Juan Eduardo Tesone nació en Buenos Aires y creció en Mar del Plata, junto al mar que marcaría su percepción y el deseo de explorar más allá de los límites visibles. Estudió Medicina en la Universidad de Buenos Aires y en 1976 partió hacia Francia, donde residió veintidós años antes de regresar a Argentina. En Francia trabajó como psiquiatra en el Hospital “La Salpêtrière” y se formó como psicoanalista en la Sociedad Psicoanalítica de París y en “L’École Freudienne” de París. Dirigió el Centro de Psicoterapias para Niños y Adolescentes Enrique Pichon-Rivière. Es profesor asociado de la Universidad de París-Nanterre donde se doctoró en Psicología. Actualmente, ejerce docencia en varias universidades argentinas y extranjeras.
Es analista didáctico de la Asociación Psicoanalítica Argentina y miembro titular de la Sociedad Psicoanalítica de París. Ha participado en numerosos eventos organizados por COWAP[1], aportando su perspectiva masculina.
TdP— ¿Cómo y cuándo nació su interés por el psicoanálisis, y qué experiencias o influencias marcaron el inicio de este camino?
E.T.— No sabría poner una fecha. Cuando era adolescente, mi padre me había abierto una cuenta en una librería en donde podía ir comprando mis lecturas favoritas, en general de aventuras. A los trece años quise comprar las obras completas de Freud, y el librero no quiso vendérmelas, pues me dijo que “no eran para un niño de mi edad”. No sé qué fue más estimulante: que me lo hubiese vendido, ¡o su prohibición! Finalizando mis estudios de medicina comencé un análisis personal, y esta experiencia fue decisiva.
TdP. — Se formó en Argentina, pero también durante muchos años en París. ¿Qué le llevó a tomar esta decisión, y cómo ha enriquecido esta experiencia su formación y perspectiva profesional?
E.T.— Luego de finalizar mis estudios de Medicina, hice mi residencia en psicopatología en el hospital de Niños de Buenos Aires. Me sentía muy próximo al pensamiento psicoanalítico francés, en toda su diversidad y solicité y obtuve una beca del Ministerio de Relaciones Exteriores de Francia para perfeccionarme con el Profesor Serge Lebovici en el Centro Alfred Binet de París. Coincidió con el golpe de estado del año 1976, evento trágico que igualmente me hubiese impulsado a exiliarme. La beca, pensada para un año, se convirtió en 22 años de residencia en París. Obtuve el diploma de psiquiatra en la Universidad de París XII con el Profesor André Bourguignon, fui residente del hospital La Salpêtrière en el Servicio del Profesor Daniel Widlôcher y me formé como psicoanalista en la Sociedad Psicoanalítica de París, además de tener una práctica privada. En mi lengua adoptiva, el francés, sentí una gran libertad de pensamiento, y aún hoy sueño a veces en francés.
TdP. — Ha participado en numerosos congresos y jornadas organizados por el Comité de COWAP. ¿Cómo considera que el psicoanálisis ha contribuido a sostener o cuestionar el patriarcado mediante sus ideas sobre la masculinidad y la feminidad? ¿De qué manera los cambios socioculturales han influido en la evolución del pensamiento psicoanalítico sobre estos temas?
E.T.— COWAP bajo el mandato de su segunda presidenta, Mariam Alizade, dio un gran impulso al pensamiento sobre la condición femenina, reformulando algunos conceptos de la primigenia teoría freudiana. Algunas psicoanalistas mujeres como Melanie Klein, Helen Deutsch, Karen Horney, Marie Langer y otras ya habían polemizado con algunos aspectos de la teoría freudiana sobre la feminidad. Pero la creación de COWAP abrió nuevas perspectivas institucionales en el seno de la IPA, generando un espacio muy dinámico de teorización clínica.
TdP. — Hoy en día observamos cómo las identidades de género y las expresiones de la sexualidad se han vuelto más fluidas y diversas. ¿De qué manera estos cambios impactan en el psicoanálisis, y en qué medida desafían los conceptos tradicionales sobre la comprensión de la sexualidad femenina y masculina?
E.T.— Masculino-femenino; hombre-mujer; padre-madre; son conceptos fuertemente epocales, se entrecruzan y deslizan entre sí, y como las mamushkas rusas, muchas veces se encastran y a veces castran… La idea sería cómo alejarse de un esencialismo a-histórico. Como es bien sabido, Freud definió en un primer momento lo masculino como activo y lo femenino como pasivo. Aunque más tarde, hablando de la sexualidad humana, habló de bisexualidad psíquica en los dos sexos, existiendo, por lo tanto, actitudes activas y pasivas en ambos. Lacan introdujo la famosa fórmula de la sexuación, en la cual destacaba que el hombre podía ocupar un lugar femenino, y citaba a Juan de la Cruz, quién, en sus poemas, ocupaba un lugar femenino frente a Dios. Pero no salió del binarismo. Volnovich y Rodulfo sugieren que conviene deconstruir el andamiaje falocéntrico del psicoanálisis, pues la primacía del falo vive del binarismo.
