Les dije que el psicoanálisis se inició como una terapia, pero no quise recomendarlo al interés de ustedes en calidad de tal, sino por su contenido de verdad, por las informaciones que nos brinda sobre lo que toca más de cerca al hombre: su propio ser; también, por los nexos que descubre entre los más diferentes quehaceres humanos (Freud, 1933).
Resumen
En este artículo se intenta mostrar que en la obra de Mitchell hay una retórica constructivista y pragmatista, inspirada por Richard Rorty, que prescindiendo de las nociones de verdad y de objetividad, conduce a una devaluación del conocimiento psicoanalítico y del autoconocimiento que ofrece el psicoanalista, desvirtuando así la especificidad del psicoanálisis.
Se considera que Mitchell desarrolló dicha retórica como oposición a la retórica objetivista y cientificista desarrollada por Freud, convirtiendo el constructivismo pragmatista en una de las señas de identidad de la nueva tradición psicoanalítica que lideraba. Si la retórica de Freud trataba de acreditar el psicoanálisis, exagerando su cientificidad y objetividad, la retórica de Mitchell pretendía persuadir de que el psicoanálisis relacional inauguraba una nueva etapa del psicoanálisis caracterizada por una nueva epistemología, y que esta nueva etapa suponía una ruptura revolucionaria con el dogmatismo y el autoritarismo del psicoanálisis anterior, propiciados, según Mitchell, por la epistemología objetivista heredada de Freud.
Palabras clave: retórica, verdad, objetividad, conocimiento, constructivismo, pragmatismo, objetivismo, psicoanálisis relacional.
Abstract
In this article, it is argued that Mitchell’s work exhibits a constructivist and pragmatist rhetoric, inspired by Richard Rorty, which, by dispensing with the notions of truth and objectivity, leads to a devaluation of psychoanalytic knowledge and the self-knowledge offered by the psychoanalyst, thereby undermining the specificity of psychoanalysis.
It is considered that Mitchell developed this rhetoric as an opposition to the objectivist and scientistic rhetoric advanced by Freud, turning pragmatist constructivism into one of the hallmarks of the new psychoanalytic tradition he spearheaded. While Freud’s rhetoric sought to legitimize psychoanalysis by exaggerating its scientificity and objectivity, Mitchell’s rhetoric aimed to persuade that relational psychoanalysis marked the beginning of a new phase in psychoanalysis characterized by a new epistemology. This new phase, according to Mitchell, represented a revolutionary break with the dogmatism and authoritarianism of earlier psychoanalysis, which he attributed to the objectivist epistemology inherited from Freud.
Keywords: rhetoric, truth, objectivity, knowledge, constructivism, pragmatism, objectivism, relational psychoanalysis.
Conocí la obra de Stephen Mitchell muy tarde. Debió ser en los primeros años de este siglo, cuando por mediación de Joan Coderch conocimos el psicoanálisis relacional y la importancia que estaba adquiriendo en Estados Unidos. Recuerdo la lectura de los principales artículos y libros de Mitchell, no mucho después, como una experiencia estimulante y enriquecedora. Su respeto por la tradición; su capacidad de realizar una crítica respetuosa y empática, al servicio de la integración; su manera clara y creativa de comunicar sus ideas, hicieron de esa lectura una experiencia nueva y refrescante, que permitía pensar la teoría y la práctica del psicoanálisis desde una nueva perspectiva. Pero ya entonces el interés que me produjo la obra de Mitchell se acompañó de un importante desacuerdo epistemológico. La reciente lectura del libro de Ariel Liberman Conversando de psicoanálisis con Stephen A. Mitchell (2022) me ha permitido revisitar la obra de Mitchell. Se trata de un libro pleno de rigor y erudición psicoanalítica que repasa exhaustivamente la obra de Mitchell, y se puede recomendar como una excelente introducción a su pensamiento. Su lectura me ha reafirmado en la impresión inicial descrita, incluyendo el mencionado desacuerdo epistemológico, al que voy a dedicar este artículo.
Intento mostrar en las páginas que siguen que en la obra de Mitchell hay una retórica constructivista y pragmatista, inspirada por Richard Rorty, que, prescindiendo de las nociones de verdad y de objetividad, conduce a una devaluación del conocimiento psicoanalítico y del autoconocimiento que ofrece el psicoanalista, desvirtuando así la especificidad del psicoanálisis.
Dicha retórica parece surgir como oposición a la retórica objetivista y cientificista desarrollada por Freud, cayendo en parecidas exageraciones. Considero que Mitchell puso esta retórica al servicio de la nueva tradición psicoanalítica que lideraba, convirtiendo su constructivismo pragmatista en una de sus señas de identidad. Se podría decir que se planteaba revisar la tradición psicoanalítica desde la perspectiva pretendidamente revolucionaria del constructivismo de Rorty, convirtiéndolo en el motor de su elaboración teórica y técnica.
Retórica, objetivismo y constructivismo
Utilizo aquí el término “retórica” como el arte de persuadir (que incluye el arte de argumentar) mediante un uso eficaz del lenguaje. En su afán de persuadir —o convencer— al oyente o lector de las propias ideas o creencias, el retórico puede exagerar y así lo hicieron en algunos momentos Freud y Mitchell, según mi opinión.
La retórica de Freud trataba de acreditar el psicoanálisis, exagerando su cientificidad y objetividad. La retórica de Mitchell intentaba persuadir de que el psicoanálisis relacional inauguraba una nueva etapa del psicoanálisis caracterizada por una nueva epistemología, y que esta nueva etapa suponía una ruptura revolucionaria con el dogmatismo y el autoritarismo del psicoanálisis anterior, propiciados, según Mitchell, por la epistemología objetivista heredada de Freud.
Se contraponen, pues, dos concepciones diferenciadas del conocimiento psicoanalítico. Freud defendió una concepción objetivista del conocimiento del psicoanalista, y Mitchell una concepción constructivista. A continuación, recuerdo brevemente estas dos concepciones, para evitar malentendidos en lo que sigue.
El objetivismo epistemológico aspira a poder representar la realidad tal como es. Entiende el conocimiento como representación directa del mundo real. Es decir, postula que es posible una correspondencia directa entre la representación de la realidad y la realidad. Asume así la llamada Teoría de la Verdad como correspondencia. Se entiende el aumento de conocimiento como el resultado de un proceso de descubrimientos sucesivos que dan lugar a sucesivas aproximaciones a la verdad absoluta. Este aumento del conocimiento se pretende validar constatando mediante los sentidos la correspondencia entre representaciones y realidad. Los obstáculos para dicha validación surgirían de los errores en la observación, en las mediciones o en la imperfección de los instrumentos.
Una versión ingenua del objetivismo pretendería que es posible lograr que el conocimiento llegue a ser una representación exacta de realidad —el conocimiento como espejo de la naturaleza— lo que sería equivalente a alcanzar la verdad absoluta.
Hay otro objetivismo que no es ingenuo y que podemos calificar de crítico —y que no es fácil de diferenciar del constructivismo moderado— que acepta que el conocimiento se construye, no solo se descubre, a partir de condicionantes y determinantes. Pero a diferencia del constructivismo radical, admite la posibilidad de que se puedan trascender estos condicionantes y determinantes de su formación, y lograr así una representación de la realidad tal como es, aunque sea imperfecta y aproximada. Es decir, acepta que podemos conocer la realidad, no solo nuestra experiencia de la realidad. El objetivismo ingenuo creería posible superar completamente los diferentes condicionantes de la formación del conocimiento y, por tanto, sería posible acceder a la plena objetividad y a la verdad absoluta. El objetivismo crítico, piensa que solo parcialmente podemos trascender dichos condicionantes y acceder a la objetividad y la verdad.
