Resumen
Este sencillo artículo responde a la búsqueda de un término que refleje la necesidad de tocar y ser tocado por seres humanos de forma vincular. Para ello, se ha recurrido a la tradición nosológica clásica, utilizando el griego antiguo, con la palabra sarcaptorexia, que sintetiza las siguientes palabras: ser humano, necesidad, tocar y ser tocado. Se realiza una breve aproximación psicoanalítica y neurobiológica del concepto.
Palabras clave: sarcaptorexia, ser humano, necesidad, tocar, ser tocado, psicoanálisis, neurobiología.
Abstract
This simple article responds to the search for a term that reflects the emotional need to touch and be touched by human beings in a bonding way. For this, we have resorted to the classical nosological tradition, using ancient Greek, with the word sarcaptorexy, which synthesizes the following words: human being, need, to touch and be touched. A brief psychoanalytic and neurobiological approach to the concept is made.
Keywords: sarcaptorexy, human being, need, to touch, to be touched, psychoanalysis, neurobiology.
Los psicoanalistas siempre hemos intentado nombrar aquello que era complicado o complejo de describir, o simplemente, no estaba nombrado. Incluso en la consulta, fomentamos que nuestros pacientes sean capaces de mentalizar y poder nombrar sus emociones o sentimientos, para que puedan hacerse cargo de ellos, trabajar mejor sobre ellos.
La experiencia reciente de la pandemia de SARS COVID-19-, fue uno de los factores que me llevaron a reflexionar sobre el concepto de la ausencia de contacto físico, piel a piel, entre pacientes gravemente enfermos o moribundos que se encontraban completamente aislados a nivel del tacto y que, a veces, fallecían sin ningún tipo de contacto físico-emocional. Sencillamente, este artículo responde a la búsqueda de un término que definiese, por extensión, la necesidad de tocar y ser tocado, atribuirle un término a un concepto abstracto extraído de una acción. El término no lo pude encontrar en castellano ni el acervo psicológico.
Para ello, me he remitido a una arraigada tradición en la nosología clínica: utilizar el griego clásico para designar un fenómeno, esto es, “algo que aparece”, en su acepción etimológica. La palabra sarcaptorexia reúne tres conceptos clásicos: “carne, ser vivo, ser humano” (“σάρξ, σαρκός,”); “tocar, alcanzar” (“ἅπτομαι“); y “necesidad, deseo,hambre”
(“ὄρεξις, ὀρέξεως”).
Sarcaptorexia designaría la necesidad de tocar y ser tocado de modo vincular. Esa contención táctil desde lo físico preverbal, que acompaña, y que nos acompaña, desde el nacimiento hasta la muerte; desde los brazos que acunan al bebé recién nacido, pasando por las relaciones afectivas y sexuales, y llegando hasta la mano que quizás nos acompañe al final de nuestra vida.
Se trataría de un elemento necesario para el desarrollo emocional, un elemento primordial para el desarrollo mental, una de las primeras formas de un lenguaje no verbal. Conjugar el término es relativamente sencillo utilizando los prefijos griegos a, eu o dis, designando simplemente la ausencia de contacto, el buen contacto o el mal contacto táctil-vincular. Este término, tanto a nivel psicológico como neurobiológico, está por desarrollar.
Aproximación a la fundamentación psicoanalítica del concepto
- Dangerfield (2023), psicoanalista, me describió cuidadosamente su estancia en un orfanato en Bulgaria entre los años 1999 y 2003. Estuvieron observando recién nacidos y bebés que no tenían ningún tipo de atención psicológica ni médica. En la sala de lactantes, las cuidadoras enchufaban los biberones a los bebés sin cogerlos en brazos y de dos en dos, sin ningún tipo de contacto con el lactante, y donde la necesidad de tocar y ser tocado no estaba, obviamente, cubierta. Esa ausencia de contacto es otra de las ideas embrionarias de este concepto. Con un año y medio o dos, los niños ya presentaban estereotipias, algunas quizás compatibles con trastornos de espectro autista, como consecuencia de esas carencias emocionales masivas que necesitan tener mecanismos autocalmantes para obtener cierta regulación mental.
El elemento más llamativo, señalado por Dangerfield, era la ausencia de llanto que existía en la sala de lactancia. Si no estaba cubierta la necesidad de ser tocado, abrazado, alimentado, los bebés sufrían daños psíquicos significativos. Quizás esos bebés no tenían la posibilidad de satisfacer ese primer nivel sarcaptoréxico que les permitiese la posibilidad de romper a llorar, de dotar de cierta cohesión a su incipiente identidad sabiendo que había un otro que lo contenía, aún de forma transitoria.