Este binarismo clásico es actualmente fuertemente cuestionado y no sólo por los movimientos de los estudios de género de la identidad sexual auto-designada, o por los movimientos LGBTQ+. También la teoría psicoanalítica requiere una reformulación de su teoría, que tiende a apoyarse más en el pensamiento complejo de Edgar Morin, en la teoría de la deconstrucción de Derrida o en lo rizomático de Deleuze, que en el binarismo clásico. Estamos lejos de la afirmación de Napoleón, retomada por Freud, que la anatomía es el destino.
TdP. — Freud describió a la mujer como el “continente oscuro”, aludiendo a la complejidad y a las limitaciones que encontró para comprender plenamente su mundo interno. ¿Cree que esta visión sigue vigente hoy?
E.T.— Creo que la perspectiva ha evolucionado mucho. Adhiero a la propuesta de Leticia Glocer, quien considera que ya no ocupa la mujer el lugar de “continente oscuro”, sino el otro, en su irreductible alteridad. Hay siempre algo del otro incognoscible, tanto el otro en su presencia como la alteridad inherente al sujeto y su inconsciente. Como el ombligo del sueño, es un hiato que no se resuelve plenamente, que siempre conserva un aspecto enigmático.
Contrariamente a algunos autores que, aferrados a modelos rígidos de pensamiento, postulan lo que sería el fin de un orden simbólico, la autora se pregunta si no se trata en realidad de la producción de nuevos órdenes simbólicos. No se trataría de una caída del padre como función simbólica, sino de la posibilidad de pensar una terceridad desarticulada de las homologaciones patriarcales que se nuclean alrededor de dicha metáfora. El desarrollo de dicho pensamiento abre la posibilidad de interrogarse e interrogar la teoría psicoanalítica, sin negar los aportes fundacionales del psicoanálisis, pero repensándolos en los pliegues y entrecruzamientos de un pensamiento complejo. Integrando lo que Hegel propone con el término alemán de “Aufhebung”, es decir una negatividad que se integra enuna nueva positividad. La identidad no estaría dada ni por una identidad monolítica pre-freudiana ni por una identidad fragmentada del post-modernismo. Se postula así un psiquismo abierto, que considera las fuerzas autopoiéticas y creativas propias de los sistemas abiertos, que se aleja de los estereotipos y esencialismos de lo femenino y lo masculino.
TdP. — La violencia contra las mujeres persiste en las diferentes culturas y contextos. ¿Cómo podemos comprender las agresiones violentas hacia las mujeres? ¿De qué manera la cultura influye en la manifestación del amor y la agresión, y, por tanto, en las dinámicas relacionales?
E.T.— El deseo fascina: fascinus era la palabra romana para designar el falo. El mismo se representa siempre en erección, en oposición a la mensula (el pene en estado de flacidez). En Roma, un hombre lo es en estado de erección. El estado de flacidez era una obsesión angustiante. Como bien lo destaca Pascal Quignard, su horror a la mensula, lo lleva a la búsqueda de poder, búsqueda que caracteriza quizá al hombre. La eyaculación es una pérdida voluptuosa, pero la pérdida de la excitación y por ende de la erección preocupa al hombre en todo momento. Aristóteles define el sexo masculino “lo que aumenta y disminuye de volumen”: metamorfosis. El hombre tiene quizá miedo de las mujeres, y podemos hipotetizar varios motivos.
En el Antiguo Testamento apócrifo, el único ser que desafió a Dios de frente fue Lilith, al pronunciar su nombre. Considerada una endemoniada, se le atribuye el visitar los sueños de los jóvenes y utilizar el semen de sus poluciones nocturnas para concebir hijos. Luego Eva, pecaminosa, tentó a Adam con el árbol del conocimiento. En la mitología griega Pandora al levantar la tapa de la jarra permitió que los males se derramaran sobre los hombres. Desde Tiresias, que fue mujer antes de ser hombre, sabemos que de diez partes de placer nueve corresponden a la mujer y tan solo una al hombre. Por revelar este conocimiento, Zeus lo castiga transformándolo en serpiente. Atribuir a la mujer una capacidad insaciable de placer, vuelve temeroso al hombre. El fascinus desaparece en la vulva y sale mensula, El hombre teme quizá venganza por no lograr satisfacerla plenamente. Como Perseo delante de la Medusa, todo hombre se acerca temeroso a la mujer con un escudo protector. Teme, como todo aquel que se acercare a la Medusa, quedar paralizado.