Como se sabe, a diferencia del objetivismo, el constructivismo epistemológico entiende que es imposible acceder a un conocimiento objetivo de la realidad. El conocimiento no es un espejo de la realidad, una proyección de la realidad sobre una pantalla mental, sino la resultante de una organización cognitiva que opera sobre los datos sensoriales, como sabemos desde Kant. El conocimiento no puede ser una copia (o reflejo) de la realidad, porque solo se puede copiar lo que se conoce¹. Niega, por lo tanto, la Teoría de la Verdad como correspondencia. El constructivismo considera que no tenemos acceso a un mundo real independiente de nosotros y, por tanto, no podemos conocerlo objetivamente. Lo real es siempre relativo al aparato conceptual (teórico) que utilizamos para hablar del mundo real o representarlo. El conocimiento humano siempre traduce a su propio lenguaje una realidad sin lenguaje (Morin, 1986), y esa traducción impone una distancia que impide la coincidencia o el ajuste completo entre nuestros conceptos y los elementos del mundo. No hay isomorfismo entre lenguaje y mundo; no puede haber, en consecuencia, una única descripción de un hecho. Conocemos nuestra experiencia de la realidad, no la realidad tal como es.
Así pues, no hay Verdad con mayúscula, independiente del lenguaje que utilizamos para describir nuestra experiencia, de la teoría que utilizamos para entenderla y de los conceptos que usamos para interpretarla.
Construimos nuestra realidad a partir de lo que somos (es decir, condicionados por nuestras estructuras físicas, biológicas, psicológicas, lingüísticas, teóricas, socioculturales), y de lo que hacemos (es decir, a partir de nuestras interacciones y prácticas sociales). La realidad es siempre “realidad-para-nosotros”, “realidad-desde-una-perspectiva”. Estos postulados implican renunciar a la idea de una verdad absoluta, definitiva, y a la idea de que hay una única versión verdadera de la realidad.
Aceptar lo anterior no exige negar la pretensión de un conocimiento verdadero, ni convertir en obsoleta la idea de verdad, tal como el constructivismo radical ha pretendido. En este sentido, se ha recordado lo siguiente: decir que el mundo se construye con el lenguaje no significa que el lenguaje construya el mundo. La realidad construida no deja de ser real por ser construida. Los hechos no existen por sí mismos; pero tampoco por el mero hecho de enunciarlos. En el hecho confluye lo que se asevera y lo que se nos hace presente o impuesto. No tenemos que abandonar la idea de que los hechos son lo que hacen verdadera una proposición. Es cierto que todo hecho es una construcción, pero no toda construcción es un hecho. Todo conocimiento es subjetivo, pero el conocimiento no es solo subjetivo. Construimos subjetivamente nuestra objetividad (Echevarría, 2016).
De acuerdo con lo anterior, hay un constructivismo que, desmarcándose de las implicaciones solipsistas y relativistas del constructivismo radical, acepta la posibilidad de trascender los determinantes y condicionantes para acceder a una objetividad limitada, a un conocimiento imperfecto y de la realidad tal como es. El conocimiento nos podría informar de la realidad, no solo de nuestra experiencia. El conocimiento de nuestra experiencia, de la realidad se podría poner al servicio del conocimiento de la realidad.
La retórica cientificista y objetivista de Freud
Es bien sabido que Freud desarrolló una retórica sobre la cientificidad del psicoanálisis y la objetividad de los psicoanalistas. La pretensión que manifiesta en sus escritos de que el psicoanálisis sea una “ciencia natural” —“¿y qué otra cosa podría ser?”² , añadía— y de que el analista funcione como un investigador científico, deshaciéndose de sus emociones, junto a sus recomendaciones técnicas en las que utilizaba las metáforas del espejo y del cirujano, como modelos del analista, han sido justamente criticadas como exageradas y han permitido que se formara y divulgara una imagen caricaturesca de Freud como partidario de un objetivismo epistemológico trivial o ingenuo, alguien que se creía capaz de observar objetivamente la realidad, sin influir en el objeto observado (el paciente) y que se atribuía la posición de una verdad exclusiva y definitiva.
En los escritos de Mitchell encontramos momentos en los que parece compartir esta imagen, extendiéndola a la mayoría de los psicoanalistas posteriores³. Así, Mitchell atribuye a Freud la pretensión de conocer objetivamente la estructura de la mente humana. “Freud […] y sus contemporáneos consideraban que la teoría psicoanalítica proporcionaba un mapa de la estructura subyacente de la mente.” Y “creían que era un mapa preciso”, añade (Mitchell, 1993:41). También dice que Freud pretendía “emitir la comprensión definitiva sobre […] la mente del paciente” (Mitchell, 1997:287). Mitchell critica que los analistas, herederos del objetivismo freudiano, piensen que sus ideas “corresponden, de manera directa e inmediata, a la estructura de la mente” (Mitchell, 1993: 56) y “las pretensiones tradicionales y arbitrarias de los analistas de poseer un conocimiento exclusivo y objetivo” (Mitchell, 1997: 291).
También se muestra muy crítico con las pretensiones de Freud y de los analistas posteriores de ser objetivos y neutrales, pretensiones que, según él, serían la causa del dogmatismo y autoritarismo que han dominado en el movimiento psicoanalítico. Cada una de las diferentes escuelas psicoanalíticas, dice, “reclama la posesión exclusiva de la verdad objetiva” (Mitchell, 1993:45). Y extiende su crítica a las instituciones psicoanalíticas tradicionales y a sus publicaciones, calificándolas de (haber sido) sectarias y antidemocráticas.
Pienso que, para evaluar mejor el objetivismo de Freud, es importante contextualizar sus declaraciones cientificistas y objetivistas, teniendo en cuenta las siguientes consideraciones:
UNO. No es cierto que pretendiera ofrecer un conocimiento objetivo de la estructura subyacente de la mente humana o una correspondencia entre sus representaciones teóricas y la mente humana.
Como ha mostrado Paul-Laurent Assoun (1981), Freud concibió el psicoanálisis en un primer momento, como una ciencia provisional que permitía dar cuenta de los fenómenos clínicos, en espera de un desarrollo de aquellas disciplinas científicas que cumplirían el programa neuroreduccionista (neuroanatomía, neurofisiología). Y es en tanto que consideraba su teoría como un saber provisional que Freud construye representaciones auxiliares, y las utiliza en función de su valor instrumental, como si fueran verdad.
En Análisis profano (1926), hizo referencia a la filosofía del cómo si de Hans Vaihinger —muy popular a comienzos de siglo pasado— para justificar estas representaciones auxiliares instrumentales que no se correspondían con la realidad: “¿Qué quiere usted? Se trata de una representación auxiliar como tantas otras usadas en la ciencia. Las primeras han sido siempre algo groseras. Open to revision hay que decir en estos casos. Pero no creo siquiera necesario acogerme al ya popular «como si». El valor de una tal ficción —como la denominaría el filósofo Vaihinger— depende de la utilidad que nos reporte” (Freud, 1926).
No es cierto que Freud pensara, como dice Mitchell, que había construido un mapa preciso y verdadero de la estructura subyacente de la mente.
DOS. El conocimiento y uso de Freud de la Teoría del Conocimiento de Kant desmienten que se le pueda atribuir la pretensión de una objetividad total, como la pretende el objetivismo ingenuo.
Como se sabe, para Kant, el conocimiento racional no supone la integración de las formas y estructuras del mundo exterior en el espíritu; por el contrario, el espíritu conoce imponiendo al mundo sus propias estructuras. La realidad, tal como la conocemos, es el resultado de nuestra propia actividad intelectiva. Somos nosotros, con nuestra capacidad sensorial e intelectual, quienes organizamos la experiencia en categorías que nos la hacen comprensible, de manera que construimos las cosas y los hechos, las relaciones de causalidad, las regularidades que observamos. La obra de Kant es una enmienda a la totalidad a la idea de una objetividad total que nos permita acceder al objeto de conocimiento tal como es. Y Freud la intentó completar.
La influencia sobre Freud de la Teoría del Conocimiento de Kant, tanto directamente como a través de Schopenhauer, ha sido bien estudiada por Paul-Laurent Assoun (1976). Según el recuerdo de Ludwig Binswanger, Freud “estimaba que, así como Kant postulaba tras el fenómeno, la cosa en sí, de la misma manera Freud postulaba detrás de lo consciente, que es accesible a nuestra experiencia, el inconsciente que nunca puede ser objeto de una experiencia directa” (cit. en Assoun, 1976). Se presenta así la doble ecuación: consciente = fenómeno e inconsciente = cosa en sí.
