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Desde hace muchos años, Fernando Colina (Valladolid, 1947) se opone con su reflexión psicopatológica al “positivismo arrogante e idolátrico que nos envuelve”[1], al biologicismo reduccionista que está quitando el alma y la cultura a la práctica psiquiátrica.

Para Fernando Colina, “la psiquiatría es una disciplina fronteriza que necesita, seguro, mantener buenas relaciones con los saberes positivos pero también recuperar lo antes posible su diálogo con las ciencias humanas, inequívocamente una de sus fuentes principales de inspiración” (F. Colina, 2007[2]). Su obra es una contribución al esfuerzo de “enlazar las ideas de la psiquiatría con las nociones que provienen del resto de las ciencias humanas: psicoanálisis, antropología, lingüística, historia, literatura o filosofía” (F. Colina, 2008[3]). Para Colina, “cada caso es un riesgo que rompe con la posibilidad de generalización científica, ni deductiva ni inductiva. Cada enfermo es un experimento que desmiente lo que sabíamos y que nos invita a seguir aprendiendo del resto de los saberes que moldean la cultura” (ídem.).

Dueño de una escritura culta, bella y clara, Fernando Colina no sólo es el autor de una reflexión psicopatológica necesaria en estos momentos. Se podría decir que Colina es también un cuidador del saber psicopatológico clásico, saber que gracias a su esfuerzo como editor podemos utilizar mejor y aprovechar más.

Su labor como editor y divulgador del pensamiento psicopatológico es importantísima y ejemplar. Baste recordar que ha sido director de la edición de la Colección de Historia de la Asociación Española de Neuropsiquiatría (AEN) y editor de muchos de los Clásicos de la Psiquiatría de la editorial DOR. Actualmente sigue su labor editorial a través de Los alienistas del Pisuerga (junto a José Mª Álvarez y Ramón Esteban). Por no mencionar también su labor como director de la Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría.

Fernando Colina ha publicado Cinismo, discreción y desconfianza (1991, Valladolid, Junta de Castilla y León), Escritos psicóticos (1996, Madrid, DOR), El saber delirante (2001, Madrid, Síntesis), Deseo sobre deseo (2006, Valladolid, Cuatro), De locos, dioses, deseo y costumbres (2007, Valladolid, El Pasaje de Las letras). Su último libro publicado es Melancolía y paranoia (2011, Madrid, Síntesis).

Es autor también, junto con Mauricio Jalón, de dos libros de entrevistas. Y de innumerables artículos publicados en revistas psiquiátricas, muchos en colaboración con José Mª Álvarez, y también en la prensa escrita (Norte de Castilla).

 

Trayectoria personal

– ¿Cómo surge tu vocación psiquiátrica? ¿Qué experiencias te condujeron a la psiquiatría?

Supongo que llegué atraído por la fascinación intelectual que ejerce la locura, por el prestigio del compromiso político que entonces la rodeaba o por la pertenencia a un grupo de amigos que compartían la misma inclinación. Eso sin olvidar, naturalmente, la curiosidad indirecta por uno mismo y sus propios problemas. Cualquiera prefiere conocerse en los demás, que es más cómodo.

– ¿Qué lecturas e influencias fundamentales recuerdas en tus años de formación?

Creo que el primer libro que atrajo mi atención fue La personalidad neurótica de nuestro tiempo, de Karen Horney, que por entonces estaba en boga. Luego Freud y la primera generación de psicoanalistas. Pronto llegó Foucault, Basaglia y la antipsiquiatría en general. Me recuerdo, además, leyendo filosofía desde muy joven. Entonces Julián Marías, Ortega, Unamuno, los existencialistas…

¿Cómo recuerdas la psiquiatría de entonces?

Era un escándalo. El espectáculo de los manicomios es difícil de reproducir. La institución era violenta, cruel e ignorante. Además, apenas había recursos terapéuticos y, desde el punto de vista más doctrinal, todo se centraba en la fenomenología y en una inquina específica contra el psicoanálisis. Pero, a decir verdad, ahora estamos bastante peor en algunos aspectos teóricos.

Completaste tu formación el curso 74-75 en la Cátedra de Psiquiatría del profesor Obiols en Barcelona. ¿Cómo valoras dicha experiencia? ¿Qué recuerdos tienes de ella? ¿Qué figuras de la psiquiatría catalana y barcelonesa conociste?

Solo recuerdo con interés a Montserrat Esteve. El resto era muy pobre. Las sesiones en “el Clínico” resultaban patéticas y el gusto por el electrochoque casi perverso.

