurativas y representativas, tanto en lo individual como en lo colectivo, para lo que, informe y lacunar, parecía indecible.
Palabras Claves: trauma colectivo; diálogo interior; pacto denegativo; período de latencia.
Summary
This article, whose title comes from a poem by Paul Celan, addresses how collective traumas affect the relacional, intersubjective and social foundations constitutive of the psyche, attacking the intrapsychic matrix representative of the empathic “I-you” dyad. The absence of the possibility of dialogue between the inner “I” and the inner “you” makes it impossible to symbolise the lived traumatic experience and to create narratives consigning the victims of collective traumas to the “night of words”. Clinical work with these patients requires “an empathic and passionate therapist”, who enhances the mending of the destroyed relational web of “I -you” and who simultaneously recognises the historical truth experienced. But the individual psychic work is not independent of the collective memory and psychic elaboration, it relies on them, feeds on them (and nourishes them). The subject who has been violated in his or her internal space, and also in the shared common space, cannot do without the recognition and the inscription, by the community, of what really happened. And the emergence, in the social network, of the polyphony of multiple narratives, similar and different, mobilises figurative and representative functions, both in the individual and in the collective, for what, formless and lacunar, seemed unspeakable.
Keywords: collective trauma, internal “I-you” dialogue, denegative pact, latency period.
Ocaso de las palabras: ¡zahorí en el silencio!
Un paso y otro paso
y un tercero, cuyo rastro
tu sombra no borra:
la cicatriz del tiempo
se abre
y cubre la tierra de sangre.
Dogos de la noche de la palabra, dogos
ladran ahora
dentro de ti:
celebran la sed salvaje,
el hambre salvaje…
Una última luna te auxilia:
un hueso largo de plata
–mondo como ese camino por donde llegaste–
arroja entre la jauría,
pero no te salva:
el manantial que despertaste
ya se acerca espumando,
y en lo alto sobrenada una fruta
que hace años mordiste.
Paul Celan
(Trad.: J. R. Gall, 2007 in: http://juanramongallo.blogspot.com/2007/06/celan-ocaso-de-las-palabras.html
Preludio
1º tiempo – Heilbronn, ciudad alemana, a principios de diciembre de 1944
17h. Es una tarde densamente brumosa, oscura y fría. Como todos los lunes, algunas personas se afanan haciendo pequeñas compras en la plaza central del casco antiguo. María, acompañada de su hija Margot con cinco años, se apresura a volver a su casa. Está cansada. En los últimos meses, los bombardeos sobre la ciudad han sido frecuentes y cada vez más destructivos. ¿Cuándo volverá a ver a su marido, a su otro hijo y a sus padres? Siente miedo, mucho miedo, un frío glacial la recorre, una inquietud sin dueño y, paradójicamente, en otros momentos, la quietud de la supervivencia básica.
19h10. Suenan las alarmas. No se ve el cielo. Solo nubes densas. María corre con su hija hacia el refugio antiaéreo. Allí se quedan y esperan.
Doscientos ochenta y dos bombarderos Lancaster, escoltados por diez cazas, se acercan. Un primer avión sobrevuela la ciudad, seguido de un segundo que lanza bengalas de ataque, para permitir el bombardeo preciso por el resto del escuadrón. A las 19:20 horas, toda la zona está iluminada como si fuera de día. A las 19:29 horas, cinco mil ochocientas bombas han caído en la ciudad. El ataque continuará hasta las 21:38. Se lanzan más de mil doscientas toneladas de bombas, incluidas unas doscientas cuarenta mil bombas incendiarias. En media hora, más de seis mil quinientas personas pierden la vida, entre ellas mil niños menores de diez años. La ciudad queda envuelta en llamas, las llamaradas enormes ruedan por las calles, la temperatura sube a miles de grados centígrados, los que están en los refugios antiaéreos se asfixian y los que intentan escapar de la ciudad mueren quemados en las carreteras. El hospital se derrumba. La ciudad vieja no resiste al ataque y el sesenta y dos por ciento de toda la zona urbana es destruida. Debido a los incendios que se generan y no pueden extinguir, la entrada a Heilbronn queda intransitable durante días.
