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Resumen

 

Este artículo se centra en los aspectos que influyen en el proceso de filiación de un menor adoptado y que construyen su sentido de pertenencia a la familia y entorno. O, según como se den, se sienta desarraigado, extranjero en su propia familia y en la sociedad.

Se pone de manifiesto cómo, en el proceso de filiación, tienen gran importancia las carencias y negligencias, vividas en edades muy tempranas, y sus consecuencias en la organización neurológica, cognitiva y emocional. También se trata del peso de los duelos y pérdidas añadidos y sus dificultades de elaboración; y entre ellas también, la pérdida de su mundo de origen, con su etnia y cultura propias. Por último, la influencia de las dificultades en los aprendizajes y la construcción de un proyecto de vida.

Se ilustra el artículo con un caso clínico.

Palabras Clave: parentalidad adoptiva, vínculo, negligencias, duelos, trauma relacional temprano, modelos operativos, pertenencia, desarraigo.

 

Summary

 

This article focuses on the aspects that influence the affiliation process of an adopted minor and that build their sense of belonging to the family and environment. Or, depending on the situation, he feels uprooted, a stranger in his own family and in society.

It is revealed how, in the process of affiliation, deficiencies and negligence, experienced at very early ages, and their consequences on the neurological, cognitive and emotional organization are of great importance. The weight of added grief and losses and their difficulties in processing are also discussed; and among them also, the loss of his world of origin, with his own ethnicity and culture. Finally, the influence of difficulties on learning and the construction of a life project.

The article is illustrated with a clinical case.

Keywords: adoptive parenting, bond, neglect, grief, early relational trauma, operating models, belonging, uprooting.

 

Introducción

 

Hoy en día y gracias a la epigenética, sabemos que al nacer tenemos los genes preparados pero que sólo se expresan si encuentran un entorno adecuado de cuidado y protección. Lourdes Fañanás (2020) ha contribuido al estudio y difusión de cómo afecta la calidad de la crianza a la expresión de los genes y a la maduración cerebral. Comenta que, a diferencia de otras especies, los humanos somos primates que nacemos con gran inmadurez neurobiológica y somos altamente dependientes de la atención de los adultos para la supervivencia, a corto y a largo plazo. Los estímulos de la crianza recibidos en esta etapa serán cruciales para la maduración de las funciones cognitivas que permitirán la adaptación con mayor o menor éxito a la realidad social del entorno. Así, los adultos que ejercen funciones parentales son los primeros agentes de socialización de un menor y, a través del vínculo que van tejiendo con el hijo, estimulan el desarrollo de su identidad y su inserción a la sociedad como un adulto autónomo.

A la vez las investigaciones y técnicas neurológicas permiten comprobar la gran plasticidad de la mente, sobre todo en la infancia, al poder observar cómo las estructuras neurológicas se modifican por la acción del afecto, la sensibilidad y cuidado del [1]entorno (tal y como se ha podido ver en exploraciones neurológicas de niños en orfanatos o recientemente adoptados). También cuando un niño con dificultades en diferentes áreas, recibe una ayuda psicopedagógica y terapéutica adecuada, se modifican los circuitos y estructuras implicadas. Se hace así patente y evidente la constante interacción entre la base biológica cerebral del niño y los estímulos y experiencias relacionales con el entorno.

Sabemos que la respuesta sensible, la sintonía entre cuidadores y niño, actúa en el mundo interno de éste como principal organizador, creando un sentimiento de integración personal y seguridad, y estimula la capacidad para el vínculo amoroso (Marrone, 2001). El resultado de esta sintonía es una estructura ajustada en la que cuidador y niño van modificando su comportamiento: sus interacciones funcionan como un sistema dinámico de regulación mutua (Pitillas, 2021), e inciden en los circuitos cerebrales que promueven la capacidad de regulación emocional, ya que retorna al bebé un estado más regulado y organizado frente a la desorganización con la que vive una necesidad momentánea (Target, 2007). Una falta crónica de respuesta sensible, de sintonía, entre padres e hijos es neurológica y psicológicamente patógena (Hill, 2015).