En La interpretación de los sueños (1900), dice que la naturaleza del inconsciente nos es tan desconocida como la realidad del mundo exterior, y la conciencia nos da cuenta del inconsciente de un modo tan incompleto como los órganos de los sentidos nos dan cuenta del mundo exterior (Freud, 1900). Quince años después, en su artículo Lo inconsciente, Freud evoca explícitamente la teoría de Kant y dice: “Así como Kant nos alertó para que no juzgásemos a la percepción como idéntica a lo percibido incognoscible, descuidando el condicionamiento subjetivo de ella, así el psicoanálisis nos advierte que no hemos de sustituir el proceso psíquico inconsciente, que es el objeto de la conciencia, por la percepción que esta hace de él. Como lo físico, tampoco lo psíquico es necesariamente en la realidad según se nos aparece” (Freud, 1915).
TRES. La insistencia de Freud de que el psicoanálisis era una ciencia natural se debe entender como una estrategia retórica al servicio de diferenciar el psicoanálisis de las doctrinas filosóficas y de otras disciplinas hermenéuticas que, según creía, tenían una base empírica más endeble que el psicoanálisis.
Freud consideraba que su método psicoanalítico permitía observar y teorizar fenómenos que otras terapias no ofrecían: la resistencia y la transferencia, ofreciendo una base empírica superior. Y vale la pena recordar que, en ese tiempo, la transferencia se concebía como un fenómeno mucho más observable que posteriormente; se la identificaba a partir de una distorsión observable, y el criterio para detectarla era no haberla provocado. “Eso no lo he provocado yo” podía decirse Freud, por ejemplo, ante una paciente histérica que se mostraba enamorada de él. Y si no lo había provocado él, esa reacción debía proceder de una relación anterior.
CUATRO. Los excesos de la retórica cientificista y objetivista de Freud se deben entender también como parte de su esfuerzo de acreditar el psicoanálisis ante la medicina y la psiquiatría de su tiempo.
Recuérdese que entre los años 1906 y 1911, la escuela de Zurich –con Eugen Bleuler y Carl Jung a la cabeza– contribuyó decisivamente a la difusión del psicoanálisis y a la atracción de nuevos seguidores, al acreditar científicamente la obra de Freud gracias a las investigaciones con el test de asociación. Este aumento de “seguidores de Freud” se dio, pues, al tiempo que el psicoanálisis conseguía el reconocimiento y la legitimación tanto social como científico-médica. Al servicio de esa legitimación desarrolló su retórica en torno a la cientificidad, a la no contaminación filosófica, y a la objetividad en la observación (Makari, 2008). Freud puso esta retórica durante un breve espacio de tiempo al servicio de su ambición de “conquistar la psiquiatría” (Roudinesco, 1986).
En paralelo a lo anterior, entre 1908 y la Primera Guerra Mundial se produce el proceso de institucionalización del psicoanálisis que tuvo su hito principal en la constitución de la Asociación Psicoanalítica Internacional en 1910. El gran crecimiento de personas interesadas por el psicoanálisis impuso la necesidad de delimitar sus fronteras y organizarse en torno a lo que Freud denominaba un “terreno común”. Había que definir bien qué teorías y qué prácticas permitían reconocer a los analistas, y la imagen del científico servía para desmarcarse de planteamientos subjetivistas o especulativos más o menos inspirados en la obra de Freud. “Yo juzgaba necesaria la forma de una asociación oficial porque temía el abuso de que sería objeto el psicoanálisis tan pronto como alcanzase popularidad. Entonces se requeriría de un centro capaz de emitir esta declaración: «El análisis nada tiene que ver con todo ese disparate, eso no es el psicoanálisis»” (Freud, 1914).
CINCO. Los artículos técnicos se escribieron en un contexto que ayuda a entender el énfasis de Freud acerca de la objetividad del analista. Freud desarrolló allí una estrategia retórica con el fin de proteger el psicoanálisis de las disidencias y las actuaciones contratransferenciales de los analistas.
Desde 1908, según Jones (1955), Freud ya tenía en mente escribir una Exposición general de la técnica psicoanalítica. Motivos diferentes le llevaron a postergar su escritura. A razones como el viaje a Estados Unidos, o la urgencia de otras presentaciones, hay que añadir motivos de otro tipo, como los que señala Strachey: renuencia a publicar trabajos de ese tipo que los pacientes pudieran leer y la convicción que la técnica no se podía aprender leyendo. La cuestión es que sólo en diciembre de 1911 puso manos a la obra iniciando la serie de trabajos técnicos que terminó en marzo de 1913. Son, como se sabe, el mayor esfuerzo realizado por Freud, antes y después, por clarificar la técnica psicoanálisis (Strachey, 1979).
Pienso que la correspondencia entre Jung y Freud permite conjeturar una serie de estímulos que indujeron a Freud a no aplazar más dicho proyecto, y que interesan en relación al tema que nos ocupa.
En una carta dirigida a Carl Jung del 31 de diciembre de 1911, Freud hace referencia a una paciente suya –Frau C.– que, después de haber interrumpido el tratamiento, ha regresado a su consulta, después de intentar tratarse con Pfister y Jung. Dice Freud: “La Sra C. me ha referido toda clase de cosas acerca de usted y de Pfister, si es que se puede llamar “referir” a tales insinuaciones, de lo cual deduzco que ustedes dos no han adquirido aún la frialdad necesaria para la consulta, que participan aún demasiado y ponen mucho de personal, a fin de exigir una correspondencia por ello. ¿Es que yo, honorable y anciano maestro puedo advertir que por lo regular se equivoca con esta técnica, que más bien se ha de permanecer impenetrable y en una actitud receptiva?”
Es importante situar esta carta en su contexto. En las semanas inmediatamente anteriores Freud había recibido las primeras cartas de Jung en el que este –que acababa de publicar la primera parte de Símbolos y transformaciones de la libido– le planteaba las diferencias teóricas que posteriormente provocarían la ruptura entre ambos. Freud sabía directamente a través de Jung, e indirectamente a través de pacientes de éste, como Sabina Spelrein y la mencionada Frau C., las licencias técnicas que Jung se tomaba con sus pacientes. En Consejos al médico sobre el tratamiento psicoanalítico (1912), escrito el año siguiente, Freud recomendaba que el médico no diera información sobre sí mismo, que alentara al paciente a aprender nuevas formas de sublimación, o que proporcionara al paciente artículos y libros de psicoanálisis para que los leyera. Todos ellos, recursos que Jung había practicado (Kerr, 1993). A lo que hay que añadir las actuaciones de Jung con pacientes mujeres. Lo que me importa destacar es que Freud tomó conciencia, como señala John Kerr, de que Jung nunca utilizó la técnica psicoanalítica. Pienso que Freud debió de vincular las diferencias teóricas que tanto le preocupaban con las diferencias técnicas que había minusvalorado hasta entonces, al mismo tiempo que tomó una mayor conciencia del riesgo de que las actuaciones de analistas no analizados pudieran desprestigiar el psicoanálisis. La necesidad de protegerse de ambos peligros (disidencia teórica y actuaciones) le llevó a ponerse en la labor de escribir sus artículos técnicos, y clarificar la técnica para que todos los analistas utilizaran el mismo método terapéutico, enfatizando (o exagerando) la que consideraba una necesaria actitud de contención y autocontrol emocional (que devino impenetrabilidad) propia de todo investigador, actitud que facilitaría la observación de la transferencia y ayudaría a los analistas a controlar su contratransferencia, evitando actuaciones.
SEIS. Freud no pensaba que solo existiera una única perspectiva desde la que conocer la realidad o una versión verdadera de la realidad.
En Contribuciones a la historia del movimiento psicoanalítico reconoce que el psicoanálisis no es toda la psicología. Entiende que hay otras perspectivas para conocer la mente. E incluso insiste en que lo que intenta no es tanto descalificar las teorías rivales, sino mostrar que no tenían derecho a llamarse psicoanalíticas. “No me ocupo del eventual contenido de verdad de las doctrinas que desapruebo, no intento refutarlas […]. Yo quiero mostrar nada más, que estas doctrinas desmienten los principios del análisis […] por lo que no deben llevar ese nombre” (Freud, 1914).
