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Toda esperanza en el nacimiento está en el que va a venir y esto necesita de una recepción, de un recibimiento.

                                                                                                                            Hannah Arendt

 

Resumen

El ingreso de un recién nacido en una Unidad de Cuidados Intensivos Neonatales es una situación que requiere de unas características asistenciales específicas que faciliten atender al mismo tiempo, las necesidades físicas y afectivas del niño, y proporcionar una asistencia a los padres con la finalidad de preservar y favorecer el vínculo entre ellos y su hijo. Estas situaciones tienen una carga emocional muy importante. Por su gran trascendencia ponen al equipo asistencial en una posición muy delicada, en la cual las cualidades de rigor médico, calidez, contención, sensibilidad y humanidad tienen que ser primordiales. Para poder realizar de forma adecuada estas tareas, es imprescindible el trabajo desde un equipo multidisciplinar.

Palabras clave: Recién nacido, cuidados intensivos neonatales, necesidades físicas y afectivas, vínculo, equipo multidisciplinar

 

Summary

The admission of a newborn to a Neonatal Intensive Care Unit is a situation that requires specific care characteristics to simultaneously address the physical and emotional needs of the child and provide support to the parents to preserve and strengthen the bond between them and their child. These situations carry a significant emotional burden. Due to their profound impact, they place the care team in a very delicate position, where the qualities of medical rigor, warmth, support, sensitivity, and humanity must be paramount. To adequately perform these tasks, it is essential to work as a multidisciplinary team.

Keywords: Newborn, neonatal intensive care, physical and emotional needs, bond, multidisciplinary team

 

El vínculo es el lazo afectivo más importante que establece el ser humano durante la primera infancia; el vínculo con el cuidador principal le garantiza sentirse aceptado y protegido de manera incondicional. Su desarrollo depende del establecimiento de rutinas sincronizadas: el tono, los gestos, la expresión, la mímica, la mirada, entre el niño y sus padres durante los primeros meses de vida.

René Spitz (1965) en sus investigaciones observó que en el momento de nacer hay un periodo crítico durante el cual se establece un fuerte lazo de unión (vínculo de afección) entre las crías y sus madres

En su conocido experimento con monos, Harlow comprobó que el desarrollo del vínculo no depende del amamantamiento, sino de la posibilidad de acurrucarse junto a la madre y abrazarla amorosamente.

Podríamos definir el vínculo como el establecimiento de un lazo afectivo intenso, privilegiado y duradero entre dos personas, que se desarrolla a través de interacciones recíprocas.

Cuando el bebé nace prematuramente, la interacción precoz entre él y su madre se interrumpe de forma dramática. La empatía cenestésica descrita por Spitz, que implica la comunicación profunda entre el inconsciente materno y el cuerpo del bebé, queda bloqueada por la puesta en marcha de mecanismos de disociación y negación masivas. En esta relación entran en juego sensaciones de equilibrio, tensiones, posturas, vibraciones, contacto, ritmo… que, si se interfieren, van a dificultar a la madre la posibilidad de constituirse en una barrera contra los estímulos excesivos y ayudar a su bebé a establecer sus ritmos endógenos. Por otro lado, la interrupción de la gestación provoca en los padres un golpe catastrófico por el cambio brusco, por lo inesperado. En las madres de bebés prematuros, la interrupción de la gestación, con la consecuente depresión reactiva, que suele aparecer en los momentos de descompensación del bebé, interfiere en las funciones maternas y en la capacidad de identificar las necesidades de su hijo.

Paralelamente a estas circunstancias sabemos que la visión de Aristóteles del lactante como un ser desprovisto de cualquier conocimiento, al que describió como “la pizarra virgen”, debe ser reemplazada, en la actualidad, por la de un niño capaz de entrar en relación, de reconocer la lengua materna, la voz de su madre o de su padre, el olor de la madre, el tono corporal, su estado anímico. Es un niño que nos muestra sus preferencias y su capacidad de atención, como describiremos más tarde.

Se han descrito a lo largo de las últimas décadas del siglo XX, desde la neurología y la psicología evolutiva, las competencias del bebé que nos muestran la existencia de una capacidad yoica descrita ya por Klein en el ámbito del psicoanálisis.

Brazelton y Cramer (1990), desde un modelo biológico relacionado con la teoría de la evolución, describe al niño con unas capacidades comunicativas mediante sus vocalizaciones, expresión facial etc., favorecedoras de la vinculación con los objetos primarios y la posibilidad de reconocimiento afectivo. Para Cramer, la teoría biológica-evolucionista ha desarrollado evidencias que ilustran, en su conjunto, una pre adaptación del niño a la interacción con un entorno humano tales como la reciprocidad, la sincronía, la preferencia por una Gestalt visual de la cara, la voz femenina y el olor materno; datos que ilustran la existencia de una predisposición biológica innata dirigida hacia la vinculación humana al servicio de la supervivencia.