Además, a través de esta interacción, el niño va organizando modelos operativos internos de relación independientes del cuidador, con los que percibe el entorno y se relaciona con él, y que tienen influencia en la forma en que se organiza el apego. Son estructuras estables, pero no estáticas, pueden cambiar, remodelarse, activarse y desactivarse según la situación y, en función de las experiencias, pueden variar o funcionar en paralelo (Hill, 2018).

En la adopción este proceso es más complejo ya que el hijo tiene un origen biológico y social diferente. A menudo la adopción internacional también supone una diversidad racial y cultural, es decir, que ha sido “desarraigado” de sus orígenes.  El proceso de adopción es un injerto familiar que debe generar en el menor un sentido de pertenencia a la familia, integrando su origen diferente, para que el hijo pueda desarrollar las distintas vertientes que forman parte de su identidad. Para que ello se dé, serán esenciales la calidad del tejido afectivo y del vínculo que se van creando, a través de experiencias relacionales significativas. En paralelo, los padres lo irán sintiendo como portador de la continuidad familiar.

Pero la experiencia actual pone de manifiesto que en la adolescencia y primera juventud algunos menores adoptados sufren serios conflictos. En este sentido, diferentes estadísticas señalan que entre un 30-40% de adolescentes ingresados en centros terapéuticos son adoptados.

Estos jóvenes muestran un funcionamiento convulso y confuso, a veces también agresivo, y a menudo sienten dudas e interrogantes acerca de su lugar en la familia y en la sociedad en la que viven.  Ello fácilmente les conduce a una crisis familiar, social y de proyecto de vida, en una posible escalada de conductas de riesgo y marginalidad.

 

Carencias / negligencias antes de la adopción: trauma relacional temprano

 

En primer lugar, las huellas de carencias, negligencias en el trato y pérdidas que muchos menores han vivido antes de la adopción, en su familia biológica y/o en el orfanato, y que han dejado serias secuelas, son un factor de riesgo para la adecuada integración familiar. Sus necesidades individuales no han podido ser atendidas, y el menor ha vivido intensos sentimientos de inseguridad, desesperanza y soledad que le han llevado a establecer conductas de autoconsuelo y/o aislamiento. El trato uniformado e indiferenciado, propio de un orfanato, le ha generado posiblemente una identidad confusa. Nadie le ha pensado, conocido, diferenciado, hablado (Mirabent, 2014). Es necesario, pues, comprender la gravedad de estas experiencias traumáticas, que han dejado secuelas en su organización cerebral global, tanto neurológica como psíquica.

La continuidad e intensidad de éstas, sufridas en la infancia, son acumulativas y quedan definidas hoy en día bajo el concepto de Trauma relacional temprano: una exposición a desajustes crónicos que conllevan estados prolongados de desregulación emocional en la relación con el cuidador. Este trauma relacional temprano provoca un funcionamiento alterado y deficiente del sistema primario de regulación del apego: el niño busca la regulación en la relación mutua, pero, en cambio, encuentra respuestas que intensifican la desregulación, en lugar de modularla, provocando un gran estrés, ansiedad social y relaciones de apego dañadas (Hill, . 2018).

Diferentes autores (Hill, 2018. Schore, 2010) consideran el trauma relacional como un trastorno del neurodesarrollo. Es un trauma invisible, que genera condiciones neurotóxicas que alteran las estructuras límbicas-autónomas, con las consecuentes huellas neurobiológicas, conductuales y psicológicas, que son desadaptadas, pero que el niño necesita para hacer frente al estrés continuado (Fañanás,. 2021). Puede decirse que son estrategias, físicas y psíquicas, necesarias para anticipar o resistir las deficiencias emocionales del cuidador y calmar la inquietud y la ansiedad (Bessel van der Kolk, 2015). El trauma relacional afecta toda la organización cerebral y deriva también en un pobre desarrollo de las funciones mentales: pensamiento y simbolización, posible inhibición o pobreza del lenguaje, y una escasa mentalización y función reflexiva, con los consecuentes retrasos evolutivos.