La mujer da vida, todo ser humano proviene del vientre de una mujer, pero al mismo tiempo la muerte está encarnada en la mitología por la figura de tres mujeres, las Parcas. Entre la sexualidad desenfrenada y la muerte encontramos la figura de la manta religiosa, que mata a su partenaire luego del coito. A la representación de la mujer todopoderosa, el hombre responde quizá, con el deseo de dominación, como representación creada para evacuar su miedo.
TdP. — Freud habló de la bisexualidad psíquica para referirse a que todos tenemos en nuestra vida psíquica componentes masculinos y femeninos. ¿Cómo pueden los modelos de crianza y las figuras de autoridad fomentar una masculinidad que valore y respete la feminidad?
E.T.— Creo que justamente convendría poder cuestionar los modelos de crianza, en los cuales se intenta hacer una separación muy estereotipada de lo masculino y lo femenino. Color rosa, muñecas, juegos de cocina para las niñas, superhéroes, pelota y color celeste para los niños, han sido algunos aspectos que muestran la necesidad cultural de distinguir, de clasificar. Laplanche destaca que el microsocius familiar, asigna un género al niño/a, aún antes de nacer, por lo cual el género sería anterior al sexo. Sabemos que un ser humano tiene mayor riqueza creativa si logra armonizar su bisexualidad psíquica. Para ello se requieren culturas y padres que no privilegien ninguno de estos dos aspectos existentes en todo ser humano, sino que estimulen su integración.
TdP. — ¿Qué papel juegan los estereotipos de género en la dificultad de muchos hombres para aceptar y reconciliarse con su feminidad interna? ¿Cómo influyen estos estereotipos en la construcción de la identidad masculina?
E.T.— Conviene diferenciar lo masculino del machismo, caricatura de una masculinidad mal entendida, fruto de una hegemonía patriarcal. Es difícil remontar en el tiempo el machismo patriarcal, pero fue evidente desde el medioevo, con el famoso derecho de pernada del señor feudal. El mismo tenía “derecho” a pasar la primera noche de bodas de sus súbditos, con la esposada, mientras se “consolaba “al marido con el derecho de caza de los ciervos de su dominio, permiso reservado en otros momentos a la nobleza. Se considera a la mujer como “objeto poseible” del hombre en situación de poder. Un dominio que el hombre puede ejercer por “derecho natural”. Felizmente, los movimientos feministas, fundamentados en los derechos humanos, han podido cuestionar estas actitudes, pero aún resta un largo camino. Los feminicidios son la prueba terrible de la violencia de algunos hombres sobre las mujeres. En muchos países, tanto europeos como del continente americano, muere asesinada una mujer cada 36 horas. Estadística fría pero elocuente de la gravedad del problema. Y ni hablar de la condición de mujer en algunos países como Afganistán.
Por otro lado, el feminicidio deja a uno o varios niños en situación de orfandad por parte de la madre, algo evidente. Situación de por sí disruptiva y traumatogénica, no solo por la pérdida de la madre sino por las circunstancias en las cuales dicha pérdida acontece. El niño o la niña quedan pasmados y paralizados en su posibilidad de pensar y elaborar lo sucedido. La orfandad, sin embargo, concierne a ambos padres, dado que, al matar a la madre, su genitor declina su función paterna, que cae a un abismo del cual no podrá recuperarse ya más. El niño o la niña seguirá teniendo un genitor biológico, eventualmente en la cárcel, pero pierde definitivamente un padre en su función simbólica. En el acto de asesinar a su madre, asesina simultáneamente la función paterna. Comete un triple crimen. El cuerpo de la madre, la función paterna y la representación interior de los padres simbólicos como cuidadores primarios del niño.
TdP. — Durante once años, dirigió en París un servicio especializado en la violencia física y sexual intrafamiliar contra niños y adolescentes[2]. El artículo de Ferenczi sobre la “confusión de lenguas” sigue siendo relevante hoy. ¿Cómo afecta al psiquismo infantil la confusión entre el pedido de ternura y la respuesta erotizada del adulto? Además, los abusos infantiles suelen ocurrir en el entorno cercano ¿Cuáles son las dinámicas psíquicas y relacionales más frecuentes de las familias donde se produce el incesto?