Lebovici (2013) considera que el estudio de la dinámica madre-bebé debe hacerse a partir de la teoría de las interacciones y plantea que la madre recibe acciones de su bebé a partir de las cuales se hará madre porque el bebé ha actuado sobre ella. El niño inviste a su madre, pero también la crea, la hace madre. Brazelton (1997) lo explica como una reacción biunívoca en la que los padres crean al niño, pero el niño también los hace padres.

Bion (2006) introduce en su teoría sobre el desarrollo de la mente, la idea de un elemento pre-conceptual. Entendiendo que el desarrollo de la mente humana no se da únicamente por la introyección de los elementos externos, sino que la mente humana tiene un desarrollo propio basado en la pre-concepción. Si estamos de acuerdo con esta idea podemos decir que el bebé no es exactamente aquello que se pone dentro de él, sino que tiene una constitución y una personalidad determinadas, tiene unas preconcepciones que deberán desarrollarse. Este concepto nos ayuda a entender la variabilidad de respuestas del bebé, porque cada bebé es único y totalmente diferenciado de otro.

Si bien es cierto que las ambivalencias se dan en todos los embarazos, el nacimiento sin dificultades importantes vuelve a “narcisizar” a la madre en el momento en el que le entregan a un bebé sano que la tranquiliza y la gratifica.

En la unidad de neonatos nos encontramos constantemente con madres que sienten que no han podido sostener más a su bebé, que sienten que lo han dotado de una vida demasiado frágil.

Cuando hablamos de los niños prematuros, hemos de saber que los receptores sensoriales y las vías de conducción aparecen muy al inicio de la gestación (a partir de la 7ª semana de gestación), después se activan sucesivamente los sistemas olfativo, gustativo, auditivo y visual. Estos sistemas operan normalmente en el 6º mes de gestación. En cambio, el crecimiento de las neuronas llega a su máximo desarrollo al final del embarazo y las sinapsis entre ellas se multiplican en el momento del nacimiento.

Cuando el bebé nace a las 24 o 25 semanas de gestación, su cerebro se encuentra muy poco formado y tendrá que realizar su desarrollo fuera del medio natural, presentando grandes riesgos si no se encuentra en un espacio donde la estimulación que reciba sea la adecuada.

 La organización del cerebro humano está vinculada a la utilización que el bebé haga de sus experiencias en relación con los aportes del mundo exterior. Así mismo, sabemos que el potencial genético humano, presente desde el nacimiento, será “moldeado” por su experiencia de vida y por las respuestas que obtenga de su entorno a su llegada al mundo.

Durante la vida fetal el bebé es sensible a la palabra, a la voz y al afecto que el lenguaje vehiculiza; estos conocimientos se confirman a través de experiencias que se han realizado por distintos profesionales. Abrams (2013), Trevarthen (2011) y otros han confirmado que los bebés, a los pocos días de vida, dan respuestas distintas dependiendo de si la madre les habla en tono triste, alegre o enfadado.

En la observación del recién nacido en contacto con el cuerpo de la madre, vemos como se ponen en marcha esquemas de acción y reflejos posturales arcaicos que le llevarán a la implantación de su boca en el pezón, hecho que desencadenará la succión. La madre y el niño constituyen un sistema de comunicación afectiva desde el mismo momento del nacimiento; Bowlby (1986), Brazelton (1996), Cantavella (2006), Stern (1977), Trevarthen  y Tronick (1970) entre otros autores, nos dan constancia de estos hechos en sus observaciones y estudios.

Las madres son excelentes lectoras del estado emocional de sus hijos y nos muestran una buena capacidad adaptativa de su propio estado afectivo con el del recién nacido. No obstante, Estos descubrimientos son bastante recientes y sorprenden a la comunidad científica; desde hace ya mucho tiempo, se consideraba al bebé depositario de un saber inmenso y en ocasiones inquietante. Algunas tribus africanas siguen considerando hoy al recién nacido como un ser venerable poseedor del alma de un ancestro y, por lo tanto, depositario de un saber infinito.