El menor va construyendo así unos modelos de relación, modelos operativos internos, que incluyen la percepción del otro, de la realidad y de sí mismo y al mismo tiempo, un circuito neuronal de respuesta y una disociación defensiva del sufrimiento y el dolor. Esta forma de relación continuada se traduce en un determinado tipo de apego, inseguro/evasivo, ambivalente o desorganizado. Éste último implica un daño psíquico más severo que los dos primeros, debido a una desregulación emocional marcada y un funcionamiento extremo, con estados profundos de disociación que pueden ir desde una baja excitación, con estados de parálisis o repliegue, a la hiperexcitación con estados reactivos e impulsivos. Ambos implican respuestas neurológicas y emocionales que condicionan la conducta. (Liotti, 2004. Schamahl, .2010).

A su vez, muchos niños proceden de embarazos de riesgo, con un alto índice de prematuridad. Han sufrido desnutrición prenatal y/o exposición prenatal al alcohol (Síndrome alcohólico fetal, SAF), o han tenido un bajo peso al nacer. Todos ellos son factores que afectan negativamente al desarrollo neuronal, emocional y cognitivo.

El menor ha tenido, pues, respuestas parciales, fragmentadas, distorsionadas e inconstantes a sus necesidades, que han generado un funcionamiento y comportamiento, probablemente inadecuados al nuevo entorno de adopción, pero gracias a los cuales pudo sobrevivir. Su conducta ha estado orientada a la supervivencia: vivir para sobrevivir. Posteriormente, ante momentos de crisis intensas, puede volver a sentirse y actuar como antiguamente, con un aparente individualismo y frialdad. Es muy importante entender bien el significado profundo de estas actitudes para poder ayudarle a salir del sufrimiento.

Al ser adoptado, el niño traslada antiguos modelos de relación a su nuevo entorno, y gracias al vínculo que va tejiendo con los padres adoptivos, puede ir construyendo nuevos modelos internos, aunque los más primitivos pueden permanecer ocultos y disociados en el interior de la mente y aparecer en la adolescencia. Así, Cancrini (2020) describe cómo las experiencias desfavorables tempranas dejan huellas en forma de líneas de comportamiento latentes, que pueden ser reactivadas cuando la persona se encuentra ante experiencias del presente que puedan mantener algún parecido con ellas. Y en la adolescencia vuelven a ponerse en un primer plano a pesar de que se hayan dado experiencias en el seno de la familia adoptiva que las hayan modulado y modificado en gran parte. En esta etapa de definición de la identidad, se pone en juego todo lo que se ha vivido desde el nacimiento, y con ello su sentido de pertenencia.

Cabe añadir también que, aunque la adopción es una medida necesaria de protección, que impulsará su desarrollo, también comporta sufrir nuevas pérdidas: de relaciones que había podido establecer con cuidadores o compañeros, de referentes de tiempo y espacio, idioma, vivir con personas de su misma etnia y costumbres…

El menor necesitará unos padres que puedan aguantar, sostener y tolerar las diferentes manifestaciones emocionales, para poder generar nuevos modelos operativos internos e impulsar su capacidad de mentalizar las experiencias vividas (Golano, Pérez, 2013). Ésta es la principal función de reparación de los padres, la función de mentalización, clave para que el niño pueda desarrollar cambios y evolución (Fonagy, Target, Gergeley, Jurist 2002; Mirabent, Ricart, 2010).

La relación con los padres es, pues, la base a partir de la cual se da el proceso psíquico que se realizará con su adopción. La calidad de esta relación familiar y las respuestas sensibles al dolor vivido y desajustes en el apego, serán el gran factor protector. Pero a veces la gravedad de las pérdidas y de las negligencias prematuras dificulta a los padres poder captar, entender y reaccionar a las necesidades del hijo.

 

Caso clínico

 

  1. Consulta a los 16 años. Fue adoptado a los casi 4 años en adopción internacional, procedente de un país con una etnia claramente distinta a la nuestra. En ese momento tenía un aspecto apagado y estaba desnutrido.

De su historia se sabe que estuvo cuidado por la familia biológica hasta los 4 años, en un entorno de mucha pobreza, precariedad y violencia. Parece que no había recibido maltrato físico y que su madre biológica intentó cuidar de él. Sin embargo, andaba por las calles para pedir dinero y a menudo lo utilizaban para pequeños hurtos. Carecía de hábitos de nutrición y limpieza.