Freud tenía conciencia de que estudiaba la psique humana a partir de un condicionante fundamental: su método. Y tal como he dicho, el método centraba la investigación en los dos fenómenos clínicos que a través de él se evidenciaban: la resistencia y la transferencia. Por eso, tras las disputas teóricas con Alfred Adler y Carl Jung, Freud escribe que la teoría psicoanalítica es un intento de comprender estos dos hechos clínicos –trasferencia y resistencia–; hechos que, de modo llamativo e inesperado, se evidencian al tratar, mediante su método, de “reconducir a sus fuentes biográficas los síntomas patológicos” de un paciente. “Cualquier línea de investigación que admita estos dos hechos, añade Freud, y los tome como punto de partida de su trabajo tiene derecho a llamarse Psicoanálisis, aunque llegue a resultados diversos de los míos” (Freud, 1914). En ningún momento consideró que su método debiera ser el único. Lo que le irritaba a Freud es que se llamaran o autodenominaran psicoanalistas investigadores que no utilizaban su método ni colocaban en el centro de su trabajo los dos fenómenos clínicos mencionados, por muy válidas que fueran sus aportaciones.
SIETE. Freud no negaba la influencia del analista sobre el paciente, intentaba minimizarla al máximo.
A partir de la recomendación freudiana de que el médico debe permanecer impenetrable para el enfermo y no mostrar, como un espejo, más que aquello que le es mostrado (Freud, 1912), se atribuye en ocasiones a Freud la pretensión de que el analista observe sin influir en la observación, contradiciendo un principio de la epistemología constructivista (la observación no es independiente del observador).
Ciertamente Freud trataba de minimizar al máximo la influencia del analista sobre el analizado, para no condicionar la comunicación y la relación con el paciente y poder observar la transferencia. Siempre tuvo presente el fracaso de Charcot por no haber percibido, al intentar construir una semiología y nosografía de la histeria, la influencia que él ejercía sobre sus pacientes, que podían observarle observando y así captar su interés identificándose con sus deseos. La técnica psicoanalítica –el diván, la impenetrabilidad y opacidad del analista, la escucha sin buscar, etc.– intentaba no condicionar lo que se observaba en el paciente, precisamente porque Freud intuía el peligro de inducir las observaciones. Freud sobrevaloró la capacidad del método de minimizar la influencia del observador sobre el observado, pero no afirmó nunca que se podía anular absolutamente esa influencia. Así lo muestran múltiples declaraciones de Freud, en su correspondencia y conversaciones posteriores, que precisan su posición. Citaré brevemente solo tres.
La primera es una carta de Freud a Oskar Pfister del 22 de octubre de 1927, que Liberman (2022) cita en su libro:
Ya conoce usted la tendencia que tienen los hombres a seguir al pie de la letra o a exagerar los preceptos. Esto lo hacen, lo que sé muy bien, algunos de mis discípulos con la pasividad analítica. Especialmente H. creo fácilmente que eche a perder el efecto del análisis debido a una cierta indiferencia enojosa, y no llegue a descubrir las resistencias que ha provocado con ello en el enfermo. Por este caso no debería concluirse que se necesita una síntesis después del análisis, más bien se requiere un análisis profundo de la situación de transferencia. Lo que quede después de la transferencia puede, más bien debe, tener el carácter de una relación humana cordial.
La segunda es una carta de Freud a Ludwig Binswanger –escrita el 20 de febrero de 1913–, en la que Freud clarifica su pensamiento respecto de la contratransferencia, más complejo del que se le atribuye. Dice allí:
El problema de la contratransferencia que usted evoca es uno de los más difíciles de la técnica psicoanalítica. Teóricamente es, pienso, más fácil de resolver. Lo que se da al paciente no debe ser jamás un afecto espontáneo, sino que debe ser siempre conscientemente expresado, en mayor o menor grado según las necesidades. En ciertas circunstancias, es necesario dar mucho, pero nunca nada que haya surgido directamente del inconsciente del analista. Para mí esta es la regla. Hay que reconocer y superar cada vez la contratransferencia, para ser libre uno mismo. Dar demasiado poco a alguien porque se le quiere demasiado, es perjudicar al enfermo y es un error técnico. Todo esto no es fácil y quizás sea necesario un poco más de experiencia.
Tanto en la carta a Pfister como en la carta Binswanger, Freud se distancia de su recomendación de mantener una actitud de impenetrabilidad y de la pretensión de ser como un espejo. A Pfister le dice que una actitud de indiferencia enojosa puede crear resistencias y que una relación humana cordial es la que debe estar en la base de la relación entre analista y analizado. A Biswanger le dice que no se trata de no darle afecto al paciente, sino de filtrar la comunicación del afecto espontáneo de acuerdo con las necesidades del paciente y del análisis. Desmiente así la idea de que pretende que el analista muestre una actitud impenetrable y fría respecto del paciente, eliminando completamente la contratransferencia mediante el autocontrol del analista.
La tercera es la respuesta de Freud a la pregunta que le hizo Abram Kardiner, en abril de 1922, de cómo se veía como analista. Freud le respondió, entre otras cosas: “Sufro ciertos hándicaps que me impiden ser un gran analista. Entre otros, soy demasiado un padre” (Kardiner; cit. por Jannet-Hasler, 2002). Esta respuesta reconoce que su actitud demasiado paternal interfiere en el análisis, es decir, en la relación analítica condicionando la transferencia, de ahí que hable de hándicap⁴.
OCHO. Freud no pretendió alcanzar la verdad absoluta.
La constante revisión de sus ideas así lo muestra. La siguiente cita es una entre las varias que lo corroborarían. Dice Freud que el psicoanálisis, tanto como la física, “persiguen el fin de revelar, tras las propiedades (cualidades) del objeto investigado, que se dan directamente a nuestra percepción, algo que sea más independiente de la receptividad selectiva de nuestros órganos sensoriales y que se aproxime más al supuesto estado de cosas real⁵. No esperemos captar este último […]” (Freud, 1940a).
La retórica constructivista y pragmatista de Stephen Mitchell
Richard Rorty es el pensador posmoderno que más influyó en las concepciones epistemológicas de Stephen Mitchell a través de su potente retórica constructivista y pragmatista. Así lo reconoció Mitchell en múltiples ocasiones. Rorty insistía en abandonar el objetivo moderno de encontrar la verdad más allá de las apariencias. Consideraba que el propio concepto de verdad era un lastre metafísico que convenía soltar. Afirmaba que «la “verdad” no es un objeto posible de estudio, como tampoco lo es el “conocimiento”. Ninguno de los dos posee una naturaleza que haya que entender» (Rorty, 2005). Por ello defendió el proyecto de autodisolución de la epistemología, eliminando la verdad y el conocimiento como pseudoproblemas. Para Richard Rorty, carece de sentido tratar de conocer cómo son las cosas realmente (del Castillo, 2015).
Bajo la influencia de Rorty, Mitchell se desentiende de las nociones de verdad y conocimiento, que tampoco considera útiles para el psicoanálisis. “El modo en el que pienso sobre esto está influenciado por Richard Rorty. Preguntar si una teoría o un concepto es correcto o incorrecto no es útil. No puede probarse de un modo definitivo. La pregunta más útil es ¿qué razones tenemos para creer esto y no esto otro? […] El éxito del giro relacional en el psicoanálisis se debe, fundamentalmente, al hecho de que es más útil” (Mitchell, 2000; cit. por Lieberman, 2023: 59). Así pues, reivindica el valor de la utilidad, y se desentiende del valor de la verdad, del conocimiento verdadero. Las diversas formas de entender el psicoanálisis mostrarían que existen diversas objetividades y versiones de la verdad, lo que le lleva a concluir que las nociones de verdad y objetividad no sirven⁶, y que recurra al criterio pragmatista del valor de uso: es verdad lo que es más útil.
Para Mitchell el psicoanalista es un “experto en producir sentido, en la autorreflexión y en la organización y reorganización de la experiencia” (Mitchell, 1997: 285); un experto que hace construcciones útiles para comprender la experiencia del analizado.
La teoría del analista “no revela lo que está en la mente del paciente, sino que hace posible organizar la experiencia consciente e inconsciente del paciente en una de las muchas maneras posibles, manera que, esperamos, llevará a una existencia más rica y menos autosaboteadora” (Mitchell, 1997: p. 306). Y lo hace proporcionando “argumentos que han demostrado ser útiles y poderosos en otras díadas analíticas en términos de generar formas ricas y liberadoras de experiencia” (Mitchell, 1993:61).