Actualmente, debido a los avances médicos, existe la fantasía de que todos los problemas que pueden aparecer durante el embarazo son detectables y, ésta refuerza la idea de que los hijos deben ser perfectos. Todas estas expectativas van alimentándose y creciendo a medida que avanza la gestación, pero en los casos en los que se da la aparición inesperada del parto prematuro, se rompe todo este proceso, provocando una ruptura entre los padres y el imaginario de su bebé que parece irreparable. Estos sentimientos interfieren en las funciones maternas, siendo este bebé decepcionante; la madre se siente frustrada por no haber podido llevar a cabo un embarazo normal y no haber traído al mundo un niño sano y hermoso. ¿Cómo va a sentirse madre de un bebé que no da señales, al que no puede tener en sus brazos, que no mira, que, al no ser tranquilizador, no crea madre? El nacimiento parece anularse, la madre sigue siendo portadora del hijo imaginario mientras intenta luchar contra la decepción, el duelo y el sentimiento inevitable de culpa.

El duelo se manifiesta en el bebé en el primer momento de su nacimiento, mostrando la primera carencia: la separación. Las satisfacciones primarias que provee el cuerpo de la madre se ven interrumpidas.

En el nacimiento a término, el reencuentro con la madre neutraliza y calma las primeras sensaciones de inseguridad y desprotección, mientras que, casi nunca, el bebé prematuro ha podido disfrutar de este reencuentro corporal inmediato al parto y recuperar la relación cuerpo a cuerpo. Esta situación provoca una gran fractura inicial del vínculo entre la madre y el bebé. Esta fractura puede suponer la incapacidad de «reveriede la madre con su bebé, no permitiendo al bebé el acceso a las representaciones psíquicas, ya que no existe el retorno de las experiencias por parte de la madre.

Cuando nos encontramos frente a un niño prematuro, los padres se sienten desorientados, no saben reconocer las respuestas de su hijo y nos encontramos muy a menudo con preguntas como ¿sufre?, ¿qué siente? El bebé que nace prematuro no es un ser insensible o inmaduro al que su sistema sensorial no le permite sentir el mundo que le rodea. Ya no es posible pensar que el niño prematuro no sufre, incluso se piensa que sufre mucho, se le supone hipersensible debido a que la inmadurez de su equipamiento neuro bioquímico no le permite, todavía, la puesta en marcha de inhibidores del dolor.

Hoy conocemos que el desarrollo fisiológico y neurosensorial tiene lugar en relación con el desarrollo psicológico del bebé. Estos conocimientos han llevado a la creación de Unidades Intensivas específicas para el recién nacido.

Desde hace un período de tiempo relativamente corto, en muchas de las Unidades, se han experimentado cambios muy importantes como la entrada de los padres en la Unidad, el establecimiento de protocolos de succión no nutritiva, cambios posturales, método canguro (piel con piel), alimentación con leche materna, búsqueda de los estímulos más adecuados para cada bebé etc.

No podemos confundir estos cambios con la idea de reproducir en la incubadora el medio más parecido al intrauterino, para conseguir el mayor bienestar del bebé, con la fantasía de “hacer como si no hubiese nacido”. Es evidente que esta actitud correspondería a una negación defensiva frente al sufrimiento que supone la duda, la fragilidad y la impotencia. Debemos enfrentarnos a la realidad que supone la prematuridad, el bebé ya no está en el vientre de su madre y no es posible hacer como si nada sucediese. Está allí, vulnerable, a menudo suspendido entre la vida y la muerte, pudiendo perder el equilibrio en cualquier momento. Difícilmente podemos ayudarlo simulando “como si no hubiese nacido”.

En el momento del nacimiento nos encontramos en la mayoría de las madres un fuerte sentimiento de culpabilidad, se ven incapaces de dar a su hijo una vida saludable. El hijo se les vuelve perseguidor, es un bebé que ha provocado una gran herida narcisista, un hijo que les hace sentir el fracaso. Las madres suelen expresar que su hijo vive gracias a los profesionales que le han sabido ayudar mejor que ellas.

Estamos frente a un bebé que no ha podido adquirir un equipamiento de base, que según Ajuriaguerra (1980) es un equipamiento de carácter innato e inconsciente que prepara a los dos protagonistas para el encuentro postnatal, la madre y el hijo, un encuentro favorecedor del desarrollo emocional y cognitivo.

¿Qué sucede cuando el impulso vital hacia la relación, la simbolización y la concienciación se rompen? Sabemos que si se dan determinadas lesiones neurológicas, vulnerabilidad genética, un traumatismo físico o biológico inicial, una madre deprimida o que rechaza a su bebé por la herida narcisista que le ha causado, puede suponer un fracaso importante de la capacidad de contención materna de las ansiedades más arcaicas, provocando en el bebé una psicopatología de carácter más o menos visible.

La observación de estas vivencias nos lleva a comprender la importancia de la intervención desde una perspectiva psicológica en las Unidades de Cuidados Intensivos Neonatales.