El psicoanálisis siempre ha subrayado la infancia como eje vertebrador de las organizaciones mentales, dato corroborado actualmente por las disciplinas neurocientíficas. En la tradición psicoanalítica, ya M. Klein (1952) señaló la importancia del pecho en el desarrollo evolutivo infantil. Ya sea a un nivel real o simbólico, el pecho, aparte de la función de nutrición, cumpliría la función sensorial de vincular al bebé con la madre, estableciéndose paralelamente como un objeto contenedor. La oralidad entendida como otra forma de satisfacer necesidades primarias.
De forma más específica, otra destacada autora de la escuela inglesa, E. Bick, en su germinal trabajo «La experiencia de la piel en el desarrollo temprano» (1968), enfatiza la idoneidad de que del contacto con la madre el bebé adquiera la experiencia de tener una piel que contenga todos los elementos constitutivos de su self. La piel como contenedor primario, aspecto decisivo en la constitución de su identidad.
“Parecería que, en el estado infantil no integrado, la necesidad de encontrar un objeto contenedor lleva a la frenética búsqueda de un objeto —una luz, una voz, un aroma, o algún otro objeto sensible— que pueda retener la atención y por ello mismo se lo experimente, al menos momentáneamente, como algo que une las partes de la personalidad» (Bick,1968).
Según esta autora, se puede considerar a la piel como el tejido que sostiene las partes del yo entre las que aún no existe cohesión. La piel cumple la función de contener necesidades y ansiedades primitivas del bebé.
El psicoanalista francés D. Anzieu (1974), por su parte, abordó el tema de la piel en su celebrado libro El Yo-piel. A modo de breve síntesis, lo define como “aquel yo que contiene los contenidos psíquicos a partir de la experiencia en la superficie del cuerpo. El Yo-piel «consistiría en un yo corporal y en un yo psíquico incipiente”.
En la primera infancia la nutrición del bebé y su contacto con el pecho, la higiene corporal, las caricias acompañadas de un contacto grato, preparan el camino para el autoerotismo y posteriormente, para la sexualidad. El Yo-piel es objeto de una investidura libidinal, cumpliendo la función de superficie en la excitación sexual. En la piel se pueden localizar diferentes zonas erógenas, identificar la diferencia entre los sexos y su función complementaria.
Todas estas concepciones se entroncan con las formuladas con anterioridad por el fundador del psicoanálisis. Sigmund Freud, en su obra El yo y el ello (1923), afirma que el Yo es inicialmente un yo corporal, subrayando la importancia de la experiencia de la piel y del cuerpo en la función del yo, «que es sobre todo un yo cuerpo».
La adolescencia y la edad adulta se inauguran con una necesidad táctil incrementada, en comparación al período de latencia. S. Freud abordó en su obra Tres ensayos para una teoría sexual (1905), la evolución psicosexual de los seres humanos desde sus orígenes. Afirma, en esta misma obra: “Al menos para los seres humanos, un cierto grado del uso del tacto parece indispensable para el logro de la meta sexual normal”. La necesidad del tacto en las relaciones sexuales entre adultos es un elemento clave para entender este concepto.
(El término “haptofilia” recoge en parte ese significado, aunque de forma más acotada, ya que hace referencia a la inclinación que se caracteriza por experimentar excitación o placer a través del sentido del tacto y el contacto físico en un contexto de intimidad).
Es frecuente que los jóvenes y los adultos expresen abiertamente la necesidad de tocar y ser tocados desde su pubertad, como una necesidad primordial.
Merece la pena dedicar unas palabras a un fenómeno que se viene extendiendo desde hace algunos años, especialmente entre adolescentes y adultos jóvenes. Como consecuencia de la evolución tecnológica, una parte significativa de las relaciones humanas son virtuales, en detrimento del contacto físico, táctil. El caso más extremo es el fenómeno psicopatológico y sociológico llamado “hikikomori” (T. Saito, 2002), donde se describen a personas, mayoritariamente jóvenes, que se retraen socialmente y eligen un estilo de vida recluido. Entre otros aspectos, como hemos definido aquí, su nivel de demanda sarcaptoréxica sería mínima.
En la ancianidad, las personas mayores necesitan ser tocadas. A menudo ya alejadas de los hijos y con frecuencia en soledad, se encuentran carentes de ese estado vincular de conexión piel a piel. Si la vejez se complica debido a la aparición de los estados neurodegenerativos como la enfermedad de Alzheimer o la enfermedad de Parkinson, especialmente si la capacidad de raciocinio se mantiene, ya sea de manera integral o parcial, es común observar que a medida que estos trastornos progresan, se presenten crisis de ansiedad cada vez más frecuentes.