En 1985 asumiste la dirección del Hospital Psiquiátrico “Dr. Villacián” y fuiste coordinador médico de los Servicios de Salud Mental. ¿Cómo valoras tu experiencia como director y qué cambios experimentó el hospital psiquiátrico en los años que trabajaste allí?

Al principio era todo muy dinámico. Fue un periodo muy romántico para todos los que participamos, cargado de activismo y bella imposibilidad. Más tarde se estancó la asistencia y llegaron temporadas menos estimulantes. A veces la responsabilidad agobiaba mucho, por la parálisis asistencial y por las diferencias profesionales, que creaban una secuencia de enemistades que parecía interminable, algunas inesperadas y generadas por la propia jefatura, y otras derivadas de mi propia torpeza.

En cualquier caso, cuando tengo que presentar un currículo me enorgullezco de haber sido el último director del hospital psiquiátrico más antiguo de Europa (el de Valladolid data de 1409). Al menos tuve la fortuna de echar el cerrojo seiscientos años después.

Desde hace unos años eres Jefe de Servicio de Psiquiatría del Hospital Universitario Río Hortega. ¿Cómo valoras con la perspectiva de los años el traslado de los pacientes del manicomio (Hospital Psiquiátrico “Dr. Villacián”) al hospital general? ¿Qué diferencias remarcables puedes señalar en estas dos modalidades de asistencia?

La psiquiatría no pinta nada en un hospital general. Pasas a depender de un sistema que tiene prioridades muy diferentes a las tuyas, pues se rige según directrices puramente sanitarias. El espacio de la unidad, por ejemplo, resulta inadecuado. Está concebida, como el resto de las plantas, para pacientes encamados, y eso es lo último que necesita un psicótico o un depresivo. Los psicofármacos, dado que no hay actividades ni espacios abiertos, acaban por ser de los pocos instrumentos al alcance de los terapeutas, adquiriendo un papel excesivo en el tratamiento. Esto puede afectar al modelo de asistencia, resultando contraproducente para el resto de dispositivos del servicio.

Por otra parte, el traslado aumenta el riego de volver a una suerte de hospitalocentrismo, en este caso muy medicalizado. A mi juicio, hubiera sido más adecuado instalarnos en otras dependencias o aprovechar las del antiguo psiquiátrico. El concepto de Complejo Hospitalario lo permitía sin vulnerar la Ley General de Sanidad, que obligaba a situar las unidades de hospitalización en el hospital general.

Salir de este nuevo “encierro” debe convertirse en una prioridad ideológica y asistencial. Mientras tanto el modelo comunitario se va descomponiendo. Basta observar lo sucedido en Madrid, con la privatización, el área única y el cese sin contemplaciones de Manuel Desviat.

En el Generalife

– Aunque sea brevemente: ¿Cómo afrontáis la cronicidad del psicótico? ¿Qué objetivos os marcáis? ¿Qué tipo de tratamiento y qué ayuda necesita un psicótico crónico?

El abordaje y los principios asistenciales que tenemos son los mismos que funcionan en el resto del Estado. El modelo comunitario sigue estando vigente, y la atención a las patologías graves y prolongadas se hace con un programa de gestión de casos, que tiene sus ventajas y sus inconvenientes. Ahora que vemos las limitaciones de este tipo de seguimiento nos gustaría cambiarlo o complementarlo, puede que con un modelo asertivo-comunitario. Pero quizá luego volveríamos a añorar el presente.

Sin embargo, falta lo principal: la actividad. Una ocupación adecuada, laboral o pre-laboral, es el mejor tratamiento posible de las patologías crónicas. El trabajo remunerado no completa el tratamiento sino que debe ser el núcleo del tratamiento mismo, por delante de la farmacoterapia o de la psicoterapia. En esto me he vuelto basagliano.

Has escrito: “A los locos les gusta estarlo. Si rechazan el tratamiento no es por obstrucción o porque no entienden el fin que se les propone. Lo hacen porque desprecian su beneficio. No les compensa”.

Siempre has reconocido el derecho (con matices) de estar loco y valorado la responsabilidad del loco en su locura. Tus escritos sugieren un asunción amplia del principio de autonomía en la atención del psicótico que no es compartida por todos. También sugieren una crítica radical al paternalismo psiquiátrico, presente en algunas estrategias psicoeducativas y programas de prevención. ¿Qué nos puedes decir al respecto?

Nadie abandona con gusto sus síntomas, decía Freud, y en el caso del delirio la obstinación es, lógicamente, más radical. El delirio les estabiliza y el goce secundario les proporciona una cierta satisfacción difícil de definir. De ahí que el psicótico evite el tratamiento psicofarmacológico que, además de reducir ese mundo delirante, suele sumirle en un estado de completa tontuna química.