Durante décadas, con la tecnificación de la asistencia, se fue separando paralelamente a los padres de sus hijos, con la errónea convicción de que así se protegía a los recién nacidos de las infecciones o, a los padres del padecimiento intenso que provoca la proximidad con el sufrimiento del hijo. Al mismo tiempo, se consideró a los recién nacidos seres físicamente débiles y demasiado inmaduros para poder percibir la calidez de una atención humanizada. La tecnología parecía una aproximación suficiente para obtener los mejores resultados.

Este modelo de atención al recién nacido se mantiene hasta 1970, en que el Dr. Barnett de la Universidad de Stanford, valora el sufrimiento de los padres y los niños y se cuestiona esta práctica. Él y muchos otros neonatólogos, después de él, se han encontrado con la paradoja de tener que demostrar o justificar por qué es bueno que los niños y los padres estén juntos, cuando nadie previamente había demostrado que fuese bueno que estuviesen separados. (Pallás, 2007). Por suerte, hoy sabemos que el recién nacido es capaz de percibir, de sentir, y de manifestar sus emociones… Y los padres son los principales pilares en el proceso evolutivo del hijo, y el vínculo entre padres e hijo el motor fundamental en la construcción de la individualidad del bebé como persona.

La inmadurez fisiológica del recién nacido prematuro hace necesaria una larga hospitalización y, por tanto, una intervención de alta tecnología médica. Estas circunstancias pueden ser factores de riesgo para el desarrollo del niño tanto a nivel físico como psíquico y sensorial.

Actualmente, un diez por ciento de los nacimientos requieren atención en una unidad de cuidados intensivos neonatales. La mayor parte de estos recién nacidos son prematuros de menos de 37 semanas de gestación o con un peso inferior a 2000 grs.

La sensibilidad y el esfuerzo continuo de los profesionales que trabajan en la Unidad de Cuidados Intensivos Neonatales (UCIN) hacen posibles respuestas y actitudes de los niños y de los padres difíciles de imaginar en un medio tan inhóspito.

Una gran parte de los prematuros a los que atendemos son fruto de un difícil proceso donde la técnica puede aportar novedades psicológicas en la parentalidad que tendremos que asistir y entender (Infertilidad de la pareja, madres con Fecundación In Vitro, fecundaciones por donantes, madres solas…).

Es un proceso que viene del duelo que siente la pareja de no poder procrear a partir del acto sexual.  Núria Camps (2022) describe la imposibilidad de procrear como un “duelo de duelos”, en el que se unen tres núcleos de pérdida: a) la fecundidad biológica propiamente dicha; b) el fracaso en poder reparar la figura introyectada de los padres creativos, y c) la asimetría que se desencadena en la pareja en los casos en que sólo uno de los miembros es portador de la causa de infertilidad.

La evidencia física del embarazo, alrededor de los cuatro o cinco meses de gestación, coincide con la percepción innegable de la vida del feto, que se mueve y manifiesta, haciéndose notar como realidad independiente tanto para la madre como para el padre, que ya pueden advertir sus movimientos. La presencia notoria de este ser que se está desarrollando desencadenará los más variados sentimientos, desde la fantasía de completud hasta la vivencia de amenaza a la continuidad de la pareja o al cuerpo de la mujer y, por lo tanto, de rechazo. Todo ello dependerá del nivel de salud o fragilidad psíquica, de las historias personales, del proceso de la pareja y el momento que están viviendo.

En este inicio de la percepción de la vida, cuando el embarazo no es todavía una evidencia, es cuando se da el nacimiento de los niños grandes prematuros.

En el momento del nacimiento, los padres se ven inmersos en una situación imposible de describir, ya que se da todo con tanta precipitación que se hace difícil el pensamiento y la anticipación de cualquier acontecimiento.

Muy a menudo los padres manifiestan un sentimiento de irrealidad y, a su vez, cuando se enfrentan a su realidad, ésta les hace experimentar los fantasmas de anormalidad presentes durante el embarazo. El bebé que ha nacido no se parece en nada al bebé esperado. Estos bebés han castrado los proyectos de los padres, y deberán la vida a una compleja tecnología, indispensable para su supervivencia.

Cuando el niño prematuro nace se hacen realmente difíciles las identificaciones parentales. Freud (1915) nos habla de las identificaciones como el descubrimiento en sí de un rasgo común con otra persona que no es objeto de sus instintos sexuales. Las identificaciones parentales con un niño nacido enfermo, cuya enfermedad interrumpe de forma súbita la investidura del embarazo y cuyos rasgos no tienen nada en común con los de sus progenitores ni con los otros recién nacidos conocidos por ellos, y mucho menos con el hijo fantaseado, se hacen prácticamente imposibles, dificultando de forma extraordinaria su filiación.

En estas circunstancias la madre no siente a su hijo como una prolongación de su propia vida, el bebé no tiene vida autónoma, pero tampoco depende de ella sino de las máquinas.