TdP. — Más allá del horror (no desprovisto de fascinación) que produce la transgresión del tabú más antiguo de la humanidad, ¿cómo pensar lo impensable?
Es difícil aceptar como, lo que calificaríamos desde afuera como abyecto, ignominioso, aparece a menudo en ese tipo de familias banalizado, casi como un estilo de comunicación que a veces perdura años, donde todo el mundo sabe y no sabe a la vez.
Contrariamente, al Edipo, que articula el deseo a la ley, permitiendo la emergencia de la alteridad, el incesto borra los límites de los miembros de la familia e introduce confusión entre los mismos. Confusión de lugares (ya no se sabe más quién es padre, madre, hijo, hija) y por ende confusión entre las generaciones y los sexos. Eros se pone al servicio de Tánatos.
Conviene, me parece, subrayar la radical diferencia entre la teoría de la seducción, que es constituyente y fundante de la psicosexualidad infantil y de la represión, estimulante de la representación y la constitución del fantasma, conduciendo al complejo de Edipo; de la seducción traumática, reino de lo mortífero. Laplanche habla de la teoría de la seducción generalizada posicionando a la madre, siguiendo a Freud, en el lugar del agente de la seducción originaria, o de la seducción precoz en virtud de los cuidados del cuerpo, que incluyen la lactancia y el contacto estrecho entre el cuerpo de la madre y el del niño. Se trata de una seducción necesaria, dice Laplanche inscripta en la situación misma.
Por el contrario, sostengo en un trabajo anterior, que los hechos de seducción traumática que padece un niño no forman parte de la teoría de la seducción. La sexualidad opera no ya como fuente de vida y de ligazón, sino como un objeto persecutorio que desliga y mortifica. La pulsión del adulto que hace irrupción en el niño no favorece la integridad yoica, sino que tiene por consecuencia lo que Green llama “la función desobjetalizante de la pulsión de muerte”.
No es posible comprender a los autores de un incesto sin comprender primero a las víctimas. El niño como objeto-parcial, vivido como un seudópodo del yo, no tiene un valor contingente para los genitores incestuosos, sino de necesidad narcisística, exigiendo un lazo filiatorio. Y esta necesidad filiatoria marca la diferencia estructural entre el pedófilo y el padre o la madre incestuosa.
En la grave configuración psicopatológica familiar incestuosa, se produce un ataque masivo a la triangulación edípica con borramiento de los vértices que designan los lugares descritos por los términos: padre, madre, hijo/a. El acto incestuoso, negando la existencia de la falta, impide al niño constituir su propia subjetividad, consecuencia de la negación de su alteridad.
La efracción de lo cuantitativo, de lo perceptual pulsional, induce un daño cualitativo aún más devastador en la medida que el incesto ha sido repetitivo en el tiempo; actuando por traumatismos acumulativos, que impregnan el psiquismo de pulsión de muerte.
Se produce un triple efecto traumático: 1) lo disruptivo del incesto en sí mismo; 2) la descalificación perceptual a menudo asociada (el adulto le dice al niño que el incesto no es un incesto, es decir niega el carácter de gravedad del acto); y 3) en el acto mismo del incesto, el niño se convierte en huérfano (el padre y/o la madre siguen siendo los progenitores biológicos, pero han borrado la función simbólica paterna y/o materna).
TdP. — Con relativa frecuencia observamos que muchos casos se denuncian al cabo de muchos años. ¿Cómo influyen los secretos y las alianzas silenciosas en el mantenimiento de la violencia en las familias incestuosas? ¿Qué desencadena, por parte de la víctima, el deseo de dar visibilidad a lo sufrido?
E.T.— Es frecuente que, frente a la revelación de abusos sexuales por parte de un niño, o incluso de un adolescente, el adulto, a veces paralizado por el efecto que tal revelación provoca, ponga en duda la veracidad del discurso del niño. La duda se introduce en su pensamiento y se encuentra en la imposibilidad de determinar si el niño está diciendo «la verdad» o si se trata de meras especulaciones fantasmáticas, producto de una imaginación un poco florida. ¿Cómo interpretar el discurso de un niño que confía en un adulto, en general de su entorno familiar o escolar, haciéndolo partícipe de una escena que, a menudo, dura desde hace tiempo? Me parece de suma importancia que el adulto esté preparado para poder recibir este tipo de revelaciones, más allá del carácter ignominioso de la misma, sin que esto desencadene el escepticismo o la duda. Lo contrario sería vivido por el niño como una descalificación de su propia percepción y por ende contribuiría a incrementar el traumatismo padecido. Al traumatismo del abuso sexual se agregaría el traumatismo de la incredulidad del adulto.