Por eso es muy importante sostener tres principios asistenciales básicos. El primero, elegir siempre la opción que asegure la máxima libertad del enfermo. Segundo, optar por la menor cantidad de medicación posible y el menor tiempo necesario. Por último, negociar siempre con el paciente todos los aspectos terapéuticos, que van desde la medicación a incluso  los términos técnicos que trasladamos a los informes que se les entregan.

Sé que esto no es posible en todos los casos, pero deben guiar nuestra práctica como tres principios ideales. Por alejarse tanto de ellos me parecen tan contraproducentes los modelos de adherencia al tratamiento o la psicoeducación sostenidos en el hecho de que el paciente se identifique con un diagnóstico y “reconozca” su enfermedad. No hay agresión más hiriente para un psicótico que la que se perpetra con estas ideas.

– ¿De qué manera ha evolucionado tu práctica psiquiátrica a lo largo de los años?

Creo que en muy poco. Lo que he ganado en conocimiento lo he perdido en entusiasmo y frescura. Si eso es madurez que sea bienvenida, pero echo de menos el optimismo inicial. Ahora anticipas demasiado. Sabes, o crees saber, demasiado pronto lo que va a pasar. A cambio haces menos tonterías, eso es cierto.

– ¿Qué cambios importantes has podido observar en las demandas y en la expresión de la locura desde el inicio de tu práctica profesional?

He podido asistir a un importante cambio de costumbres. Antes se vivía la consulta psiquiátrica como una vergüenza, mientras que ahora se ha pasado a la psicologización de todo malestar. A nivel general, el grado de tutela y dependencia que solicita el ciudadano se ha incrementado sin parar.

En lo que afecta de un modo concreto a la locura, ha mejorado la asistencia No era difícil, pues no había prácticamente nada, pero ha sido un progreso notorio. Otra cosa es que ahora esté paralizado o en regresión, y que los principios comunitarios sean desplazados por el modelo médico.

En cuanto a la locura misma, puedo tener la impresión, muy compartida, de que hay más locuras limítrofes y que los psicóticos deliran menos aparatosamente que antes. No sé si es debido al cambio cultural, al hecho preventivo que supone la propia psiquiatría infantil o al efecto de los psicofármacos. Aunque decir que deliran menos no es lo mismo que decir que sufren menos o están menos angustiados. No creo que sea así. Pero algo está cambiando.

Con José Mª Álvarez

 

Psicopatología

En tu último libro, Melancolía y paranoia, “frente a un modelo rígido de las estructuras clínicas cerradas y excluyentes o de categorías nosológicas independientes y autónomas”, propones otro modelo, “más fluido y ligero, alejado de los modelos inflexibles, ya sean estructuralistas o nosológico”.  Este modelo se concreta en la propuesta de dos ejes –el de la melancolía y el de la paranoia– a lo largo y alrededor de los cuales se configurarían las diferentes formas de locura. Para el lector que no los conozca,  ¿puedes explicar brevemente por qué los dos ejes y cómo los concibes?

Creo que todos los malestares psicológicos pueden referirse, en última instancia, a la tristeza y la desconfianza, entendidas como categorías muy amplias. En este sentido, cabe estudiar la psicopatología siguiendo dos ejes que responden a la dimensión paranoica y melancólica de la vida, que no afecta solo a los psicóticos sino a todos los hombres. De un lado, el eje de la melancolía está representado por el deseo y la tristeza, la soledad y la culpa, y discurre desde la tristeza ordinaria a la depresión más intensa y psicótica. Del otro, tenemos la paranoia, que se despliega a todos los niveles humanos en torno a la desconfianza, a los excesos de la interpretación y a los visos de la intolerancia. Los ejes vienen a ser dimensiones que trascienden las categorías nosológicas y buscan la continuidad entre los distintos trastornos, así como la comunicación entre lo patológico y lo normal. Este tránsito los diferencia de las nuevas clasificaciones a las que apunta la psiquiatría biológica, que con sus espectros intenta ensanchar las categorías para incluir la mayor población posible, de modo que se amplíen interesadamente las posibilidades de prescribir algún psicofármaco. Un modelo que, además, procura discriminar lo más posible el umbral entra la normalidad y las distintas patologías, rompiendo sus semejanzas y sus canales de comunicación.

En mi propuesta hay un doble movimiento, uno a favor de distinguir las distintas manifestaciones, y el otro que procura comunicarlas entre sí. Se unifica y se multiplica. Me gusta recordar, a estos efectos, las palabras que Platón pone en boca de Sócrates en Fedro: «Si creo que hay algún otro que tenga como un poder natural de ver lo uno y lo múltiple, lo persigo yendo tras sus huellas como tras las de un dios».