A veces las madres nos comentan que no han tenido plena conciencia de su embarazo, hasta que se encuentran ya con su hijo recién nacido. No lo han sentido en su cuerpo, por tanto, se hace muy difícil que estos bebés tengan existencia real para sus madres.

Nos encontramos ante una situación en la que existe un elevado grado de sufrimiento, tanto en el bebé como en los padres y tendremos que plantearnos qué resistencia al sufrimiento tienen cada uno de ellos para plantearnos nuestra intervención. Los padres sienten un impacto emocional que modifica el proceso de crianza. El hijo no llega cuando se le esperaba, tampoco es como se lo habían imaginado, y existen problemas médicos que hacen peligrar su vida. La distancia entre lo que se esperaba sentir y lo que se siente delante de este hijo enfermo y demasiado pequeño es enorme (Pallás y de la Cruz,2004).

Actualmente, en las UCIN se han implantado los Cuidados Centrados en el Desarrollo y la Familia. Siendo la vinculación uno de los objetivos primordiales, es evidente que no existe una técnica que pueda conseguir dichos objetivos. Sin embargo, sí existe una actitud observadora que nos ayudará a comprender al bebé prematuro y una visión respetuosa del estado mental y de la funcionalidad de los padres. Intentaremos favorecer esta comprensión conteniendo, en lo posible, sus ansiedades y acercándoles al descubrimiento de quién es su bebé, además de conocer cuáles son sus constantes vitales y cuánto pesa.

Los Cuidados Centrados en el Desarrollo se basan en una filosofía que abarca los conceptos de interacción dinámica entre ambiente, recién nacido y familia, y los aplica al período neonatal.

La participación de los padres en el cuidado de sus hijos es uno de los ejes básicos de atención en neonatología. Los padres son el pilar fundamental del desarrollo de los niños, especialmente durante los primeros años de vida, y su implicación precoz en el cuidado de los recién nacidos mejora su pronóstico. El recién nacido nace con la imperiosa necesidad de encontrarse con su madre, ella es el entorno más seguro para él. El contacto piel con piel, y la lactancia materna, representan el estado normal que permite la óptima adaptación del recién nacido al medio extrauterino (Ruiz-Peláez, Charpak  y Cuervo,2004).

Actualmente, existe suficiente evidencia clínica sobre la importancia de atender al bebé desde el desarrollo neurosensorial y emocional. No se trata solo de tratar las enfermedades que puede presentar el recién nacido, sino también de aprovechar este período único en su vida caracterizado por sus particularidades biológicas y emocionales, para favorecer la normalización de ciertos aspectos que, con el ingreso hospitalario, sufren una gran distorsión. Todo esto va acompañado de una apertura cada vez mayor a la intervención de los padres en el cuidado de su hijo.

A lo largo de nuestra experiencia hemos ido descubriendo la importancia de crear un espacio donde la palabra y la escucha sean posibles, un espacio flexible en función de quién sea el interlocutor y en las circunstancias en las que se encuentra.

Los profesionales sanitarios pueden realizar un trabajo preventivo de las dificultades evolutivas del bebé atendiendo a las dificultades de los padres para vincularse con su hijo recién nacido creando un espacio cálido y fluido que permita a los padres expresar sus problemas, dudas y ambivalencias en una relación tan difícil.

Si esto es posible, evitaremos sobrecargas patógenas que dificultarán la relación entre el bebé y sus padres.

Las actuales investigaciones confirman la intuición de muchos de nosotros que trabajamos desde hace años con estos bebés. Trevarthen (2011), investigador de la comunicación del bebé desde su nacimiento, llama «motivo” a la demanda de comunicación, es decir, la pulsión del niño que lo lleva a querer comunicarse. Para que se dé esta comunicación es necesario que alguien escuche y observe e interprete y devuelva.

La asistencia neonatal consiste en elaborar un proyecto común que permita no solo salvar la vida de los lactantes, sino también salvar su deseo de vivir y la capacidad de ser queridos por sus padres.

Creo que una forma indiscutible de comprender los sentimientos que viven los padres en el nacimiento de un hijo prematuro es dando voz a su experiencia.

Pablo Amor, padre de Nico, nos relata:

Se trata de explicar una historia de superación de un niño, un héroe que cambió la vida de sus padres, ayudó a sonreír a sus familiares y motivó a todos los que le conocieron para que plantearan su vida desde un prisma fundamental: la alegría.

El sonido de los bips te adormece y te sientes poco a poco extinto, como en un mundo de nadie. El tiempo se ralentiza tanto que los tic-tac del segundero resuenan en tus oídos con ese eco propio de una película de terror. Levantas los ojos: ajetreo y silencio en medio de un mar de sonidos y algún quejido lejano acompañado del susurro incesante de las enfermeras. Todo está́ caóticamente organizado, pero tú estas perdido, perturbado y mareado por estar donde estas.