El apoyo emocional por parte del entorno, con caricias y abrazos que refuercen la afectividad, constituyen una aportación valiosa para estas patologías. El contacto piel a piel, el acto de tocar y ser tocado, seguramente contribuirán a favorecer la reducción de los niveles de cortisol en sangre, la hormona del estrés por antonomasia, y quizás incremente la secreción de serotonina, neurotransmisor directamente implicado en la mejoría de los estados emocionales. Los episodios de ansiedad por la desesperación que provoca percibir la limitación física y mental que avanza, quizás de forma inexorable, se podrían aminorar, con ese acompañamiento emocional a través de la piel.
Diferentes autores de orientación psicoanalítica han abordado el tema del contacto desde diferentes ángulos y perspectivas, y se escaparía del objetivo de este breve artículo nombrarlos a todos. Los estudios clásicos de R. Spitz (1965) sobre el hospitalismo, la teoría del apego de J.Bowlby (1969), el término «holding» de D. Winnicott (1971), P. Marty (1990) y su concepción de la piel, entendida como un órgano que refleja la relación entre la mente y el cuerpo, la «confianza epistémica» de P. Fonagy (2016), o la «necesidad de un objeto» para gestionar el sentimiento de muerte de la frágil estructura mental del bebé, subrayado por A. Pérez-Sánchez (2018), serían algunos de los numerosos autores que han señalado, de forma directa o indirecta, la necesidad del contacto piel a piel entre humanos para el establecimiento de vínculos.
Aproximación a la fundamentación neurobiológica del concepto
La piel es el órgano más extenso del cuerpo humano y, aunque evidentemente existen grandes variaciones de unos individuos a otros, en un adulto de talla y peso medio, posee una superficie en torno a los dos metros cuadrados y pesa unos cinco kilogramos. En ella se encuentran diferentes receptores sensoriales capaces de percibir estímulos muy variados: los nociceptores, del dolor; los termorreceptores, de la temperatura; los higroceptores, de la humedad y los mecanorreceptores, de la vibración, la presión y el grado de rugosidad.
Los corpúsculos sensitivos relacionados con las diferentes cualidades de sensibilidad que configuran el tacto, junto con las neuronas sensitivas a las que están conectados, detectan los estímulos no dolorosos que impactan sobre la piel y reciben la denominación genérica de mecanorreceptores de bajo umbral. Estos, a su vez pueden ser de adaptación lenta, implicados en el tacto fino (discos de Merkel) y en la detección del estiramiento (corpúsculos de Ruffini), o de adaptación rápida, sintonizados con la vibración y el desplazamiento a través de la piel (corpúsculos de Meissner y corpúsculos de Paccini).
Actualmente se considera que la detección de los estímulos mecánicos en la piel, especialmente del tacto, se produce a través de la activación de canales iónicos presentes a nivel de las membranas celulares, sin perjuicio de que puedan existir algunos mecanismos neuroquímicos mediados por neurotransmisores. Generalmente, se acepta que deformaciones en la membrana de las diferentes células que forman los mecanorreceptores, desencadenan la apertura de canales que regulan flujos de iones y que es esta respuesta uno de los mecanismos básicos, si no el único, de la mecanotransducción, esto es, la conversión de los estímulos mecánicos en impulsos eléctricos. La mencionada sensibilidad táctil se conduce hacia el cerebro, junto con otras modalidades de sensibilidad, por medio de una cadena de tres neuronas (periférica, central y talámica), que sinaptan entre ellas y se extienden desde los corpúsculos sensitivos de la piel hasta la corteza cerebral. Los cuerpos de los axones que forman los corpúsculos están en los ganglios sensitivos raquídeos. Posteriormente, el estímulo se conduce hasta unos núcleos del sistema nervioso central situados en el límite entre la médula espinal y el tronco del encéfalo y se establece una sinapsis. Los axones de las neuronas que forman dichos núcleos cruzan al lado contrario del encéfalo y llegan a un núcleo situado en el espesor de los hemisferios cerebrales denominado tálamo, donde se establece una nueva sinapsis. Finalmente, los axones de las neuronas del tálamo alcanzan la corteza cerebral donde los estímulos táctiles se reconocen y se interpretan. Por tanto, la sensibilidad de la mitad del cuerpo se analiza en el hemisferio cerebral del lado contrario.