Ha habido una cierta evolución en tu pensamiento psicopatológico, desde posiciones más estructuralistas a una posición más dimensional. ¿Puedes explicitar qué ha motivado dicha evolución?

Como te decía antes no me parecen posiciones incompatibles sino complementarias. Supongo que el estudio de la melancolía, tan fluida y universal, me ha ayudado a desprenderme un poco de las estructuras freudiano-lacanianas, y a no entenderlas de un modo demasiado rígido.

¿Ves alguna relación entre tus dos ejes y las dos posiciones de Melanie Klein?

Sí, claro. Sobre todo en el sentido de que las posiciones kleinianas, al no tratarse de estadios psicogenéticos que se van superando, establecen un puente entre la locura y la normalidad. También en lo referente a la psicosis universal, a esa locura potencial en todos nosotros. Los ejes, si se quiere, son una prolongación y una ampliación de esta perspectiva en las dos direcciones. La explicación kleiniana de las psicosis es muy práctica y fácilmente comprensible, lo que la vuelve muy didáctica y útil para todo el mundo. Sin embargo, no trasciende el mundo psicótico. Se apaga y no nos ilustra sobre la vida ordinaria, salvo para recordarnos la amenaza siempre latente de la psicosis. En cualquier caso, es una aportación fundamental a la psicopatología.

 

– ¿Qué opinas hoy de la tesis de la psicosis única, de Bartolomé Llopis?

No se trata de una hipótesis estructural, sino que es meramente ideológica. Única, propone, porque la causa es común. La psicosis con una única causa somática. No me despierta, por tanto, ningún interés. Forma parte del reduccionismo positivista.

– Señalas a menudo dos grandes tendencias en la psiquiatría, casi desde sus orígenes. La de los somáticos y la de los psíquicos. Te alineas claramente con estos últimos. En El saber delirante explicas que la concepción de los psíquicos se fundamenta en tres pilares: 1) la irreductibilidad del síntoma a lo biológico, o si se quiere, el reconocimiento de su significado personal; 2) Una concepción del lenguaje que trasciende su función instrumental;  y 3) el carácter histórico-cultural de los trastornos mentales. Nos gustaría que nos glosaras brevemente estos tres puntos.

El primero entiende, con Freud, que el síntoma no solo es algo alterado o defectual, sino también una defensa, un intento de recuperación. Alternativa que, si se defiende, te sitúa del lado de los psíquicos y, si se rechaza, en el campo de los somáticos. Hoy en día no hay criterio que separe con más claridad estas dos tendencias.

Por otra parte, la comprensión positivista del lenguaje lo defiende como una herramienta, más o menos pragmática, útil para la comunicación y el conocimiento científico. En cambio, una perspectiva subjetivista atiende más a los distintos usos de las palabras, al modo del segundo Wittgenstein, así como al valor simbólico que las convierte en vehículo de los deseos. Además, esta segunda posición entiende también que el lenguaje es como un tapizado de la realidad que nos permite verla y convertirla en palabras. No nombramos las cosas porque podamos verlas, sino que las vemos porque podemos nombrarlas. El lenguaje permite que la realidad no sea desbordada y desplazada por lo que Lacan nombró como Real, es decir, por la pulsión y el resto de experiencias psicóticas no simbolizables. Si llevamos esto a la clínica, el delirio no sería nada más que un recurso urgente y primitivo para contener, mediante un lenguaje artificial, ese empuje mudo e indescifrable. El drama del delirante reside en que necesita volver todo esto explicable, y solo puede hacerlo bajo la necesidad de crear una conjura alrededor.

La historia, en tercer lugar, es el mejor antídoto contra el positivismo. Antepone las ciencias humanas a las empíricas. Por supuesto, no toda historia nos vale, pues también hay una historia meramente descriptiva y acumulativa, historicista y reductora que poco nos dice de los individuos y su subjetividad. La obra de Foucault en este dominio, como historiador de la locura y la subjetividad, es la referencia rectora.

– En relación al primero, ¿qué aporta el psicoanálisis a la psiquiatría?

Foucault sostenía que el psicoanálisis, además de constituir el puente entre las ciencias positivas y las humanas, era el heredero de la clínica clásica. Desde ese punto de vista es insustituible.