2º tiempo – Lisboa, a finales de los años 90, en mi consultorio de analista
Fue así como mi padre, en aquella época un joven adolescente, perdió a su madre y a su hermana. Y yo, una abuela y una tía, de las que no sé nada o casi nada. Mi padre no vio el cuerpo quemado y desfigurado de su madre ni de su hermana, no recuperó ninguna fotografía, carta, libro o un pequeño objeto cotidiano, portadores de gestos e historias… La guerra lo destruye todo. No sobró nada. Fue mi otra abuela quien me contó la historia de la muerte de la madre y la hermana de mi padre. Según ella, habrían muerto por asfixia, las bombas convirtieron los refugios en tumbas cerradas. Y yo, pequeña, a veces me imaginaba cómo sería estar sin aire, no poder respirar, lo que ellas habrían sentido. Curiosamente, nunca pensé en lo que significó para mi padre perder a su madre y a su hermana de una forma tan violenta. Se mantuvo en silencio y nunca me habló de ello. Y tampoco lo he cuestionado nunca. Hoy, desde que estoy aquí con usted, he entendido muchas cosas. Investigando. De hecho, estoy tratando de reconstruir una historia, mi historia, que es también la historia de mi padre y la historia de una época. Leí en algún sitio que Heilbronn significa fuente. Paradójico, ¿no? La fuente consumida por las llamas… ¿Los pilotos que lanzaron las bombas eran conscientes de las vidas de los civiles y los niños que mataban? ¿Y de lo horrible que sería morir así: quemarse y asfixiarse hasta morir? ¿Sabían que iban a matar a mi abuela, una mujer de cuarenta años y a una niña de cinco? ¿Qué dejaban a un niño huérfano? ¿Será que sabían el peso que esto tendría sobre mi padre (hoy lo entiendo) y sobre mí, su nieta? ¿Quién pilotaba los aviones? ¿Jóvenes recién graduados, sin consciencia de la devastación que iban a causar, que cumplían una misión (extraña forma de designar un asesinato en masa)? ¿Jóvenes conscientes, sabían que iban a matar a miles de personas? Mi padre vivía, con los ojos secos, congelado en un silencio densamente opaco. Tuve y no tuve padre.
Descubrí a un poeta, llamado Paul Celan, un superviviente de la persecución nazi. Tiene un poema llamado Ocaso de las palabras. Creo que ese era el lugar de mi padre.
Intermezzo
Freud (1930/2002), en El malestar en la cultura, nos habla de tres fuentes de sufrimiento que amenazan al ser humano: el propio cuerpo, condenado a la descomposición y a la disolución, el poder devastador e implacable de las fuerzas naturales y las relaciones con los otros seres humanos. Según Freud, el sufrimiento que nace de esta última fuente es el que provoca el mayor dolor. Por lo tanto, podemos pensar como la violencia deliberada e implacable ejercida por un grupo de hombres (vinculados al aparato estatal o no, pero apoyados por una estructura social más amplia) contra otro (al que se le atribuye un rasgo identificatorio – ser negro, musulmán, judío, armenio, tutsi, gitano, homosexual, enemigo de clase, opositor a un régimen dictatorial, etc.–), estará entre las experiencias de vida potencialmente más dolorosas, perturbadoras y traumáticas. A través del asesinato, la tortura, la imposición de condiciones de vida en las que la mera supervivencia física no puede sostenerse, la violación, la destrucción de hogares y de tierras, la privación de la lengua y el ataque a la capacidad de expresar la singularidad humana, la abolición de la muerte, etc., un grupo de seres humanos intenta destruir al otro. Más allá de la aniquilación física, el objetivo es erradicar su condición humana, privarles de su subjetividad y de su historia, reducirlos a un mero objeto anónimo y desechable que debe desaparecer.