El momento de la revelación es sumamente importante. El niño o la niña, temen que saliendo del silencio impuesto, van a “destruir” a su familia, cuando en realidad es el abusador quien destruyó la misma. Es fundamental escuchar al niño/a en la verosimilitud emocional de su relato, sin cuestionar ni validar lo sucedido como hecho fáctico. No condenar a los padres abusadores, con quien puede tener una relación ambivalente, no tomarlo como una producción fantasiosa. El silencio puede durar años. He tenido pacientes que se animaron a hablar de lo sucedido en su infancia a los cuarenta años, hasta tal punto la prohibición de hablar se impone a su necesidad de verdad. La realidad histórica puede quedar incognoscible como hecho fáctico. Pero vale la verosimilitud de su relato emocional, o la hora de juego diagnóstica y/o los dibujos en el caso de niños de corta edad. La víctima requiere ser creída en su propia percepción de lo ocurrido. Dado que el progenitor abusador, comete el incesto y niega que lo sea, y le exige silencio y secreto, bajo coacción, el niño/a abusada, ha sufrido una descalificación perceptual enloquecedora. La escucha de su relato, la valoración compleja de lo ocurrido, es fundamental para su subjetividad. La reconstrucción de la realidad histórica es imposible, pero creo que conviene dilucidar la verosimilitud emocional de su relato o de toda expresión que valide su veracidad.
TdP. — En el tratamiento con personas que han sufrido abusos, ¿hasta qué punto es fundamental dar credibilidad al relato del paciente y validar su experiencia subjetiva o la reconstrucción de la realidad histórica? Además, si pensamos en la prevención ¿qué tipo de enseñanza sería más conveniente, considerando que a menudo se educa a los hijos en la obediencia a las figuras parentales? ¿Cómo se puede fomentar una prevención que permita al niño sentirse con el derecho de decir «no» frente a un posible acoso o abuso?
E.T.— La concepción del niño como sujeto de derecho es de aparición reciente en la historia de la humanidad. Una de las consecuencias es que la Justicia considera al niño como una persona capaz de un testimonio válido. Así, el relato del niño es valorado como verosímil por gran parte de las leyes vigentes en países europeos, en USA y Canadá y comienza a serlo en los tribunales argentinos.
De la condena a la fascinación, entre la negación y la insistencia malsana, es raro que se hable en los medios, de manera razonada. Problemática impensable para muchos, se convierte en impensada, dificultando así la formulación de programas de protección que beneficien a los niños. La sociedad reacciona escandalizada, de manera visceral, no dando espacio para un verdadero debate sobre la mejor manera de evitar el abuso o en caso de haberse producido, aminorar su efecto traumático en el niño.
El programa de prevención de las violencias sexuales con niños utilizado en Canadá, retomado posteriormente por el Ministerio de Salud de Francia del cual participé, y que implementé en la provincia de Tucumán en Argentina, se basa en hacer tomar conciencia al niño de que su cuerpo le pertenece y que nadie puede utilizarlo para su propio interés. Por intermedio de un vídeo, de material gráfico, y diálogo permanente con los niños, con los padres y con los educadores, el programa citado, más que pretender “educar” en sexualidad al niño, pone en relieve el derecho del niño a no someterse a la sexualidad del adulto abusador. Sustenta la firme convicción que el niño debe ser informado de su inalienable derecho a rechazar la propuesta perversa del abusador, enfatizando que la ley y las instituciones lo garantizan. El niño no sabe necesariamente lo que está prohibido y debe ser legitimado en su derecho a decir no a un mayor cuando la propuesta sea vejatoria de su persona. Es fundamental que el niño se sienta confirmado por parte de los adultos en los cuales confía que su cuerpo es su cuerpo y que solo a él le pertenece. El abuso sexual de un niño no es sólo de su cuerpo; es ante todo un ataque mayor a su propia subjetividad en devenir. Si bien es su cuerpo el que paga inicialmente tributo, es toda su identidad la que queda atrapada en la cartografía del lenguaje sexual del adulto abusador. Este último intenta paralizar al niño en su propia capacidad de pensar y lo compele al silencio y al aislamiento.
Ahora bien, ¿cómo se puede animar a un niño a rechazar la propuesta perversa de un adulto, si previamente no ha sido legitimado en su derecho a decir no en otras circunstancias? ¿Si ha sido educado en la sumisión a una lógica que presupone que el adulto pueda imponer su voluntad per se, por su sola condición de adulto, sin considerar que la condición de adulto no es sinónimo de equilibrio psíquico?