Rescatado de la calle por servicios sociales, estuvo un año y medio en un orfanato antes de la adopción. Su familia no le reclamó.

A su llegada fue un niño muy fácil, no dio ningún problema y se adaptó muy bien. Describían algo de inquietud al acostarse, necesitaba compañía y tuvo el sueño frágil durante muchos años. Lo veían inteligente y capaz. También cálido y cariñoso y estableció aparentemente un buen vínculo con sus padres. Nunca mostraba conflictos ni hablaba de recuerdos ni preguntaba por su familia de origen.

Pero en la adolescencia han aparecido muchos problemas. Hasta segundo de ESO había sido muy buen estudiante, esforzándose y dedicando muchas horas al estudio. Necesitaba asegurarse obsesivamente de lo que había aprendido. A partir de los 15 años le cuestan cada vez más las tareas escolares y en el momento de la consulta tiene un absentismo preocupante. Está desmotivado y parece que todo le sea indiferente.

Los padres cuentan que en casa también ha cambiado. Es más intolerante, da respuestas airadas frente a las observaciones y muestra actitudes más prepotentes. Si en algún momento le confrontan, el chico se encara violento y descarga tensión contra los objetos. Ha roto alguna puerta. Se ha desvinculado de amigos de la infancia y se relaciona con chicos de plazas, de otras etnias como él, y donde corre la marihuana. Pasa muchas horas fuera, viste como ellos, con una apariencia dura. Algún día vuelve bebido. A la vez ha empezado a hacer boxeo, busca ser muy fuerte “para defenderse bien”. Puede decir frases como “no creáis que voy a ser un blandengue”, “se ha acabado ir de bueno” o “yo puedo con todo” y “me gano a la gente como quiero”.

Los padres, a pesar del sufrimiento y la preocupación creciente y de que se sienten perdidos y desorientados, ven que detrás de estas actitudes hay mucha fragilidad y pueden conectar con el niño necesitado que fue y todavía es.

Se propuso, por un lado, realizar visitas a los padres y a la vez terapia con el chico. Se les atendió a lo largo de 5 años y poco a poco la situación fue cambiando. Los padres tenían una gran capacidad de rescatar los aspectos sanos y valiosos del hijo, entendiendo sus actitudes como una defensa frente al dolor que se le reactivó en la adolescencia: “Se siente muy inseguro, necesita gustar y sentirse valorado, pero por este camino de ahora se confunde”. Han podido acompañarle en su proceso sin perder de vista el sufrimiento que escondían sus conductas.

El chico había sufrido un trauma relacional temprano y múltiples pérdidas. Actuaba según modelos de relación primitivos que habían quedado fijados en su mundo interno y que se mantenían en paralelo a los que había ido construyendo a través de la relación con sus padres adoptivos, a los que quería. Se reactivaron la desconfianza y el sentimiento de soledad vividos en la infancia y la percepción de un mundo peligroso e inesperado que le llevaba a estar siempre en guardia y ser “fuerte”, relacionados con las situaciones de gran riesgo y vulnerabilidad que había vivido. Al entrar en la adolescencia se sintió frágil de nuevo, con incertidumbres y miedos, sobre todo a no poder ser un adulto con un lugar en la sociedad, miedo a no poder definirse, a no servir para nada. Las fantasías y recuerdos de su familia biológica le generaban muchas dudas sobre sus verdaderas capacidades, y también sobre si tenía su mismo destino o si podía diferenciarse.

Estos miedos complejos activaron los modelos operativos antiguos y los duelos no resueltos, que habían quedado disociados, con ansiedades y sentimientos de desesperación vinculados a ellos y, por lo tanto, también se activaron las defensas intensas, de dureza y prepotencia, que dominaban su conducta y sus actitudes. Sentía que no pertenecía a su familia, que era diferente, y se acercaba a jóvenes que estaban también en situación de riesgo, en las plazas, sin escolarizar ni trabajar. Con ellos no se sentía juzgado, ni decepcionaba a nadie, y empezó a identificarse con su funcionamiento, tratando de calmar inquietudes y soledad. En la terapia, en algún momento, podía decir con dolor “soy un marginado” ,“no creo en el futuro”…

Pero al mismo tiempo aparecían los modelos construidos con los padres adoptivos, relacionados con el cariño, la confianza y el poder pensar. Se despertaba entonces en él mucho miedo, confusión, culpa e inquietud acerca de sí mismo, podía decir frases como “no merezco lo que tengo”, “seguro que les he decepcionado”, o “no soy el hijo que esperaban”.