Kaës & Puget (1989) proponen que, en estas situaciones, utilicemos el nombre de trauma colectivo: “la cuestión de los traumas colectivos se plantea cuando, debido al fracaso del Estado de Derecho, se le impone al sujeto una laceración traumática en su psique y en su ser, cuya génesis es del orden de la política y de la ideología, y no de la determinación intrapsíquica”. Varios autores destacan la gravedad en la historia de la humanidad de estas catástrofes, ya que sus efectos, del punto de vista psíquico, tienden a propagarse a las generaciones futuras. Yolanda Gampel (1985), por ejemplo, apoyándose en conceptos de la física, crea la metáfora de la radiactividad psíquica para intentar describir como las sobras de los traumas colectivos, persisten en el cuerpo y en la psique de quienes los vivieron, invisibles, imprevisibles, insidiosos, se expanden e intoxican a las generaciones siguientes.
Y ahora voy a evocar a Dori Laub. A través de sus escritos recorremos los meandros de la destrucción causada en el espacio psíquico por la violencia social, adoptando como paradigma el Holocausto. Su teorización no es ciertamente ajena a su propia historia de vida.
Dori Laub era un niño pequeño cuando, junto con sus padres, fue capturado por los nazis. Arrancado de su tierra natal (Czernowitz, antes Rumanía, ahora Ucrania) al campo de Cariera de Piatra en Transnitria, él y su madre consiguieron sobrevivir. Más tarde, se convirtió en psicoanalista y dedicó gran parte de su vida a lo que Béatrice Fortin (2015) llama la clínica de lo extremo.
Según este autor, las relaciones sociales se fundan “en la posibilidad y la esperanza de la empatía, considerada, hasta cierto punto, como natural” (2015, p. 30).
Y aquí no puedo evitar hacer un paréntesis… Sí, desde tiempos inmemoriales, nuestros lejanos antepasados se mantenían cerca unos de otros, viviendo en pequeños grupos, ser excluido significaba una muerte rápida. Así, para sobrevivir, tuvieron que desarrollar estrategias de ayuda mutua y cooperación. ¿Cómo podemos imaginar, por ejemplo, la caza de grandes animales sin la coordinación entre todos sus participantes, sin la confianza en la protección mutua y la reciprocidad? ¿Cómo podría haber sobrevivido la especie humana sin los cuidados, probablemente aloparentales, prestados a las crías, que nacen extremadamente pequeñas e inmaduras? Y, según los hallazgos de los paleontólogos, podemos encontrar solidaridad incluso en las relaciones con los ancianos y los enfermos. Shanidar I, un neandertal que vivió hace unos 50.000 años, cuyo esqueleto se encontró en la cueva de Shanidar, en la cordillera de los Zagros, era seguramente ciego, sordo por lo menos de un oído, con una movilidad muy reducida, un brazo amputado, artritis y en una época sin analgésicos, sentiría mucho dolor. Sin embargo, vivió hasta una edad avanzada, lo que nos hace suponer que fue objeto de ayuda y asistencia según recoge Sykes (2020/2022). A lo largo de miles de años de evolución, nuestra especie se ha caracterizado por una gran sociabilidad, la contención de la agresividad y altas dosis de tolerancia, cooperación y altruismo. A lo largo de este camino hemos creado grupos basados en mitos e historias compartidos, hemos forjado identidades colectivas de carácter simbólico, de modo que dos individuos, que no se conocían previamente, se consideraban hermanos, aunque no compartieran genes. Exorcizamos la violencia y la injusticia del poder tiránico, inventando la democracia, una práctica fundada en la igualdad de todos los ciudadanos que regulan juntos los asuntos comunes. Creamos la regla de oro, no hagas a los demás lo que no quieres que te hagan a ti. Levantamos las banderas de la libertad, la igualdad y la fraternidad. Inventamos que todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos; dotados de razón y conciencia, deben actuar entre sí con espíritu de fraternidad. ¿No será que este lastre cultural, fruto de la evolución de miles y miles de años, se ha sedimentado en la psique de cada uno de nosotros, como una referencia inconsciente de inclusión indestructible en el devenir humano (Zaltzman, 1998), como nos dicen Robert Antelme, en La especie humana, y Varlam Chalamov, en Los diarios de Kolima?