En general, las señales de todas las modalidades de sensibilidad terminan en la corteza cerebral. La corteza somatosensorial está situada en el lóbulo parietal de los hemisferios cerebrales por detrás de la cisura central, o de Rolando, y se divide en varias áreas. El área somatosensorial primaria está especializada en el análisis de la información procedente de los mecanorreceptores (también de los propioceptores y en menor medida, de los nociceptores y los termorreceptores) y se encuentra organizada en columnas de neuronas que alternan los campos receptivos de los mecanorreceptores de bajo umbral de adaptación rápida y adaptación lenta. En ella se observa, al igual que en el tálamo, una organización somatotópica que en la especie humana se denomina homúnculo, en el que el tamaño con el que se representan las diferentes partes del cuerpo es proporcional a la zona de corteza que ocupan (curiosamente citado por Freud en el El yo y el ello, obra de 1923). El área somatosensorial secundaria se cree que recibe información sensitiva de ambos lados del cuerpo a partir de ambos tálamos. Las áreas de asociación sensitiva se sitúan tras el área primaria y sobre la secundaria y reciben información de diferentes áreas corticales y núcleos cerebrales que se vinculan con motivaciones y oportunidades particulares para la acción.
Los datos sobre la corteza somatosensorial tienen que ver con la sensibilidad táctil discriminativa, pero no con los datos del tacto afectivo. Las investigaciones disponibles indican que el tacto afectivo llega desde el tálamo al opérculo parietal, la corteza insular, la corteza orbitofrontal, el sulcus temporal superior y la corteza cingulada anterior. La ínsula y la corteza cingulada anterior han sido identificadas como críticas para la detección de la saliencia (reconocer un estímulo que destaca entre otros), el sulcus temporal superior juega un papel crucial en el procesamiento emocional y la cognición social y la corteza orbitofrontal está involucrada en la percepción de la recompensa (Cabeza et al, 2018).
Precisamente en la ínsula, y en una interesante aproximación a la neurofisiología de las caricias, J. Montero (2016) señaló esa parte del cerebro como esencial para el contacto afectivo entre humanos y las caricias, entre otras manifestaciones táctiles, como una forma esencial de comunicación entre homínidos. Las caricias transcurren por vías amielínicas, que en términos de evolución biológica son consideradas más antiguas que las fibras mielínicas y como dato de interés, su nivel óptimo de velocidad oscilaría entre los tres y los diez centímetros por segundo.
Este autor defiende la tesis, fundamentándose en las aportaciones de la neurociencia cognitiva, de que las emociones están al servicio de la razón y el sistema tálamo-cortical constituirá la consciencia, incluida la que corresponde a los estímulos táctiles y afectivos que percibimos.
Por último también subraya, como así sostenemos desde la teoría y la praxis psicoanalítica, que el contacto físico entre la madre y el hijo en los primeros meses de vida, es imprescindible para un buen desarrollo emocional, rasgo común para todos los mamíferos, para todos los seres humanos.
Referencias bibliográficas
Anzieu, D. ( 1974 ). El Yo-Piel. Editorial Biblioteca Nueva, 2010.
Bick, Esther. (1968). La experiencia de la piel en el desarrollo temprano. Internacional Journal de Psicoanálisis, (49).
Bowlby, J. (1969). El apego. Paidós, 2018.
Cabeza, M. et al. Biología de los sistemas sensoriales: el tacto. Universidad Autónoma Metropolitana, 2018.
Dangerfield, M. Comunicación personal, 2023.
Fonagy, P. (2016). Tratamiento basado en la mentalización para trastornos de la personalidad. Desclée de Brouwer.
Freud, S. (1905). Tres ensayos de teoría sexual. Amorrortu editores, 1978.
Freud, S. (1923). El yo y el ello. Amorrortu editores, 1979.
Klein, M. (1957). Envidia y gratitud. Paidós, 1988.
Marty, P. (1990). La psicosomática del adulto. Amorrortu editores, 2003.
Montero Homs, J. (2016). Conferencia sobre la neurofisiología de las caricias (en catalán). Video editado en YouTube.
Pérez-Sánchez, A. Organización psicótica de la personalidad: claves psicoanalíticas. Herder, 2018.
Saito, T. Hikikomori: manual de rescate. Instituto de Investigación, 2002.
Spitz, R. (1965). El primer año de vida del niño. Fondo de Cultura Económica, 1984.
Winnicott, D. (1971). Realidad y juego. Gedisa, 1984.
Antonio Nadales Rodríguez
Psicólogo clínico y psicoanalista (SEP-IPA).
anadales1920@gmail.com