Persuadir a un niño de su legítimo derecho a rechazar ese tipo de propuestas no puede sin embargo constituir una enseñanza perdurable sin un contexto social de libertad ciudadana y democracia. Disponer del cuerpo del otro ha sido siempre la manera de manifestarse de los sistemas totalitarios, públicos, privados o corporativos. Por dicho motivo es crucial que los sistemas democráticos fomenten en los niños a través de programas de prevención, la posibilidad de ejercer el derecho a decir no, condición no suficiente pero necesaria para promover en los niños su propia capacidad de cuidado. Consecuentemente, las instituciones que se ocupan de la infancia deben admitir que cuando alguno de sus miembros quiebra el contrato social de respeto a los niños es imprescindible que se los juzgue y no se los ampare con una lógica corporativa. Está en juego la salud mental de los niños, y lo que no es menos grave, y de manera concomitante, la credibilidad de las instituciones sobre las cuales se basa la ley simbólica del contrato social.
TdP. — En 2023 publicó el libro «Un dolor sin sujeto: marcas disruptivas en el psiquismo resignificado», traducido al inglés (Routledge, 2024). ¿Qué le motivó a escribir el libro y abordar el tema del «dolor sin sujeto»?
E.T.— La función analítica, tras haber escuchado material amorfo, trozos de pensamiento y retazos de afecto, consiste en montar un film inédito, propone Antonino Ferro. Y yo agrego: en el cual el analista-guionista pueda hacer figurable y por ende vivenciable, lo indecible de la experiencia disruptiva. Lograr que la primera persona del singular no sea la experiencia traumática (“soy la mujer incestada”), sino su propio yo, enraizado en su inconsciente, pero liberado del envoltorio quístico alienante. Esto requiere, al decir de Freud un trabajo psíquico de construcción, “con mucho la designación más apropiada”, compartido entre el analizando y el analista, a través del cual la experiencia disruptiva pueda finalmente ser vivenciada en primera persona del singular.
La regresión habitual en la cura nos llevaría no tanto a una rememoración, como es habitual en el análisis de neuróticos, sino a una zona de ambigüedad representativa en la cual la representación se hace difusa, se pierde en un cono de sombra. Reencontrarla, o incluso producirla sería la encrucijada. Pero esta construcción requiere un paso previo, que es la deconstrucción de aquello que ofició como defensa, es decir, el quiste de no-representación que permaneció clivado, como pura marca en espera de sentido. La construcción logra, en el mejor de los casos, que la membrana del quiste se vuelva porosa (trou-matique decía Lacan) y el representante-afecto de la pulsión atraviese la barrera, entrando a circular fluidamente y sin reticencias por la cadena de significantes inconscientes. El agujero de la cadena de significantes ya no será un vacío que aspira hacia la nada a todo sentido, sino que actúa como motor de construcción de sentido.
En pacientes sometidos a experiencias traumáticas, el Yo narrativo está vaciado de sustancia, voz impersonal venida de lejos, no sé sabe de qué memoria o de qué olvido. Ignoramos quién habla y a quién habla. ¿Habla el otro en mí? ¿Habla la voz del quiste que lo reemplazó? La persona realiza una búsqueda sin fin de un Yo, que, si bien es siempre en su esencia dehiscente e inacabado, puede, sin embargo, lograr una armonía con el sujeto. Para lograr acceder a su propio Yo, conectado de sus afectos conscientes e inconscientes, la narrativa deberá ser decantada de un flujo de palabras perdidas en la bruma de la ambigüedad emocional-perceptiva, que más allá de su valor asociativo no logran vehicular las emociones replegadas en el quiste defensivo.
Más que torre monolítica e inamovible, la instancia del Yo es como una figura de geometría variable en continua transformación, que a pesar de su carácter poliédrico con múltiples facetas que refractan su carácter fragmentario, no define al sujeto, pero lo sitúa en el eje de su responsabilidad emocional.
Si bien el analista no es un historiador que busca restablecer la verdad histórica de los hechos, sino la verdad vivencial del sujeto, tampoco puede abandonar completamente dicha búsqueda. Aunque es sabido que la búsqueda de la verdad histórica está destinada a fracasar, tampoco la intervención del analista se puede basar en una construcción que se independice totalmente de lo perceptivo de la verdad de los hechos. Es quizá necesario que se mantenga una tensión permanente entre la búsqueda de la verdad histórica y la construcción mítica, para que la misma no corra el riesgo de convertirse en un delirio minuciosamente construido, pero tambaleante, a tal punto que el sujeto no haga pie. De lo contrario, se corre el riesgo que el proceso analítico adquiera una fuerte carga de sugestión proyectiva por parte del analista.