De repente oyes una voz que te dice con dulzura: «Hola, papá. Soy la enfermera de tu hijo». Tú levantas la cabeza, abatido, entreabres los ojos, sonríes tímidamente y preguntas: «¿Cómo está?».

«Bien —te contesta—, en un rato podrás entrar a verle». Le agradeces el gesto, le sonríes de nuevo y te vuelves a sentar. Ya más despierto piensas otra vez en tu mujer, en cómo estará́. Piensas en que tardará en conocer a vuestro hijo al menos un día más, 24 horas de larga espera, y eso te aterra. «Qué injusticia», murmuras. Piensas que no deberíais estar ahí́, sino en casa, con tu mujer, embarazada de 31 semanas y vuestra hija de 3 años. Cierras los ojos un momento y sientes un ligero ardor. Tardas unos segundos en darte cuenta de que estás llorando, pero te da tiempo a enjugarte las lágrimas antes de que la enfermera vuelva para decirte: «Ya puedes pasar. Ya está́ listo». Ella sonríe.

Te lavas las manos, aturdido, emocionado, cansado y contrariado. Te pones la bata, la mascarilla y entras. La sala de neonatos está oscura, todo el mundo te mira y te sonríe con esa sonrisa cómplice que deja entrever compasión y algo de pena, aderezadas con gotas de un cariño que te penetra el alma. Mientras caminas hacia la incubadora, miras a tu alrededor y te sorprende la cantidad de gente que hay a las 04:25 h de la madrugada. De repente sientes una mano que te agarra el hombro con cariñosa firmeza, te das la vuelta y te encuentras a la enfermera, al ángel de la guarda de tu hijo, a la chica que con vocación de heroína le está salvando la vida. Ella te acompaña los últimos metros mientras te tiembla la barbilla y luchas por controlar unos repentinos e incontrolables deseos de gritar, chillar y berrear «¡¿por qué?!», pero de repente lo ves, y los bips, los tic-tac, los susurros de las enfermeras, los pasos…, incluso las miradas de todos los presentes desaparecen y se hace el silencio. «Por Dios, pero si es un ángel», te dices. «Puedes tocarle si quieres, papá», te dice la enfermera. Tímidamente, abres la puertecita de la incubadora, acaricias tus dedos entre sí —puro nerviosismo— y acercas tu mano temblorosa hacia él. Le tocas la mano y la samba vuelve a tu estómago. «Estás vivo», le susurras. Y te das cuenta de que si lo que hacía cinco segundos eran ganas de chillar, ahora son ganas de agradecer. Le acaricias, le susurras que le quieres, le mimas entre tubos, sonda y catéter. Le mandas besos y lloras. Y como parte de un cuento perfecto, y justo en ese momento, sientes en tu hombro esa «mano milagro» que te dice todo lo que se puede decir solo con estar apoyada en tu hombro de nuevo. Le sonríes débilmente, te secas las lágrimas y suspiras de nuevo.

Tu hijo está vivo.

Gracias, gracias, gracias. No puedes pensar en otra cosa. Han pasado tres días y ves cómo tu hijo sobrevive en un mundo aparte. La incubadora, su halcón milenario. Los diferentes tubos y catéteres, sus armas. Lento, sin pausa. En silencio.

«No hay prisa», le murmuras. «Tú, no corras, que mamá y yo no nos iremos a ningún lado. Tú, mejora, pero mejora bien».

Frente a la incubadora piensas que necesitas no olvidar jamás lo que estáis viviendo, pero sobre todo necesitas explicarle a tu hijo lo que él está superando. Sin querer te sale una lección del alma: «Si en la vida no hay esfuerzo, realmente es que no hay vida».

Cuántas preocupaciones nos invaden el corazón siendo, la gran mayoría, nimiedades… .

Pasan las horas y poco a poco sientes cómo empiezas a encajar en este puzle, en este ajetreo de vida que te está tocando vivir. Recuerdas por un momento que las primeras 48 horas las has pasado sin dormir, llevando al colegio a tu hija mayor; visitando a tu mujer, ingresada en reanimación en el hospital, y a tu hijo, que está en la UCI de neonatos. Y al final del día, de vuelta del colegio para regresar al hospital y procurar normalizar lo «innormalizable»: Tu hija quiere estar con su hermano y su madre, así que te quitas la losa de la pesadumbre de encima, luchas por irradiar felicidad y convences a tu hija y a ti mismo para que el viaje hacia el hospital sea más que una excursión, una grandísima aventura.