A él le debemos la posibilidad de dar sentido a los síntomas, de observar y describir la realidad de un modo distinto, de atender a la subjetividad de los individuos. También nos enseña a estar callados y, al modo de una tauromaquia, a cuidar los terrenos y las distancias con los psicóticos. No concibo la clínica sin la inspiración de esa teoría y ese instrumento.

– En relación al segundo, ¿cómo concibes la relación entre locura y lenguaje?

Coinciden en el escenario de la esquizofrenia, cuando la entendemos no como una enfermedad sino como extremo subjetivo de la paranoia. Al margen de lo que la esquizofrenia demuestre de sus dificultades con el deseo y de la división de la personalidad, el dominio donde cursa la angustia psicótica, la disociación y la reconstrucción sintomática, es siempre el lenguaje. Todo el problema del delirio, de las alucinaciones, del automatismo mental, de la fragmentación del cuerpo, encuentran su valoración más rica enfocados desde su estudio. La fragmentación material del lenguaje estaría en el origen del automatismo mental, y su insuficiencia simbólica es la que situamos como desencadenante de la angustia y responsable del salto a la autorreferencia.

– En relación al tercero, has reflexionado junto con José Mª Álvarez sobre la aparición de la esquizofrenia en la modernidad. En concreto, consideráis la historicidad de la esquizofrenia, que habría requerido para aparecer en la historia la presencia de unas formas de subjetividad y conciencia, una formas de relación, de identidad, intimidad e individualidad, que sólo se produjeron con la modernidad.  ¿Qué cambios en las formas de locura te parece que están apareciendo o aparecerán con la cultura posmoderna y los nuevos cambios tecnológicos?

Es una mera hipótesis que se ha manejado repetidamente. Sirve para dar un espesor histórico a la enfermedad y enfrentarnos al positivismo. No hay que tomárselo al pie de la letra. Es un modo de abrir la cabeza y lograr un espacio complementario para el escepticismo.

A la postre no es más que una conjetura facilitada por la posibilidad de historiar la subjetividad, de modo que permite entender la esquizofrenia surgiendo de heridas que solo se han podido producir en la época moderna. Heridas consistentes en nuevas formas de soledad, en estilos de crianza y educación diferentes, en una intensidad renovada del apego, en cambios en el ejercicio de la obediencia, de los hábitos del consumo, de la relación con Dios, etc.

En cuanto a las diferencias actuales en el enfermar solo puedo referirme a ese bloque tan citado de las patologías límites, o del límite, como puntualiza Francisco Pereña. Se trata de modos de expresión clínica cada vez más presentes en las consultas, consistentes en una suerte de locuras no psicóticas que no parecen atender a ningún límite, ni del sujeto ni del mundo.

En tus libros hay una reflexión sobre los límites de la psicopatología y de la práctica psiquiátrica. Límites del conocimiento y límites de la práctica psiquiátrica que parece tender a  extralimitarse. En este último sentido, escribes: “No todo es diagnosticable ni todo está sujeto a curación. No es conveniente bautizar técnicamente cuanto hace sufrir, ni proponerse a la rectificación de todo aquello que se considera anormal y patológico” (…) “No todo dolor es enfermo ni toda enfermedad es tratable” (CP, p. 18).  ¿Qué nos puedes decir al respecto?

Las enfermedades mentales graves no son curables en sentido estricto. Con la estabilización del psicótico nos damos por contentos. Y la estabilidad ideal es la que se consigue con la menor medicación posible, el máximo de escucha y de presencia, y con unas alternativas laborables y ocupacionales al malestar. El diagnóstico apenas cuenta y debe quedar reducido a las necesidades administrativas, pero no se debe de tratar que el paciente se identifique con esas categorías que no hacen más que estigmatizarle y a menudo humillarle. En ese sentido los tratamientos precoces son muy peligrosos, si se entiende por ellos el tratamiento de las llamadas formas prodrómicas o de los síntomas subumbrales, que nadie sabe lo que son, y menos se sabe cómo reconocerlos.

¿Qué relación hay entre las críticas que haces al enfoque nosológico de la psicopatología y de las categorías de los trastornos mentales, y tu interés por la melancolía? ¿Se podría decir que la melancolía te ha interesado por ser una categoría no nosológica, o mejor, tal vez supranosológica o transnosológica?

– Sí, claro. La melancolía, como la paranoia, atraviesa la naturaleza humana. Lo cual no está reñido con que aislemos condensaciones de estos malestares que adquieren formas categoriales, pero siempre observados desde una forma de continuidad. La idea de lo uno y lo múltiple, así como la noción de lo continuo y discontinuo deben estar continuamente balanceándose en nuestra experiencia clínica.