Volviendo a Dori Laub… Las relaciones sociales se fundan en la posibilidad y la esperanza de una empatía que consideramos, hasta cierto punto, como natural. Pero, cuando los demás son crueles a gran escala, cuando no reconocen ni responden a las necesidades vitales del individuo, cuando atacan brutalmente lo que Piera Aulagnier (1975/1991) llama el contrato narcisista, los fundamentos relacionales, intersubjetivos y sociales del mundo interno se ven profundamente afectados. Cuando la matriz intrapsíquica, representante de una díada empática, de un «yo» y un «tú» que resuenan, es atacada/destruida. Como si la barrera protectora empática, formada por el objeto primario interiorizado, se desintegra. Deja de existir en el espacio psíquico un lugar de bienestar y aceptación, un lugar donde los ritmos mecen y las emociones se organizan en la gramática profunda y musical de la que habla Meltzer (1975/1991). Interna y externamente, ya no hay un “tú” que reconociendo al “yo” como un ser diferenciado, lo valida, lo hace nacer y le ofrece imágenes/palabras para sus sentimientos. De este modo, queda obstaculizada/inviabilizada la apropiación de lo vivido, la creación de significados, la construcción de representaciones y el desarrollo de narrativas. Pero permanecen las marcas de las sensaciones cinestésicas, olfativas, auditivas, visuales y de las emociones intensas, fragmentos desconectados y no apropiados subjetivamente. Permanecen reacios a cualquier estructura narrativa y a cualquier experiencia de rememoración. Se mantienen persistentes durante muchos años después del trauma original, discretos pero atractivos, detallados y tenaces, más opacos. Permanecen quizás esperando el renacimiento del diálogo interno yo-tú. Y mientras esperan se extienden, se diseminan como polvo radiactivo.
Esta destrucción del tejido relacional se ve claramente en aquellos que, en los campos de exterminio, fueron llamados musulmanes y a los que Primo Levi, en su libro Los náufragos y los supervivientes, denomina náufragos. Escuchémosle:
La muerte de los ‘náufragos’ comenzó mucho antes de su muerte corporal. Semanas y meses antes de extinguirse, ya habían perdido el poder de observar, recordar, evaluar el mundo y expresarse. Los “náufragos” no tienen nada que decir, ni conocimientos, ni memoria que transmitir. No tienen ‘historia’, ni rostro y, sobre todo, no tienen ‘pensamiento’.
La llama divina se ha apagado en ellos, sufren en silencio, demasiado vacíos para sufrir verdaderamente, son una masa anónima, continuamente renovada y siempre idéntica de no hombres, (1958/1988, p. 92).
Pero si la violencia social deshace la barrera protectora empática formada por el objeto primario interiorizado, también destruye la confianza en la presencia continua de objetos buenos. Con su ayuda se podría esperar tener esperanza en la comunicación con el otro y en la posibilidad de influenciarlo (y al entorno interpersonal) para suscitar una experiencia de reciprocidad. No, no hay nadie con quien contar o, como dice Paul Celan, “en ningún sitio nadie pregunta por ti” (1959/1993, p. 85). Jean Améry, superviviente de Auschwitz que se suicidó en 1978 con una sobredosis de barbitúricos, afirma: la confianza en el mundo incluye “la certeza de que el otro me protegerá, (…) de que respetará mi existencia física y metafísica. (…) La esperanza, la seguridad de recibir ayuda, forman efectivamente parte de las experiencias fundamentales del hombre. Pero con el primer puñetazo (…) contra el que no podemos defendernos y ninguna mano acude a rescatarnos (…) uno se vuelve incapaz de sentir el mundo como un hogar. Yo era un hombre que no podía decir “nosotros” y que, por lo tanto, decía “‘yo” por costumbre, sin estar animado por el sentimiento de estar en plena posesión de mí mismo” (1966/1979, pp. 61-85). Así, creo que podemos hipotetizar que la experiencia nuclear de quien ha vivido traumas colectivos está constituida por la experiencia de una soledad abisal y una incomunicabilidad absoluta. La palabra no nace, difícilmente puede nacer. El poeta Paul Celan dijo: “Durante meses no pude escribir (…) algo sin nombre me desgarró» (Felstiner, 1995, p. 59). Es el momento de la «noche de las palabras” (Celan, 1955/1993, p. 55).