“La perspectiva del analista, una perspectiva entre otras posibles, cobra valor no por ser más correcta o real, sino porque es algo nuevo y potencialmente liberador y enriquecedor” (Mitchell; cit. por Liberman, p. 39)
Así pues, el analista parece ser alguien que ofrece ideas o significados que podrían ser útiles al paciente para comprenderse a sí mismo, una comprensión que vale por ser útil, no por ser verdadera. Las construcciones analíticas “son algunas posibles organizaciones de las experiencias del analizado que han probado ser de ayuda para generar un sentimiento de significado y valor personal” (Mitchell, 1997:313).
Según Mitchell, si se pregunta «¿Qué sabe el analista?», la respuesta no es «Cómo funciona la mente» o «Cómo se estructura la experiencia». La respuesta es que “el analista conoce un conjunto de formas de pensar sobre el funcionamiento de la mente y la estructura de la experiencia que pueden ser útiles en los esfuerzos del paciente por comprenderse a sí mismo y vivir con una mayor libertad y satisfacción en el mundo en el que se encuentra.” El conocimiento psicoanalítico no está fundamentado en verdades o pruebas, sino en su valor de uso para dar sentido a una vida, profundizar en las relaciones con los demás y ampliar y enriquecer la textura de la experiencia (Mitchell, 1993: 64-65). Según todo esto, parecería que el analista no revela o no pretende informarle al paciente algo de sí mismo que no conoce (de su manera de relacionarse y de funcionar psíquicamente), es decir, no pretende aportarle autoconocimiento.
Joan Coderch comentaba así el panorama que nos presenta Mitchell, que corresponde a lo que Lewis Aron (1996) califica de “colapso posmoderno de la autoridad del analista”:
La imagen del analista como la de alguien dedicado exclusivamente a la búsqueda de la verdad en la mente del paciente ha sido siempre uno de los más firmes soportes de la autoridad del analista, pero si ahora no existe una verdad objetiva y única que buscar, y si la verdad se transforma en subjetiva y se diversifica en múltiples verdades, si no hay algo que existe y que debe descubrirse y la tarea se dirige a construir algo nuevo, entonces, ¿en que debe apoyarse esta autoridad? (Coderch, 2010:157).
La respuesta de Mitchell parece ser: no en su conocimiento, sino en su utilidad.
En Hope and Dread (1993), Mitchell ya manifiesta su preocupación por desmarcarse del relativismo y dice que la pluralidad de objetividades y verdades no tiene que conducir al relativismo porque no todo vale igual. Buscando una “alternativa al irracionalismo” recurre a la racionalidad pragmática (que es también dialógica e intersubjetiva, dice) que propone Richard Bernstein en Beyond Objectivism and Relativism (1983). Esta exige la comparación racional de teorías en términos de su valor de uso, su atractivo consensual y su economía explicativa. Las teorías no se escogen por motivos subjetivos o relativistas; se seleccionan y escogen como resultado de discusiones y deliberaciones. La racionalidad pragmática explicaría, según Mitchell, que la epistemología constructivista no haya dado lugar a una proliferación de teorías psicoanalíticas.
La verdad según Karl Popper
La racionalidad pragmática de Bernstein no es la única alternativa al objetivismo ingenuo y al relativismo.
Se puede aceptar que construimos el conocimiento, que este no es el espejo de la naturaleza, sin que ello suponga prescindir de la noción de verdad, como hacen Rorty y Mitchell. El conocimiento humano puede ir más allá de la propia experiencia y ser capaz de informar de la realidad, de la realidad psíquica del otro en el caso del psicoanálisis. Decir que se conoce la experiencia que se tiene de un paciente, pero que no se conoce a ese paciente –como parece dar a entender Mitchell en diversos momentos– supone renunciar a lo que ha sido un elemento fundamental de la especificidad del psicoanálisis.
No todos los psicoanalistas relacionales han seguido la epistemología de Mitchell y prescinden de la verdad y del conocimiento. Joan Coderch, por ejemplo, en su libro de 2006 Pluralidad y diálogo en psicoanálisis dice: “Todos los analizados adquieren, a través del insight, un incremento del conocimiento de sí mismos, pese a que la clase de este nuevo conocimiento dependerá de la teoría con la que trabaja el analista, y, a la vez, han internalizado una actitud de autoanálisis y búsqueda de su realidad interna, todo lo cual promueve una modificación beneficiosa de su personalidad”. Coderch acepta también que la interpretación tiene una función informativa del estado de la mente del paciente, si bien la considera indisociable de una segunda función: la de informar de la actitud y la disposición del analista, del tipo de relación que el analista establece con el paciente (ídem)⁷.
Tal como se ha dicho, se puede sostener una aproximación a la verdad sin pretender alcanzar la verdad absoluta, única y definitiva como hace el objetivismo ingenuo. También es posible cierto grado de objetividad sin caer en la ilusión de una objetividad total. Como hicieron Wilfred Bion desde el psicoanálisis y Karl Popper desde la filosofía y la epistemología, es posible desarrollar teorías y concepciones de la verdad ajenas a la pretensión ingenua de alcanzar una verdad absoluta y definitiva.
Karl Popper concibe las teorías como construcciones –“invenciones, conjeturas audazmente formuladas” que no surgen de una “recopilación de observaciones” (Popper, 1963)– y sin embargo, defiende con buenos argumentos la Teoría de la Verdad como correspondencia. Entendió que la verdad como correspondencia estaría fundamentada en la Teoría de Tarski, quien aclaró que se sostenía en un metalenguaje: “una teoría o proposición es verdadera cuando el estado de cosas descrito por la teoría corresponde con la realidad” (Reguera, 1995)⁸. Muchos años antes que Rorty y Mitchell, afirmaba que nunca se pueden aportar razones suficientes para decir de una teoría que es verdadera, y que solo la discusión crítica exhaustiva y rigurosa⁹ permite considerar la que es preferible o “mejor” racionalmente, o sea la de mayor contenido, la más potente, la mejor contrastada, la más cercana a la verdad, la más verosímil (Reguera, 1995). “En la búsqueda de conocimiento, tratamos de hallar […] teorías que estén más cerca de la verdad que otras, que correspondan mejor a los hechos” (Popper, 1962). Según Popper, a pesar de que no existen argumentos realmente válidos que nos aseguren la verdad a partir de unos fundamentos incuestionables, “podemos alcanzar, con el tiempo, algo de objetividad” (Popper, 1945) y aproximarnos a la verdad.
Popper rechaza las diferentes teorías de la verdad alternativas a la Teoría de la Verdad como correspondencia: la teoría de la verdad como coherencia que confunde la consistencia con la verdad; la teoría de la verdad como evidencia que confunde lo verdadero con lo conocido como verdadero; la teoría pragmática que confunde la utilidad con la verdad; la teoría de la verdad como consenso, que supone un relativismo intelectual irresponsable, según Popper. La coherencia, la utilidad y el consenso pueden ser indicadores o argumentos a favor de la verdad de una teoría, pero no se deben confundir con la verdad.
Así pues, no se debe equiparar la verdad con la verdad cierta o segura. Buscar la verdad es intentar acercarse a la verdad absoluta, aunque esta sea un objetivo inalcanzable. Renunciando a certezas y absolutismos, y a la objetividad plena, Popper dice que nos quedamos siempre en el camino a la verdad, que es el camino del aumento del conocimiento (que es el aumento de la verosimilitud), el del acercamiento o aproximación a ella, que puede ser mayor o menor. Como el camino de la verdad no lleva con certeza a ninguna parte, Popper exige dar razones de que haciendo tal y tal cosa nos acercamos a la verdad más que haciendo tal y tal otra (Reguera, 1995). De ahí la importancia que daba a la lógica de la investigación científica¹⁰.
Para Popper, la verdad es una propiedad de los enunciados y teorías, y también un valor que guía la búsqueda del (aumento del) conocimiento. Popper crítica la idea ampliamente difundida de que una teoría satisfactoria de la verdad debe ser una teoría de la creencia verdadera, de la creencia bien fundada y racional. El conocimiento verdadero no es un tipo de estado mental o un tipo de creencia o disposición. No es una propiedad de las creencias; lo es de los enunciados y teorías. Se puede tener una creencia falsa creyendo que es verdadera, y se puede considerar falsa una verdadera. Distingue también la verdad de la veracidad (uno puede ser veraz diciendo algo falso) y la verdad de la justificación (un enunciado o una teoría pueden ser verdaderos, aunque no estén suficientemente justificados o verificados; y no se puede exigir —dice— que el criterio de determinar qué teoría es verdad, esté incluido en la definición de verdad).