Con el tiempo ha ido evolucionando de forma positiva, ha podido reengancharse a los estudios y, poco a poco, ha logrado estabilidad y un funcionamiento más tranquilo y confiado. P. estuvo en riesgo de desvincularse de su familia y también de la sociedad, en un período en el que las ansiedades y confusiones le impedían pensarse y proyectarse hacia su futuro, y buscaba el consuelo acercándose a chicos que funcionaban y flirteaban con la marginalidad y delincuencia.

En una visita conjunta con él y los padres, el chico pudo decirles emocionado: “Estoy contento ahora (…) no me suicidé por vosotros (…). Durante mucho tiempo, los años vividos después de la adopción eran como un sueño, con miedo de que no fueran reales”. Ahora podía hablar de la profundidad de su dolor.

  1. P. pudo evolucionar gracias a, por un lado, su resiliencia y sus capacidades, pero también gracias a la sensibilidad, paciencia y capacidad de contención de sus padres adoptivos.

 

Pérdidas y duelos. Origen biológico/adoptivo.

 

Otro aspecto crucial en el adoptado es la elaboración del duelo por la pérdida de la madre biológica. Nancy Newton (2010) habla de la herida primaria, de las separaciones prematuras vividas a lo largo de la infancia y de la fortaleza interna que, sin embargo, se haya podido desarrollar. Éstas ocurrieron, además, a una edad en la que no pudo poner palabras y no pudo entender qué le pasaba, lo que amplifica las consecuencias emocionales, dañando la confianza en el entorno y generándose una vivencia de ser incompleto (Mirabent, 2014). Según esta autora, la búsqueda de la madre no sólo es un afán de encontrar a alguien perdido, sino de encontrar la noción perdida de sí mismo (Newton, 2010). La conciencia de pérdida provoca también el temor a ser de nuevo abandonado en las relaciones del presente, con las ansiedades y mecanismos defensivos que ello despierta (Grinberg, 2006).

También deberá integrar el duelo por el resto de familia (muchos menores se preguntan por su progenitor y posibles hermanos), relaciones de orfanato, idioma, colores, olores y sonidos, entorno cultural, la pérdida de la información genética y la continuidad genealógica. El menor adoptado tiene la tarea de integrar todos los aspectos vinculados a su procedencia y en algún momento se le pondrá en primer plano el interrogante de “¿a qué familia pertenezco?, ¿de dónde soy?, ¿de qué sociedad-cultura-etnia me siento?”. En este sentido cabe mencionar un aspecto importante: el conflicto de lealtad con los padres biológicos, conocidos o no, y el juego de identificaciones cruzadas que irrumpen con fantasías a menudo negativas (delincuente, prostitutas, drogadictos…) (Mirabent, 2014). El interrogante que puede hacerse el adoptado es si ha heredado su mismo destino y, por lo tanto, si va a poder integrarse en la sociedad o va a funcionar como un marginado: si sale adelante será gracias a los cuidados de sus padres adoptivos, pero esto mismo es, a la vez, fallarles a los biológicos. (Cancrini, 2020).

También en P. se puede observar la huella del trauma temprano y de duelos no resueltos, las identificaciones ocultas con unos progenitores negligentes y con los padres adoptivos cuidadores. A lo largo de la infancia, con éstos, había funcionado de forma sumisa, utilizando intensas defensas disociativas que le permitían desconectar del dolor vivido, y centrar sus energías en adaptarse a las expectativas de su nuevo entorno, mucho más cuidador y protector.