Sin embargo, algunos supervivientes de traumas colectivos alimentan el impulso de hablar y lo hacen. Robert Antelme, prácticamente moribundo al salir del campo de Dachau en 1945, encuentra en Dionys Mascolo una “oyente apasionada” (Auerhahn, Laub y Peskin, 1993). Durante los cinco meses de su recuperación habla, habla a raudales y sin interrupción. “Por fin, las palabras liberadas, balbuceadas, no eran antiguas, no tenían edad, sólo modeladas por mi respiración, ver eso, esa alegría, y en ese momento, en el que me imaginaba tan lejos de la muerte, a pesar del tifus, de la fiebre, pensé que podía morir por esa felicidad” (Mascolo, 1987, p. 92). Palabras caóticas e interminables (narración hemorrágica, como él mismo refiere), palabras en busca de refugio, palabras en busca de reverberación en el corazón del otro, palabras que arrastran otras palabras y que, más tarde, surgirán más organizadas en la obra La especie humana, libro que Blanchot califica como «el más simple, el más puro y el más cercano a ese absoluto que él nos recuerda”.
Pero muchos otros no tienen la suerte de encontrar un oyente apasionado. Entre ellos, Primo Levi, Bruno Bettelheim, Sidney Stewart, Simone Veil, Elie Wiesel e incluso el psicoanalista Ernest Rappaport, que estuvo preso en el campo de Buchenwald. Ellos relatan como se encontraron ante la incredulidad, el rechazo a ser escuchados y comprendidos (Carreiras, 2005). “Tan invencibles ante la muerte y el enemigo, y ahora sentíamos la desesperación… Enloquecíamos de incredulidad. La gente se negaba a escuchar, a entender, a compartir. Había una división entre nosotros y ellos”, dijo Wiesel (1990, p. 113). Como si el sueño repetido de Primo Levi (y de otros compañeros en el campo de exterminio) fuese una premonición:
Aparece mi hermana, algunos amigos míos no identificados y mucha más gente. Todos me escuchan, mientras les cuento precisamente esto: el silbido en tres notas, la cama dura, mi vecino al que quería lejos, pero tengo miedo de despertarlo porque es más fuerte que yo. Hablo detalladamente de nuestra hambre, del control de los piojos y del kapo que me golpeó en la nariz y luego me ordenó que me lavara porque estaba sangrando. Es un placer inmenso, físico, inefable, estar en mi casa, entre gente amigable, y tener tantas cosas que contar, pero no puedo dejar de notar que mis oyentes no prestan atención. Al contrario, son totalmente indiferentes: hablan confusamente de otras cosas entre ellos, como si yo no estuviera allí. Mi hermana me mira, se levanta y se va sin decir nada. (Levi, 1958/1988, p. 61).
¿Y qué podemos pensar de esta falta de resonancia?
Es un mecanismo primario, inherente al funcionamiento del aparato psíquico individual, para librarse de aquello que es insoportable. Mediante la proyección, la escisión, el encapsulamiento, etc., la psique se deshace de lo que le perturba, aunque estas estrategias puedan representar una automutilación, que a menudo se supera frecuentemente mediante la idealización defensiva. ¿Será que algo similar sucede a nivel grupal? Kaës (2009), que se ocupó de los procesos y las formaciones que caracterizan la realidad psíquica de los grupos, nos habla de alianzas defensivas inconscientes, en particular de un pacto de denegación. Este consiste en un acuerdo intersubjetivo inconsciente basado en la represión, la negación, el rechazo, etc., de una realidad inadmisible por la carga traumática que conlleva. Así, el mantenimiento, por parte de un grupo de sujetos, de esta alianza les salva de lo intolerable, permitiendo, simultáneamente, la conservación de un ideal común. Pero genera zonas de silencio, una especie de contenedores de basura (Roussillon, 1987), tóxicos, contribuyendo a mantener a los individuos alejados de su propia historia.