La verdad no existe absoluta y objetivamente en sí, pero sí como objetivo último regulador, como valor que guía la búsqueda de conocimiento: un a priori que hace que la búsqueda de la verdad no se entregue al relativismo cultural. La búsqueda de la verdad exige una actitud moral, dice Popper. Y es que siempre es posible inmunizar una teoría contra la evidencia potencialmente falseadora. Popper comprendió que los enunciados observacionales solo pueden ser aceptados o rechazados por convención, ya que no se puede separar el lenguaje observacional del lenguaje teórico, y por tanto, no hay hechos puros al margen de las teorías. No hay hechos sólidos, establecidos de una vez por todas (Echevarría, 2016). Siempre es posible recurrir a diversas estrategias o estratagemas para reinstaurar el acuerdo entre una teoría y la base empírica aparentemente contraria a la teoría. La más simple es rechazar la evidencia. Pero aun aceptando la evidencia, siempre se puede modificar o matizar la teoría para acomodarla, por ejemplo, introduciendo hipótesis ad-hoc (Losse, 1972). Por eso la lógica de la investigación científica debe asociarse a una ética de la investigación científica, al compromiso de los científicos de eludir las estrategias evasivas, a su compromiso con la crítica racional. La ética de la búsqueda de la verdad debe guiar la investigación científica, como Freud pensó que debía guiar la indagación psicoanalítica. Horacio Etchegoyen (1978) ha mostrado la íntima interrelación que hay entre técnica psicoanalítica, investigación y ética de la búsqueda de la verdad. Entra dentro de los criterios de indicación de un análisis que el paciente esté interesado en conocerse verdaderamente, en comprender verdaderamente su manera de funcionar y de relacionarse, y su mundo interno; no solo en crear nuevas narrativas que den sentido a su vida pero que podrían usarse como racionalizaciones defensivas.
Constructivismo, sentido común y principio de realidad
Cuatro años después de Hope and Dread, cuando Mitchell en 1997 vuelve a ocuparse del tema del conocimiento del analista, se percibe una significativa evolución. En Hope and Dread, publicado en 1993, parecía que Mitchell obviaba que hay diferentes grados de subjetividad y, por tanto, diferentes grados de objetividad, aunque esta no pueda ser completa ni absoluta. Al no reconocer diferentes grados de objetividad y subjetividad en la comprensión del analista —a pesar de que se refiere a que hay diferentes niveles de inferencia—, la retórica de Mitchell cae en el pensamiento dicotómico de “todo o nada” que criticaba Glenn O. Gabbard (1997) en su clarificador artículo sobre la objetividad del psicoanalista. Como el conocimiento no es absolutamente objetivo, la objetividad no existiría o la noción de objetividad no serviría; el conocimiento es objetivo o subjetivo: todo o nada. Como no es alcanzable la verdad absoluta, deberíamos prescindir de la noción de verdad. Si la neutralidad completa no es posible, habría que desechar este concepto. Según este pensamiento dicotómico, deberíamos prescindir de las nociones o conceptos que nunca se dan en la realidad plena o absolutamente. Así, deberíamos dejar de hablar de reconocimiento de la alteridad, relación de objeto total, verdadero self, posición depresiva y esquizoparanoide, asociación libre, libertad, personalidad sana, autenticidad (una noción que sí utiliza Mitchell), etc.
En 1997, cuando publica Influencia y autonomía, Mitchell sigue afirmando que “cada escuela, cada teoría, cada clínico organiza las interpretaciones de una manera particular, y [que] hay muchas interpretaciones plausibles” (Mitchell, 1997:304) pero al mismo tiempo reconoce que la experiencia real suministra restricciones a las posibles interpretaciones de la realidad, que limitarían el número de interpretaciones. Para ilustrar las restricciones que impone la realidad a las interpretaciones remite a las láminas de Rorschach (Mitchell, 1997: 303). No menciona, sin embargo, que los test proyectivos —no solo el Rorschach— reconocen y evalúan el grado de subjetividad de la interpretación de las láminas, y que las interpretaciones bizarras o extraordinariamente infrecuentes son consideradas como posibles indicios de confusión entre realidad interna y externa, es decir, de psicosis.
En la misma línea de señalar las restricciones de la realidad a la subjetividad de las interpretaciones, que puede ser de diferente grado, se puede tener en cuenta la observación de Harold Brown, comentando el uso que Thomas Kuhn (1962) hacía de las llamadas figuras ambiguas, como la conocida figura pato/conejo, para ilustrar su concepción de lo que supone un cambio de paradigma: los mismos observables, decía Kuhn, que antes de una revolución científica se perciben como conejo, después de ella se perciben como pato. Según Brown, cuando se les pregunta qué ven en la figura pato/conejo, las personas responden que puede ser un pato o un conejo, pero no muchas cosas más. E ilustrando cómo la realidad restringe el número de interpretaciones plausibles y los diferentes grados de objetividad y subjetividad, decía que, si alguien viera en la figura pato/conejo Las Meninas o la torre Eiffel, su interpretación sería considerada extremadamente subjetiva o psicótica. No hay tantas interpretaciones psicoanalíticas posibles, como insinúa la retórica de Mitchell, y las diversas que hay pueden haberse realizado desde perspectivas teóricas diferentes sin ser contradictorias.
Cuando publica Influencia y autonomía en 1997, Mitchell parece más consciente del riesgo de que su constructivismo radical pueda conducir al relativismo, de que puede tirar al niño con el agua sucia. Critica entonces “algunas corrientes del pensamiento psicoanalítico contemporáneo [que] al criticar la teoría clásica, parecen ofrecer una especie de relativismo o democracia epistemológica como mejor alternativa a lo que presumen que es el autoritarismo clásico” (Mitchell, 1997:291).
Mitchell parece colocarse entonces en una posición equidistante entre el objetivismo y el relativismo. Afirma que el cuestionamiento de que las teorías psicoanalíticas “correspondan de forma directa y lineal, a la Verdad” no debe conducirnos a un relativismo de todo vale igual sin restricciones (Mitchell, 1997: 291). Y nos sorprende cuando critica que “la alternativa a las tradicionales y arbitrarias pretensiones de los analistas de poseer un conocimiento objetivo y exclusivo” [sea] la renuncia a la objetividad y evitar la pretensión de la verdad” (ídem). Busca entonces argumentos para no “rendirse incondicionalmente al relativismo” y preservar la objetividad y la verdad, que ahora ve en peligro, y los encuentra ahora en la obra del filósofo Thomas Nagel, en lo que parece un distanciamiento de la filosofía de Rorty. A diferencia de los “construccionistas radicales como Richard Rorty y Kenneth Gergen que consideran que la ciencia no está más cerca de la objetividad en ningún sentido absoluto que cualquier otro sistema de creencias, sino que sólo es más útil para determinados fines”, Thomas Nagel defiende que la ciencia produce conocimiento verificable empíricamente, y que el conocimiento que producen las ciencias sociales, como la historia y el psicoanálisis (por ejemplo, el concepto de procesos inconscientes) resulta “verificable a través de “su plausibilidad” y el enriquecimiento del sentido común” (Mitchell, 1997:292).
Es difícil conciliar el pensamiento de Rorty, al que seguirá Mitchell reivindicando, con el de Nagel, ya que el constructivismo radical del primero se contradice con el neorrealismo del segundo. Pero aquí de una manera bastante confusa, Mitchell sí da argumentos que permiten rescatar cierta objetividad y cierta verdad.
Hay que tener en cuenta que la Teoría de la Verdad como correspondencia es la teoría de la verdad del sentido común. Y que, como dice Thomas Nagel, el psicoanálisis es una extensión de la psicología del sentido común.