Los sueños, la producción onírica, pueden operar entonces como equivalente de la rememoración. Es a través de los sueños que el sujeto reaparece; la intensidad perceptiva de los mismos expresa una forma de rememoración de la experiencia traumática. La asociación llamada libre no aparece en forma de asociación preconsciente-consciente, se libera solo como compromiso en los sueños, compromiso que adquiere valor de rememoración en la medida que el encadenamiento onírico sea retomado desde la reconstrucción. A veces es a través de los sueños que el paciente “recuerda”, y alguna de dichas escenas adquiere valor de recuerdo de algo efectivamente acontecido. Lo crucial es que el sujeto pueda finalmente vivenciar el dolor enquistado, como sufrimiento vivido, condición previa para ser elaborado.
TdP. — ¿Cuáles son los desafíos del analista al trabajar con pacientes cuyas experiencias traumáticas carecen de representación simbólica y muestran incapacidad asociativa? ¿cómo ayudarles a captar lo no significado? Asimismo, ¿Cómo diferenciar un cambio superficial de uno auténtico y transformador, y qué elementos deben estar presentes para que un cambio genere una transformación profunda en el psiquismo o en la dinámica relacional?
E.T.— El proceso de cambio, para que sea auténtico, tiene que romper el equilibrio anterior, disponer de una fuerza capaz de contrabalancear las fuerzas que sostienen las contrainvestiduras defensivas. No hay cambio sin desligadura, sin un alejamiento de las formas habituales de funcionamiento.
Tomasi di Lampedusa en El Gatopardo hace decir a Tancredo, joven y mordaz noble siciliano, enrolado aparentemente contra los intereses de su clase en los ejércitos de Garibaldi que promovían la unificación de Italia: “Si queremos que todo permanezca como está, es necesario que todo cambie”. ¿Tan solo cinismo político o profundo conocimiento de la función conservadora del psiquismo humano?
Freud explica que el paciente se defiende con tanta energía contra la supresión de los síntomas y el restablecimiento del modo habitual de sus procesos psíquicos, por el hecho que las fuerzas que se oponen al cambio del estado mórbido son las mismas que en un momento dado provocaron dicho estado. ¿Cómo salir de ese “impasse”?
El tratamiento psicoanalítico suele gestar a veces en la estructura psíquica del paciente, un cierto desorden, un caos relativo, lo cual puede despertar temores. Es así que ciertos padres que consultan por un niño deprimido suelen inquietarse cuando se vuelve más turbulento al salir de su depresión. Más allá que el orden previo se consiga en detrimento de la capacidad creativa de la persona, toda modificación es vivida como un desorden, como una causa de inquietud, de desconfianza, quizás una forma del mal…
Demasiada ligadura evita quizás el caos, pero coagula la energía psíquica como cemento inerte. El temor a convivir con un cierto grado de caos petrifica a las instancias psíquicas. La persona se aferra a lo conocido, a lo mortífero, pretendiendo evitar cierto desorden interno. Pero para lograr un cambio psíquico creativo no se puede evitar ser atravesado sin demasiado temor por procesos de desligadura. Me parece útil pensar que para que efectivamente el cambio pueda tener lugar, es necesario tener la capacidad de aceptar un cierto grado de caos psíquico movilizador.
Entiendo este concepto como la aceptación en el interior del aparato psíquico de un cierto monto de desligadura, de circulación de energía psíquica libre sin buscar unirla precipitadamente en una nueva representación; a la aceptación de un cierto grado de desintricación de las pulsiones de vida y de muerte y a una relativa independencia de esta última. Es decir, aceptar que algo muera para revivir. Muchas personas se angustian por no sentirse “normales” (suponiendo que la normalidad exista…), pero hay una cierta forma de “normalidad”, coagulada, viscosa, que más que normalidad la llamaría “normopatía”, es decir, una búsqueda rígida y poco imaginativa de una pretendida normalidad estandarizada, de acuerdo a los íconos y prejuicios sociales, rayana con lo patológico. En ese caso, la persona podría decirse: ya no soy yo-mismo, soy el que supongo, esperan que sea (mi entorno, la sociedad, etc.), forma de alienación que atenta a la subjetividad.
El temor a convivir con un cierto grado de caos petrifica a las instancias psíquicas. La confrontación con el dolor, a veces con el fracaso, con la depresión y la desesperanza más profunda, con esos momentos en que todo parece desintegrarse, es a menudo el paso previo al acto creativo del artista o a una renovada energía y placer de vivir. Vencer esta resistencia implica aceptar la muerte en sí-mismo, como diría Hegel. Elaborar la paradoja de la muerte aceptada en sí-mismo como condición para permanecer vivo psíquicamente.