Un buen ejemplo de ello es la descripción hecha por el escritor alemán W. G. Sebald, en su libro Historia natural de la destrucción (2001/2017), sobre el espíritu de la nación alemana de la posguerra:
Una especie de acuerdo tácito vinculativo a todos, determinó que era imposible describir el verdadero estado de aniquilación material y moral en que se encontraba todo el país. En el sentir de la inmensa mayoría de la población alemana, los aspectos más oscuros (…) se convirtieron en una especie de tabú, como un vergonzoso secreto familiar del que la gente no podía responder ni siquiera en su foro privado. (p. 19).
Por consiguiente, es como si la mayoría de la población alemana, que destruyó y fue destruida, no pudiera, en ese momento, mirar esta devastación, lo que obviamente fomenta la impunidad de los agresores y el silencio de las víctimas. Esto lo sabían, como pocos, los nazis que le decían a los judíos: “si algunos de vosotros sobreviven y testimonian, la gente dirá que los acontecimientos contados son demasiado monstruosos para creerles” (Levi, 1986/1989, pp. 11-12).
De hecho, los traumas colectivos cuestionan y destruyen los preceptos que presiden la constitución y la continuidad del colectivo humano, destruyen el pacto sociocultural y todo el espacio psíquico compartido se desgarra dolorosamente. Cuando un grupo de individuos recurre a un pacto de denegación, es como si lo ocurrido no hubiera ocurrido. Y lo ocurrido no encuentra un lugar de reconocimiento e inscripción ni, mucho menos, una figuración, un nombre. Para los que vivieron el trauma colectivo sobra la confusión, el asesinato del alma (Réfabert, 2001), el vacío, el silencio. Como dice Celan “un silencio que era un no-ser-capaz-de-decir y se transformaba en un nada-que-decir” (Felstiner, 1995, p. 60). Se instala el “ocaso de las palabras”.
Se ha observado que este pacto de silencio se va diluyendo con el paso del tiempo. El colectivo empieza a ser capaz de reconocer y escuchar, poco a poco, las producciones individuales que abren sucesivos espacios de resonancia. Lo no dicho se convierte en palabras, como si el sentimiento de pertenencia a la comunidad comenzara a restablecerse, como si el tejido psíquico, social e interdiscursivo que une a los humanos comenzará a zurcirse. Observamos, por ejemplo, desde finales de los años 70, un aumento exponencial de las obras culturales que revelan el genocidio nazi. En Portugal, a partir del cambio de milenio, comenzaron a aparecer numerosas publicaciones, documentales y reportajes sobre la guerra colonial y la represión política vivida durante la dictadura. Eva Weil (2000) desarrolla la hipótesis de la existencia de un período de latencia, que dura treinta, cuarenta, cincuenta años, en el que el colectivo, aparentemente silencioso, o casi, no está disponible para reflexionar sobre ciertos aspectos traumáticos de su historia. Sin embargo, estos aspectos existen, esperando ser transformados, representados y expresados en la comunidad, es decir, disponibles para que, a través de procesos creativos, individuales y colectivos, puedan movilizar una intensa actividad de reconstrucción.
Para quienes han vivido traumas colectivos, el reconocimiento por la comunidad de su experiencia es fundamental. Constituye una prueba de la realidad, una constatación de que lo que ocurrió realmente sucedió, que no fue una alucinación, una fantasía o una invención… Por otra parte, este reconocimiento constituye un fondo contenedor que hace posible la narración: porque subyace una relación empática subyacente, un «tú» que da existencia a un «yo», y porque las producciones individuales y colectivas que van surgiendo, proporcionan imágenes, palabras para lo informe, lacunar que parecía indecible. Será el amanecer de las palabras.