Para Nagel, “la comprensión psicoanalítica es una extensión de aquellos presupuestos cotidianos que nos permiten convivir con otra gente que, suponemos, tienen mentes como las nuestras” (Mitchell, 1997:293). Vivimos con personas que creemos conocer cómo son, como creemos conocer los motivos de sus estados mentales y sus conductas. A veces los conocemos verdaderamente en algún grado. Se trata de un conocimiento, como el que utilizamos en la vida cotidiana, que no necesita especiales validaciones; la inmensa mayoría de las veces no es posible ni necesario “una confirmación especial” de nuestro conocimiento de los demás.
La madre puede saber que su bebé llora porque tiene hambre, un padre puede captar que su hijo está preocupado y muchas veces adivina el motivo, uno puede comprender (conocer) cómo se siente y por qué se siente así otro amigo. No son narrativas construidas; es un conocimiento basado en la observación, la experiencia, la reflexión y la empatía que en muchas ocasiones es verdadero, aunque otras no¹¹.
En la misma línea que Nagel, Terry Eagleton (2003) ha argumentado con contundencia en favor de una teoría de la verdad basada en el sentido común, tratando de poner freno a los excesos del pensamiento posmoderno.
Eagleton critica la confusión que se genera con el término de verdad absoluta. Para él, en la vida cotidiana, la verdad absoluta es la verdad a secas. “Estoy en Barcelona”, “todos los humanos mueren”, “la lluvia me está mojando”, “estoy triste porque murió mi amigo”, “mi hermano está muy enfadado porque le han robado”… Son enunciados que podrían considerarse verdades absolutas, aunque no sean intemporales ni universales. No se trata de teorías sofisticadas, sino de pensamientos o creencias que se pueden enunciar, que se manifiestan en forma de enunciados y que, a diferencia de las teorías, requieren un nivel de inferencia muy bajo y se pueden validar a través de la realidad. Tampoco son verdades que necesiten enunciarse desde una perspectiva imparcial u objetiva. Algunas afirmaciones son verdades solo desde puntos de vista concretos, dice Eagleton, pero hay un montón de verdades que son absolutas sin ser especiales. “Absoluto” aquí quiere decir que, si una afirmación es cierta, su contraria no puede ser cierta al mismo tiempo, o cierta desde otro punto de vista, lo que no excluye duda o ambigüedad. “Absolutamente verdadero” significa simplemente “verdadero”, dice. En este sentido, la noción de verdad como correspondencia es consustancial al principio de realidad. “Todas las verdades —dice Eagleton— quedan establecidas desde puntos de vista concretos; pero no tiene sentido decir que hay un tigre en el baño desde mi punto de vista, pero no desde el suyo. Usted y yo podemos discutir ferozmente acerca de si hay un tigre en el baño o no. Calificar aquí absoluta a la verdad es decir simplemente que uno de los dos tiene que estar equivocado.”
La diferenciación entre verdad y mentira, verdad y falsedad, verdad e ilusión, verdad y autoengaño, forman parte del principio de realidad con el que funcionamos en la vida cotidiana. Y es que no podemos prescindir fácilmente de la teoría de la verdad como correspondencia.
Todos los analistas han tenido la experiencia, no solo la suya personal, de pacientes que aceptan una interpretación porque se reconocen en ella, porque se sienten verdaderamente comprendidos en ella y por ella. Sienten y piensan que se corresponde con su realidad. No la aceptan solamente porque sea útil para sentirse más libre o para enriquecer su subjetividad, ni como la invitación a una co-creación, o como una búsqueda de significados o narrativas nuevas. La viven como un reconocimiento de un aspecto hasta entonces ignorado, desconocido, no consciente o no pensado, de sí mismos (de su manera de funcionar y relacionarse psíquicamente), como si se iluminara una zona desconocida de su experiencia.
Contra el autoritarismo y el dogmatismo
Dice Lewis Aron (1996) que las dos grandes revoluciones de Mitchell se hicieron sobre dos cuestiones: qué necesita el paciente y qué sabe el analista. En su capítulo de Hope and Dread “¿Qué necesita el paciente?”, Mitchell valora como muy pequeña la necesidad de autoconocimiento y da a entender que no necesita interpretaciones ofreciendo insight. Lo argumenta diciendo que los pacientes apenas las recuerdan y que los analistas de diferentes escuelas psicoanalíticas obtienen similares resultados. El paciente necesita otras cosas diferentes a las interpretaciones, como ser aceptado, reconocido, desarrollar una subjetividad más auténtica, desarrollar narrativas sobre los propios orígenes y desarrollos personales, etc.
Mitchell acaba el capítulo ¿Qué sabe el analista? de Hope and Dread, diciendo que “el reexamen revolucionario del conocimiento psicoanalítico y de la autoridad del analista no ha conducido a la anarquía ni al subjetivismo. Por el contrario, hemos asistido al desarrollo de una forma ordenada y disciplinada de teorización racional que tiene en cuenta la participación del analista” (Mitchell, 1993:66). Cabe preguntarse entonces, ¿cómo ha sido posible conciliar el reexamen revolucionario o la revolución de los fundamentos y el desarrollo ordenado de teorización racional? Intento a continuación dar una respuesta.
Como he señalado anteriormente, en Influencia y autonomía se percibe una significativa evolución que se hace evidente cuando Mitchell nos sorprende al decir que no acepta “la renuncia a la objetividad y evitar la pretensión de la verdad”¹². Mi hipótesis es que Mitchell, fue atenuando su constructivismo radical rortyano y, sin renegar de él, desarrolló un enfoque menos radical. Leyéndolo, hay momentos en los que uno no sabe si lo que está criticando es la pretensión de verdad absoluta, única y definitiva, o si lo que critica es la utilidad de la noción de verdad o la pretensión de acercarnos a la verdad.
Si Mitchell critica la pretensión de verdad absoluta, única y definitiva, todos estamos de acuerdo. También lo estamos cuando acepta que no debemos renunciar a la objetividad y a buscar la verdad. Y cuando dice que “las construcciones psicoanalíticas no son ni únicamente objetivas ni idiosincrásicamente subjetivas” (Mitchell, 1997:313). El desacuerdo reside cuando Mitchell da a entender que se desentiende de la verdad (no solo subjetiva) como búsqueda y como valor, cuando parece negar la posibilidad de que el analista informe al paciente de su realidad psíquica, de lo que pasa en su mente, de cómo funciona su mente. Y estamos en desacuerdo cuando afirma que no hay nada que descubrir, solo hay que construir; que no hay nada que buscar, solo hay que crear¹³ (Mitchell, 1997:301-302).
En una interesante entrevista –que, en parte, es una discusión– con Peter L. Rudnystsky (2000), cuando este le pregunta “si la elección entre varias interpretaciones está determinada estrictamente por el ajuste en el aquí y ahora” o si, de acuerdo con Donald Spence, “las interpretaciones en psicoanálisis dependen de su «atractivo retórico» más que de su «valor probatorio», Mitchell le responde: “Yo no estaría de acuerdo con Spence. Creo que hay una tercera posibilidad que implica una correspondencia flexible entre las experiencias de la propia vida y la narrativa que ofrece la interpretación. Puede abrir nuevas posibilidades sin pretender ser un relato definitivo.”
Aceptando que hay una correspondencia (por muy flexible que sea) entre la propia vida y la interpretación, Mitchell está reconociendo que hay cierta verdad en la interpretación. Aquí Mitchell abandona la retórica pragmatista de la utilidad como valor de la interpretación, y la retórica constructivista de la interpretación como creación de nuevos significados, para remitirse a la correspondencia e, indirectamente, a la verdad como correspondencia.
Pienso que ni Freud era tan objetivista como su retórica aparentaba, ni Mitchell era tan constructivista rortyano como su retórica aparentaba. De hecho, en los casos clínicos que expone Mitchell no se percibe ese constructivismo radical. En muchos momentos se describe como un analista que trata de comprender verdaderamente a sus pacientes, igual que otros que buscan la verdad.
Tras la crítica de Mitchell al objetivismo, se trasluce su lucha contra el dogmatismo y el autoritarismo. Quería abrir una nueva etapa en el psicoanálisis más integradora, desmarcándose del dogmatismo y autoritarismo que atribuía a los psicoanalistas y sus instituciones. Como si su retórica constructivista radical fuese, en parte, una reacción a las pretensiones de objetividad y neutralidad que atribuía a los psicoanalistas, y que, como se ha dicho, consideraba que eran la causa de su dogmatismo y autoritarismo. Era una manera de bajar los humos a los psicoanalistas que se consideraban en posesión de la verdad, un tipo de analista que parece haber considerado como predominante. Su ideología igualitaria y progresista influyó en su manera de concebir la relación analítica, haciéndole especialmente crítico con cualquier forma de desigualdad o superioridad y autoritarismo.