“La situación de la psicopatología actual es descorazonadora”, decías en El saber delirante. ¿Hay algún cambio de tendencia desde entonces? ¿Cómo ves el futuro de la psicopatología?

En diez años las cosas no han mejorado, al revés. En general, a la psicopatología no se le presta interés. Ha desaparecido de los manuales psiquiátricos, que ya no estudian los síntomas, como si se diera por hecho que todos sabemos lo que es la angustia o la alucinación. Los tratados de psiquiatría ya son simples ampliaciones de los manuales diagnósticos, que intentan deshacerse como pueden de conceptos como histeria, melancolía o paranoia. Tampoco se enseña psicopatología a las nuevas generaciones. Son contados los dispositivos docentes que animan a leer a Ey, Clérambault o Kurt Schneider. No digamos a Freud. Sorprende, pero en ninguno de los centros docentes que he visitado se han leído las diez páginas vibrantes y reveladoras de Duelo y melancolía, aunque luego hablen continuamente de depresiones y trastorno bipolar.

Estamos siempre a la espera de un cambio de ciclo que se desprenda de esa pseudo-psicopatología que ha elaborado la industria farmacéutica, mediante el control de las publicaciones de impacto, de las jornadas y congresos, y de los líderes de opinión. Pero es difícil. El futuro no es prometedor. Movimientos próximos como el de “La Otra psiquiatría”, animados desde el ámbito psicoanalítico, o el de “La Revolución Delirante”, relajan un poco la frustración. Este último, constituido por jóvenes profesionales, es el único que aboga por la interdisciplinaridad, la asistencia comunitaria y el estudio de la psicopatología. Bienvenido sea.

– Brevemente, ¿qué es para ti la locura?

La experiencia que cada cual tiene de sus propios límites. Todos sufrimos de locura y de locuras. Algunos más que otros. La idea tan conocida de Pascal, acerca de que todos estamos tan necesariamente locos que no estarlo sería otra forma de locura, sigue siendo para mí la referencia principal.

 

Psicoanálisis

¿Cuándo y cómo entraste en contacto con el psicoanálisis?

Ya estudiando medicina. Entonces era imposible no hacerlo. El psicoanálisis, como la antipsiquiatría, impregnaba toda la experiencia psiquiátrica en aquella España franquista. Era una alternativa “revolucionaria”. Mis mejores amigos de entonces, Alberto Lasa y Vicente Mira, se psicoanalizaron enseguida.

¿Qué otros autores psicoanalistas, además de Freud, te han interesado especialmente?

Los que interesan a todo el mundo. Principalmente Melanie Klein, Winnicott y Lacan.

En El saber delirante hablabas de la importancia de “integrar el psicoanálisis en la interpretación de los síntomas, sin aceptar por ello ni su arrogancia ni su intimidación ni sus exageraciones, pero tampoco la manipulación vanamente ridiculizadora de sus adversarios” (p. 12). Junto a una valoración positiva hay una distancia crítica. Dado que hay una pluralidad de escuelas psicoanalíticas, ¿qué criticas de las prácticas y teorías psicoanalíticas actuales?

Hay una impresión de agotamiento, de rigidez, de falta de desenfado y de aportaciones enriquecedoras. Desde Lacan y Winnicott no surge ningún autor interesante e inventivo. En general, no se hace más que glosar a los autores antiguos. Uno de los problemas es que no hay alternativas por fuera del psicoanálisis. Cabe cambiar su contexto o enriquecerlo con aportaciones ajenas pero poco más. Además, las escuelas tienden a producir en él una cierta esclerosis, ya sea mediante el dogma y la simplificación o mediante el barroquismo, que son sus dos pecados capitales. Las escuelas pocas veces son ennoblecedoras de nada, y las psicoanalíticas tienen sobreañadido el peligro de la manipulación de las transferencias, que es una de sus más feas tentaciones. En este orden de cosas, el libro de Francisco Pereña, Fragmentos de la vergüenza, resulta muy revelador.

Tenga o no que ver con esa distancia crítica, sería mucho pedir que nos dijeras ¿por qué Fernando Colina no es psicoanalista?

Siempre me lo he preguntado. Pero ahora que lo observo con más perspectiva encuentro varias razones, o justificaciones si se prefiere. Por un lado, porque siempre me ha interesado la práctica pública y la psiquiatría llamada pesada, de institución o de calle. Por otro, nunca he tenido práctica privada. Me hubiera distraído demasiado de mis gustos y económicamente no lo he necesitado. Siempre he vivido bien desde el punto de vista material. Quizá demasiado bien. Mi sueldo no ha cesado de crecer, hasta ahora al menos que ha bajado un poco por la crisis. Aunque quejarme de mi sueldo actual sería deshonesto.