El trabajo clínico con víctimas de traumas colectivos exige la presencia de un terapeuta empático y apasionado (Auerhahn, Laub y Peskin, 1993), capaz de movilizar afectos transferenciales y contratransferenciales que permitan remendar la red relacional destruida entre el yo-tú, es decir, recuperar la experiencia de pertenencia compartida con la especie humana. Solo un oyente apasionado, con su existencia, su presencia y su escucha, podrá reforzar la capacidad de diferenciar el interior del exterior, de autentificar que lo que ha sucedido realmente ocurrió, erigirse como testigo y garante de lo sucedido. Sólo un oyente empático y apasionado puede ser un compañero seguro, para la travesía del infierno que constituye la recreación de las situaciones traumáticas vividas. Rachel Rosenblum nos alerta, pertinentemente, sobre el hecho de que “uno puede morir porque ciertas cosas nunca fueron dichas; pero también puede morir porque fueron dichas, porque fueron ‘mal’ dichas, o ‘mal’ escuchadas, o ‘mal’ recibidas” (2000, p. 114). Varios autores destacan la importancia de que el analista reconozca la realidad histórica vivida por el paciente. Grubrich- Simitis (2008), por ejemplo, llega a afirmar que “la reconstrucción histórica debe producirse al principio de la terapia”. Por otra parte, la elaboración psíquica individual, no es independiente de la memoria y la elaboración colectiva, se apoya en ellas, se alimenta de ellas. Y Kaës (2015) destaca la importancia de la aparición en la comunidad de la polifonía de múltiples narrativas, similares y diferentes, movilizando las funciones figurativas y representativas, tanto en el individuo como en la colectividad.
Fin
Pero volvamos a la nieta de María.
El hijo de María habrá vivido la muerte de su madre y de su hermana, en el fondo, como resultado del deseo deliberado de la muerte de civiles indefensos, especialmente mujeres y niños, cuyo único delito fue estar en el lugar y el momento equivocados. Su madre y su hermana fueron arrojadas al abismo fuera del mundo de la condición humana y, consecuentemente, él también. Sin embargo, estas muertes hicieron parte de una situación de guerra, su madre vivía en el país agresor y los agresores eran los valientes aliados, los justos que liberaron Europa. Y él, en el momento de su muerte, estaba sano y salvo con sus abuelos. Podemos suponer que todo esto habría generado en el joven que era, e independientemente de los antecedentes de la relación entre él y su madre, sentimientos intensos, complejos y contradictorios de dolor, rabia, indignación, culpa, vergüenza, impotencia, ruptura, pérdida de confianza y de sentido. Sin un interlocutor con el que pudiera construir una recreación de sí mismo, del otro y entre tú y yo, en suma, una reinscripción de sí mismo en el corazón de la condición humana, estaba condenado a sumirse en un dolor irrepresentable e ilícito. Y una parte de sí mismo vivía, con los ojos secos, congelada en el silencio. Y la hija, también María, entró en contacto con un lugar inhóspito y vacío en la psique de su genitor, el lugar del ocaso de las palabras.
Nuestra relación será un largo viaje. Por la senda de Green, nuestro objetivo principal será “proporcionar un continente para su contenido y un contenido para su continente” (1990, pp. 80-81). Reconocer la verdad histórica será fundamental, para que el curso de la historia de María se articule con la historia colectiva y que la memoria abolida adquiera un lugar, un espacio donde pueda inscribirse y ser pensada. Remontaremos en el tiempo y nos apropiaremos retroactivamente de los afectos no subjetivados. Muchas veces atravesaremos paisajes áridos, sin hilos de agua ni vegetación. Excavaremos al ausente, al desaparecido. Surgirán tumultos y sentimientos que, progresivamente liberados y aceptados en el espacio transferencial, accederán a significados nunca antes formulados (Green, 1990) y a la posibilidad de nacer a través de la palabra. Nuestra relación permitirá una nueva resonancia entre el Yo y el Tú internos, rescatar un espacio psíquico indispensable para el surgimiento del deseo, del trabajo creativo y, simultáneamente, de una mejor diferenciación. Los ausentes ganarán cuerpo e interioridad y el don de alguna parentalidad psíquica. Reconoceremos, y aceptaremos, que no todo es susceptible de ser visitado y representado. A veces, como dice el poeta, “la cicatriz del tiempo/ se abre y cubre la tierra de sangre” (Celan, 1993, p. 55) pero “vino una palabra, vino, / vino a través de la noche, / quiso brillar, quiso brillar” (Celan, 1993, p. 87). Quiso brillar…
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Sykes, R. W. (2020/2022). A nossa família – Vida, amor, morte e arte dos neandertais. Lisboa. Relógio d’Água.