Diferentes autores (Fonagy, 2000. Silberg, 2019) hablan de cómo lo más inquietante para un niño es contemplar los intentos malintencionados del cuidador hacia él. Ante esto no tiene otra protección que excluir de la conciencia todos los sentimientos y pensamientos tanto de los demás como de sí mismo. También explican cómo los niños tuvieron que aprender a disociar, a desconectar de las sensaciones físicas y/o psíquicas de dolor y establecieron relaciones marcadas por las sospechas y la vigilancia desconfiada. Sólo así podían mantener un sentido de sí mismos, al margen de las experiencias difíciles que vivían día a día y de forma repetida en un entorno negligente. Debían dejar al margen de la conciencia la parte asustada, herida y vulnerable para sobrevivir. Ésta era una respuesta adaptativa que les permitía soportar la adversidad.

Estas partes del propio yo, apartadas por supervivencia, reclaman ser integradas en la reconstrucción de la identidad que implica el tránsito por la adolescencia y pueden irrumpir en toda su intensidad y violencia (Juri, 2010). Tal y como dice J. Silberg: “Las personas traumatizadas pueden tender a respuestas más inmediatas y desinhibidas, manifestando una reactividad irreflexiva, peleas, rabia, bloqueos, híper-sexualidad (relaciones confusas, promiscuas, etc), o adicciones a pantallas y/o a sustancias, ante ciertos estímulos del entorno.” (Silberg, 2019)). También Fonagy (2002) comenta que la reducida capacidad para representarse los estados mentales propios y de los otros disminuye la posibilidad de inhibir la agresividad. En este sentido Juri (2001) comenta que la mente tiene entonces poca capacidad para capaz de pensar, sostener y contener las consecuencias de las experiencias traumáticas, con lo que fácilmente se vive a sí mismo con una gran impotencia, y puede tener la certeza de que no podrá afrontar la vida adulta y se instala en él la desesperación

Pero a la vez esta etapa es la oportunidad para modificar los modelos operativos y representaciones relacionales internas del pasado y abrir camino a una identidad más completa (Cancrini, 2020).

 

Pérdida de la etnia y cultura de origen

 

En la adopción internacional se le suma no sólo la vivencia interna de la etnia a la que se pertenece, sino también la forma en que la propia sociedad trata al que es diferente, con el racismo manifiesto y oculto, y los estereotipos que condicionan la integración social y los recursos con los que puede hacerles frente.

A diferencia del menor inmigrante, el adoptado, sobre todo a partir de la adolescencia, no ve similitudes externas con su familia adoptiva, no se les parece y se pone en primer plano su origen biológico y con ello las dudas acerca de su pertenencia. También, en contraste con el inmigrante, en esta etapa empieza a tomar conciencia de lo que representa vivir en una familia y sociedad que tiene una etnia distinta a la suya. Aunque los padres hayan respetado la cultura de procedencia, le hayan hablado de sus valores y tradiciones, no ha podido integrar de forma completa la identidad cultural asociada a su etnia, ya que para ello es necesario vivir en ella. Tendrá el trabajo añadido de integrar y conciliar ambas culturas: la de origen y la de adopción. Debe tomar conciencia de que con la adopción ha perdido los lazos de vinculación con el grupo de humanos con los que comparte sus rasgos físicos. Los rasgos físicos de una etnia van asociados a un sistema de valores, unas creencias, costumbres e idioma, que el adoptado tuvo en su pasado, pero que ya no forman parte de su presente.

Ennatu Domingo comenta: “Me empecé a dar cuenta de que la cultura catalana y europea se iba imponiendo sobre mi identidad etíope y africana… Sentía que me habían desarraigado y trasplantado a una sociedad donde era imposible encontrar modelos con los queidentificarme…”(Domingo, 2022). A ello se puede añadir un sentimiento complejo de fidelidad al propio país de origen. Ennatu Domingo (2022) comenta en su libro el gran impacto que tuvo el viajar a Etiopía, años después de ser adoptada, y no poder comunicarse en el idioma del país. Lo había perdido, sentía que traicionaba sus orígenes, que tenía la apariencia etíope, pero que ya no lo era. Así, el adoptado deberá construir una doble identidad que incluya la de antes y la de después de la adopción.