Estas razones podrían explicar mi resistencia a la práctica del psicoanálisis, pero podría haberme psicoanalizado simplemente como experiencia personal que me ayudara en la práctica clínica. Sin embargo, ahí surgen otras razones más personales.

Desde una perspectiva más íntima, tengo mi neura encima, como no podía ser de otra manera. Tengo mis miedos, mis inhibiciones, mis síntomas, pero no soy una persona angustiada, y sin ese motor es difícil analizarse. Siempre he procurado sacar el mayor rendimiento posible de mis defectos‒defensas.

También me parece importante mi resistencia a crear una dependencia artificial con nadie. No me gusta que me orienten ni que me descubran la verdad interior. Prefiero descubrirlo directamente y por mí mismo en el ejercicio de la vida, en el trato con los amigos y en la encrucijada de las pasiones.

Siempre me ha incomodado esa infantilización forzada que me parece la fuente posterior de muchos desencuentros profesionales. En realidad, me considero un liberto del psicoanálisis.

 

Cultura

¿Qué escritores o qué libros revisitas con más frecuencia?

Leo más ensayo que psiquiatría. De fondo siempre están media docena de autores a los que vuelvo: Freud, Foucault, Hannah Arendt, Cicerón, Derrida, Nietzsche. El resto lo encuentro en la literatura.

Hay dos personas con las que has colaborado especialmente y con los que parece unirte una gran amistad: José Mª Álvarez y Mauricio Jalón. Háblanos de tu colaboración con ellos. ¿La amistad fue un fruto de la colaboración? ¿O la colaboración es el resultado de la amistad? ¿O las dos cosas?  ¿Qué papel ha jugado la amistad en tu vida? ¿Cómo concibes la amistad?

Decía Aristóteles que «sin amigos nadie querría vivir, aunque tuviera todos los otros bienes».

A  José María le conocí en el trabajo y siempre hemos compartido centro de salud, así que la colaboración surgió enseguida. Su conocimiento de la psicopatología clásica es envidiable e incomparable. Siente una auténtica pasión de saber en ese campo. Esta vocación, unido a su formación clínica y psicoanalítica me han servido de orientación permanentemente. Colaborar con él ha sido muy fácil y provechoso.

A Mauricio le conozco de antes y no es una amistad surgida del medio profesional. Es profesor universitario de matemáticas e historia de la ciencia. Es dueño de una mentalidad renacentista, y sabe sobre todo de literatura. Ha sido y es mi mentor en cuanto doy dos pasos fuera de la psiquiatría.

Sobre la importancia de la amistad en general me limito a parafrasear a Derrida: «Ni puedo ni quiero distinguir entre amor y amistad». Ambos son dos intentos imposibles de simetría e igualdad. Uno, al fin y al cabo, sólo tiene el poder que le prestan los amigos. Por eso no solo hay que hacer amigos sino aprender a cuidarlos. La vida, a la postre, es un ejercicio de poder.

– ¿Se crea a pesar de la psicosis o gracias a ella? ¿Puede ponerse la locura al servicio de la creatividad? En definitiva, ¿cómo concibes las relaciones entre creatividad y locura?

Es un tema eterno. Desde el Problema XXX de Aristóteles, donde se pone en relación la melancolía con la excelencia en la política y las artes, no se ha dejado de discutir. No cabe duda de que la psicosis tiene un aspecto deficitario que menoscaba profundamente la personalidad, pero no es menos verdadero que supone también una visita a los abismos de donde algunos vuelven con algo nuevo, bello y sorprendente que en otras condiciones les hubiera sido imposible conquistar. Por otra parte, todo síntoma tiene algo de construcción y trabajo personal que en ocasiones se vuelve muy creativo, del mismo modo que el temor a hundirse obliga a muchos psicóticos a edificar estabilizadores que pueden ser muy artísticos.

Creo que es tan equivocado idealizar la locura, y pensar que la creación surge de ella, como negarla una inspiración que en ocasiones es portentosa. El loco, a fin de cuentas, observa y experimenta un lado de la realidad que nos es desconocido.

En un texto publicado en 2008, escribías: “La sociedad de consumo indujo unas estrategias del deseo exigentes e insaciables, cuya primera consecuencia es la inestabilidad psicológica, la ansiedad y esa intolerancia al duelo, la depresión y la frustración que tan acertadamente nos caracteriza”. En estos momentos, cuando la crisis amenaza la sociedad de consumo, ¿cómo piensas que puede afectar esta crisis la cultura del deseo? ¿Cómo crees que esta crisis puede afectar la salud mental de la población?