«Papi, ¿hoy en patinete?», te pregunta emocionada. «Qué pasote de idea, Mini», le dices. Abres el maletero y rebuscas, entre las mil historias que tienes, el patinete. Lo montas y ves que en ese momento ya estáis inmersos en una densa e inquebrantable felicidad.

Tras cada visita a la UCI sacas tímidamente el móvil y haces un par de fotos mientras te dices convencido: «Fotón», y guardas el móvil orgulloso. Te lavas las manos por enésima vez y abres la puertecita de la incubadora. «Hola, amigo, soy papá». Le extiendes el dedo meñique, y tu hijo lo agarra con fuerza. Su mano no llega a cubrir la primera falange. Alucinas. Aun sin saber qué contarle, intentas hablarle. Necesitas distraerte, y qué mejor forma que pasar un buen rato con tu hijo. «Ojalá te rías ahora… Necesito una sonrisa».

Sientes que te cuesta encontrarle el sentido a todo lo que estáis viviendo, y sinceramente no lo entiendes, pero sobrevives porque hay tres motivos que valen la pena, incluso todo tu aliento. Resuena en tu cabeza la frase: «Nadie sufre lo que no pueda superar», así que, del tirón y sin avisar, te pones a cantar. Recuerdas que hace dos días tu hermano te ha enseñado la última canción de Linkin Park, «One more light», así que coges al «ratón» que tienes por hijo, te lo acurrucas bien y le cantas, susurrando como si fuese un secreto, la canción que acabaría siendo la banda sonora de tus días.

A los cuatro días de nacer, y justo horas después de que tu hija de 3 años hubiera conocido a su hermanito, te llaman de madrugada para decirte que vuestro hijo está muy grave. Como un acto reflejo os levantáis de la cama –gracias a Dios, tu mujer ya está en casa, os cambiáis y conseguís que vuestra cuñada venga a casa para estar con tu hija. De camino al hospital no articuláis palabra. Únicamente un tímido «estará bien, ¿verdad?» de tu mujer. No puedes contestar. Ves cómo ella mira por la ventana y murmura algo que jamás sabrás. Casi no pestañea. Acaricia el cristal mientras las farolas iluminan sus dedos tímidamente y el frío de la calle le va besando la mano.

El ronroneo del coche, frío y dormido, resuena en tus oídos. Conduces sin saber cómo lo haces. La calle está angustiosamente vacía. No hay nadie. Únicamente estáis vosotros, los pobres semáforos trabajando inútilmente y una fría noche de noviembre que os abraza con provocadora crudeza.

¿Estará vivo? ¿Se habrá ido ya? El corazón se te va encogiendo poco a poco y parece que se seca tras cada bocanada de aire que das. No se puede morir, no puede. Rezas.

En el hospital os explican que la infección es muy grave. Peritonitis plástica en un niño que pesa poco más que una caja de leche. Las posibilidades que tiene de vivir son bajas y las secuelas que puede generar este episodio son inciertas si sobrevive. Otra vez toca empezar.

Te aferras a la vida, te aferras a la esperanza, te aferras a tu hijo.

Sales de la UCI y llamas a tu madre, desconsoladamente calmado. «Mamá, necesito un milagro», le dices. «Nico se muere».

Vuelves a entrar. Sonríes estúpidamente mientras tu mujer te mira desolada y consigues decirle: «No se muere, no te preocupes». Y rezas.

Pasan las horas y de repente se hace el silencio. No se oye nada. No hay tiempo, ni llanto, ni alarmas, ni murmullos. Nada. Frente a tus ojos hay una bolsita que tiene que llenarse de pipí. Si no lo hace, tu hijo no aguantará las horas. Sientes que hay alguien detrás de ti y presumes que será tu mujer, pero no puedes dejar de mirar esa bolsa. «Llénate, llénate», le ordenas. Nada. Sigue el silencio mientras vas oyendo, lejanos, los latidos de tu propio corazón que resuenan. Pasa el tiempo, no sabes cuánto, pero estás tan absorto en lo tuyo que ni siquiera te has dado cuenta de que tu hijo ha empezado a hacer pis, y tras despertar de ese sueño entre el ajetreo emocionado de las enfermeras, oyes que dicen: «Pipí, ha hecho pipí». El momento se adultera con puñados de emoción, cautela y algo de nerviosismo a punto de descontrolarse. Vienen unas enfermeras, otras se van. Revisan la sonda de tu hijo y vuelven a irse. Estás histérico. Tu mujer en shock. Pasa el tiempo lento y duro; casi puedes masticar los segundos que van pasando frente a tus ojos: «tic- tac, tic- tac…». La espera se hace larga; finalmente corroboran lo que todos estáis esperando: tu hijo lo ha superado. El corazón se te hincha de emoción y gritas entre dientes: «¡Toma ya!». Miras a tu mujer. Ella llora. «Sabías que no se moría», te dice. Le sonríes y la besas. «No podía morirse», le dices mientras procuras contener la emoción. Alzas la vista y ves que la emoción se ha hecho extensible en todos los que os rodean. Las enfermeras sonríen orgullosas y enamoradas –y no es para menos–, los padres de los héroes que abarrotan la UCI nos regalan miradas confidentes llenas de los mejores deseos y la misma UCI rebosa de una luz brillantemente tenue, alegre, con los índices de esperanza en máximos históricos.