A diferencia de las familias inmigrantes, las adoptivas cuentan con menos bagaje emocional, no tienen la experiencia vivida de lo que representa para uno mismo “ser de aquí con una etnia de allá” y, por tanto, tienen menos herramientas para ponerse en lugar de su hijo, comprenderlo y ayudarlo. (Ríus; Beá; Ontiveros, Ruiz, Torras, 2011).

Para no dejarles solos ante esta tarea interna, es importante que padres e hijos adopten mutuamente sus culturas de origen. Así, podrán ayudarle a construir recursos para abordar la mirada de la sociedad, a menudo racista y discriminadora, que complica más aún la integración de su identidad. Muchos jóvenes comentan que internamente se sienten uno más de su grupo, uno de “aquí” pero los que no le conocen le ven “de fuera”, les confunden con inmigrantes y les tratan como tales, con claras discriminaciones (en las discotecas, en los transportes públicos, con la misma policía, etc.).

A la vez, cuando las inquietudes internas y la crisis de identidad son profundas, puede identificarse con jóvenes que pasan también por situaciones difíciles, con inmigrantes i/o grupos marginales, tal y como le ocurrió a P. al juntarse con jóvenes desocupados y pequeños traficantes de marihuana. Puede sentir que le entenderán mejor, con ellos se siente uno más, no le juzgan ni les decepciona, comparte el desarraigo y viven el presente, ya que no puede proyectarse hacia el futuro. El riesgo es que se sume a grupos de riesgo de marginalidad social y próximos a la delincuencia.

 

Dificultades Escolares – Proyección Profesional

 

Por otro lado, pensando en tener un lugar en la sociedad, son de crucial relevancia las experiencias en el mundo escolar, con su historia de consecuciones y fracasos, de esfuerzos y presiones.

En el contexto escolar, las consecuencias de las carencias y los desajustes madurativos que éstas han comportado se hacen más evidentes. El niño adoptado puede presentar un desajuste entre su edad biológica y su desarrollo emocional, cognitivo y social que ha sido descrito como “Déficit cognitivo acumulado” (Gindis, 2000), que se caracteriza por el bajo rendimiento escolar y un cociente intelectual bajo/medio. Este déficit se da en niños que en los primeros años de vida han sido privados de experiencias enriquecedoras, en entornos en los que han carecido de relaciones significativas y estímulos sanos. Por la inmadurez neurológica derivada de un trato negligente también pueden quedar dañadas las funciones cognitivas: pensamiento, simbolización y lenguaje (Gindis, 2005), o puede estar afectado por SEAF. Estas posibles dificultades afectan directamente a la capacidad para aprender y al rendimiento académico, relacionadas con un proceso mental complejo que se va desarrollando desde las experiencias tempranas y a lo largo de toda la vida.

Estos problemas escolares, emocionales y de capacidades, a menudo pasan desapercibidos en la infancia, y eclosionan en la ESO, Bachillerato, o en la orientación hacia ciclos formativos, etapas caracterizadas por la presencia de muchos profesores, escaso contacto con el tutor, exigencia y sistema de sanciones y expulsiones.

A menudo, pueden sufrir un bloqueo emocional, un estancamiento en el funcionamiento y/o en las decisiones, que puede conducir a un abandono de estudios, a un funcionamiento errático, sin tener un objetivo de vida. Esta situación impide una construcción sana de la identidad, estimula conductas de riesgo y patología de la personalidad.

Un conflicto importante relacionado con este bloqueo es el temor de muchos adoptados a no cumplir con las expectativas que imaginan que tienen sus padres.

  1. tenía miedo a fallarles, a no tener capacidad y valía personal suficientes. Mostraba el gran cansancio con el que llegó a la adolescencia, por el esfuerzo emocional realizado en la adaptación al nuevo entorno, con el ánimo de no decepcionar ni a sus padres ni a los maestros, de que “lo devolvieran” a su país de origen si no era el hijo ideal que creía que esperaban. Era buen niño, sumiso, y buen estudiante. También tuvo que hacer un enorme esfuerzo cognitivo y académico, para ponerse al día escolarmente y sacar buenas notas. La ansiedad que vivía pasó desapercibida y su dedicación fue entendida como algo positivo que valía la pena estimular.