Me gustaría que, paradójicamente, pudiera haber un mayor endurecimiento de la personalidad. Una resistencia más fuerte a la frustración. Quizá nos volvamos menos miedicas y demos de nuevo importancia a lo que realmente la tiene. Si no fuera por la pobreza de un gran segmento de la sociedad y la distancia creciente entra acomodados y pobres, ya no solo entre ricos y pobres, casi sería una crisis benefactora, una ocasión para corregir un consumo exacerbado y estéril.

Adelantar acontecimientos es imposible e inútil. La historia es tan bella como absurda e inescrutable.

 

Lector y editor

¿Qué texto o qué textos actuales, tratados o manuales de psicopatología y psiquiatría, recomendarías a los estudiantes y estudiosos de esta especialidad?

Siempre recomendamos los mismos. Ey, Kurt Schneider y Clérambault en cuanto a los libros tradicionales. También imprescindibles los cuatro grandes autores psicoanalíticos: Freud, Melanie Klein, Winnicott y Lacan. A los que hay que añadir los testimonios imprescindibles de dos psicóticos, el de Wagner de la mano de Robert Gaupp, y los sucesos memorables de Schreber. También conviene familiarizarse con las posturas más antipsiquiátricas y asistenciales leyendo a Szasz, Basaglia o Foucault. Luego ya viene el resto, incluidos los saberes químicos y cerebrales, pero con estos básicos hay que familiarizarse.

¿Qué balance haces de tu experiencia como director de la Revista de la AEN?

Fue un trabajo muy exigente, de diseño, de puntualidad en la edición, de regateos en la financiación, de búsqueda de textos históricos, de aportaciones culturales relacionadas con la locura, de selección de trabajos, de entrevistas, de críticas de libros, etc. Trabajabas mucho y aprendías otro tanto. No lo dejamos por aburrimiento sino por agotamiento. Todo el peso recaía en el consejo de redacción, sin apenas apoyo administrativo. Llega un momento en que tienes que decir basta.

Has publicado con Mauricio Jalón tres libros de entrevistas –Pasado y presente, Los tiempos del presente y Reales e imaginarios. Diálogos, ambos publicados en Cuatro– a personalidades muy importantes de la cultura. ¿Hay alguna de esas entrevistas que valores especialmente? ¿Alguno de los entrevistados te impresionó o sorprendió de manera especial?

Lo primero que me impresionó fue la capacidad de Mauricio Jalón, mi compañero de trabajo y autor principal de las entrevistas. Su cultura, su inmensa erudición, el rigor en la lectura, el análisis profundo de los textos, su intuición para comprender al entrevistado.

Luego aprendí la lección de que cuanto más sabio era el entrevistado tanto más prudente y sencillo se mostraba. Solo hablaban de lo que sabían, relativizando al máximo sus aportaciones. Cada entrevista era una lección teórica y humana.

Si tuviera que elegir entre todos para repetir la entrevista creo que elegiría a Jean-Pierre Vernant. Por su personalidad y su talento. Pero no le irían muy a la zaga Lledó, Vattimo, Bodei, Goody, Malaurie o Domínguez Ortiz.

¿Cuáles son las próximas obras que Los alienistas del Pisuerga van a publicar?

La última publicada es una selección de las Lecciones clínicas sobre enfermedades mentales y nerviosas de Jules Séglas, en concreto los capítulos dedicados a las alucinaciones verbales y al delirio de persecución. Está en preparación La locura maníaco-depresiva de Kraepelin. Un texto imprescindible que pone en ridículo la pobre psicopatología construida actualmente sobre el trastorno bipolar.

– Te han definido como “lector de las enfermedades de tus pacientes”. ¿Te identificas con esta definición? ¿Cómo la entiendes?

Cuando lo dije me refería a que todo delirio tiene la compostura de un escrito. Posee la consistencia y la repetición de un texto gráfico, donde la verdad tiende a condensarse y la materialidad del significante gana mucho peso. En ese sentido, tratar de entender a un psicótico a veces tiene más que ver con una actividad de lectura que de escucha o, mejor dicho, consiste en escuchar con detenimiento a alguien que lee un texto escrito en su interior.

El mundo escrito es el universo privilegiado de las psicosis.


[1] De locos, dioses, deseo y costumbres (2007, Valladolid, El Pasaje de las Letras).

[2] El saber delirante (2001, Madrid, Síntesis)

[3] “Psiquiatría y cultura”, prólogo a La invención de las enfermedades mentales de José Mª Álvarez, 2ª edición, Madrid, Gredos, 2008.