El interés creciente del paciente por sus propios sueños (en los que contacta con su deseo inconsciente) y su renovada capacidad para el humor (que genera placer) me parecen dos ejes privilegiados para evaluar la posibilidad de cambio.
Last but not least, no viene mal recordar a Nietzsche, propuesta que me parece sumamente esperanzadora del deseo de cambio más allá del temor que pueda desencadenar: “Hay que tener caos en sí-mismo para dar a luz una estrella que danza”.
TdP. — En relación con la vulnerabilidad psíquica y los trastornos somáticos, señala que los síntomas somáticos pueden ser el desplazamiento en el cuerpo de un dolor mental insoportable. ¿Qué significa que el paciente histérico “habla con su cuerpo”, mientras que el paciente psicosomático “sufre en su cuerpo”?
E.T.— En el síntoma de conversión, el cuerpo es para el histérico un instrumento de simbolización. Para el paciente psicosomático el cuerpo es una víctima. Si el primero emite un mensaje, habla con su cuerpo, el segundo sufre en su cuerpo con un mensaje opacado, denegado.
Personalmente, me siento próximo a la escuela psicosomática de París, cuyo mentor ha sido Pierre Marty. La misma no asocia personalidad y sintomatología como lo hacía la escuela de Chicago, sino que describe un cierto tipo de funcionamiento psíquico que predispone a la sintomatología somática, sin predecir ni establecer una relación causal. Para esta escuela, la sintomatología somática abarca toda la patología de expresión corporal, al plantear la unicidad de funcionamiento somatopsíquico. No se puede predecir cuál será el órgano efector de la patología somática, que dependerá de múltiples factores, entre los cuales la genética, la alimentación, el medio ambiente, etc. Pero sí se podrá predecir el riesgo aumentado de expresión de la patología a través del cuerpo. Propongo abandonar la denominación de psicosomática como adjetivo para reemplazarla por: patologías de expresión de predominancia psíquica o de predominancia somática, esta última interviniendo, cuando el psiquismo no logró funcionar como barrera de contención de los conflictos. La patología somática aparece cuando el psiquismo se hace vulnerable y no logra contener en su interior los conflictos.
Joyce McDougall habla incluso de psicosomatosis para destacar el aspecto de psicosis actual existente en filigrana en algunas somatosis, de ahí el temor a la “locura” si abandonan los síntomas somáticos a los cuales se aferran. Si el cuerpo deviene persecutorio, el inconsciente lo es más aún.
Los síntomas somáticos pueden ser el desplazamiento en el cuerpo de un dolor mental insoportable, desesperada tentativa de auto-cura. Por lo tanto, al intentar un abordaje psíquico de su problemática, el terapeuta se confrontará a una tenaz resistencia a abandonar los síntomas somáticos, cuya desaparición, paradójicamente, se teme. Son pacientes que cuantos más síntomas en el cuerpo presenten, más logran una engañosa paz en su psiquismo. Las palabras se ven reducidas al estado de cosas.
Es función del analista encontrar los eslabones que faltan o incluso crearlos. El abordaje de un paciente psicosomático no será el mismo que un paciente neurótico. El levantamiento de la represión, de la amnesia infantil y la interpretación no adquieren el mismo valor que en la neurosis. A la incapacidad asociativa del paciente, a la ausencia de representaciones disponibles en su propio preconsciente, el analista deberá hacer algo así como “prestar su preconsciente”, encontrando el sentido metafórico del síntoma, y no podrá recurrir a un esquema tradicional de la cura en la cual espera que el paciente asocie libremente. Aquí el paciente se siente libre de no asociar. La terapia se hará frente a frente, se recurre con menos probabilidades a lo puro verbal y se aluden a mecanismos sensorio-perceptivos. Se busca más una reorganización psíquica, incluso patológica, sobre la urgencia de resolver conflictos.
Me gustaría concluir esta entrevista recordando dos frases que cita en el prólogo de su libro Un Dolor sin Sujeto, las cuales transmiten la esperanza que se desprende de su lectura. La primera, de Borges, señala: “Modificar el pasado no es modificar un solo hecho; es anular sus consecuencias, que tienden a ser infinitas” La segunda, del poeta francés Paul Valéry, expresa: “El pasado tiene un porvenir” Y usted agrega: “para que el pasado no sea una mera repetición, sino un espacio donde pueda surgir algo nuevo y creativo”.
Entrevista realizada por Ester Palerm
[1] Committe on Women and Psychoanalysis
[2] Centro de Psicoterapias para Niños y Adolescentes Enrique Pichon-Rivière,