Así, al llegar a la adolescencia, se había dado una gran acumulación de problemas de aprendizaje y de relación. La experiencia escolar a menudo es un factor más que se suma a los conflictos no resueltos del adoptado y que pueden generar gran desmotivación y llevarle a situaciones de riesgo, como el absentismo escolar, fracaso escolar, problemáticas conductuales, adicciones… Con el riesgo de que tenga poca confianza en poder construir un camino de vida, y tener un lugar en la sociedad. Bajo una aparente indiferencia se esconde la desesperanza y la impotencia.

 

Reflexiones Finales

 

Cabe subrayar de nuevo que, a pesar de las dificultades y conflictos profundos descritos, muchos jóvenes adoptados evolucionan hacia una identidad integrada. Pero, para que este proceso se dé, es necesario que los adultos que les rodean sean conscientes y entiendan su dolor, sentimientos y vivencias, para que puedan captarlo, escuchar, acompañar y dar respuestas templadas, reflexivas, contenidas y cariñosas, poniendo palabras a las experiencias traumáticas del pasado que se reviven en la etapa adolescente.

Además, quiero subrayar que necesitan tiempo para rehacer y reestructurar, un tiempo que a menudo los adultos no les damos. Esperamos, por la propia inquietud, que los cambios y evolución se den rápido, y presionamos y juzgamos, con lo que entorpecemos la evolución.

La actitud de los adultos puede facilitar o no que el chico/a explore sus emociones, sus contenidos mentales, transitando hacia una mayor reorganización interna (Juri, 2011), o, por el contrario, puede acentuar la disociación y la proyección. La intensidad de las conflictivas y el grado de proyección hacia el mundo puede llevar a que los padres se sientan colapsados, con falta de confianza y poca capacidad para pensar qué es lo que le está pasando y cuáles son las dinámicas de la relación mutua. Entonces, pueden ver mermada su capacidad reflexiva y de dar significado a las conductas y manifestaciones del hijo/a.

Esta actitud interpela a padres, pero también a enseñantes, educadores y profesionales de la salud mental. Ante el alejamiento, silencios y reacciones agresivas, los padres pueden tener dudas de su capacidad, fantasías sobre si el hijo verdaderamente se siente de casa, sobre su pertenencia, y temor a que los abandone. Sentimientos y fantasías que a menudo conviven junto a la presencia del vínculo construido, pero que se mezclan y confunden, creando mucha inseguridad.

Sin olvidar la función de la escuela, antes mencionada, también los profesionales estamos profundamente implicados en la atención a padres que viven estas situaciones. Es muy importante generar esperanza y tener una comprensión empática, que les permita sentirse entendidos sin ser culpados, para impulsar la mentalización, el pensamiento, imprescindible para que puedan sentirse capaces de sostener y soportar (Marrone, 2001). Así disminuirá el sentimiento de impotencia y la ansiedad que se genera y podrán contenerse y contener mejor la explosión emocional del hijo.

Por último, subrayar la gran importancia de ayudarles a tomar conciencia, mantener y preservar el vínculo afectivo, y transmitirles el valor de los años en los que pudieron tener una buena relación, en la que predominó la proximidad emocional y el cuidado atento. Es muy importante mantener la confianza en lo que se ha ido tejiendo, en la estimación que fueron capaces de generar y que se mantiene a pesar de las dificultades.

 

 

Referencias Bibliográficas

 

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Vinyet Mirabent Junyent
Psicóloga clínica. Psicoterapeuta. Especialista en adopción.
vinyetmj@gmail.com

[1] Este escrito es una adaptación del capítulo “Reptes diferencials dels adolescents adoptats” en el libro “L’adopció a Catalunya: experiències personals, familiars i professionals” Institut Català de l’acolliment i l’adopció 25 anys. Departament de Drets Soials.  Col·lecció Infància i Adolescència, 13. Edició electrónica, noviembre 2023.

https://dixit.gencat.cat/ca/detalls/Article/adopcio_catalunya_experiencies_personals_familiars_professionals.html