Aún queda mucho que superar, pero contra todo pronóstico seguís ahí. Vuestro hijo sigue luchando. Vuestro hijo sigue vivo.

Nacho, tu hermano, el padrino de tu hijo, el director de la banda sonora de tus días, pasa la siguiente noche contigo enganchado al cristal de la UCI esperando que la evolución siga siendo favorable. Pasáis la noche casi en vela entre conversaciones varias y algún que otro café, siempre atentos al okey del equipo médico –genios– que cuidan con extremo mimo a tu hijo milagro.

La noche se te hace eterna, silenciosa y áspera. Tienes en el corazón algo que te impide dormir, pero los ojos pesan toneladas, y finalmente te duermes en una silla, acurrucado como un bebé, junto al silencio roto propio de una noche única. No te importa medir 1,84m y no caber en la silla. Al final, caes rendido.

Cuando despiertas te das cuenta de que la calidad humana no solo la demuestran con tu hijo las enfermeras de Sant Pau, sino contigo también. «¿Qué es esto?», piensas cuando abres un ojo. Sonríes y te emocionas. Es una almohada. Alguien, no sabes quién, en medio de la noche ha tenido el detalle de acercarte una almohada para hacerte, si puede, la vida un poco más fácil. Estos gestos son los que te llenan el corazón y te enamoran.

Ya es de día. Somnoliento, te acercas a ver a tu hijo. El okey que has ido recibiendo durante toda la noche se repite una vez más. «¡Bien!», piensas. Parece que todo va a mejor, y suspiras aliviado mientras muestras tu agradecimiento entre besos y gestos propios de una victoria en las Olimpiadas.

Despiertas a tu hermano, que se arrastra, molido, hasta incorporarse. «¿Cómo está?», te pregunta mientras se abofetea cariñosamente la cara. «Bien -le dices feliz–, ha pasado buena noche».

Tras entrar y besar a tu hijo en la distancia con una felicidad inconmensurable, subes a la cafetería para tomarte el que posiblemente será el mejor café de tu vida.

Tu vida se resume en una premisa que desde el primer día te repites, le repites a tu mujer y juntos repetís a vuestra hija mayor: sonreír y sonreír. Sabéis que sonriendo cambiáis la vida de los demás; sonriendo se endulzan las preocupaciones y los problemas, y así se afrontan con un optimismo que no solo merece la situación, sino también los más pequeños, como vuestra hija mayor.

La sonrisa es la mayor de las medicinas. La buena actitud es capaz de cambiar tu vida. Con ella es posible que te fortalezcas de tal manera que, incluso en los momentos más complicados de tu vida, de la vida de tu mujer, de la vida de tus hijos, quieras cantar una canción mientras sostienes a un niño que a duras penas sobresale de la palma de tu mano.

Estas experiencias han sido, y son, el mayor aprendizaje para comprender las vivencias de los padres y encontrar, con todo un equipo, cómo tratarlas con la máxima sensibilidad.

 

 La ciencia sin conciencia es la ruina del alma.

                          François Rabelais

 

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Remei Tarragó Riverola
Licenciada en Medicina y Cirugía por la UAB. Especialista en Psiquiatría..
Psiquiatra del CSMIJ de Sant Andreu FETB, Barcelona.
Psiquiatra de la UCIN del Hospital de la Santa Creu i Sant Pau, Barcelona.
Psicoterapeuta de la FEAP por SEPYPNA
Miembro fundador de NADOCAT.
Miembro honorario de ASMI.
Miembro fundador del grupo de “Perinatalidad” de SEPYPNA.
Investigadora en la escala ADBB
Miembro fundador de NADOCAT
Profesora de la Universidad Ramón Llull (URLL), Universidad de Vic (UV) y Universidad de Girona (UG).
Máster en la escala NBAS (test de Brazelton) por la Universidad de Harvard
Profesora del “Máster de Atención Temprana” ISEP
Profesora del Máster de Atención Temprana en la Fundación Vidal i Barraquer
Autora del libro “Vivir la Prematuridad” ed. Octaedro.