Su idea de que Freud y las siguientes generaciones de psicoanalistas se atribuían una objetividad y neutralidad ilusorias, le hace considerar que “los pacientes que actualmente aceptan e internalizan interpretaciones analíticas [como si fueran objetivas y neutrales] como lo hacían sus pacientes [de Freud] no se están ayudando a sí mismo a mejorar; están actuando su patología” (Mitchell, 1997:88). Por motivos no solo epistemológicos, como los que hemos visto, le costaba aceptar que el insight se ofrece con la interpretación, no se impone. De ahí su insistencia en que se debe co-crear y negociar con el paciente la versión de su verdad. Si la interpretación no es co-creada y negociada parece que se impone, o puede ser intrusiva. Dicho de otra manera, la co-creación y la negociación deben proteger al paciente de las ilusorias pretensiones de objetividad y neutralidad que se atribuyen los analistas desde Freud.
Ciertamente la sobrevaloración de su conocimiento por parte del analista puede tener efectos negativos en el proceso analítico, pero también su infravaloración los puede tener. Leyendo los casos clínicos que presenta Mitchell uno tiene la impresión de que determinadas salidas del encuadre o actuaciones del analista pudieran deberse a su inseguridad respecto de su conocimiento.
Mitchell utilizó también retóricamente la epistemología como una manera de desmarcarse del psicoanálisis anterior, como seña de identidad para la nueva tradición que estaba implantando, como manera de reivindicar el cambio revolucionario del que se creyeron protagonistas un grupo de jóvenes analistas, brillantes y eruditos, liderados por Mitchell, que querían iniciar una nueva tradición.
Han pasado muchos años desde que se publicaron Hope and Dread (1993) e Influencia y autonomía (1997). Es mucho tiempo. Leyendo las páginas sobre el conocimiento del analista de Mitchell he tenido la impresión de que muchas de sus críticas han caducado, dejado de ser vigentes. El analista que se cree plenamente objetivo y neutral y que, por ello, se muestra dogmático y autoritario —al que hace objeto de sus críticas— parece un fantasma del pasado. En mi experiencia personal apenas existió. Mitchell parece que consideraba que era un tipo predominante. Tal vez transmitía esa impresión como un recurso retórico para mostrar la importancia de la revisión revolucionaria que proponía, la necesidad de generar un cambio. O tal vez respondiera a una realidad que su obra ha conseguido cambiar. Tal vez las dos cosas.
Para la inmensa mayoría de los psicoanalistas actuales, la búsqueda de la verdad es la búsqueda de un ajuste imposible entre nuestros símbolos y el mundo, entre las vivencias y las palabras (interpretaciones), entre la realidad psíquica y nuestras teorías. Pero podemos decir que la interpretación no solo construye la realidad, también la descubre; que no solo creamos la realidad psíquica al enunciarla, también la revelamos; que la realidad psíquica que creamos con el lenguaje es al mismo tiempo irreductible al lenguaje; que también aquí la verdad depende de los hechos; que todo hecho psicoanalítico es una interpretación, pero que no a toda interpretación le corresponde un hecho (Echevarría, 2016).
La inmensa mayoría de analistas actuales reconoce que nuestra comprensión tiene condicionantes o determinantes subjetivos (e intersubjetivos) y al mismo tiempo considera que construimos subjetivamente una objetividad, no absoluta, pero que nos permite conocer la realidad del paciente, reconocer su alteridad y conocer algo de su manera de funcionar psíquicamente y de relacionarse con nosotros y otros. Nuestra percepción y nuestro conocimiento de la realidad no es solo subjetivo, no solo es inventado. El conocimiento del analista es subjetivo, intersubjetivo y a veces objetivo en cierto grado. Como dice Glenn Gabbard (1997), “hay cierto grado de objetividad en la subjetividad del analista”. Y concluiré citando a Joan Coderch (2006): “Me parece imprescindible que el analista desarrolle una objetividad «positiva» para que pueda comprender de la mejor manera posible al analizado y para que se guíe por los intereses de éste y no por los suyos, y esta objetividad positiva se consigue, a mi juicio, admitiendo que la propia subjetividad está siempre presente y que, por lo tanto, ha de ser tenida en cuenta en el trabajo interno y en la formulación de las interpretaciones”.
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Ramón Echevarría
Doctor en Medicina, psiquiatra, miembro titular de la Sociedad Española de Psicoanálisis y de la International Pyschoanalytic Association. Ha sido asimismo director y es colaborador habitual de Temas de Psicoanálisis.
¹ Las raíces de esta perspectiva epistemológica se remontan a Kant. Para éste, el conocimiento racional no supone la integración de las formas y estructuras del mundo exterior en el espíritu; por el contrario, el espíritu conoce imponiendo al mundo sus propias estructuras. El mundo objetivo, tal como lo conocemos, es el resultado de nuestra propia actividad intelectiva. Somos nosotros, con nuestra capacidad sensorial e intelectual, quienes organizamos la experiencia en categorías que nos la hacen comprensible, de manera que construimos las cosas y los hechos, las relaciones de causalidad, las regularidades que observamos.
² Freud, 1940b.
³ En Influencia y autonomía, Mitchell se plantea en una nota a pie de página que Freud pudo ver el psicoanálisis como una disciplina de naturaleza hermenéutica, espiritual, intersubjetiva, diferente de la ciencia natural y cita a Bettelheim, Habermas y Lear (Mitchell, 1997).
⁴ Abram Kardiner (1891-1981) era uno de estos psiquiatras americanos que viajaban a Viena para ser analizados por Freud a comienzos de los años veinte. La respuesta de Freud continuaba así: “En segundo lugar, me preocupo todo el tiempo de la teoría, demasiado, las ocasiones que se presentan me sirven más para trabajar mi propia teoría que para prestar atención a los problemas de la terapia. En tercer lugar, no tengo paciencia de conservar a la gente mucho tiempo. Me canso de ellos y prefiero extender mi influencia” (Kardiner; cit. en Jannet-Hasler, 2002).
⁵ El subrayado es mío.
⁶ “No hay procesos claramente discernibles que se correspondan con la frase “en la mente del paciente” […] sobre el cual el paciente y analista puedan estar en lo correcto o equivocados” (Mitchell, 1997:302).
⁷ Las citas de Joan Coderch son, como se indica, de 2006. No me consta que cambiara de opinión posteriormente, pero no estoy seguro de que no lo hiciera.
⁸ A lo largo de este parágrafo, un resumen telegráfico de la teoría de la verdad de Popper, sigo todo el tiempo a Isidoro Reguera en su excelente libro de1995.
⁹ Según Popper, todas las teorías son conjeturas, refutables o no, demostrables o no, pero siempre discutibles racionalmente.
¹⁰ Precisamente porque no es posible la verificación de las teorías ni la falsación de las mismas, es necesario justificar racionalmente la preferencia de una teoría sobre todo un conjunto de teorías rivales. Para el desarrollo de cómo Popper concreta dicha justificación remito al libro de Reguera (1995).
¹¹ “Gran parte de la vida mental consiste en acontecimientos complejos con múltiples causas y condiciones de fondo que nunca se repetirán con exactitud. Si queremos entender la vida real, es inútil exigir experimentos replicables con controles estrictos…” (Nagel; cit. por Mitchell, 1997:293).
¹² Otro indicio de dicha evolución es que, en Influencia y autonomía, Mitchell reconoce en nota a pie de página que Freud pudo ver el psicoanálisis como una disciplina de naturaleza hermenéutica, espiritual, intersubjetiva, diferente de la ciencia natural, y cita a Bettelheim, Habermas y Lear (Mitchell, 1997).
¹³ Cita a Donnel Stern para afirmar que el psicoanálisis no busca descubrir verdades escondidas sobre la vida del paciente, sino que hace surgir constructos nunca pensados antes (Mitchell, 1997:302).