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Maria Antónia Carreiras
Psicóloga
Doctorada en psicología clínica
Miembro de Sociedade Portuguesa de Psicanálise.
castrcarreiras@hotmail.com
Notas pie de página:
1.- Trabajo presentado en las VII Jornadas Ibéricas: “El dolor psíquico en tiempos de catástrofe” 1 de octubre de 2022 – Madrid. Agradezco a la colega Corina Fernandes por la traducción del portugués al español
2.- https://en.wikipedia.org/wiki/Bombings_of_Heilbronn_in_World_War_II
3.- Por ejemplo, el genocidio del Holodomor, en el que murieron millones de ucranianos entre 1931 y 1933.
4.- Véase la obra de V. Klemperer, LTI, la langue du III Reich, y la novilengua, descrita por Aldous Huxley en 1984
5.- Entre otros: Bergmann, M. S. & Jucovy, M. E. (dir). (1982). Generations of the holocausto. New York: Basic Books; Faimberg, H. (2005). The telescoping of generations. Listening to the narcissistic link between generations. London: Routledge; Kaës, R.; Faimberg, H., Enriquez, M. et al. (1993). Transmission de la vie psychique entre génerations. Paris: Dunod
6.- Artículo 1.º de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
7.- Prisioneros que dejaron de luchar, muertos vivientes, cadáveres andantes. Imre Kertész, en su libro Sin destino, describe así a los musulmanes: «Entre ellos, se pueden ver esos extraños seres que, al principio, me asustaron un poco. Desde la distancia, parecen hombres muy viejos, con la cabeza echada sobre los hombros, narices prominentes, trapos sucios de detención que cuelgan de sus hombros encogidos y que, incluso en los días más calurosos del verano, hacen pensar en cuervos transidos de frío invernal. Con cada uno de sus pasos encorvados y vacilantes, parecían preguntarse si, después de todo, realmente valía la pena todo ese esfuerzo. Estos signos de interrogación andantes – pues no podría caracterizarlos de otra manera, ni por su aspecto exterior ni por su tamaño físico – se conocen en el campo de concentración como ‘musulmanes’. Citron Bandi me advirtió que tuviera cuidado: “‘Solo con mirarlos se pierden las ganas de vivir”’, dijo, y había mucha verdad en sus palabras, como el tiempo ha confirmado.” (2003, pp. 98-99).
8.- Esta soledad abisal se manifiesta claramente en las últimas escenas de la película La cordillera de los sueños, de Patrício Guzmán, director chileno perseguido por el régimen de Pinochet y exiliado en Francia.
9.- Sidney Stewart era un joven soldado estadounidense que fue hecho prisioneiro, en 1942, por el ejército japonés. En Give us this day relata su viaje de cuatro años a través de las condiciones extremas de tortura, privación y humillación que experimentó. Al principio, su obra fue rechazada por varias editoriales estadounidenses, porque podía perjudicar las relaciones diplomáticas entre Estados Unidos y Japón. Emigró a Francia y se hizo miembro de la Sociedad Psicoanalítica de París.
10.- Entre otros: Danieli, Y. (1984). Psychotherapist’s participation in the conspiracy of silence about the Holocaust. Psychoanalytical Psychology, 1 (1), 23-42; Faimberg, H. (2012). Listening to the psychic consequences of nazism in psychoanalytic patients. Psychoanal. Quarterly, 81 (1), 157-169; Janin, C. (1998). Psychanalyse, histoire, temps: questions de méthodes. Construire l’histoire, Paris: PUF, 147-162